Viaje al Centro de la Tierra 8. Octava entrega
de Julio Verne

Viaje al Centro de la Tierra 8. Octava entrega

 

Fuente bibliotecasvirtuales. De Julio Verne

 

-¡Bien! Pues, en el islote de Axel, habíamos recorrido 270 leguas sobre la superficie del mar, y nos encontrábamos a más de seiscientas leguas de Islandia.

 

-Partamos, pues, de este punto y contemos cuatro días de borrasca durante los cuáles nuestra velocidad no ha debido ser menor de ochenta leguas cada veinticuatro horas.

 

-Así lo creo. Tendríamos, pues, que añadir 300 leguas.

 

-De donde deducimos en seguida que el mar de Lidenbrock mide aproximadamente seiscientas leguas de una orilla a otra. Ya ves, Axel, que puede competir en extensión con el Mediterráneo.

 

-¡Ya lo creo! Sobre todo si lo hemos atravesado mi sentido transversal.

 

-Lo cual es muy posible.

 

-Y lo más curioso es -añadí-, que si nuestros cálculos son exactos, estamos en este momento debajo del Mediterráneo.

 

-¿De veras?

 

-Sin duda alguna; porque nos encontramos a 900 leguas de Reykiavik.

 

-He aquí un bonito viaje, hijo mío; pero no podemos afirmar que nos hallemos debajo del Mediterráneo, y no de Turquía o del Atlántico, más que en cl caso de que nuestro rumbo no haya sufrido alteración.

 

-No lo creo; el viento parecía constante, y opino, por lo tanto, que esta costa debe hallarse situada al Sudeste de Puerto Graüben.

 

-De eso es fácil cerciorarse consultando la brújula. Vamos a verla en seguida.

 

El profesor se dirigió hacia la roca sobre la cual había Hans depositado todos los instrumentos. Estaba alegre y contento, se frotaba las manos y adoptaba posturas estudiadas. ¡Parecía un mozalbete! Seguíle con gran curiosidad de saber si me había equivocado en mis cálculos.

 

Cuando llegó a la roca, mi tío tomó el compás, lo colocó horizontalmente y observó la aguja, que, después de haber oscilado, se detuvo en una posición fija bajo la influencia del magnetismo.

 

Mi tío miró atentamente, después se frotó los ojos, volvió a mirar de nuevo, y acabó por volverse hacia mí, estupefacto.

 

-¿Qué ocurre? -le pregunté.

 

Entonces me dijo por señas que examinase yo el instrumento. Una exclamación de sorpresa se escapó de mis labios. ¡La aguja marcaba el Norte donde nosotros suponíamos que se encontraba el Sur! ¡La flor de lis miraba hacia la playa en lugar de dirigirse hacia el mar

 

Moví la brújula y la examiné con todo detenimiento, cerciorándome de que no había sufrido el menor desperfecto. En cualquier posición que se colocase, la aguja volvía a tomar en seguida la inesperada dirección.

 

Así, pues, no había duda posible. Durante le tempestad se había rolado el viento sin que nos diésemos cuente de ello, y había empujado la balsa hacia las playas que mi tío creía haber dejado a su espalda.

 

XXXVII

 

Imposible me sería describir la serie de sentimientos que agitaron al profesor Lidenbrock: la estupefacción, primero, la incredulidad, después, y, por último, la cólera. Jamás había visto un hombre tan chasqueado al principio, tan irritado después. Las fatigas de la travesía, los peligros corridos en ella, todo resultaba inútil; era preciso empezar de nuevo. ¡Habíamos retrocedido un punto de partida!

 

Pero mi tío se sobrepuso en seguida.

 

-¡Ah! -exclamó-; ¡Conque la fatalidad me juega tales trastadas! ¡Conque los elementos conspiran contra mí! ¡Conque el aire, el fuego y el agua combinan sus esfuerzos para oponerse a mi paso! Pues bien, ya se verá de lo que mi voluntad es capaz. ¡No cederé, no retrocederé una línea, y veremos quién puede más, si la Naturaleza o el hombre!

 

De pie sobre la roca, amenazador, colérico, Otto Lidendoek, a semejanza del indomable Ajax, parecía desafiar a los dioses. Mas yo creí oportuno intervenir y refrenar aquel ardor insensato.

 

-Escúcheme usted, tío -le dije con voz enérgica-; existe en la tierra un límite para todas las ambiciones, y no se debe luchar en contra de lo imposible. No estamos bien preparados para un viaje por mar: quinientas leguas no se recorren fácilmente sobre una mala balsa, con una manta por vela y mi débil bastón por mástil y teniendo que luchar contra los vientos desencadenados. No podemos gobernar nuestra balsa, somos juguete de las tempestades. y sólo se le puede ocurrir a unos locos el intentar por segunda vez esta travesía imposible.

 

Por espacio de diez minutos pude desarrollar este serie de razonamientos todos ellos refutables, sin ser interrumpido: pero esto se debió a que, absorbido por otras ideas, no oyó mi tío ni una palabra de mi argumentación.

 

-¡A la balsa! -exclamó de improviso.

 

Y ésta fue la única respuesta que obtuve. Por más que supliqué y me exasperé, me estrellé contra su voluntad, más firme que el granito.

 

Hans acababa entonces de reparar la balsa. Perecía enteramente que este extraño individuo adivinaba los pensamientos de mi tío. Con algunos trazos surtarbrandr había consolidado el artefacto, el cual ostentaba ya una vela con cuyos flotantes pliegues jugueteaba la brisa.

 

Dijo el profesor algunas palabras al guía, y éste comenzó en seguida a embarcar la impedimenta y a disponerlo todo para la partida. La atmósfera se hallaba despejada y el viento se sostenía del Nordeste.

 

¿Qué podría yo hacer? ¿Luchar solo contra dos? ¡Si al menos Hans se hubiera puesto de mi parte! Pero no; parecía como si el islandés se hubiese despojado de todo rasgo de voluntad personal y hecho voto de consagración a mi tío. Nada podía obtener de un servidor tan adicto a su amo. Era preciso seguirles. Disponíame ya a ocupar en la balsa mi sitio acostumbrado, cuando me detuvo el profesor con la mano.

 

-No partiremos hasta mañana -me dijo.

 

Yo adopté la actitud de indiferencia del hombre que se resignó a todo.

 

-No debo olvidar nada -añadió-, y puesto que la fatalidad me ha empujado a esta parte de la costa, no la abandonaré sin haberla reconocido.

 

Para que se comprenda esta observación será bueno advertir que habíamos vuelto a las costas septentrionales; pero no al mismo lugar de nuestra primera partida. Puerto-Graüben debía estar situado más al Oeste. Nada más razonable, por tanto, que examinar con cuidado los alrededores de aquel nuevo punto de recalada.

 

-¡Vamos a practicar la descubierta! -exclamé.

 

Y partimos los dos, dejando a Hans entregado a sus quehaceres.

 

El espacio comprendido ante la línea donde expiraban las olas y las estribaciones del acantilado era bastante ancho, pudiéndose calcular en una media hora el tiempo necesario para recorrerla. Nuestros pies trituraban innumerables conchillas de todas formas y tamaños, pertenecientes a los animales de las épocas primitivas. Encontrábamos también enormes carapachos, cuyo diámetro era superior, can frecuencia, a quince pies, que habían pertenecido a los gigantescas gliptodonios del período pliocénico, de los que la moderna tortuga es sólo una pequeña reducción. El suelo se hallaba sembrado, además de una gran cantidad de despojos pétreos. especies de guijarros redondeados por el trabajo de las olas y dispuestos en líneas sucesivas, lo que me hizo deducir que el mar debió, en otro tiempo ocupar aquel espacio. Sobre las rocas esparcidas y actualmente situadas fuera de su alcance, habían dejado las olas señales evidentes de su paso.

 

Esto podía explicar, hasta cierto punto. la existencia de aquel océano a cuarenta leguas debajo de la superficie del globo. Pero, en mi opinión, aquella masa de agua debía perderse poco a poco en las entrañas de la tierra, y provenía, evidentemente, de las aguas del Océano que se abrieron paso hasta allí a través de alguna fenda. Sin embargo, era preciso admitir que esta fenda estaba en la actualidad taponada, porque, de lo contrario, toda aquella inmensa caverna se habría llenado en un plazo muy corto. Tal vez esta misma agua, habiendo tenido que luchar contra los fuegos subterráneos, se había evaporado en parte. Y ésta era la explicación de aquellas nubes suspendidas sobre nuestras cabezas y de la producción de la electricidad que creaba tan violentas tempestades en el interior del macizo terrestre.

 

Esta explicación de los fenómenos que habíamos presenciado me pareció satisfactoria: porque, por grandes que sean las maravillas de la Naturaleza, hay siempre razones físicas que puedan explicarlas.

 

Caminábamos, pues, sobre una especie de terreno sedimentario, formado por las aguas, como todos los terrenos de este período, tan ampliamente distribuidas por toda la superficie del globo. El profesor examinaba atentamente todos los intersticios de las rocas, sondeando con marcado interés la profundidad de cuantas aberturas encontraba.

 

Habíamos costeado por espacio de una milla las playas del mar de Lidenbraek, cuando el suelo cambió súbitamente de aspecto. Parecía removido, trastornado por una sacudida violenta de las capas inferiores. En muchos puntos, los hundimientos y protuberancias delataban una dislocación poderosa del macizo terrestre.

 

Avanzábamos con dificultad sobre aquellas fragosidades de granito, mezclado con sílice, cuarzo y depósitos aluvionarios, cuando descubrió nuestra vista una vasta llanura cubierta de osamentas. Parecía un inmenso cementerio donde se confundían los eternos despojos de las generaciones de veinte siglos. Elevados montones de restos se extendían, cual mar ondulado, hasta los últimos límites del horizonte, perdiéndose entre las brumas. Acumulábase allí, en un espacio de unas tres millas cuadradas, toda la vida de la historia animal, que apenas si ha empezado a escribirse en los demasiado recientes terrenos del mundo habitado.

 

Una curiosidad impaciente nos atraía sin embargo. Nuestros pies trituraban con un ruido seco los restos de aquellos animales prehistóricos; aquellos fósiles cuyos raros a interesantes despojos se disputarían los museos de las grandes ciudades. Las vidas de un millar de Cuvieres no hubieran bastado para reconstruir los esqueletos de los seres orgánicos hacinados en aquel magnífico osario.

 

Yo estaba estupefacto. Mi tío había elevado sus descomunales brazos hacia la espesa bóveda que nos servía de cielo. Su boca desmesuradamente abierta, sus ojos que fulguraban bajo los cristales de sus gafas, su cabeza que se movía en todas direcciones, toda su actitud, en fin, demostraba un asombro sin límites. Veíase ante una inapreciable colección de lepoterios, mericoterios, mastodontes, protopitecos, pterodáctilos y de todos los monstruos antediluvianos acumulados allí para su satisfacción personal. Imaginaos a un apasionado bibliómano transportado de repente a la famosa biblioteca de Alejandría, incendiada por Omar, y que un portentoso milagro hubiera hecho renacer de sus cenizas, y tendréis una idea del estado de ánimo del profesor Lidenbrock.

 

Pero mayor fue su asombro cuando, corriendo a través de aquel polvo volcánico, levantó un cráneo del suelo, y exclamó con voz temblorosa:

 

-¡Axel! ¡Axel! ¡Una cabeza humana!

 

-¡Una cabeza humana, tío! -respondí, no menos sorprendido.

 

-¡Sí, sobrino! ¡Ah, señor Milne-Edwards! ¡Ah, señor de Quatrefages! ¡Qué lástima que no os encontréis aquí donde me encuentro yo, el humilde Otto Lidenbrock

 

XXXVIII

 

Para comprender esta evocación dirigida por mi tío a los ilustres sabios franceses, es preciso saber que, poco antes de nuestra partida, había tenido lugar un hecho de trascendental importancia para la paleontología.

 

El 28 de marzo de 1863, unos trabajadores, haciendo excavaciones en las canteras de Moulin-Quignon, cerca de Abbeville, en el departamento del Soma de Francia, bajo la dirección del señor Boucher de Perthes, encontraron una mandíbula humana a catorce pies de profundidad. Era el primer fósil de esta clase sacado a la luz del día. Junto a él, fueron halladas hachas de piedra y sílices tallados, coloreados y revestidos por el tiempo de una especie de barniz uniforme.

 

Este descubrimiento produjo gran ruido, no solamente en Francia, sino en Alemania e Inglaterra también. Varios sabios de Instituto francés, las señores de Quatrefages y Milne-Edwards entre otros, tomaron el asunto muy a pecho, demostraron la incontestable autenticidad de la osamenta en cuestión, y fueran los más ardientes defensores del proceso de la quijada, según la expresión inglesa.

 

A los geólogos del Reino Unido señores Falconer, Busk, Carpenter, etc., que admitieron el hecho como cierto, sumáronse los sabios alemanes, destacándose entre ellos por su calor y entusiasmo mi tío Lidenbrock.

 

La autenticidad de un fósil humano de la época cuaternaria parecía, por consiguiente, incontestablemente demostrada y admitida.

 

Cierto es que este sistema había tenido un adversario encarnizado en el señor Elías de Beaumant, sabio de autoridad bien sentada, quien sostenía que el terreno de MoulinQuignon no pertenecía al diluvium, sino a una capa menos antigua, y, de acuerdo en este particular con Cuvier, no admitía que la especie humana hubiese sido contemporánea de los animales de la época cuaternaria. Mi tío Lidenbroek, de acuerdo con la gran mayoría de los geólogos, se había mantenido en sus trece, sosteniendo numerosas controversias y disputas, en tanto que el señor Elías de Beaumont se quedó casi solo en el bando opuesto.

 

Conocíamos todos los detalles del asunto, pero ignorábamos que, desde nuestra partida, había hecho la cuestión nuevos progresos. Otras mandíbulas idénticas, aunque pertenecientes a individuos de tipos diversos y de naciones diferentes, fueron halladas, en las tierras livianas y grises de ciertas grutas, en Francia, Suiza y Bélgica, como asimismo armas, herramientas, utensilios y osamentas de niños, adolescentes, adultos y ancianos. La existencia del hombre cuaternario afirmábase, pues, más cada día.

 

Pero no era esto sólo. Nuevos despojos exhumados del terreno terciario plioceno habían permitido a otros sabios más audaces aún asignar a la raza humana una antigüedad muy remota. Cierto que estos despojos no eran osamentas del hombre, sino productos de su industria, como tibias y fémures de animales fósiles, estriados de un modo regular, esculpidos, por decirlo así, y que ostentaban señales evidentes del trabajo humano.

 

El hombre, pues, subió de un solo salto en la escala de los tiempos un gran número de siglos; era anterior al mastodonte y contemporáneo del elephas meridionalis; tenía, en una palabra, cien mil años de existencia, toda vez que ésta es la antigüedad asignada por los más afamados geólogos a la formación de los terrenos pliocénicos.

 

Tal era a la sazón el estado de la ciencia paleontológica, y lo que conocíamos de ella bastaba para explicar nuestra actitud en presencia de aquel osario del mar de Lidenbrock. Se comprenderán, pues, fácilmente el júbilo y la estupefacción de mi tío, sobre todo cuando, veinte pasos más adelante, encontró frente a sí un ejemplar del hombre cuaternario.

 

Era un cuerpo humano perfectamente reconocible. ¿Había sido conservado durante tantos siglos por un suelo de naturaleza especial, como el del cementerio de San Miguel, de Burdeos? No sabría decirlo. Pero aquel cadáver de piel tersa y apergaminada, con los miembros aún jugosos -por lo menos a la vista-, con los dientes intactos, la cabellera abundante y las uñas de los pies y de las manos prodigiosamente largas, se presentaba ante nuestros ojos tal como había vivido.

 

Quedé sin hablar ante aquella aparición de un ser de otra edad tan remota. Mi tío, tan locuaz y discutidor de costumbre, enmudeció también. Levantamos aquel cadáver, lo enderezamos después; palpábamos su torso sonoro, y él parecía mirarnos con sus órbitas vacías.

 

Tras algunos instantes de silencio, el catedrático se sobrepuso al tío. Otto Lidenbrock, dejándose llevar de su temperamento, olvidó las circunstancias de nuestro viaje, el medio en que nos hallábamos, la inmensa caverna que nos cobijaba; y, creyéndose sin duda en el Johannaeum, dando una conferencia a sus discípulos, dijo en tono doctoral, dirigiéndose a un auditorio imaginario:

 

-Señores: tengo el honor de presentaros un hombre de la época cuaternaria. Grandes sabios han negado su existencia, y otros, no menos ilustres, la han afirmado y defendido. Si se hallasen aquí los Santo Tomás de la paleontología lo tocarían con el dedo y se verían obligados a reconocer su error. Sé muy bien que la ciencia debe ponerse en guardia contra estos descubrimientos. No ignoro la inicua explotación que han hecho de los hombres fósiles los Barnum y otros charlatanes de su misma ralea. Conozco perfectamente la historia de la rótula de Ajax, del supuesto cadáver de Orestes, hallado por los esparteros, y del cadáver de Asterio, de diez codos de largo de que nos habla Pausanias. He leído las memorias relativas al esqueleto de Trapani, descubierto en el siglo XIV, en el cual se creyó reconocer a Polifemo, y la historia del gigante desterrado durante el siglo XVI en los alrededores de Palermo. Conocéis, lo mismo que yo, el análisis practicado cerca de Lucerna, en 1577, de las grandes osamentas que el célebre médico Félix Plater dijo pertenecían a un gigante de diez y nueve pies. He devorado los tratados de Cassanion, y todas las memorias; folletos, discursos y contradiscursos publicados a propósito del esqueleto del rey de los cimbrios, Teutoboco, el invasor de la Galia, exhumado en 1613 de un arenal del Delfinado. En el siglo XV hubiera combatido con Pedro Campet la existencia de 105 preadamitas de Scheuchzer. He tenido entre mis manos el escrito titulado Gigans...

 

Aquí reapareció el defecto peculiar de mi tío, quien, cuando hablaba en público, no podía pronunciar los nombres difíciles.

 

-El escrito -prosiguió titulado- Gigan?...

 

Pero se atascó de nuevo.

 

-Giganteo...

 

¡Imposible! ¡El enrevesado vocablo no quería salir cuánto se hubieran reído del pobre profesor en el Johanaeum!

 

-Gigantosteología -concluyó por fin el profesor Lidenbrock, entre dos juramentos terribles.

 

Y animándose después, prosiguió:

 

-¡Sí señores, no ignoro nada de eso! Sé también que Cuvier y Blumenbach han reconocido en estas osamentas simples huesos de mamut y de otros animales de la época cuaternaria. Pero, en el caso actual, la duda solo sería uno injuria a la ciencia. ¡Ahí tenéis el cadáver! ¡Podéis verlo, tocarlo! No se trata de un esqueleto, sino de un cadáver intacto, conservado únicamente con un fin antropológico.

 

No quise contradecir esta aserción.

 

-Si pudiese lavarlo en una solución de ácido sulfúrico- añadió el profesor-, haría desaparecer todas las partes terrosas y esas conchillas resplandecientes incrustadas en él. Pero no poseo de momento el precioso disolvente. Sin embargo, este cadáver, tal como le veis ahora, nos referirá su historia.

 

El profesor entonces cogió el cadáver fósil, manejándolo con la destreza de los que se dedican a mostrar curiosidades.

 

-Ya lo veis -prosiguió-, no tiene seis pies de altura, y nos encontramos, por canto, a gran distancia de los pretendidos gigantes. Por lo que respecta o la raza a la cual pertenece, es incontestablemente caucásica: la raza blanca, ¡la nuestra! El cráneo de este fósil es regularmente ovoideo, sin un desarrollo excesivo de los pómulos, ni un avance exagerado de la mandíbula. No presenta ninguna señal de progmatismo que modifica el ángulo facial. Medid este ángulo, y hallaréis que tiene cerca de 90°. Pero de ir todavía más lejos en el camino de las deducciones, y me atrevería a afirmar que este ejemplar humano pertenece a la familia que se extiende desde la India hasta los límites de la Europa Occidental. ¡No os sonriáis, señores!

 

No se sonreía nadie; pero, ¡era tal la costumbre que el profesor tenía de ver sonreír a todo el mundo durante sus sabias disertaciones!

 

-Si -prosiguió, animándose de nuevo-; se trata de un hombre fósil y contemporáneo de los mastodontes cuyas osamentas llenan este anfiteatro. Pero no osaré deciros por qué vía han llegado aquí; de qué modo esas capas donde yacían se han deslizado hasta esta enorme caverna del globo. Sin duda, en la época cuaternaria, se verificaban aún trastornos considerables en la corteza terrestre: el enfriamiento continuo del globo producía grietas, fendas, hendeduras por las cuales se escurría probablemente una parte del terreno superior. No quiere esto decir que sustente yo esta teoría, pero el hecho es que aquí tenemos al hombre, rodeado de las obras de su propia mano, de esas hachas, de esos sílices tallados, que han constituido la edad de piedra, y, a menos que no haya venido como yo, como un excursionista, como un cultivador de la ciencia, no puedo poner en duda la autenticidad de su remoto origen.

 

Enmudeció el profesor y prorrumpieron mis manos en unánimes aplausos. Por otra parte, mi tío tenía razón, y otros bastante más sabios que su sobrino habrían tenido que tentarse la ropa antes de tratar de combatirle.

 

Otro indicio. Aquel cadáver fosilizado no era el único que había en aquel inmenso osario. A cada paso que dábamos, encontrábamos otros nuevos, de suerte que mi tío tenía donde elegir el más maravilloso ejemplar para convencer a los incrédulos.

 

A decir verdad, era un asombroso espectáculo el que ofrecían aquellas generaciones de hombres y de animales confundidos en aquel cementerio. Pero se nos presentaba una grave cuestión que no osábamos resolver. Aquellos seres animados, ¿se habían deslizado, mediante una conmoción del suelo, hasta las playas del mar de Lidenbrock cuando ya estaban convertidos en polvo, o vivieron allí, en aquel mundo subterráneo, bajo aquel cielo fantástico, naciendo y muriendo como los habitantes de la superficie de la tierra? Hasta entonces, sólo se nos habían presentado vivos los peces y los monstruos marinos; ¿erraría aún por aquellas playas desiertas algún hombre del abismo?

 

XXXIX

 

Nuestros pies siguieron hollando durante media hora aún aquellas capas de osamentas. Avanzábamos impulsados por una ardiente curiosidad. ¿Qué otras maravillas y tesoros para la ciencia encerraba aquella caverna? Mi mirada se hallaba preparada para todas los sorpresas, y mi imaginación para todos los asombros.

 

Las orillas del mar habían desaparecido, hacía ya mucho tiempo, detrás de las colinas del osario. El imprudente profesor alejábase demasiado conmigo sin miedo de extraviarse. Avanzábamos en silencio bañados por las ondas eléctricas. Por un fenómeno que no puedo explicar, y gracias a su difusión, que entonces era completa, alumbraba la luz de una manera uniforme las diversas superficies de los objetos. Como no dimanaba de ningún foco situado en un punta determinada del espacio, no producía efecto alguno de sombra. Todo ocurría como si nos encontrásemos en pleno mediodía y en pleno estío, en medio de las regiones ecuatoriales, bajo los rayos verticales del sol. Todos los vapores habían desaparecido. Las rocas, las montañas lejanas, algunas masas confusas de selvas alejadas adquirían un extraño aspecto bajo la equitativa distribución del fluido luminoso. Nos parecíamos al fantástico personaje de Hoffmann que perdió su sombra.

 

Después de una marcha de una milla, llegamos al lindero de una selva inmensa, que en nada se parecía al bosque de hongos próximo a Puerto-Graüben.

 

Contemplábamos la vegetación de la época terciaria en toda su magnificencia. Grandes palmeras, de especies actualmente extinguidas, soberbios guanos, pinos, tejos, cipreses y tuyas representaban la familia de las coníferas, y se enlazaban entre sí por medio de una inextricable red de bejucos. Una alfombra de musgos y de hepáticas cubría muellemente la tierra. Algunos arroyos murmuraban debajo de aquellas sombras, si es que puede aplicárseles tal nombre, toda vez que, en realidad, no había sombra alguna. En sus márgenes crecían helechos arborescentes parecidos a los que se crían en los invernáculos del mundo habitado. Sólo faltaba el color a aquellos árboles, arbustos y plantas, privados del calor vivificante del sol. Todo se confundía en un tinte uniforme, pardusco y como marchito. Las hojas no poseían su natural verdor, y las flores, tan abundantes en aquella época terciaria que las vio nacer, sin color ni perfume a la sazón, parecían hechos de papel descolorido bajo la acción de la luz.

 

Mi tío Lidenbrock se aventuró bajo aquellas gigantescas selvas. Yo le seguí no sin cierta aprensión. Puesto que la Naturaleza había acumulado allí una abundante alimentación vegetal, ¿quién nos aseguraba que no había en su interior formidables mamíferos? Veía en los amplios claros que dejaban los árboles derribados y carcomidos por la acción del tiempo, plantas leguminosas acerinas, rubráceas y mil otras especies comestibles, codiciadas por los rumiantes de todas las períodos. Después aparecían confundidos y entremezclados los árboles de las regiones más diversas de la superficie del globo crecía la encina al lado de la palmera, el eucalipto australiano se apoyaba en el abeto de Noruega, el abedul del Norte entrelazaba sus ramas con las del kauris zelandés. Había suficiente motivo para confundir la razón de los más ingeniosos clasificadores de la botánica terrestre.

 

De repente, me detuve y detuve con la mirada a mi tío.

 

La luz difusa permitía distinguir los menores objetos en la profundidad de la selva. Había creído ver... ¡no! ¡veía en realidad con mis ojos unas sombras inmensas agitarse debajo de los árboles! Eran. efectivamente, animales gigantescos; todo un rebaño de mastodontes, no ya fósiles, sino vivos, parecidos a aquellas cuyos restos fueron descubiertos en 1801 en las pantanos del Ohio. Contemplaba aquellos elefantes monstruosos, cuyas trompas se movían entre los árboles como una legión de serpientes. Escuchaba el ruido de sus largos colmillos cuyo marfil taladraba los viejos troncos. Crujían las ramas, y las hayas, arrancadas en cantidades enormes, desaparecían por las inmensas fauces de aquellos enormes monstruos.

 

¡El sueño en que había visto renacer todo el mundo de los tiempos prehistóricos, de las épocas ternaria y cuaternaria tomaba forma real! Y estábamos allí, solos, en las entrañas del globo, a merced de sus feroces habitantes

 

Mi tío miraba atónito.

 

-Vamos -dijo de repente, asiéndome por el brazo-. ¡Adelante! ¡Adelante!

 

-No -exclamé-; carecemos de armas. ¿Qué haríamos en medio de ese rebaño de gigantescos cuadrúpedos? ¡Venga, tío, venga! ¡Ninguna criatura humana podría desafiar impunemente la cólera de esos monstruos!

 

-¡Ninguna criatura humana! -respondió mi tío bajando la voz-. ¡Te engañas, Axel! ¡Mira! ¡Mira hacia allí! Me parece que veo un ser viviente Un ser semejante a nosotros. ¡Un hombre!

 

Miré, encogiéndome de hombros, resuelto a llevar mi incredulidad hasta los últimos limites: pero no tuve mas remedio que rendirme a la evidencia.

 

¡En efecto, a menos de un cuarto de hora, apoyado sobre el tronco de un enorme kauris, un ser humano, un Proteo de aquellas subterráneas regiones, un nuevo hijo de Neptuno, apacentaba aquel innumerable rebaño de mastodontes!

 

Inmanis pecoris custos inmanior ipse!

 

¡Si! inmanior ipse! No se trataba ya del ser fósil cuyo cadáver habíamos levantado en el osario, sino de un gigante capaz de imponer su voluntad a aquellos monstruos. Su talla era mayor de doce pies. Su cabeza, del tamaño de la de un búfalo, desaparecía entre las espesuras de una cabellera inculta, de una melena de crines parecida a la de los elefantes de las primitivas edades.

 

Blandía en su mano un enorme tronco, digno de aquel pastor antediluviano.

 

Habíamos quedado inmóviles, estupefactos; podíamos ser de un momento a otro descubiertos; había que huir.

 

-¡Venga usted! ¡Venga usted! -exclamé. tirando de mi tío, quien, por primera vez, hubo de dejarse arrastrar.

 

Un cuarto de hora más tarde, nos hallábamos fuera de la vista de aquel formidable enemigo.

 

Y ahora que pienso en ello con tranquilidad, ahora que ha renacido la calma en mi espíritu, y han transcurrido meses desde este extraño y sobrenatural encuentro, ¿qué debo pensar, qué creer? ¡No! ¡Es imposible! Hemos sido juguete de una alucinación de los sentidos! Nuestros ojos no vieron lo que creyeron ver! ¡No existe en aquel mundo subterráneo ningún hombre! ¡No habita aquellas cavernas inferiores del globo una generación humana, que no sospecha la existencia de los pobladores de la superficie ni se encuentra con ellos en comunicación! ¡Es una insensatez! ¡Una locura!

 

Prefiero admitir la existencia de algún animal cuya estructura se aproxime a la humana, de algún enorme simio de las primeras épocas geológicas, de algún protopiteco, de algún mesopiteco parecido al que descubrió el señor Lartet en el lecho osífero de Sansan. Sin embargo, la talla del que vimos nosotros excedía a todas las medidas dadas por la paleontología moderna. Mas, no importa, era un simio; sí, un simio, por inverosímil que sea. Pero ¡un hombre, un hombre vivo, y con él toda una generación sepultada en las entrañas de la tierra, es completamente imposible! ¡Eso, jamás!

 

Entretanto, habíamos abandonado la selva clara y luminosa, mudos de asombro, anonadados bajo el peso de una estupefacción rayana en el embrutecimiento. Corríamos a pesar nuestro. Era aquello una verdadera huida, semejante a esos arrastres espantosos que creemos sufrir en ciertas pesadillas. Instintivamente, nos dirigíamos hacia el mar de Lidenbrock, y no sé en qué divagaciones se hubiera extraviado mi espíritu, a no ser por una preocupación que me condujo a observaciones más prácticas.

 

Aunque estaba seguro de pisar un suelo que jamás hollaron mis pasos, advertía con frecuencia ciertos grupos de rocas cuya forma me recordaba los de Puerto-Graüben. A veces, había motivo sobrado para equivocarse. Centenares de arroyos y cascadas se precipitaban saltando entre las rocas. Me parecía ver la capa de surtarbrandr, nuestro fiel Hans-Bach y la gruta en que había yo recobrado la vida. Algunos pasos más lejos, la disposición de las estribaciones del monte, la aparición de un mochuelo, el perfil sorprendente de una roca venía a sumergirme de nuevo en un piélago de dudas.

 

El profesor participaba de mi indecisión: no podía orientarse en medio de aquel uniforme panorama. Lo comprendí por algunas palabras que hubieron de escapársele.

 

-Evidentemente -le dije-, no hemos vuelto a nuestro punto de partida; pero no cabe duda de que, contorneando la playa, nos aproximaremos a Puerto-Graüben.

 

-En ese caso -respondió mi tío-, es inútil continuar esta exploración, y me parece lo mejor que regresemos a la balsa. Pero, ¿no te engañas, Axel?

 

-Difícil resulta el dar una contestación categórica, porque todas éstas rocas se parecen unas a otras. Creo reconocer, sin embargo, el promontorio a cuyo pie construyó Hans el artefacto en que hemos cruzado el Océano. Debemos encontrarnos cerca del pequeño puerto, si es que no es este mismo -añadí examinando un surgidero que creí reconocer.

 

-No, Axel --dijo mi tío : encontraríamos nuestras propias huellas, al menos, y yo no vea nada...

 

-¡Pues yo sí veo! -exclamé arrojándome sobre un objeto que brillaba sobre la arena.

 

-¿Qué es eso?

 

-¡Mire usted! -exclamé, mostrando a mi tío un puñal que acababa de recoger.

 

-¡Calma! -dijo este último-. ¿Habías tú traído ese arma contigo?

 

No ciertamente; supongo que la habrá traído usted.

 

-No, que yo sepa; es la primera vez que veo semejante objeto.

 

-Lo mismo me ocurre a mí, tío.

 

-¡Es extraño!

 

-No, por cierto: es sumamente sencillo; los islandeses suelen llevar consigo esta clase de armas, y ésta pertenece sin duda a nuestro guía, que la ha perdido en esta playa...

 

-¡A Hans! -dijo m¡ tío con acento de duda, sacudiendo la cabeza.

 

Después examinó el arma atentamente.

 

-Axel -me dijo, al fin, con grave acento-, este puñal es un arma del siglo XVI; una verdadera daga de las que los caballeros llevaban a la cintura para asestar el golpe de gracia al adversario: es de origen español, y no ha pertenecido ni a Hans, ni a ti, ni a mí.

 

-¡Como! ¿Quiere usted decir...?

 

-Mira si hubiera sido hundida en la garganta de un ser humano no se habría mellado de esta suerte; la hoja está cubierta de una capa de herrumbre que no data de un día ni de un año, ni de un siglo.

 

El profesor se animaba, según su costumbre, dejándose arrastrar por su imaginación.

 

-Axel-prosiguió en seguida-, ¡nos encontramos en el verdadero camino del gran descubrimiento! Este puñal ha permanecido abandonado sobre la arena por espacio de cien, doscientos, trescientos años, y se ha mellado contra las rocas de este mar subterráneo.

 

-Mas no habrá venido solo ni se habrá mellado por sí mismo -exclamé-; ¡alguien nos habrá precedido...!

 

-Sí, un hombre.

 

-Y ese hombre, ¿quién ha sido?

 

-¡Ese hombre ha grabado su nombre con este puñal! ¡Ese hombre ha querido señalarnos otra vez, con su propia mano, el camino del centro de la tierra! ¡Busquémosle! ¡Busquémosle!

 

E impulsados por un vivo interés, empezamos a recorrer la elevada muralla, examinando atentamente las más insignificantes grietas que podían ser principio de alguna galería.

 

De esta suerte llegamos a un lugar en que se angostaba la playa, llegando el mar casi a bañar las estribaciones del acantilado, y no dejando más que un paso de una toesa a lo sumo de anchura.

 

Entre dos protuberancias avanzadas de la roca, encontramos entonces la entrada de un túnel oscuro; y en una de estas peñas de granito descubrieron nuestras ojos, atónitos, dos letras misteriosas, medio borradas ya: las dos iniciales del intrépido y fantástico explorador:

 

 

 

-¡A. S.! - exclamó mi tío- ¡Arne Saknussemm! ¡Siempre Arne Saknussemm!

 

XL

 

Desde el principio de aquel accidentado viaje había experimentado tantas sorpresas, que creí que ya nada en el mundo podría maravillarme. Y, sin embargo, ante aquellas dos letras, grabadas tres siglos atrás, caí en un aturdimiento cercano a la estupidez. No sólo leía en la roca la firma del sabio alquimista, sino que tenía entre mis manos el estilete con que había sido grabada. A menos de proceder de mala fe, no podía poner en duda la existencia del viajero y la realidad de su viaje.

 

¡Mientras estas reflexiones bullían en mi mente, el profesor Lidenbrock se dejaba arrastrar por un acceso algo ditirámbico en loor de Arne Saknussemm.

 

-¡Oh maravilloso genio! -exclamó-, ¡no has olvidado ninguna de los detalles que podían abrir a otros mortales las vías de la corteza terrestre, y así, tus semejantes pueden hallar, al cabo de tres siglos, las huellas que tus plantas dejaron en el seno de estos subterráneos obscuros ¡Has reservado a otras miradas distintas de las tuyas la contemplación de tan extrañas maravillas! Tu nombre, grabado de etapa en etapa, conduce derecho a su meta al viajero dotado de audacia suficiente para seguirte, y, en el centro mismo de nuestro planeta, estará también tu nombre, escrito por tu propia mano. Pues bien, también yo iré a firmar con mi mano esta última página de granito! Pero que, desde ahora mismo, este cabo, visto por ti, junto a este mar por ti también descubierto, sea para siempre llamado el Cabo Saknussemm. .

 

Estas fueron, sobre poco más a menos, las palabras que sus labios pronunciaron, y, al oírlas, me sentí invadido por el entusiasmo que respiraba en ellas.

 

Sentí que renacía un nueva fuerza en el interior de mi pecho; olvidé los padecimientos del viaje y los peligros del regreso. Lo que otro hombre había hecho también quería hacerlo yo, y nada que fuese humano me parecía imposible.

 

-¡Adelante! ¡Adelante! -exclamé lleno de entusiasmo.

 

E iba a internarme ya en la obscura galería, cuando el profesor me detuvo, y él, el hombre de los entusiasmos, me aconsejó paciencia y sangre fría.

 

-Volvamos, ante todo -me dije-, a buscar a nuestro fiel Hans, y traigamos la balsa a este sitio.

 

Obedecí esta orden, no sin contrariedad, y me deslicé rápidamente por entre las rocas de la playa.

 

-Verdaderamente, tío -dije mientras caminábamos-, que hasta ahora las circunstancias todas nos han favorecido.

 

-¡Ah! ¿Lo crees así, Axel?

 

-Sin duda de ningún género; hasta la tempestad nos ha traído al verdadero camino. ¡Bendita la tempestad que nos ha vuelto a esta costa de donde la bonanza nos habría alejado! Supongamos por un momento que nuestra proa -la proa de la balsa- hubiera llegado a encallar en las playas meridionales del mar de Lidenbraek ¿qué habría sido de. nosotros? Nuestras ojos no hubieran tropezado con el nombre de Salkussemm y actualmente nos veríamos abandonados en una playa sin salida.

 

-Sí, Axel; es providencial que, navegando hacia el Sur, hayamos llegado al Norte, y precisamente al Cabo Sakussemm. Debo confesar que es sorprendente, y que hay aquí un hecho cuya explicación desconozco en absoluto.

 

-¡Bah! ¡Qué importa! Lo que debemos procurar es aprovecharnos de las hechos, no explicárnoslos.

 

-Sin duda, hijo mío, pero..

 

-Pero vamos a emprender otra vez el camino que conduce hacia el Norte; a pasar nuevamente por debajo de las países septentrionales de Europa: Suecia. Rusia, Siberia... ¡qué sé yo! en vez de engolfarnos bajo los desiertos de África o las alas del Océano, de las cuales no quiero oír hablar más.

 

-Sí, Axel, tienes razón, y todo ha venido a redundar en provecho nuestro, toda vez que vamos a abandonar este mar que, por su horizontalidad, no podía conducirnos al lugar apetecido. Vamos a bajar otra vez, a bajar sin descanso, ¡a bajar siempre! Bien sabes que, para llegar al centro del globo, sólo nos quedan que atravesar 1.500 leguas.

 

-¡Bah! -exclamé yo- ¡no vale verdaderamente la pena hablar de esa pequeñez! ¡En marcha! ¡En marcha!

 

Este insensato diálogo duraba todavía cuando nos reunimos con el cazador. Todo estaba preparado para la marcha inmediata; todos los bultos habían sido embarcados. Tomamos asiento en la balsa, y, una vez izada la vela, navegamos, barajando la costa, en demanda del Cabo Salmussemm, llevando Ucus el timón.

 

El viento no era favorable para aquel artefacto que no lo podía ceñir, así que en muchos lugares tuvimos que avanzar con la ayuda de los bastones herrados. A menudo, las piedras situadas al filo del agua nos obligaban a dar rodeos importantes. Por fin, después de tres horas de navegación, es decir, las seis de la tarde, llegamos a un lugar propicio para el desembarco.

 

Salté a tierra, seguido de mi tío y del islandés. Esta travesía no disminuyó mi entusiasmo; al contrario, hasta propuse quemar nuestras naves a fin de cortarnos la retirada; pero mi tío se opuso a ello. Lo encontré muy frío.

 

-Al menos --dije-, partamos sin perder un momento.

 

-Sí, hijo mío; pero antes, examinemos esta nueva galería, con objeto de saber si es preciso preparar las escalas.

 

Mi tío puso en actividad su aparato de Ruhmkorlf; dejamos la balsa bien amarrada a la orilla, y nos dirigimos, marchando yo a la cabeza, a la boca de la galería que sólo distaba de allí veinte pasos.

 

La abertura, que era casi circular, tenía un diámetro de cinco pies aproximadamente; el oscuro túnel estaba abierto en la roca viva y cuidadosamente barnizado por las materias eruptivas a las cuales dio paso en otra época su parte inferior se encontraba al nivel del suelo, de tal suerte que podía penetrarse en él sin dificultad alguna.

 

Caminábamos por un plano casi horizontal, cuando, al cabo de seis pasos, nuestra marcha se vio interrumpida por la interposición de una enorme roca.

 

-¡Maldita roca! -exclamé con furor, al verme detenido de repente par un obstáculo infranqueable.

 

Por más que buscamos a derecha a izquierda, por arriba y por abajo, no dimos con ningún paso, con ninguna bifurcación. Experimenté una viva contrariedad, y no me resignaba a admitir la realidad del obstáculo. Me agaché, y miré por debajo de la roca sin hallar ningún intersticio. Examiné después la parte superior, y tropecé con la misma barrera de granito. Hans paseó la luz de la lámpara a lo largo de la pared, pero ésta no presentaba la menor solución de continuidad.

 

Era preciso renunciar a toda esperanza de descubrir un paso.

 

Yo me senté en el suelo, en tanto que mi tío recorría a grandes pasos aquel corredor de granito.

 

-Pero, ¿Saknussemm? -exclamé yo.

 

-Eso estoy pensando yo -dijo mi tío- .¿Se vería detenido quizá por esta puerta de piedra?

 

-¡No, no! -repliqué vivamente-. Esta roca debe haber obstruido la entrada de una manera brusca a consecuencia de alguna sacudida sísmica o de uno de esos fenómenos magnéticos que agitan todavía la superficie terrestre. Han mediado largos años entre el regreso de Saknussemm y la caída de esta piedra. Es evidente que esta galería ha sido en otro tiempo el camino seguido por las lavas, y que, entonces, las materias eruptivas circulaban por ella libremente. Mire usted, hay grietas recientes que surcan este techo de granito, construido con trazos de piedras enormes, como si la mano de algún gigante hubiera trabajado en esta obstrucción; pero un día, el empuja fue más fuerte, y este bloque, cual clave de una bóveda que falla, se deslizó hasta el suelo, dejando obstruido el paso. Henos, pues, ante un obstáculo accidental que no encontró Saknussemm, y, si no lo removemos, somos indignos de llegar al centro del mundo.

 

Este era mi lenguaje, cual si el alma del profesor se hubiese albergado en mí toda entera. Me inspiraba el genio de los descubrimientos. Olvidaba lo pasado y desdeñaba lo porvenir. Ya nada existía para mí en la superficie del esferoide en cuyo seno me había engolfado: ni ciudades, ni campos, ni Hamburgo, ni la König-strasse, ni mi pobre Graüben, que, a la sazón, debía creerme para siempre perdido en las entrañas de la tierra.

 

-Abrámonos camino a viva fuerza -dijo mi tío-; derribemos esta muralla a golpes de azadón y de piqueta.

 

-Es demasiado dura para eso -exclamé yo.

 

-Entonces...

 

Recurramos a la pólvora. Practiquemos una mina y volemos el obstáculo.

 

-¡La pólvora!

 

-¡Sí, sí! ¡Sólo se trata de volar un trozo de roca!

 

-¡Manos a la obra, Hans! -exclamó entonces mi tío.

 

Volvió el islandés a la bolsa y pronto regresó con un pico, del cual hubo de servirse para abrir un pequeño barreno. No era trabajo sencillo. Tratábase de abrir un orificio lo bastante considerable para contener cincuenta libras de algodón pólvora cuya fuerza expansiva es cuatro veces mayor que la de la pólvora ordinaria.

 

Me hallaba en un estado de sobreexcitación espantoso. Mientras Hans trabajaba ayudé activamente a mi tío a preparar una larga mecha hecha de pólvora mojada y encerrada en una especie de tripa de tela.

 

-¡Pasaremos! -decía yo.

 

-¡Pasaremos! -repetía mi tío.

 

A media noche, nuestro trabajo de zapa estaba terminado por completo; la carga de algodón pólvora había sido depositada en el barreno, y la mecha se prolongaba a lo largo de la galería hasta salir al exterior.

 

Sólo faltaba una chispa para provocar la explosión.

 

-¡Hasta mañana! -dijo el profesor entonces.

 

Fue preciso resignarse, y esperar todavía durante seis largas horas.

 

XLI

 

El siguiente, jueves 27 de agosto, fue una fecha célebre de aquel viaje subterráneo. No puedo acordarme de ello sin que el espanto haga aún palpitar mi corazón.

 

A partir de aquel momento, nuestra razón, nuestro juicio y nuestro ingenio dejaron de tener participación alguna en los acontecimientos, convirtiéndonos en meros juguetes de los fenómenos de la tierra.

 

A las seis, ya estábamos de pie. Se aproximaba el momento de abrirnos paso a través de la corteza terrestre, por medio de una explosión.

 

Solicité para mí el honor de dar fuego a la mina. Una vez hecho esto, debería reunirme a mis compañeros sobre la balsa que no había sido descargada, y en seguida nos alejaríamos, con el fin de substraemos a los peligros de la explosión, cuyos efectos podrán no limitarse al interior del macizo.

 

La mecha, según nuestros cálculos, debía tardar diez minutos en comunicar el fuego a la mina. Tenía, pues, tiempo bastante para refugiarme en la balsa.

 

Me dispuse, no sin cierta emoción, a desempeñar mi papel.

 

Después de almorzar muy de prisa, se embarcaron mi tío y el cazador, quedándome ya en la orilla, provisto de una linterna encendida que debía servirme para dar fuego a la mecha.

 

-Anda, hijo mío --díjo el profesor-. Prende fuego al artificio y regresa inmediatamente.

 

-Esté usted tranquilo, tío, que no me entretendré en el camino.

 

Me dirigí en seguida hacia la abertura de la galería, abrí la linterna y tomé la extremidad de la mecha.

 

El profesor tenía el cronómetro en la mano.

 

-¿Estás listo? - me gritó.

 

-¡Listo! -le respondí.