Literatura boliviana: una irreverente solemnidad
24/09/2014 Fuente revistaenie. País invitado al Filba, en su nueva narrativa conviven lo rural y lo urbano.
La literatura boliviana contemporánea tiene como referentes fundamentales a Jaime Saenz y Jesús Urzagasti. La obra de Saenz (1921-1986) no sólo es una de las más inmensas de la poesía latinoamericana del siglo XX; su vida de “maldito” es un inventario de gestos provocativos contra la clase media de la que provenía, contra un tiempo que se le antojaba dominado por la razón. Nacido en La Paz, Saenz fue un ser torturado desde muy temprano; comenzó a beber a los quince años y a los veinte ya era alcohólico. Dos experiencias con el delirium tremens a principios de la década del cincuenta lo llevaron al borde de la muerte y lo obligaron a dejar el alcohol y dedicarse plenamente a la escritura. Para Saenz, el alcohol era un camino de conocimiento que permitía acceder a un grado de conciencia superior, a un estado de revelaciones y una visión más profunda de la realidad. En La noche (1984), escribe: “La experiencia más dolorosa, la más triste y aterradora/ que imaginarse pueda,/ es sin duda la experiencia del alcohol./(…)/ Y tan atroz y temible se muestra, en un recorrido de/ espanto y miseria, que uno quisiera quedarse muerto allá”.
Saenz anclaba su obra en la exploración del mundo marginal, siguiendo la estela de Arturo Borda (1883-1953), autor de la inclasificable El loco (1966); por esa senda siguió Víctor Hugo Viscarra (1958-2006), el “Bukowski boliviano” que, en sus memorias Borracho estaba pero me acuerdo (2002), lee la realidad nacional desde los márgenes de los márgenes, aunque, a diferencia de Saenz, no hay en él una búsqueda mística del individuo sino una clara conciencia lumpen.
Otro referente esencial es Jesús Urzagasti (1941-2013), nacido en el Chaco boliviano. Narrador y poeta, Urzagasti es dueño de una cosmovisión poética que explora las continuidades entre la vida y la muerte y presenta un universo en el que incluso las figuras malignas tienen un lugar respetable. Las reglas de juego están en las primeras páginas de una de sus mejores novelas, De la ventana al parque (1992): “Los muertos que no se conocieron en vida, traban amistad en el más allá, pero sus aventuras nos están vedadas”; “los muertos… sólo cantan en las noches de luna y en los días de ininterrumpidas lluvias con una voz que conmueve incluso a los sordos y desorejados”.
De la ventana al parque no como un inquietante cuento de fantasmas a la manera de Pedro Páramo, sino como una visión celebratoria del más allá. Mejor: una celebración de la vida, siempre y cuando uno sepa asumir su cercanía con la muerte. A través del tiempo y del espacio son más los muertos que los vivos, y esos muertos –chaqueños y andinos, argentinos y bolivianos– están contándose historias y pueden no haberse cruzado sus caminos en vida, pero para eso ahora nos usan a algunos de nosotros y al narrador: somos intermediarios, cajas de resonancia en torno a la cual confluyen muchos de ellos.
Los críticos consideran que la novela que da inicio al momento actual de la literatura boliviana es Jonás y la ballena rosada (1987) de Wolfango Montes (1951), un escritor de Santa Cruz afincado en el Brasil y miembro de una generación que tiene entre sus nombres importantes a Adolfo Cárdenas (1950), Ramón Rocha Monroy (1950), Homero Carvalho (1957) y Claudio Ferrufino (1960). La grave solemnidad de la narrativa boliviana, que se resquebraja un poco en la década del setenta, se hace trizas en Jonás y da paso a la irreverencia, al humor sin tapujos; el pudor a la hora de representar la sexualidad es reemplazado por una descarnada y liberadora franqueza. Ganadora del premio Casa de las Américas, la novela tiene como escenario a Santa Cruz, polo dinámico del progreso en la Bolivia contemporánea. Aparecen nuevos temas como la presencia del narcotráfico en la sociedad boliviana y la representación de la problemática de la clase media. Simbólicamente, la novela muestra un desplazamiento importante: ya no es el mundo rural de occidente el que nos revela la esencia de la identidad nacional, como ocurre en buena parte de la narrativa de la primera mitad del siglo XX, sino el mundo urbano, la pujante burguesía del oriente.
Otra novela clave es De cuando en cuando Saturnina (2004) de Alison Spedding (1962), una escritora y antropóloga inglesa nacida en 1962 que, después de publicar novelas en inglés en el género de la fantasía, se mudó a Bolivia en 1989 y comenzó a escribir en español. Esta novela es una obra de ciencia ficción con perspectiva feminista e indigenista, escrita con mucho humor y una notable capacidad de exploración lingüística (la autora mezcla libremente el español con el inglés, el aymara, etc.), es considerada por algunos críticos la mejor novela boliviana contemporánea.
La nueva generación –escritores nacidos en las décadas del setenta y el ochenta– ha iniciado su andadura con obras ambiciosas y prometedoras, y está colocando a Bolivia en un lugar relevante en el panorama de la literatura latinoamericana. Se debe señalar, entre otros, a Giovanna Rivero (1972), Wilmer Urrelo (1975), Christian Vera (1977), Fabiola Morales (1978), Maximiliano Barrientos (1979), Juan Pablo Piñeiro (1979) Rodrigo Hasbún (1981), Liliana Colanzi (1981) y Sebastián Antezana (1982). Casi todos ellos publican en editoriales de prestigio en América Latina y España y han recibido distinciones importantes en su carrera, además de ser traducidos.
Si hubo un momento en que la literatura boliviana se enfocó en el indígena y otro en el que se olvidó de él, los narradores de las nuevas generaciones han optado por insistir en otro camino: representar una Bolivia en la que distintas tradiciones culturales conviven e impregnan la mirada tanto urbana como la rural. Esa mezcla está presente en la compleja Cuando Sara Chura despierte (2003) de Juan Pablo Piñeiro, que nos presenta a una La Paz chola y ha asimilado como pocos la influencia de Saenz y Urzagasti, y en los cuentos inquietantes de Rivero (Tukzon, 2008) y Colanzi (La ola, 2014). A esa mezcla la acompaña la indagación en las raíces históricas del presente que llevan a cabo Rivero en 98 segundos sin sombra (2014) —una novela chispeante sobre el peso de la cultura del narcotráfico en una ciudad de Santa Cruz en los años 80— y el vargasllosiano Urrelo de Fantasmas asesinos (2006) y Hablar con los perros (2011). Otra forma de narrar el presente se encuentra en la potente El profesor de literatura (2014) de Christian Vera, que dinamita las bases de un sistema educativo alienante a través de un narrador neurótico rebelde a ese sistema a pesar de su aparente pasividad (o quizás por ello mismo).
La literatura, por supuesto, no tiene la obligación de atender al presente. Su desfase con ese presente puede ser una de sus características más reconocibles: a veces llega tarde y en otros momentos se adelanta y es visionaria. También suele ser oblicua: ¿para qué narrar lo que ocurre ante nuestros ojos cuando podríamos ocuparnos de las ríos subterráneos, los temblores apenas perceptibles en la superficie? Así, los cuentos tan rigurosos como sutiles de Maximiliano Barrientos (Fotos tuyas cuando empiezas a envejecer, 2011) y Rodrigo Hasbún (Los días más felices, 2011) insisten en la dislocación, la sensación de incertidumbre, la confusión de la clase media boliviana ante un panorama cambiante. De manera indirecta, al bucear en el aprendizaje hacia nuevas sensibilidades, estos escritores están narrando el cambio social y político. Su obra es la intimidad de una crisis que aparece cotidianamente en los periódicos.