La liga de los pelirrojos 2. Segunda Entrega
de Arthur Conan Doyle

La liga de los pelirrojos 2. Segunda Entrega

 

 

Fuente ciudadseva. -Fue la suya una experiencia divertidísima -comentó Holmes, mientras su cliente se callaba y refrescaba su memoria con un pellizco de rapé-. Prosiga, por favor, el interesante relato.

 

-En la oficina no había sino un par de sillas de madera y una mesa de tabla, a la que estaba sentado un hombre pequeño, y cuyo pelo era aún más rojo que el mío. Conforme se presentaban los candidatos les decía algunas palabras, pero siempre se las arreglaba para descalificarlos por algún defectillo. Después de todo, no parecía cosa tan sencilla el ocupar una vacante. Pero cuando nos llegó la vez a nosotros, el hombrecito se mostró más inclinado hacia mí que hacia todos los demás, y cerró la puerta cuando estuvimos dentro, a fin de poder conversar reservadamente con nosotros. «Este señor se llama Jabez Wilson -le dijo mi empleado-, y desearía ocupar la vacante que hay en la Liga.» «Por cierto que se ajusta a maravilla para el puesto -contestó el otro-. Reúne todos los requisitos. No recuerdo desde cuándo no he visto pelo tan hermoso.» Dio un paso atrás, torció a un lado la cabeza, y me estuvo contemplando el pelo hasta que me sentí invadido de rubor. Y de pronto, se abalanzó hacia mí, me dio un fuerte apretón de manos y me felicitó calurosamente por mi éxito. «El titubear constituiría una injusticia -dijo-.

 

Pero estoy seguro de que sabrá disculpar el que yo tome una precaución elemental.» Y acto continuo me agarró del pelo con ambas manos, y tiró hasta hacerme gritar de dolor. Al soltarme, me dijo: «Tiene usted lágrimas en los ojos, de lo cual deduzco que no hay trampa. Es preciso que tengamos sumo cuidado, porque ya hemos sido engañados en dos ocasiones, una de ellas con peluca postiza, y la otra, con el tinte. Podría contarle a usted anécdotas del empleo de cera de zapatero remendón, como para que se asquease de la condición humana.» Dicho esto se acercó a la ventana, y anunció a voz en grito a los que estaban debajo que había sido ocupada la vacante. Se alzó un gemido de desilusión entre los que esperaban, y la gente se desbandó, no quedando más pelirrojos a la vista que mi gerente y yo. «Me llamo Duncan Ross -dijo éste-, y soy uno de los que cobran pensión procedente del legado de nuestro noble bienhechor.

 

¿Es usted casado, señor Wilson? ¿Tiene usted familia?» Contesté que no la tenía. La cara de aquel hombre se nubló en el acto, y me dijo con mucha gravedad: «¡ Vaya por Dios, qué inconveniente más grande! ¡Cuánto lamento oírle decir eso! Como es natural, la finalidad del legado es la de que aumenten y se propaguen los pelirrojos, y no sólo su conservación. Es una gran desgracia que usted sea un hombre sin familia.» También mi cara se nubló al oír aquello, señor Holmes, viendo que, después de todo, se me escapaba, la vacante; pero, después de pensarlo por espacio de algunos minutos, sentenció que eso no importaba. «Tratándose de otro -dijo-, esa objeción podría ser fatal; pero estiraremos la cosa en favor de una persona de un pelo como el suyo. ¿Cuándo podrá usted hacerse cargo de sus nuevas obligaciones?» «Hay un pequeño inconveniente, puesto que yo tengo un negocio mío», contesté. «¡Oh! No se preocupe por eso, señor Wilson -dijo Vicente Spaulding-. Yo me cuidaré de su negocio.» «¿Cuál será el horario?», pregunté. «De diez a dos.» Pues bien: el negocio de préstamos se hace principalmente a eso del anochecido, señor Holmes, especialmente los jueves y los viernes, es decir, los días anteriores al de paga; me venía, pues, perfectamente el ganarme algún dinerito por las mañanas. Además, yo sabía que mi empleado es una buena persona y que atendería a todo lo que se le presentase. «Ese horario me convendría perfectamente -le dije-. ¿Y el sueldo?» «Cuatro libras a la semana.» «¿En qué consistirá el trabajo?» «El trabajo es puramente nominal.» «¿Qué entiende usted por puramente nominal?» «Pues que durante esas horas tendrá usted que hacer acto de presencia en esta oficina, o, por lo menos, en este edificio. Si usted se ausenta del mismo, pierde para siempre su empleo. Sobre este punto es terminante el testamento. Si usted se ausenta de la oficina en estas horas, falta a su compromiso.» «Son nada más que cuatro horas al día, y no se me ocurrirá ausentarme», le contesté. «Si lo hiciese, no le valdrían excusas -me dijo el señor Duncan Ross-.

 

Ni por enfermedad, negocios, ni nada. Usted tiene que permanecer aquí, so pena de perder la colocación.» «¿Y el trabajo?» «Consiste en copiar la Enciclopedia Británica. En este estante tiene usted el primer volumen. Usted tiene que procurarse tinta, plumas y papel secante; pero nosotros le suministramos esta mesa y esta silla. ¿Puede usted empezar mañana?» «Desde luego que sí», le contesté. «Entonces, señor Jabez Wilson, adiós, y permítame felicitarle una vez más por el importante empleo que ha tenido usted la buena suerte de conseguir.» Se despidió de mí con una reverencia, indicándome que podía retirarme, y yo me volví a casa con mi empleado, sin saber casi qué decir ni qué hacer, de tan satisfecho como estaba con mi buena suerte. Pues bien: me pasé el día dando vueltas en mi cabeza al asunto, y para cuando llegó la noche, volví a sentirme abatido, porque estaba completamente convencido de que todo aquello no era sino una broma o una superchería, aunque no acertaba a imaginarme qué finalidad podían proponerse. Parecía completamente imposible que hubiese nadie capaz de hacer un testamento semejante, y de pagar un sueldo como aquél por un trabajo tan sencillo como el de copiar la Enciclopedia Británica.

 

Vicente Spaulding hizo todo cuanto le fue posible por darme ánimos, pero a la hora de acostarme había yo acabado por desechar del todo la idea. Sin embargo, cuando llegó la mañana resolví ver en qué quedaba aquello, compré un frasco de tinta de a penique, me proveí de una pluma de escribir y de siete pliegos de papel de oficio, y me puse en camino para Pope's Court. Con gran sorpresa y satisfacción mía, encontré las cosas todo lo bien que podían estar. La mesa estaba a punto, y el señor Duncan Ross, presente para cerciorarse de que yo me ponía a trabajar. Me señaló para empezar la letra A, y luego se retiró; pero de cuando en cuando aparecía por allí para comprobar que yo seguía en mi sitio. A las dos me despidió, me felicitó por la cantidad de trabajo que había hecho, y cerró la puerta del despacho después de salir yo. Un día tras otro, las cosas siguieron de la misma forma, y el gerente se presentó el sábado, poniéndome encima de la mesa cuatro soberanos de oro, en pago del trabajo que yo había realizado durante la semana. Lo mismo ocurrió la semana siguiente, y la otra. Me presenté todas las mañanas a las diez, y me ausenté a las dos. Poco a poco, el señor Duncan Ross se limitó a venir una vez durante la mañana, y al cabo de un tiempo dejó de venir del todo. Como es natural, yo no me atreví, a pesar de eso, a ausentarme de la oficina un sólo momento, porque no tenía la seguridad de que él no iba a presentarse, y el empleo era tan bueno, y me venía tan bien, que no me arriesgaba a perderlo. Transcurrieron de idéntica manera ocho semanas, durante las cuales yo escribí lo referente a los Abades, Arqueros, Armaduras, Arquitectura y Ática, esperanzado de llegar, a fuerza de diligencia, muy pronto a la b. Me gasté algún dinero en papel de oficio, y ya tenía casi lleno un estante con mis escritos. Y de pronto se acaba todo el asunto.

 

-¿Que se acabó?

 

-Sí, señor. Y eso ha ocurrido esta mañana mismo. Me presenté, como de costumbre, al trabajo a las diez; pero la puerta estaba cerrada con llave, y en mitad de la hoja de la misma, clavado con una tachuela, había un trocito de cartulina. Aquí lo tiene, puede leerlo usted mismo.

 

Nos mostró un trozo de cartulina blanca, más o menos del tamaño de un papel de cartas, que decía lo siguiente:

 

Ha Quedado Disuelta

 

La Liga De Los Pelirrojos

 

9 Octubre 1890

 

Sherlock Holmes y yo examinamos aquel breve anuncio y la cara afligida que había detrás del mismo, hasta que el lado cómico del asunto se sobrepuso de tal manera a toda otra consideración, que ambos rompimos en una carcajada estruendosa.

 

-Yo no veo que la cosa tenga nada de divertida -exclamó nuestro cliente sonrojándose hasta la raíz de sus rojos cabellos-. Si no pueden ustedes hacer en favor mío otra cosa que reírse, me dirigiré a otra parte.

 

-No, no -le contestó Holmes empujándolo hacia el sillón del que había empezado a levantarse-. Por nada del mundo me perdería yo este asunto suyo. Se sale tanto de la rutina, que resulta un descanso. Pero no se me ofenda si le digo que hay en el mismo algo de divertido. Vamos a ver, ¿qué pasos dio usted al encontrarse con ese letrero en la puerta?

 

-Me dejó de una pieza, señor. No sabía qué hacer. Entré en las oficinas de al lado, pero nadie sabía nada. Por último, me dirigí al dueño de la casa, que es contador y vive en la planta baja, y le pregunté si podía darme alguna noticia sobre lo ocurrido a la Liga de los Pelirrojos. Me contestó que jamás había oído hablar de semejante sociedad. Entonces le pregunté por el señor Duncan Ross, y me contestó que era la vez primera que oía ese nombre. «Me refiero, señor, al caballero de la oficina número cuatro», le dije. «¿Cómo? ¿El caballero pelirrojo?» «Ese mismo.» «Su verdadero nombre es William Morris. Se trata de un procurador, y me alquiló la habitación temporalmente, mientras quedaban listas sus propias oficinas. Ayer se trasladó a ellas.» «Y ¿dónde podría encontrarlo?» «En sus nuevas oficinas. Me dió su dirección. Eso es, King Edward Street, número diecisiete, junto a San Pablo.» Marché hacia allí, señor Holmes, pero cuando llegué a esa dirección me encontré con que se trataba de una fábrica de rodilleras artificiales, y nadie había oído hablar allí del señor William Morris, ni del señor Duncan Ross.

 

-Y ¿qué hizo usted entonces? -le preguntó Holmes.

 

-Me dirigí a mi casa de Saxe-Coburg Square, y consulté con mi empleado. No supo darme ninguna solución, salvo la de decirme que esperase, porque con seguridad que recibiría noticias por carta. Pero esto no me bastaba, señor Holmes. Yo no quería perder una colocación como aquélla así como así; por eso, como había oído decir que usted llevaba su bondad hasta aconsejar a la pobre gente que lo necesita, me vine derecho a usted.

 

-Y obró usted con gran acierto -dijo Holmes-.

 

El caso de usted resulta extraordinario, y lo estudiaré con sumo gusto. De lo que usted me ha informado, deduzco que aquí están en juego cosas mucho más graves de lo que a primera vista parece.

 

-¡Que si se juegan cosas graves! -dijo el señor Jabez Wilson-. Yo, por mi parte, pierdo nada menos que cuatro libras semanales.

 

-Por lo que a usted respecta -le hizo notar Holmes-, no veo que usted tenga queja alguna contra esta extraordinaria Liga. Todo lo contrario; por lo que le he oído decir, usted se ha embolsado unas treinta libras, dejando fuera de consideración los minuciosos conocimientos que ha adquirido sobre cuantos temas caen bajo la letra A. A usted no le han causado ningún perjuicio.

 

-No, señor. Pero quiero saber de esa gente, enterarme de quiénes son, y qué se propusieron haciéndome esta jugarreta, porque se trata de una jugarreta. La broma les salió cara, ya que les ha costado treinta y dos libras.

 

-Procuraremos ponerle en claro esos extremos. Empecemos por un par de preguntas, señor Wilson. Ese empleado suyo, que fue quien primero le llamó la atención acerca del anuncio, ¿qué tiempo llevaba con usted?

 

-Cosa de un mes.

 

-¿Cómo fue el venir a pedirle empleo?

 

-Porque puse un anuncio.

 

-¿No se presentaron más aspirantes que él?

 

-Se presentaron en número de una docena.

 

-¿Por qué se decidió usted por él?

 

-Porque era listo y se ofrecía barato.

 

-A mitad de salario, ¿verdad?

 

-Sí.

 

-¿Cómo es ese Vicente Spaulding?

 

-Pequeño, grueso, muy activo, imberbe, aunque no bajará de los treinta años. Tiene en la frente una mancha blanca, de salpicadura de algún ácido.

 

Holmes se irguió en su asiento, muy excitado, y dijo:

 

-Me lo imaginaba. ¿Nunca se fijó usted en si tiene las orejas agujereadas como para llevar pendientes?

 

-Sí, señor. Me contó que se las había agujereado una gitana cuando era todavía muchacho.

 

-¡Ejem!-dijo Holmes recostándose de nuevo en su asiento-. Y ¿sigue todavía en casa de usted?

 

- Sí, señor; no hace sino un instante que lo dejé.

 

-¿Y estuvo bien atendido el negocio de usted durante su ausencia?

 

-No tengo queja alguna, señor. De todos modos, poco es el negocio que se hace por las mañanas.

 

-Con esto me basta, señor Wilson. Tendré mucho gusto en exponerle mi opinión acerca de este asunto dentro de un par de días. Hoy es sábado; espero haber llegado a una conclusión allá para el lunes.

 

* * *

 

-Veamos, Watson -me dijo Holmes una vez que se hubo marchado nuestro visitante-. ¿Qué saca usted en limpio de todo esto?

 

-Yo no saco nada -le contesté con franqueza-. Es un asunto por demás misterioso.

 

-Por regla general -me dijo Holmes-, cuanto más estrambótica es una cosa, menos misteriosa suele resultar. Los verdaderamente desconcertantes son esos crímenes vulgares y adocenados, de igual manera que un rostro corriente es el más difícil de identificar. Pero en este asunto de ahora tendré que actuar con rapidez.

 

-Y ¿qué va usted a hacer? -le pregunté.

 

-Fumar -me respondió-. Es un asunto que me llevará sus tres buenas pipas, y yo le pido a usted que no me dirija la palabra durante cincuenta minutos.

 

Sherlock Holmes se hizo un ovillo en su sillón, levantando las rodillas hasta tocar su nariz aguileña, y de ese modo permaneció con los ojos cerrados y la negra pipa de arcilla apuntando fuera, igual que el pico de algún extraordinario pajarraco. Yo había llegado a la conclusión de que se había dormido, y yo mismo estaba cabeceando; pero Holmes saltó de pronto de su asiento con el gesto de un hombre que ha tomado una resolución, y dejó la pipa encima de la repisa de la chimenea, diciendo:

 

-Esta tarde toca Sarasate en St. James Hall. ¿Qué opina usted, Watson? ¿Pueden sus enfermos prescindir de usted durante algunas horas?

 

-Hoy no tengo nada que hacer. Mi clientela no me acapara nunca mucho.

 

-En ese caso, póngase el sombrero y acompáñeme. Pasaré primero por la City, y por el camino podemos almorzar alguna cosa. Me he fijado en que el programa incluye mucha música alemana, que resulta más de mi gusto que la italiana y la francesa. Es música introspectiva, y yo quiero hacer un examen de conciencia. Vamos.

 

Hasta Aldersgate hicimos el viaje en el ferrocarril subterráneo; un corto paseo nos llevó hasta Saxe-Coburg Square, escenario del extraño relato que habíamos escuchado por la mañana. Era ésta una placita ahogada, pequeña, de quiero y no puedo, en la que cuatro hileras de desaseadas casas de ladrillo de dos pisos miraban a un pequeño cercado, de verjas, dentro del cual una raquítica cespedera y unas pocas matas de ajado laurel luchaban valerosamente contra una atmósfera cargada de humo y adversa. Tres bolas doradas y un rótulo marrón con el nombre «Jabez Wilson», en letras blancas, en una casa que hacía esquina, servían de anuncio al local en que nuestro pelirrojo cliente realizaba sus transacciones. Sherlock Holmes se detuvo delante del mismo, ladeó la cabeza y lo examinó detenidamente con ojos que brillaban entre sus encogidos párpados. Después caminó despacio calle arriba, y luego calle abajo hasta la esquina, siempre con la vista clavada en los edificios. Regresó, por último, hasta la casa del prestamista, y, después de golpear con fuerza dos o tres veces en el suelo con el bastón, se acercó a la puerta y llamó. Abrió en el acto un joven de aspecto despierto, bien afeitado, y le invitó a entrar.

 

-No, gracias; quería sólo preguntar por dónde se va a Stran -dijo Holmes.

 

-Tres a la derecha, y luego cuatro a la izquierda contestó el empleado, apresurándose a cerrar.

 

-He ahí un individuo listo -comentó Holmes cuando nos alejábamos-. En mi opinión, es el cuarto en listeza de Londres, y en cuanto a audacia, quizá pueda aspirar a ocupar el tercer lugar. He tenido antes de ahora ocasión de intervenir en asuntos relacionados con él.

 

-Es evidente -dije yo- que el empleado del señor Wilson entre por mucho en este misterio de la Liga de los Pelirrojos. Estoy seguro de que usted le preguntó el camino únicamente para tener ocasión de echarle la vista encima.

 

-No a él.

 

-¿A quién, entonces?

 

-A las rodilleras de sus pantalones.

 

-¿Y qué vio usted en ellas?

 

-Lo que esperaba ver.