Otra vuelta de tuerca 2. Segunda Entrega
de Henry James

Otra vuelta de tuerca 2. Segunda Entrega

 

 

Fuente bibliotecasvirtuales.  Autor: Henry James

 

—¿Teme que Miles pueda corromperla?

 

Me hizo aquella pregunta con una ironía tan evidente, que tuve que reírme también, aunque un poco nerviosa tal vez, para no ponerme en ridículo.

 

Pero al día siguiente, poco antes de salir, volví a abordarla en otra parte de la casa.

 

—¿Cómo era la dama a la que he venido a sustituir?

 

—¿La última institutriz? Era también joven y guapa, casi tan joven y guapa como usted, señorita.

 

—¡Ah!, me imagino entonces que su belleza y juventud la ayudaron... —murmuré— parece que a él le gusta que seamos jóvenes y guapas.

 

—¡Desde luego! —afirmó la señora Grose—. Le gusta que todo el mundo sea así —y no bien había dicho aquello cuando se apresuró a añadir—: Me refiero, claro, al amo.

 

La aclaración me desconcertó.

 

—¿A quién se refería usted antes?

 

—Claro está que a él —dijo la señora Grose con voz neutra, pero ruborizándose.

 

—¿Al amo?

 

—¿A quién, si no?

 

Era tan evidente que no podía referirse a ninguna otra persona, que un segundo más tarde había dejado de pensar que la señora Grose había dicho por accidente más de lo que pretendía decir; y me limité a preguntarle lo que me interesaba saber.

 

—¿Vio ella algo en el niño que...?

 

—¿Que no estuviera bien? Nunca me habló de ello. Tenía algunos reparos, pero logré superarlos.

 

—¿Era una persona cuidadosa...?

 

La señora Grose parecía luchar por ser precisa.

 

—Sí... en determinadas cosas.

 

—¿Pero no en todas?

 

La señora Grose se quedó meditando un instante.

 

—Bueno, señorita, ella ya ha muerto; no quiero andar contando historias.

 

—Comprendo muy bien sus sentimientos —me apresuré a responder; pero al cabo de unos instantes me pareció que a aquella concesión no se oponía preguntarle—: Murió aquí?

 

—No... Ya se había marchado.

 

No sé por qué la concisión de la señora Grose me pareció tan ambigua.

 

—¿Se marchó... para morir? —insistí.

 

La señora Grose miró hacia la ventana, pero a mí me parecía que tenía derecho a saber qué les aguardaba a las jóvenes institutrices de Bly.

 

—¿Quiere decir que enfermó y regresó a su casa?

 

—No enfermó, que yo sepa, aquí. Se marchó a su casa, a fin de año, para pasar allá unas breves vacaciones a las que, sin duda, tenía derecho, después del tiempo que llevaba aquí. Teníamos entonces a una niñera, una joven que había continuado con nosotros y era buena y competente. Aceptó quedarse con los niños durante ese tiempo. Pero nuestra institutriz no volvió y, precisamente cuando la estábamos esperando, me informó el amo que había muerto.

 

—Pero ¿de qué? —volví a preguntar.

 

—¡Nunca me lo dijo! Si me lo permite usted, señorita —terminó la señora Grose—, debo volver a mi trabajo.

 

III

 

Por fortuna, la manera como la señora Grose me dio la espalda en aquella ocasión no fue un obstáculo para el desarrollo de nuestra mutua estimación. Por el contrario, después de que regresé con el pequeño Miles, nuestras relaciones se volvieron más íntimas, siempre sobre la base del asombro que me causaba el hecho de que aquel niño que acababa de conocer hubiera sido objeto de una expulsión. Llegué con cierto retraso al lugar fijado para el encuentro y, al observarlo mientras él permanecía buscándome con la mirada en la puerta de la posada donde lo había depositado el cochero, pensé que en aquel instante captaba de él, de dentro y fuera de su ser, la misma positiva fragancia de pureza que había percibido desde el primer momento en su hermanita. Era de una hermosura sin par, y la señora Grose lo había descrito perfectamente: su presencia lo derribaba todo, excepto una especie de apasionada ternura hacia él. Lo que entonces me arrebató el corazón fue ese algo divino que nunca he visto, ni antes ni después, en ningún otro niño; aquel aire indescriptible de no saber nada de las cosas de este mundo, fuera del amor. Resultaba imposible asociar una mala fama con semejantes dulzura e inocencia, y mientras volvía yo con él a Bly no hacía más que pensar con estupor, con una sensación casi de ultraje, en el significado de la carta que guardaba encerrada en una gaveta de mi cuarto. Tan pronto como pude cambiar unas palabras con la señora Grose, le manifesté mi asombro: aquello era grotesco. Ella me comprendió en seguida.

 

—¿Se refiere usted a ese cruel cargo contra el niño?

 

—Es imposible sostenerlo un solo instante. ¡Mírelo usted, querida amiga!

 

La señora Grose sonrió ante mi pretensión de haber descubierto el encanto del chiquillo.

 

—Puedo asegurarle, señorita, que yo no he creído una sola palabra —e inmediatamente añadió—: ¿Qué va a decirles ahora?

 

—¿En respuesta a la carta? —yo ya había tomado para entonces una decisión—. ¡Nada!

 

—¿Y a su tío?

 

Fui tajante.

 

—¡Nada!

 

—¿Y al niño?

 

Estuve maravillosa.

 

—¡Nada!

 

La señora Grose se llevó a la boca la punta de su delantal.

 

—Yo estoy de su lado, señorita —afirmó—. Procuraremos arreglarlo todo.

 

—¡Lo arreglaremos! —exclamé ardientemente, tendiéndole la mano para sellar nuestro juramento.

 

La señora Grose retuvo mi mano un momento y luego volvió a llevarse el delantal a la boca con la mano que le quedaba libre.

 

—¿Le importaría, señorita, que me tomara la libertad...?

 

—¿De besarme? ¡Por supuesto que no!

 

Estreché entre mis brazos a la buena señora y, después de habernos besado como hermanas, me sentí aún más fortalecida e indignada.

 

Al recordar esos días —tan densos que al describirlos veo lo difícil que resulta hacer que se entiendan claramente— lo que más me asombra es la situación que acepté. Había convenido con mi compañera arreglar la situación y diríase que me hallaba bajo el efecto de un hechizo que parecía tender un velo sobre las dificultades de semejante empresa. Me hallaba en la cima de una inmensa ola de infatuación y piedad. En mi ignorancia, confusión y, tal vez, vanidad, me era fácil suponer que podría entendérmelas con un muchacho cuya educación para el mundo debía de comenzar apenas. Ni siquiera logro recordar qué proyectos fragüé para el final de sus vacaciones y la reanudación de sus estudios. Se esperaba que durante aquel encantador verano yo le daría clases; pero ahora me doy cuenta de que, durante varias semanas, quien recibió lecciones fui yo. Aprendí —por lo menos, al principio— algo que no había figurado en las enseñanzas de mi anodina y tranquila vida; aprendí a divertirme, e incluso divertir a otros, y a no pensar en el mañana. Por primera vez, en cierto modo, conocía yo el espacio, el aire y la libertad, la música entera del verano y los misterios de la naturaleza. Era objeto de atenciones... y aquella consideración me llenaba de gozo. ¡Oh, era una trampa —una trampa involuntaria, pero profunda— a mi imaginación, a mi delicadeza, tal vez a mi vanidad; a todo lo que había en mí de más excitable! El mejor modo de describir la situación sería diciendo que me cogió enteramente desprevenida. Los niños me daban tan pocas molestias... eran de una amabilidad tan extraordinaria... Yo solía meditar, aunque con una vaguedad absoluta, acerca de cómo el áspero futuro —todos los futuros son ásperos— los trataría y podría lastimarlos. Estaban en la flor de la salud y la felicidad; y, sin embargo, como si yo hubiera estado a cargo de un par de pequeños príncipes de la sangre, para quienes todas las cosas debían ser previstas de antemano, la única forma que en mi imaginación podían asumir los años venideros era la de una expansión romántica, una expansión real del jardín y el parque. Es posible, por supuesto, que lo que repentinamente sucedió diera a toda la época anterior el encanto de la inmovilidad... ese apaciguamiento en que todo se concentra y recoge. El cambio equivalió, en efecto, al salto de una fiera.

 

 Durante las primeras semanas, los días fueron largos; a menudo me permitían lo que yo solía llamar mi hora de asueto, esa hora en que, una vez cenados y acostados mis pupilos, yo tenía, antes de retirarme definitivamente a descansar, un pequeño intervalo de soledad. A pesar de lo mucho que me complacían mis compañeros, aquella hora era la cosa que más me gustaba de todo el día; sobre todo me gustaba cuando, a la luz moribunda del atardecer, con el último canto de los pájaros, bajo un cielo violeta y entre los viejos árboles, podía dar una vuelta por el jardín y disfrutar, casi con una sensación de propiedad que me divertía y halagaba, la belleza y la dignidad del lugar. Era un placer sentirme en aquellos momentos tranquila y justificada; e, indudablemente, reflexionar acerca de que gracias a mi discreción, a mi buen sentido y a la respetabilidad intachable de mi comportamiento, yo también estaba complaciendo —¡si alguna vez llegaba él a pensar en ello!— a la persona a cuya influencia había cedido. Lo que yo estaba haciendo era lo que él había esperado de mí, y el que pudiera hacerlo me producía una alegría mucho mayor de lo que me había imaginado. Me atrevo a decir que me veía a mí misma como una joven notable y me consolaba pensando que eso sería un día reconocido públicamente. Y el caso es que necesitaba ser notable para enfrentarme a las cosas notables que comenzaron a dar de pronto señales de vida.

 

Todo comenzó un atardecer, a mitad de mi habitual paseo vespertino. Los niños se habían retirado ya a sus habitaciones cuando salí al parque. Uno de los pensamientos que me rondaban —ahora no debo ocultar nada— era el de que sería maravilloso encontrar repentinamente a alguien. Alguien que apareciera en el recodo de un camino y se detuviese ante mí con una sonrisa de aprobación. No pedía sino eso: lo único que pedía era que él se enterara; y la única manera de estar segura de que él se había enterado era viéndolo reflejado en su hermoso rostro. Estaba pensando eso exactamente cuando, al final de aquel largo día de junio, me detuve en seco al salir de una de las plantaciones y encontrarme con la vista de la casa. Lo que me detuvo en aquel lugar —y con un sobresalto mucho mayor de lo que cualquier visión hubiera podido provocar— fue la sensación de que lo ansiado por mi imaginación se volvía realidad. ¡Allí estaba él!, pero en lo alto, más allá del césped, en la cima de la torre a la que la pequeña Flora me había llevado durante mi primera mañana en Bly. Aquella torre era una del par de estructuras cuadradas, incongruentes, almenadas que, por alguna razón para mí inexplicable, ya que no podía ver la diferencia entre ellas, eran conocidas como "la nueva" y "la vieja". Flanqueaban extremos opuestos de la casa y eran, indudablemente, unos absurdos arquitectónicos, aceptados sólo por el hecho de no estar del todo desincorporados ni ser demasiado altos, datando, en su pretenciosa antigüedad, de un renacimiento romántico que era ya un respetable pasado. Yo las admiraba y dejaba volar mi imaginación sobre ellas, pues todos disfrutábamos en cierta medida, especialmente cuando se las contemplaba en la semioscuridad del crepúsculo, de la indudable belleza de sus almenas; sin embargo, no era aquella altura el lugar más indicado para que apareciera la figura que tan a menudo había invocado.

 

 Me acuerdo muy bien de que aquella figura, en el claro crepúsculo, provocó en mí dos reacciones diferentes. La primera fue de sorpresa y la segunda de una violenta rectificación del error inicial: el hombre que veían mis ojos no era la persona que yo atolondradamente había supuesto. En aquel momento estaba tan perturbada mi visión, que aun ahora, después de tantos años, no logro precisarla. Un hombre desconocido en un lugar solitario es un objeto justificado de temor para una joven bien educada; y la figura que contemplaba —unos cuantos segundos bastaron para convencerme de ello— no era nadie a quien yo conociera. No la había visto en la casa de Harley Street ni en ninguna otra parte. Es más: el sitio se convirtió en un instante, y de la manera más extraña del mundo, en un páramo. Vuelvo a sentir, al hacer esta declaración aquí, con una deliberación de la que siempre he carecido desde entonces, las mismas sensaciones que tuve en aquel momento. Fue como si, en el instante en que yo lo descubrí, todo el resto del escenario fuera herido de muerte. Puedo oír de nuevo, mientras escribo, el profundo silencio que devoró todos los sentidos del atardecer. Las cornejas dejaron de graznar en el cielo dorado y la hora amistosa perdió toda su voz. Pero no se produjo ningún otro cambio visible en la naturaleza, a menos que, en efecto, fuera un cambio lo que vi con una nitidez y precisión extrañas. El cielo no perdió su color de oro, ni el aire su transparencia, y el hombre que me miraba por encima de las almenas era tan definido como un cuadro en un marco. Pensé con extraordinaria rapidez en cada una de las personas que hubiera podido ser y que no era. A través de la distancia, nos miramos el tiempo suficiente para que yo me preguntara con intensidad quién podía ser, y sentir, como resultado de mi incapacidad para responder a la pregunta, un asombro que en unos cuantos segundos fue todavía más intenso.

 

El gran problema, o uno de ellos, lo sé muy bien, estriba en enterarse más tarde de la duración de esos lapsos. Bueno, en aquel caso concreto creo que duró el tiempo necesario para que yo barajara una docena de posibilidades, ninguna de las cuales resultó satisfactoria, aunque todas coincidían en un punto: en que había en la casa una persona cuya existencia yo ignoraba. Duró mientras yo me encolerizaba un poco ante la convicción de que mi cargo exigía que no existieran tal ignorancia ni tal persona. Duró mientras aquel visitante —del cual recuerdo ahora que se desprendía una sensación de libertad, de cierta familiaridad, por el hecho de no llevar sombrero— parecía hacerme objeto, desde su altura, de un minucioso escrutinio, igual que el que en mí provocaba su presencia. Estábamos demasiado lejos para poder llamarnos el uno al otro, pero hubo un momento en que, a menor distancia, un reto entre nosotros, rompiendo el silencio, hubiera sido el resultado lógico de nuestra mutua contemplación. Estaba en uno de los ángulos, el más alejado de la casa, muy erguido y con las dos manos apoyadas en la balaustrada. Lo veía con la misma claridad con que veo las letras que dibujo sobre esta página; y después de un instante, como si deseara añadir algo al panorama, cambió lentamente de lugar... pasó, sin dejar de mirarme con fijeza, al rincón opuesto de la plataforma. Sí, tenía la aguda sensación de que durante ese trayecto no apartaba nunca los ojos de mí, y ahora puedo ver aún los movimientos de su mano al pasar de una almena a otra. Se detuvo en el otro extremo de la balaustrada sin apartar la mirada de mí y luego desapareció; y eso fue todo lo que supe.

 

IV

 

No se me puede culpar de que no esperara más en aquella ocasión, pues permanecí tan firmemente plantada en el suelo como estremecida. ¿Existía un secreto en Bly... quizá un familiar inmencionable recluido en un insospechado confinamiento? No puedo decir cuánto tiempo permanecí en aquel lugar asaltada por una mezcla de curiosidad y temor; sólo recuerdo que cuando volví a la casa era ya noche cerrada. La agitación se había apoderado de mí, pues debí caminar cerca de tres millas dando vueltas alrededor. Pero más tarde la angustia me sobrecogería de tal manera, que aquel despertar de mis temores no fue, en comparación, sino un simple estremecimiento. Lo más singular del caso, ya todo él insólito, fue el papel que desempeñé en el vestíbulo al advertir la presencia de la señora Grose. Este cuadro vuelve a mi memoria dentro del relato general, con la impresión, tal como la recibía al volver, de aquel amplio espacio de paneles blancos, resplandeciente a la luz de la lámpara, con sus retratos y su alfombra roja, y la bondadosa y sorprendida mirada de mi amiga, quien inmediatamente me dijo que me había echado de menos. Me resultó absolutamente claro en aquel encuentro, ante la expresión de alivio de su rostro, que ella no tenía conocimiento de nada que se relacionara con el incidente que yo acababa de protagonizar. No había sospechado previamente que su apacible rostro pudiera obrar en mí de freno, y de alguna manera medí la importancia de lo que había visto con mis vacilaciones para mencionarlo. Pocas cosas en toda esta historia me resultan tan extrañas como el hecho de que el comienzo real de mi miedo se aunara, por así decirlo, con el instinto de ocultárselo a mi compañera. Por lo tanto, en aquel agradable vestíbulo y con su mirada fija en mi yo, por alguna razón que no podía entonces comprender, experimenté una revolución en mi interior. Di un vago pretexto por mi demora y, aludiendo a la belleza de la noche, al rocío y a mis pies mojados, me dirigí lo más pronto que pude hacia mi cuarto.

 

Aquello era algo nuevo; así que ahí, durante muchos días, tuve que ventilar aquel extraño asunto. Había horas, cada uno de aquellos días, o por lo menos había momentos, arrancados de los deberes diarios, en que tenía que encerrarme a meditar. No se trataba de que me sintiera más nerviosa de lo que pudiera soportar, sino de que temía que esto pudiera ocurrirme; la verdad a la que tenía que enfrentarme era, simple y llanamente, que no podía saber nada sobre aquel visitante con quien tan inexplicablemente y, sin embargo —al menos, eso me parecía—, tan íntimamente estaba yo relacionada. Pronto advertí que no podría llegar a ninguna parte sin interrogar a alguien y suscitar alguna complicación doméstica. La impresión recibida debió agudizar todos mis sentidos; al cabo de tres días, como resultado de la más sostenida atención, estaba segura de que no había sido objeto de ninguna broma por parte de los criados. Sólo podía inferir que alguien se había tomado una libertad indebida. Esa fue la conclusión a que llegué al encerrarme en mi habitación para meditar. Todos nosotros, colectivamente, habíamos sido víctimas de una intrusión: algún viajero inescrupuloso, interesado en los palacios antiguos, se había introducido en la casa sin que nadie lo observara y disfrutado del panorama desde el mejor punto de observación, y luego se marchó como había entrado. Y el que me mirase con tanta audacia no era sino una parte de su indiscreción. Lo bueno, después de todo, era que con seguridad no volveríamos a verle.

 

Pero esta deducción no era tan satisfactoria, debo admitirlo, como para hacerme olvidar que lo que esencialmente me ayudaba a superar aquella intranquilidad era mi agradable trabajo. Éste consistía, sencillamente, en mi vida con Miles y Flora, y nada podía serenarme tanto como sumergirme en esa labor. El atractivo de mis pequeños pupilos era una fuente constante de alegría que me llevaba a burlarme de mi antigua vanidad y absurdos temores, el disgusto con el que veía antes la gris perspectiva de mi oficio. No había, al parecer, ninguna perspectiva gris ni agobios de ninguna especie. ¿Cómo no iba a ser encantador un trabajo que se me ofrecía diariamente con tal belleza? En él se mezclaban la ternura de la niñera y la poesía del aula de clases. No quiero con esto decir que lo único que estudiásemos fueran novelas y poemas; lo que pasa es que no logro expresar de otra manera la clase de interés que mis compañeros me inspiraban. ¿Cómo describirlo, salvo diciendo que, en vez de acostumbrarme a ellos —¡y qué maravillosa puede resultar la profesión de institutriz: yo la llamo la hermandad de los testigos!—, hacía constantemente descubrimientos? Sólo había una dirección en que aquellos descubrimientos cesaban: una profunda oscuridad continuaba ocultando todo lo referente a la conducta del niño en la escuela. Advertí que muy pronto había logrado encarar ese misterio sin un latido doloroso del corazón. Tal vez sería más acertado decir que, sin pronunciar una palabra, él mismo había aclarado el asunto. Su sola presencia hacía que el cargo pareciera completamente absurdo. Mi conclusión floreció al contacto de su inocencia: Miles era demasiado fino y delicado para aquel pequeño, horrible y sucio mundo escolar, y había pagado un precio por ello. Reflexioné agudamente que el sentimiento de tales diferencias, de tal superioridad, provoca en la mayoría —la cual puede incluir a estúpidos y sordos directores—, de una manera infalible, un deseo de venganza.

 

Ambos niños poseían una delicadeza —su única falta, aunque no por ello podía decirse que Miles fuera un niño blandengue— que los mantenía, ¿cómo podría expresarlo?, en un nivel casi impersonal y, desde luego, ajeno a los castigos. Eran como los querubines de la anécdota, a quienes nada —por lo menos, moralmente— podía reprochárseles. Recuerdo que sentía, sobre todo cuando estaba con Miles, que no existía ninguna historia tras él. Esperamos de todo niño una historia minúscula, pero en aquel hermoso niño había algo extraordinariamente sensitivo, extraordinariamente feliz que, más que en ninguna otra criatura de esa edad que haya yo visto, me sorprendía como el comienzo de algo nuevo cada día. Nunca había sufrido un solo segundo. Consideré esto como una prueba directa de su inocencia. En el caso de ser malvado, hubiese sido sorprendido, y yo lo hubiera descubierto; sin duda alguna, habría descubierto las trazas. No logré encontrar nada; por consiguiente, era un ángel. Nunca hablaba de su escuela, nunca mencionaba a un camarada o un maestro; y yo, por mi parte, estaba demasiado disgustada para aludir a ellos. Por supuesto, vivía bajo los efectos del hechizo, y lo más sorprendente es que, aun en aquella misma época, yo era consciente de ello. Pero no me preocupaba; era un antídoto a cualquier dolor, y yo tenía más de uno: estaba recibiendo, precisamente aquellos días, unas cartas muy aflictivas de mi casa, donde las cosas no marchaban bien. Pero, estando con mis niños, ¿qué cosas en el mundo podían importarme? Esta pregunta me la hacía durante los momentos de retiro. Sí, estaba hechizada por el encanto de ambos.

 

Hubo un domingo, para ser precisos, que llovió con tal intensidad y por espacio de tantas horas, que no pudimos ir en grupo a la iglesia; en consecuencia, y como el día avanzaba, decidí que la señora Grose y yo asistiríamos al servicio vespertino si el tiempo mejoraba. La lluvia cesó, por fortuna, y me dispuse a hacer nuestro paseo, el cual, a través del parque y por el buen camino que conducía al pueblo, nos tomaría sólo unos veinte minutos. Cuando bajaba las escaleras para reunirme con mi compañera en el vestíbulo, me acordé de un par de guantes que habían necesitado tres puntadas y las habían recibido, quizá en un momento poco adecuado, mientras acompañaba a los niños en su té, servido los domingos, por excepción, en aquel frío y brillante templo de caoba y bronce que era el comedor de los adultos. Había dejado allí los guantes y decidí ir a recogerlos. El día era bastante oscuro, pero la luz de la tarde, al cruzar el umbral, me permitió no sólo reconocer, en una silla cerca de la amplia ventana, cerrada en ese momento, los objetos que buscaba, sino también distinguir a una persona que, desde el otro lado de los cristales, miraba hacia el interior de la estancia. Un sólo paso en el comedor había bastado, mi imaginación fue instantánea: era él. La persona que miraba por el ventanal era la misma que había visto en la torre. Aparecía una vez más, y no diré con una nitidez mayor, pues eso hubiera sido imposible, pero sí con una proximidad que representaba un adelanto en nuestro trato, y que hizo, en el momento en que nuestras miradas se cruzaron, que contuviera la respiración mientras mi cuerpo se cubría de un sudor frío... Era el mismo... era el mismo; y visto esta vez, como en la anterior, de la cintura para arriba, enmarcado en la ventana. Tenía el rostro pegado al cristal, y el efecto de esta nueva visión fue, extrañamente, el de demostrarme qué intensa había sido la anterior. Permaneció allí sólo unos segundos, el tiempo suficiente para convencerme de que también él me había visto y reconocido; pero era como si lo hubiese estado viendo durante años enteros, como si lo hubiera conocido desde siempre. Esa vez, sin embargo, ocurrió algo que no había sucedido antes: la mirada que me dirigió a través del cristal y de la amplia habitación fue tan profunda y dura como la anterior, pero la apartó de mí, un momento durante el cual yo todavía lo observaba, para fijarse en otras varias cosas. Por lo que debí añadir, a mi natural sobresalto, la certidumbre de que no había ido por mí, sino por alguna otra persona.

 

El impacto de aquel nuevo conocimiento, al incidir en medio de mi temor, produjo en mí el más extraordinario de los efectos, inundándome, mientras permanecía en el lugar, de una repentina vibración de valor y sentido del deber. Hablo de valor porque fui, sin duda alguna, muy lejos. Crucé de nuevo el umbral del comedor, llegué al de la casa, salí a la terraza y eché a correr hasta que la ventana apareció ante mi vista. Pero delante de ella no había nadie... Mi visitante había desaparecido. Me detuve, casi me dejé caer, y experimenté un profundo alivio. Dirigí una mirada a mi alrededor dándole tiempo a reaparecer. Ahora bien, este tiempo, ¿cuánto duró? Hoy no puedo precisar la duración de aquellos periodos; ni estaba en condiciones de medirlos entonces. Lo que sí creo es que no pudieron ser tan largos como en aquella ocasión me parecieron. La terraza y todo el edificio, el prado y el jardín detrás de él, todo lo que podía ver del parque, eran lugares vacíos, como colmados de una gran vaciedad. Había arbustos y altos árboles, pero recuerdo que tuve la seguridad de que en ninguno de ellos se ocultaba el visitante. Estaba o no estaba allí; y si no podía verlo, era porque no estaba. Me aferré a esa idea y luego, instintivamente, me acerqué a la ventana en vez de regresar por dónde había llegado. Sentía, aunque de manera confusa, la necesidad de situarme en el mismo lugar donde él había estado; pegué mi rostro al cristal y miré, como él, al interior de la habitación. Y en ese preciso instante, como para que yo pudiera tener una imagen de lo que había ocurrido, entró en el comedor, procedente del vestíbulo, la señora Grose. Me vio de la misma manera que yo al visitante y se sobresaltó como debí de sobresaltarme antes. Se puso pálida y me pregunté si yo había palidecido tanto. Luego se retiró por el mismo camino que yo había tomado, por lo que tuve la convicción de que daría la vuelta para salir a la terraza y se encontraría conmigo. Permanecí inmóvil donde estaba y, mientras la esperaba me asaltaron numerosos pensamientos. Pero sólo vale la pena mencionar uno: me pregunté qué habría podido espantarla tanto.

 

V

 

Me lo hizo saber tan pronto como apareció en la terraza.

 

—En nombre del cielo, ¿qué es lo que pasa? —gritó sofocada.

 

No le respondí hasta que estuvo más cerca.

 

—¿Conmigo? —mi rostro debía tener un aspecto extraordinario—. ¿Por qué?

 

—Está usted pálida como un papel. Está horrible. Medité unos instantes. Pude darme cuenta de que la mujer hablaba con absoluta inocencia. Mi necesidad de respetar la frialdad de la señora Grose se había desvanecido calladamente, y si aún vacilé un instante, no fue porque quisiera crear un nuevo distanciamiento. Le tendí la mano y ella la tomó; retuve la suya entre las mías con el placer de sentirla cerca de mí. Había una especie de apoyo en su tímida expresión de sorpresa.

 

—Ha venido usted a buscarme para que vayamos a la iglesia pero no puedo ir.

 

—¿Ha ocurrido algo?

 

—Sí. Y usted debe saberlo. ¿Tenía yo un aspecto muy raro?

 

—¿A través de la ventana? ¡Espantoso!

 

—Bueno —dije— me he asustado.

 

Los ojos de la señora Grose expresaron abiertamente que no tenía deseos de entrometerse, y que conocía lo suficiente cuál era su lugar. ¡Pero yo había establecido desde un principio que ella debía compartir mis problemas!

 

—Lo que vio usted desde el comedor, hace un minuto, fue efecto de lo sucedido. Lo que yo vi, poco antes... fue mucho peor.

 

Su mano apretó con más fuerza la mía.

 

—¿Qué vio usted?

 

—Vi a un hombre extraordinario. Mirando hacia adentro.

 

—¿Qué hombre extraordinario?

 

—No tengo la menor idea.

 

La señora Grose miró en torno, pero fue, por supuesto, en vano.

 

—Entonces, ¿dónde se ha metido?

 

—Esto aún puedo saberlo menos.

 

—¿Lo había visto antes?

 

—Sí... una vez, en la torre vieja.

 

Me miró con mayor dureza.

 

—¿Quiere decir que se trata de un forastero?

 

—Sí, desde luego.

 

—¿Por qué no me lo dijo entonces?

 

—Tenía mis razones... Sin embargo, ahora que usted lo ha adivinado...

 

Los redondos ojos de la señora Grose parecieron rechazar aquella aseveración.

 

—¡Ah, no, yo no he adivinado nada! —dijo sencillamente—. ¿Qué iba a poder adivinar?

 

—No sé. Por un momento...

 

—¿No ha visto, pues, a ese hombre en ninguna parte más que en la torre?

 

—Y en este mismo lugar.

 

La señora Grose volvió a mirar alrededor.

 

—¿Qué estaba haciendo en la torre?

 

—Sólo permanecía de pie en la plataforma y me miraba.

 

Volvió a meditar por unos instantes.

 

—¿Era un caballero?

 

Me di cuenta de que no necesitaba pensarlo para responder.

 

—No, no.

 

 Ella se me quedó mirando con una expresión de sorpresa creciente.

 

—Entonces, ¿no era nadie de aquí?, ¿no era nadie del pueblo?

 

—Nadie, nadie. No se lo dije a usted, pero de eso estoy segura.

 

Respiró con alivio. Aquello, extrañamente, parecía calmarnos.

 

—Pero, si no es un caballero...

 

—¿Qué es, entonces? Un horror.

 

—¿Un horror?

 

—Es... ¡Dios me valga si sé lo que es!

 

La señora Grose volvió a escudriñar en torno nuestro; clavó la mirada en la brumosa lejanía y luego, encogiéndose de hombros, se volvió hacia mí y exclamó con abrupta incoherencia:

 

—Ya es hora de que estemos en la iglesia.

 

— ¡No me siento en condiciones para ir a la iglesia!

 

—¿No le haría a usted bien?

 

—No se lo haría a ellos —dije, señalando hacia la casa.

 

—¿A los niños?

 

—No podría dejarlos ahora.

 

—¿Teme usted que...?

 

Hablé con audacia.

 

—Tengo miedo de él.

 

La ancha cara de la señora Grose me mostró por primera vez, al oír aquellas palabras, el tenue reflejo de una conciencia más aguda: me pareció advertir en ella el alba tardía de una idea que yo no le había inculcado y que era aún oscura para mí. Recuerdo ahora que entonces pensé en ello como en algo que podría sonsacarle; y sentí que eso se relacionaba con el deseo que ella mostraba de saber más.

 

—¿Cuándo fue aquello... lo de la torre?

 

—Hacia mediados de mes. A esta misma hora.

 

—Casi al oscurecer... —dijo la señora Grose.

 

—¡Oh, no, no tanto! Lo vi como la puedo ver ahora a usted.

 

—¿Y cómo entró aquí?

 

—¿Y cómo salió? —me eché a reír—. ¡No tuve oportunidad de preguntárselo! Y esta tarde, por lo visto, no ha podido entrar.

 

—¿Sólo espiaba?

 

—Espero que se conforme con eso.

 

La señora Grose, después de soltarme, se había vuelto. Esperé un instante su respuesta, que no llegó, por lo que añadí:

 

—Vaya usted a la iglesia. ¡Adiós! Yo debo vigilar.

 

Lentamente, volvió a mirarme a la cara.

 

—¿Teme por ellos?

 

Sostuve su mirada.

 

—¿Usted no?