Moby Dick 5. Quinta entrega
de Herman Melville

Moby Dick 5. Quinta entrega

 

 

Fuente bibliotecasvirtuales. Autor: Herman Melville

 

-¡Un buen trago, un buen trago antes de acostarme! ¡Tú, Daggoo, ya estás saltando por la borda para traerme un buen trozo de ahí abajo!

 

En efecto, aunque no sean muchos, algunos balleneros sienten gran predilección por cierta parte del cuerpo de ballena: la punta. Para la medianoche ya se habían cortado, a la luz de un farol, unos buenos filetes, que Stubb devoró, bien asados, junto al cabrestante mismo. Y no fue el único que esa noche se diera un banquete de cetáceo. Mezclando sus gruñidos con sus bocados, millares de tiburones pululaban en torno al leviatán y se hartaban de carne. Sus colas golpeaban el casco del barco con tal insistencia que apenas nos dejaban dormir. Asomándose por la borda, se les podía ver revolcándose en las oscuras aguas y arrancando a la ballena bocados del tamaño de una cabeza humana.

 

Porque al fin y a la postre, son los tiburones los que más se aprovechan en la caza de las ballenas, los que siguen siempre a los balleneros, como avisados por su instinto de que más tarde o más temprano podrán hartarse de carne.

 

Y son muchedumbre, ya que se reúnen de pronto, aunque sólo poco antes se haya visto uno o dos, al olor de la sangre hasta que forman bandadas de docenas de individuos.

 

El mismo Stubb no había acabado, al parecer.

 

-¡Cocinero! ¡Cocinero! -llamó a voces-. ¡Proa para acá, cocinero!

 

El viejo negro, no muy satisfecho de que le sacaran de su litera a aquella hora, salió de su cubil como una oca y, arrastrando los pies, se aproximó al segundo oficial.

 

-Cocinero -le dijo Stubb, llevándose a la boca un pedazo de carne-. ¿No te parece que esta carne está demasiado asada? La has machacado demasiado. ¡Está excesivamente blanda! ¿No te he dicho que para que esté buena, la carne de ballena ha de estar dura? Ahí tienes a esos tiburones al costado, ¿no ves que la prefieren cruda y poco hecha? Pues bien, en adelante, cuando me guises algún bisté, te diré lo que tienes que hacer para no estropearlo: coges el bisté con una mano y con la otra le acercas un carbón ardiendo, y en seguida, al plato, ¿has entendido? Y mañana, cuando descuarticemos al bicho, a ver si no se te olvida andar cerca para coger las puntas de las aletas, que pondrás en adobo. Y en cuanto a las de la cola, ésas irán al escabeche. Conque ya puedes retirarte.

 

Pero apenas había dado Fleece dos pasos, cuando le volvió a llamar:

 

-Cocinero: mañana, para la guardia de medianoche me pondrás chuletas. ¿Me oyes? Pues, navegando. ¡Eh, alto! Una reverencia antes de irte. Para desayuno, albondiguillas de ballena. Que no se te olvide.

 

-Que me condene -dijo el negro mientras se marchaba-, si él mismo no es más tiburón que uno de esos que andan ahí debajo.

 

Cuando en las pesquerías del Pacífico se remolca hasta el costado un cachalote, si es de noche se espera a la mañana para el descuartizamiento, ya que ésta es labor sumamente complicada, y requiere la presencia de todos los marineros.

 

Pero, sobre todo, en el Pacífico y cerca del ecuador, resulta imposible el dejar la matanza para mucho tiempo, porque son innumerables los animales que pululan dispuestos a aprovecharse de la caza.

 

En cuanto Stubb terminó su cena, Queequeg y un marinero subieron desde el sollado. Colgaron las planchas de descuartizar y arriando tres faroles, se dieron a una continua matanza de tiburones, con sus azadones balleneros, clavándoles la acerada hoja en el cráneo, su único punto vulnerable al parecer. No siempre acertaban a darles en el lugar exacto, pero eso no importaba mucho, ya que al estar heridos, despertaban la voracidad de los congéneres, los cuales los mordían las entrañas, y hasta se mordían las propias, para vomitarlas después por los agujeros de sus vientres. El espectáculo era horrible.

 

A la mañana siguiente comenzó la obra de descuartizamiento. Se ataron al palo mayor los mentones pintados de verde, y encaramados en las planchas, al costado del buque, armados con sus azadones, Stubb y Starbuck, los oficiales, comenzaron a abrir agujeros en el cadáver para insertar los garfios, y la marinería cantando su melopea, empezaron a izar, con lo que el barco se iba escorando al peso del enorme cetáceo.

 

Hecho esto se comienza a arrancarle la grasa a tiras, que se desprende uniformemente a lo largo de la línea llamada la «bufanda», que iban trazando simultáneamente los azadones.

 

Mientras tanto se sigue izando el monstruoso cuerpo hasta que su extremo superior toca el calcés del palo mayor, en cuyo momento ya toda la ballena se balancea en el aire.

 

Uno de los arponeros, entonces, con un instrumento largo y afilado, abre un agujero en la masa, y en este agujero se inserta el cabo de otra telera con el fin de retener la mole para lo que viene después. Con largos mandobles, la divide en dos, de modo que mientras la parte inferior permanece sujeta, la larga porción superior cuelga suelta y se la puede arriar.

 

Entonces se van cortando trozos largos. Todo esto no se hace naturalmente sin una gran confusión a bordo, ya que todos toman parte en la faena, que requiere muchos brazos.

 

La ballena no tiene nada que parezca un cuello, por el contrario su parte más gruesa es precisamente la que une la cabeza al cuerpo. Por tanto, cuesta trabajo separar la cabeza, pero, ¿qué no conseguirá el hombre cuando desea una cosa? La cabeza se ata a proa con un cable. Era ya mediodía y los marineros bajaron a comer, mientras Acab daba unas vueltas sobre la cubierta, resbaladiza de grasa y sangre.

 

-¡Barco a la vista! -gritó una voz desde el tope del palo mayor.

 

-¡Tanto mejor! -respondió Acab, el cual acababa de clavar un azadón en la cabeza del leviatán-. ¿Por dónde?

 

-Tres cuartas por estribor a proa, señor, y viento en popa hacia nosotros.

 

-Mejor que mejor, chico.

 

Pronto llegó el barco, al mismo tiempo que la brisa, y el Pequod comenzó a balancearse. Ya se pudo ver que el recién llegado era otro ballenero, pero como estaba

 

demasiado a barlovento y parecía en ruta hacia otros mares, el Pequod no podía confiar en alcanzarlo. De modo que se izó el banderín y se esperó su respuesta.

 

El otro respondió izando su banderín también, y demostró con él que se trataba del Jeroboam, matrícula de Nantucket. Amainó marcha y se puso al pairo, a sotavento del Pequod y arrió su lancha, pero cuando Starbuck iba a echar la escala para que el capitán subiera a bordo, aquél hizo señas de que no lo haría, ya que al parecer había una enfermedad infecciosa en su barco y Mayhew, su capitán, temía contagiarla al Pequod.

 

Pero ambos oficiales pudieron comunicarse a gritos. En la lancha bogaba un individuo singular, un sujeto bajito y joven de largos cabellos rubios y rostro pecoso. Iba envuelto en un levitón de grandes faldones y su mirada brillaba fanáticamente.

 

Apenas le vio, Stubb gritó:

 

-¡Ése es el tipo que nos hablara de la tripulación del Town-Ho!

 

-No le temo a la epidemia, amigo -le decía Acab al capitán del Jeroboam-. Sube a bordo.

 

Pero el capitán se negó a hacerlo.

 

-¿Has visto a la Ballena Blanca? -preguntó Acab.

 

El capitán Mayhew le contó que a poco de hacerse a la mar, el hombre rubio y del capote largo, llamado Gabriel, le había advertido solemnemente que no se atreviera a atacar a la Ballena Blanca, afirmando como un loco, ya que como tal se comportaba, que Moby Dick era la propia encarnación del propio dios «Temblón», de quien ellos habían recibido los evangelios.

 

Dos años después se avistó a Moby Dick, y el primer oficial Macey, que ardía en deseos de capturarla, logró convencer a cinco marineros de que se embarcaran en una ballenera con él. Para resumirlo: comenzó la persecución, pero cuando iba a lanzar el arpón, una enorme sombra blanca pareció surgir del mar, y el oficial fue arrancado de la lancha, cayendo al mar. No se volvió a saber de él.

 

Acab escuchó la historia sin inmutarse. Luego Mayhew le preguntó si se proponía dar caza a Moby Dick.

 

Acab le volvió la espalda y respondió:

 

-Capitán, creo que en mi correo hay una carta para uno de tus oficiales. Señor Starbuck, tráigala.

 

Starbuck apareció con un sobre sucio.

 

-Lea el nombre del destinatario -dijo Acab. Y Starbuck deletreó con dificultad. ¡Se trataba del mismo Macey, el hombre que había sido muerto por Moby Dick!

 

-Pobre muchacho -dijo Mayhew-. Dámela de todos modos.

 

-¡No! -aulló el loco Gabriel-. ¡Guárdela usted, capitán Acab, porque no tardará en seguir el mismo camino!

 

-¡Satanás te confunda, loco! -aulló Acab-. Capitán Mayhew, cógela.

 

Y ensartándola en la punta de un arpón, se la alargó. Pero en ese momento la lancha hizo un extraño y fue el loco Gabriel quien la cogió. Al instante volvió a lanzarla y la carta cayó a los pies de Acab, de nuevo.

 

Gabriel gritó a los remeros que bogasen y los marineros, sumidos en una especie de terror, le obedecieron, apartándose del Pequod.

 

Poco más tarde los dos barcos se separaban de nuevo.

 

El descuartizamiento de una ballena es una faena larga y sería muy farragoso relatar los pormenores. También resultaba bastante peligrosa, porque el suelo de la cubierta se halla muy resbaladizo y los instrumentos que se emplean son muy afilados.

 

Por ejemplo, muchas veces, yo, que estaba atado con una cuerda a Queequeg, tenía que hacer uso de todas mis fuerzas para sacarle de entre las planchas de despiezar y la borda del barco, o el palo mayor. Y como los tiburones pululaban continuamente en torno al barco, imagínense los cuidados que había que tener para que mi compañero no fuera lanzado entre ellos. ¡Hubiera durado muy poco tiempo vivo!

 

Por el momento, henos aquí con una ballena casi entera aún del flanco del Pequod, pero hemos de advertir que el navío, mientras tanto, iba derivando lentamente hacia otras aguas que, por lo amarillento del brit, pronto se adivinaba que debían abundar en ellas ballenas francas.

 

No hubo que esperar mucho. Pronto a sotavento, se columbraron varios surtidores altos y se despachó en su persecución a dos balleneras, la de Stubb y la de Flask. Bogaron tan rápidamente que pronto apenas se las podía distinguir desde el barco.

 

Pero, en seguida, un gran remolino de espuma nos advirtió de que una de las balleneras debía haber hecho presa, porque parecía ir remolcada por el cetáceo.

 

CAPÍTULO XII

 

Transcurridos algunos minutos, se vio claramente a las balleneras que venían directamente hacia al buque, remolcadas por el cetáceo. El monstruo se acercó tanto al casco que al principio supusimos que iba a atacarnos, pero de pronto se sumergió en un gran torbellino, desapareciendo de nuestra vista.

 

-¡Cortad, cortad! -les gritaban desde el buque a las lanchas, que podían estrellarse contra el casco, pero ellos no obedecieron porque aún les quedaba mucho cabo. La lucha fue muy encarnizada durante unos instantes. En aquel momento se sintió un temblor recorrer la quilla, cuando el cabo tenso, rozándola por debajo, fue a salir a proa. Pero el animal, agotado, disminuyó su velocidad y virando ciegamente dio la vuelta a la popa del buque, remolcando a las balleneras que trazaron así un círculo completo en torno al buque.

 

Por último las dos lanchas aproaron a los costados del leviatán y continuó la batalla en torno al Pequod, mientras los tiburones, al olor de la sangre, se incorporaban a la lucha.

 

Por último la ballena quedó muerta panza arriba.

 

-No sé para qué querrá el capitán este montón de grasa podrido -dijo Stubb asqueado ante su presa.

 

-¿Quererla? -respondió Flask-. Pero, ¿es que no ha oído usted, señor Stubb, que el buque que lleva colgada a babor la cabeza de una ballena franca no puede ya zozobrar nunca?

 

-¿Por qué?

 

-No lo sé, pero así lo oí decir a Fedallah, que parece muy entendido en hechizos.

 

-¿Qué querrá el viejo de él, siempre charlando privadamente los dos?

 

-¿No lo entiende? El viejo está loco por cazar a la Ballena Blanca, y el demonio, que otra cosa no debe ser Fedallah, seguramente que le está proponiendo un pacto.

 

-En ese caso, si crees que es un diablo, ¿cómo se atrevería usted a tratar de tirarlo al mar?

 

-Al menos le daría un buen chapuzón.

 

-Eso si no se lo daba él a usted, porque si es un demonio...

 

-De todas formas no pienso perderlo de vista y en cuanto vea algo sospechoso, ya verá usted si no le arranco el rabo de cuajo.

 

Ya habían subido a bordo, y la marinería procedía a descuartizar la ballena franca, pieza que los balleneros consideran como inútil y cuya grasa y carne desprecian.

 

Se le separó la cabeza, mientras Fedallah contemplaba la operación atentamente, y de cuando en cuando se miraba las rayas de la mano. Acab estaba situado tras de él, de tal manera que la sombra del parsi se confundía con la suya, lo cual no resultaba tranquilizador para la tripulación.

 

Pero si la ballena franca no ofrecía interés alguno, excepto si era verdad lo del hechizo, la del cachalote sí lo tenía, ya que en el interior de su cráneo contiene una de las más preciadas presas de los balleneros: la esperma, tan apreciada, y que es casi siempre el motivo de que se cace a estos animales. Es una grasa que en cuanto muere el animal comienza a solidificarse en forma de agujas. Cada cabeza contiene unos quinientos galones de aceite, aunque no todo se puede recoger, ya que mucha parte de él se pierde, escurriéndose durante la operación de «vaciar el tonel», como se llama dicha operación.

 

Se va recogiendo en cubos para pasar a los toneles, operación delicada y que requiere gran fuerza y presencia de ánimo, y que Tashtego, el indio loco, llevaba a cabo con gran pericia, trepando y bajando como un simio entre los cordajes a los que estaba sujeta la cabeza del cachalote.

 

Y era tanto el interés que ponía en su trabajo, que de pronto perdió pie y cayó en el gran tonel que era la cabeza del animal. Al instante, se hundió en aquella masa espesa.

 

-¡Hombre al agua! -gritó Daggoo, que fue el primero en recobrar la serenidad-. ¡Alargadme aquella cubeta!

 

Y metiendo un pie en ella, para mejor sostenerse, los marineros le izaron hasta el borde superior de la cabeza del cetáceo, antes de que Tashtego hubiera tenido tiempo de llegar hasta el fondo.

 

Entre tanto la marinería se afanaba, sobre todo viendo cómo el «tonel», con Tashtego dentro, se movía de un lado a otro. Era un espectáculo horrible, porque la destrozada cabeza parecía cobrar vida propia.

 

Mientras Daggoo, en lo alto, trataba de alcanzar con un bichero a Tashtego, un grito se elevó de entre la marinería: Se había soltado uno de los enormes garfios que sujetaban la cabeza, y la enorme mole se ladeó y pareció que colgaba ahora sólo de un asiento; se iba a venir abajo de un momento a otro.

 

-¡Bájate! -gritaban los marineros a Daggoo, quien cogido a los cuadernales con una mano, metía la cubeta en el «tonel» para que Tashtego pudiera agarrarse a ella.

 

-¡Ojo a la gran polea! -gritó alguien.

 

Y casi en el mismo instante, con un bramido de trueno, se hundía en el mar la inmensa masa, con el pobre Tashtego dentro, que se fue a pique sin remisión. Pero apenas se habían disipado las salpicaduras, cuando se vio saltar por la borda, con el sable de abordaje en la mano, una silueta oscura. El valiente Queequeg se había lanzado al salvamento. Todo el mundo se precipitó a la banda, sin casi atreverse siquiera a hablar.

 

-¡Allí! -gritó de pronto Daggoo al ver elevarse un brazo entre las ondas aceitosas.

 

Pero no era sólo un brazo, sino dos, y pronto se pudo ver a Queequeg nadando con una mano mientras con la otra sujetaba la larga cabellera del indio. Se los subió a bordo de la lancha y poco después estaban ya en el navío. Tashtego tardó bastante en volver en sí, y Queequeg tampoco parecía estar mucho mejor.

 

Queequeg le había dado varios cortes con el sable, hasta abrir un ancho boquete, y soltando el arma, había metido la mano dentro del hueco, hasta conseguir agarrar al náufrago.

 

Afortunadamente, la cabeza se había hundido en el agua debido a que ya estaba casi por completo aligerada del precioso aceite, el cual la hubiera hecho flotar. No todo se había perdido. Se podía decir que la aventura había terminado mucho mejor de lo que hubiera podido ocurrir.

 

Unos días después, el cachalote había sido despiezado convenientemente y la grasa metida en sus barriles. Los marineros habían limpiado la cubierta y ya estábamos dispuestos para enfrentarnos a otro enemigo.

 

No tardamos en encontrar un buque, la Jungfrau, matrícula de Bremen, al mando del capitán Derick de Deer. En otros tiempos, los mejores balleneros fueron precisamente los holandeses y alemanes, aunque ahora figuren entre los últimos. Pero de vez en vez aún se encuentra alguno con su pabellón en el Pacífico.

 

Arriaron una lancha y el mismo capitán entró en ella. Lo curioso es que en la mano llevaba una aceitera y en la barca un barrilete.

 

-Ese tipo viene a mendigarnos algo de aceite. Debe estar seco -opinó Flask

 

En efecto, no es nada extraño que un ballenero agote el aceite para las lámparas si es que no ha logrado capturar presa alguna. Cuando el alemán subió a bordo del Pequod, Acab, secamente, le interrogó sobre Moby Dick, pero Deer no parecía saber nada sobre ella, con lo cual Acab se desentendió del asunto, pese a que en su media lengua, el alemán le señalaba la aceitera vacía, afirmando que se había tenido que acostar a oscuras varias noches. Se le dio lo que pedía, y Deer se marchó, pero apenas había llegado al costado de su Jungfrau, cuando se señaló la presencia de ballenas desde el calcés de ambos buques. Tan impaciente estaba Deer, que sin subir siquiera a bordo, dio la orden de arriar las balleneras.

 

Las del Pequod fueron echadas al mar, igualmente, y comenzaron a bogar con rapidez. Había un total de ocho ballenas en el mar, un banco no muy numeroso, pero corriente. Las balleneras del Jungfrau, que estaban más cerca de la presa, llevaban bastante ventaja, y nuestros cazadores pronto distinguieron un cetáceo viejo, un macho jorobado que nadaba mucho más lentamente que los demás.

 

Y lo hacía de una manera rara, torcido, y expeliendo por su parte trasera una nube de burbujas.

 

-Me temo que le duela la barriga -decía Stubb-. ¡Nunca vi tantas ventosidades salir de la popa de una ballena!

 

Pero lo que en realidad le ocurría al macho es que le faltaba la aleta de estribor, de la cual sólo se veía un muñón, por lo cual navegaba escorado y haciendo esfuerzos para no ser atrapado.

 

Todas las lanchas rivales se precipitaron sobre la presa, no sólo por ser el mayor, sino por ser el que se encontraba más cerca y bogaba peor. Para entonces, las tres lanchas del Pequod habían rebasado a las que el alemán arriara últimamente, aunque la del mismo capitán alemán iba siempre delante.

 

-¡Perro maldito! -rugía Starbuck-. Y eso que hace un momento venía a nosotros con el cepillo de las limosnas en la mano.

 

Stubb, por su parte, gritaba:

 

-¿Es que vais a dejar que os venza ese bribón? ¿Por qué no os saltáis una vena? Vamos, ¡vamos! Parece como si hubiérais echado el ancla, ¡no nos movemos!

 

-¡Duro con ese buey jorobado! -bramaba Flask-. ¡Vamos, que ése es de los de cien barriles! ¡Una damajuana de brandy para el primero que se acerque!

 

El alemán les lanzó su aceitera y el bidón a las lanchas, con el consiguiente furor de nuestros hombres, que le llamaron perro alemán, e incitados por las voces de sus patrones, consiguieron por fin rebasar al capitán de la Jungfrau, pero la ventaja de éste era tan grande, que hubiera llegado antes, a no ser porque se le enganchó una jaiba en uno de los remos. Flask, Stubb y Starbuck aprovecharon la ocasión. La ballena navegaba con la cabeza fuera del agua, lanzando por delante su surtidor atormentado y por detrás las burbujas.

 

Derick, al ver que le pasaban las lanchas del Pequod, intentó una suprema suerte y se preparó para lanzar un arpón muy largo, pero al instante, Tashtego, Queequeg y Daggoo se pusieron en pie y soltaron simultáneamente sus hierros, que fueron a clavarse en el animal.

 

En la violencia de la primera arrancada, las lanchas tropezaron con la del alemán y la volcaron, yendo a parar sus tripulantes al agua.

 

-¡Ya os recogeremos luego, barriles de mantequilla! -exclamó Stubb-. ¡Cuidado con los tiburones!

 

La carrera del monstruo fue breve. Se hundió ruidosamente, y los tres cabos se dispararon con tal violencia que las balleneras casi se sumergieron, con las amuras al ras del agua.

 

Pero lograron aguantar, ya que sabían que el cachalote tendría que salir más tarde o más temprano. Durante algún tiempo, las tres barcas flotaron en círculo, con el animal debajo de la superficie, y sin soltar presa.

 

-¡Atención, se mueve! -gritó Starbuck, cuando los tres cabos vibraron en el aire.

 

-¡Halad, halad, que está subiendo!

 

 La ballena no tardó en subir, a dos largos de sus cazadores, y sus movimientos denotaban extremo desfallecimiento. Se le clavaron más lanzas, tratando de encontrar sus puntos vitales. Las ballenas carecen de válvulas en las venas, esas válvulas que en otros animales les permiten no desangrarse ante una herida, porque se cierran. En cambio, una ballena herida pierde sangre a ríos, a fuentes, a torrentes.

 

Como las lanchas la rodeaban por sus tres lados y de muy cerca, se podía ver claramente toda su parte superior. Se distinguían los ojos, o al menos el lugar en que debían estar, ya que lo ocupaban una especie de protuberancias ciegas, terriblemente lastimosas. Con su aleta amputada y sus ojos ciegos hubiera infundido piedad, pero no hay piedad cuando se trata de la lucha entre un ballenero y su presa.

 

Revolcándose, acabó por dejar ver en la parte baja de su costado un tumor descolorido, del tamaño de un azumbre.

 

-¡Dejadme que le pinche ahí! -pidió Flask.

 

-¡Fuera, no serviría de nada! -respondió Starbuck.

 

Pero ya Flask había pinchado con su lanza, y del tumor surgió un chorro purulento, y la ballena, que ya lanzaba sangre por su surtidor, se lanzó ciegamente sobre las embarcaciones, anegándolas con su fluido rojo y vital. Fue éste su postrer estertor. Pero aún pudo alcanzar la lancha de Flask de un coletazo y hundirla.

 

Se detuvo jadeante, dando inútiles aletazos con su muñón, y al cabo, mostrando la blancura de su vientre, quedó a la deriva como un leño y murió.

 

Mientras el buque se aproximaba, esperando por las balleneras, el animal comenzó a dar muestras de ir a hundirse. Se le echaron cabos desde diversos puntos, y con hábiles maniobras, cuando llegó el Pequod, se le transportó al costado del buque, pues si no se le sostenía artificialmente, se iría en el acto al fondo.

 

Y ocurrió que al primer golpe que se le dio con el azadón, por debajo del tumor, se vio que tenía insertado en la carne un arpón herrumbroso, lo cual no es extraño encontrar en las piezas cazadas, pero sin que les provoquen aquellos tumores. También se encontró en su carne una flecha de piedra. ¿Cuántos años llevaría aquella punta clavada en sus tejidos?

 

El buque escoraba, debido al peso. Atravesar el puente equivalía a hacerlo sobre la superficie del tejado de una casa. Crujían y jadeaban las cuadernas, y se comprendía que no había más remedio que soltar las cadenas que las sujetaban.

 

-¡Espera, espera! -gritaba Stubb viendo que se perdía el fruto de tantos trabajos-. ¡No tengas tanta prisa por hundirte, maldita!

 

Queequeg se precipitó con su cazuela en la mano y golpeó las cadenas, que estaban soportando tanto peso, que incluso con aquel débil arma se rompieron. En general, el cachalote muerto flota perfectamente, con la panza a un costado fuera del agua, pero éste no obró de tal manera, sino que se hundió inmediatamente. Es algo  que ocurre de cuando en cuando sin que se sepa bien por qué, ya que no solamente sucede con animales viejos, que ya tienen poca grasa y sus huesos son pesados, sino con ejemplares jóvenes, bien envueltos en grasa, que como se sabe, flota siempre.

 

Sin embargo, por un cachalote que se hunda, hay veinte ballenas francas que lo hacen, por lo cual los balleneros no las quieren, ya que eso demuestra la poca grasa que tienen, y además pesan menos aunque tengan igual cantidad de huesos.

 

A poco de hundirse el cachalote, se oyó desde el calcés del Pequod que la Jungfrau estaba arriando otra vez sus balleneras, aunque no se veía más surtidor que el de una ballena de aleta dorsal, especie inalcanzable a causa de su gran velocidad de movimientos. A velas desplegadas, la Jungfrau seguía a sus balleneras, con lo que poco después desaparecerían de nuestra vista los malditos tontos.

 

CAPÍTULO XIII

 

Si para que rueden bien los carros se suelen engrasar los ejes, para que las balleneras se deslicen rápidamente por el mar, hay que engrasarles las quillas, y a esa faena se atareaba Queequeg, como si algún presentimiento le previniese de que pronto sería necesaria.

 

Hacia mediodía se señalaron ballenas, más en cuanto pusimos proa a ellas, huyeron. Stubb las persiguió y al cabo de grandes esfuerzos logró clavar un arpón, pero la ballena atacada, sin zambullirse siquiera, siguió nadando en la superficie. O se le balanceaba o se le dejaba perder, a no ser que se emplease el método de la azagaya.

 

Es necesario ser muy hábil para lanzar desde lejos esta lanza, sobre todo cuando la barca se bambolea como un borracho. Este método se emplea mucho cuando la ballena lleva ya un arpón clavado en el lomo.

 

Ved, pues, a Stubb, el hombre más adecuado para esta labor debido a su sangre fría, a su impávida serenidad. La ballena se encontraba a unos cuarenta pies delante de la lancha. Stubb contempló su azagaya, la calibró en la mano, para que no sobrase ni por delante ni por detrás y calculó la distancia. Un instante después lanzó el arma, que recorrió el gran espacio que la separaba de la pieza formando un arco, y fue a clavarse en el centro vital de la ballena, que en lugar de lanzar agua por su surtidor comenzó a manar sangre roja y caliente.

 

-¡Eso le abrió la espita! -dijo Stubb-. Hoy es el cuatro de julio, día inmortal. ¡Ojalá fuera ponche esa sangre, porque podríamos brindar con él! De todas formas, bueno es lo que nos queda.

 

 

 

La larga península de Malaca constituye la parte más meridional de todo el Asia. En una línea continua desde ella se extiende un rosario de islas, las de Sumatra, Java, Bali y Timor, que forman el gran malecón que separa el océano índico del denso grupo de archipiélagos orientales.

 

Y estas islas están siempre llenas de piratas amarillos, pese al castigo que han recibido ya a manos de los europeos. No es extraño saber de algún buque que ha sido asaltado, sus tripulantes asesinados y la carga saqueada.

 

El Pequod se acercaba con buen viento al estrecho, que Acab se proponía atravesar para entrar en el mar de Java y desde allí navegar hacia el Norte por aguas frecuentadas por el cachalote, costear las Filipinas y alcanzar las remotas costas del Japón. Los cálculos del capitán le habían cerciorado de que quizá por allí podría encontrar a la esquiva Moby Dick

 

Como se sabía que había cachalotes en la costa occidental de Java y en el estrecho de Sonda, se instaba a los vigías para que tuvieran los ojos bien abiertos. Cuando se empezaba a perder toda esperanza de encontrar caza, y el barco se adentraba por el estrecho, no tardó en aparecer a nuestros ojos un espectáculo singular.

 

A una distancia de dos o tres millas y por ambas bandas, se veía un bosque de surtidores, que a diferencia de los de la ballena franca, que son dos y se abren como las ramas de un sauce llorón, éstos eran únicos y se dirigían hacia delante.

 

Se sabía que últimamente, los cachalotes, muy perseguidos por los balleneros, se juntaban a veces en manadas gigantescas para así defenderse mejor de los ataques.

 

Vistos desde el Pequod, los surtidores parecían un bosque de chimeneas de una gran ciudad. Emprendió el navío la persecución a toda vela, blandiendo los arponeros sus armas y dando alegres gritos desde las proas de sus balleneras, pendientes aún en sus pescantes. Si se mantenía el viento, no cabía duda de que la falange de cetáceos, que ahora corría por el estrecho de Malaca, se desplegaría al llegar a aguas orientales, y además, ¿quién sabe si entre aquellas innumerables ballenas no se hallaría Moby Dick?

 

Navegábamos, pues, con perico y sobreperico, cuando la voz de Tashtego nos llamó la atención sobre algo. Haciendo juego con la media luna que llevábamos delante, por detrás del Pequod acababa de aparecer otra, sólo que esta vez eran velas. Acab dio una rápida vuelta sobre su pierna de marfil.

 

-¡Ah, de la arboladura! ¡Hay malayos detrás de nosotros!

 

En efecto, debían haber estado escondidos en los cabos, y ahora los piratas malayos se precipitaban hacia nosotros en sus juncos. Pero una vez que el Pequod navegaba con buen viento de popa, por entre el desfiladero verde de las orillas del estrecho, pocas esperanzas podían tener de alcanzarnos. Los íbamos dejando atrás rápidamente y nuestros arponeros apenas les hacían caso, más atentos a la marcha de las ballenas que a la de los piratas. El buque se acercaba a los cetáceos rápidamente, los cuales, como si se hubieran percatado del peligro comenzaron a agruparse para la defensa.

 

Ya estábamos en el fresno de nuestros remos, y después de varias horas de bogar habíamos perdido la esperanza de poder cazar a alguna, cuando de pronto las ballenas parecieron entrar en la fase que se suele llamar de pánico. Dispersábanse en todas direcciones, en amplios círculos, y nadaban al azar de un lado a otro. Sus propios surtidores daban buena señal de que estaban aterradas.

 

De haber sido un rebaño de corderos atacados por tres lobos, no hubieran demostrado mayor pavor.

 

No obstante, la mayoría del rebaño se mantenía agrupado y no avanzaba ni retrocedía. Al cabo de pocos minutos ya había saltado el arpón de Queequeg, y el animal nos arrastró velozmente hacia el centro del rebaño. Esta actitud de una ballena herida no suele ser desacostumbrada y constituye una de las más peligrosas vicisitudes de las pesquerías, pues ya se puede imaginar el riesgo que representa el internarse entre un rebaño entero de colas y cuerpos gigantescos.

 

Así pues, a medida que avanzábamos, nos íbamos encontrando sitiados, sin saber cuando, en cualquier momento, podíamos quedar aplastados por la muralla de carne que nos rodeaba.

 

Sin amedrentarse, Queequeg gobernaba el bote, apartándose tan pronto de un monstruo como de otro, en tanto que Starbuck se mantenía plantado a proa, lanza en mano, pinchando y apartando las ballenas que podía alcanzar con lanzadas cortas.

 

Para cazar cachalotes asustados, las balleneras llevan un artilugio, consistente en pesados bloques de madera, los jaropes, que se pueden sujetar a los arpones al ser éstos lanzados. El cachalote, pues, ha de arrastrar ese peso adicional si huye, lo que le dificulta la marcha.

 

De esta manera llegamos al centro del rebaño, mientras que el cachalote herido iba frenando su marcha. Ya no podíamos escapar. Por suerte para nosotros, los bichos nadaban en círculos, en lugar de atacarnos de frente, debido a que estaban asustados. Creo que en realidad lo que estaban haciendo era tratar de proteger a sus hembras y crías en el centro de los machos, aunque no esté seguro de ello.

 

En efecto, podíamos ver a las hembras seguidas de sus crías, navegando un poco bajo el agua, lo cual resultaba un espectáculo extraño y en cierto modo conmovedor. Tal es el instinto de las madres. Uno de los bebés, que podíamos ver gracias a la transparencia de las aguas en aquella especie de lago azul, apenas tendría un par de días, pero ya medía no menos de catorce pies de largo.

 

-¡Larga, larga! -gritaba Queequeg-. La dimos, ¡la dimos! ¿Quién le soltó el cabo? Son dos, una grande y otra pequeña.

 

-¿Qué te ocurre? -gritó Starbuck.

 

-¡Mirar allí! -replicó Queequeg.

 

Lo que nos indicaba era el cordón umbilical que unía a la hembra con su cachorro. No es raro que en una caza, este cordón se enrede con el cáñamo de la cuerda del arpón, quedando así atrapada la cría, que siempre viaja por debajo de la madre, para poder mamar a su antojo.

 

Mientras, las ballenas a las que se había arrojado arpones con jarope, es decir, los troncos de madera de que antes hablaba, trataban de salir del círculo de sus compañeras para huir. Como cuando se logra acercarse a una ballena se trata de desjarretarla, cortándole con un azadón el gigantesco tendón de la cosa, una de las ballenas heridas se precipitó como un diablo sobre sus compañeras, golpeándolas, y provocando entre ellas el pánico. Inmediatamente se deshizo aquella especie de paz que reinaba en el criadero, y cada ballena trató de alejarse de las demás, con lo cual muchas de ellas vinieron hacia el centro, lugar que ocupábamos nosotros.

 

-¡A los remos! -gritaba Starbuck-. ¡Por Dios bendito, muchachos, a los remos! ¡Apartad a esa ballena! ¡Queequeg, pincha a esa otra, pero mantenerlas alejadas! ¡Venga, pinchad, remad...!

 

La lancha estaba casi aplastada ya entre dos enormes masas negras, que parecían murallones, y que como se juntaran nos laminarían irremisiblemente. Con esfuerzos desesperados conseguimos salir a un espacio abierto, en busca de alguna otra salida. Y así, de milagro en milagro, logramos deslizarnos de lo que había sido el centro hasta la periferia del rebaño. Nuestra feliz salvación no nos costó más que el sombrero de Queequeg, que le arrancó de la cabeza una cola que pasó rozándolo.

 

Las ballenas volvieron a reunirse y prosiguieron su marcha en perfecta formación. Era inútil continuar la persecución, aunque los botes se quedaron para tratar de cazar alguna de las que, sujetas a los jaropes, pudiera quedarse rezagada, y para recoger a una mostrenca que Flask había matado. Se llama mostrencas a aquellas ballenas muertas de un arponazo y a las que por no poder remolcar de momento, se dejan flotar clavándoles una pértiga con un gallardete que permite reconocerlas como caza propia después, por si acaso algún otro ballenero se acerca a ellas para cobrarlas.