Las venas abiertas de América Latina
de Eduardo Galeano

LAS VENAS ABIERTAS DE AMÉRICA LATINA. DE INTERÉS GENERAL

 

 

Fuente Wikipedia. Las venas abiertas de América Latina es un ensayo del escritor uruguayo Eduardo Galeano publicado en 1971. En esta obra, el autor analiza la historia de América Latina de modo global desde la Colonización europea de América hasta la América Latina contemporánea, argumentando con crónicas y narraciones el constante saqueo de los recursos naturales de la región por parte de los imperios coloniales, entre los siglos XVI y XIX, y los Estados imperialistas, el Reino Unido y los Estados Unidos principalmente, desde el siglo XIX en adelante.

 

Trasfondo []

 

La publicación del libro (1971) coincide con una época plagada de enfrentamientos sociales, políticos e ideológicos en América Latina. Entonces, Galeano trabajaba como periodista, editando libros, y estaba empleado en el Departamento de Publicaciones de la Universidad de la República. Según Galeano, tardó "cuatro años de investigación y recolección de la información que necesitaba, y unas noventa noches en escribir el libro". En 1973, poco después de la publicación, tuvo lugar el golpe de Estado en Uruguay, con la consiguiente instauración de una dictadura cívico-militar, la cual forzó a Galeano al exilio. Como resultado de la perspectiva de izquierda del libro, fue censurado durante los gobiernos militares de Chile (de Augusto Pinochet), Argentina y el mismo Uruguay.

 

El autor aseguró más de una vez que no se arrepiente en nada de lo que escribió en este libro. Muchos afirmaron que esta obra marcó la época en la que se escribió, causando honda huella en los sectores juveniles. Algunos latinoamericanos han llegado a llamar el libro como la Biblia Latinoamericana.

 

Estructura []

 

El libro consta de dos partes: "La pobreza del hombre como resultado de la riqueza de la tierra" y "El desarrollo es un viaje con más náufragos que navegantes". Además, también posee una Introducción ("Ciento veinte millones de niños en el centro de la tormenta") y una especie de conclusión denominada "Siete años después", escrita justamente siete años después (1977) de la primera edición del libro, en la cual Galeano hace notar que las cosas, lejos de mejorar, empeoran.

 

La pobreza del hombre como resultado de la riqueza de la tierra []

 

"Fiebre del oro, fiebre de la plata": narra de forma sucinta toda la fiebre del oro y de la plata, desde la llegada de Cristóbal Colón hasta que estos metales se agotaron o perdieron su valor.

"El rey azúcar y otros monarcas agrícolas": el capítulo más extenso del libro. En él se habla sobre las usurpaciones de los recursos en distintas regiones a lo largo de los años en manos de las grandes potencias (como son el caso del azúcar en Cuba, el caucho en Brasil, la banana en Ecuador y Colombia, etc.).

"Las fuentes subterráneas del poder": capítulo dedicado a las riquezas mineras y las atrocidades cometidas en su nombre.

 

El desarrollo es un viaje con más náufragos que navegantes []

 

"Historia de la muerte temprana": reseña histórica de América Latina y sus vaivenes.

"La estructura contemporánea del despojo": en contraste con el capítulo anterior, éste trata cómo continúa el saqueo por vías más indirectas pero no menos efectivas, mediante un sistema colonial opresor hacia adentro y oprimido desde fuera.

 

Popularidad []

 

El libro fue bastante popular en América Latina después de su publicación, convirtiéndose en uno de los clásicos de la literatura política del continente. Las ediciones posteriores a 1997 llevan un prólogo hecho por la escritora chilena Isabel Allende.

 

La obra del escritor uruguayo también ha cosechado varias influencias en lo musical.

 

Esta Obra literaria se convirtió en una obra arquitectónica cuando Oscar Niemeyer inauguró, el 18 de marzo de 1989, el complejo cultural desarrollado por el antropólogo brasileño Darcy Ribeiro, el Memorial de América Latina, con el objetivo de ofrecer exposiciones alusivas a la cultura latinoamericana. La escultura de “la mano” ubicada en el Memorial de América Latina, es una mano izquierda gigante que en su palma deja ver el mapa ensangrentado de América Latina, como emblema de la historia de este continente brutalmente colonizado, que aún sigue luchando por la identidad y la autonomía cultural, política, social y económica de sus pueblos.

 

En 1992, el músico argentino de folk-rock León Gieco menciona a Galeano en su popular canción «Los Salieris de Charly», de su disco Mensajes del alma, y en el video de la canción, dirigido por José Luis Massa, aparece la portada del libro cuando se menciona al escritor.

 

En 1994, la banda mexicana Tijuana No! incluye el título del libro en una estrofa de su canción "La esquina del mundo".

 

En 1995, el libro inspira a la agrupación argentina Los Fabulosos Cadillacs, a grabar para su álbum Rey Azúcar, la canción del mismo nombre del libro: Las venas abiertas de América Latina con una letra basada en el mensaje cultural e ideológico de la obra, y en cuyo video dirigido por Pablo Vanasco también aparece un pensamiento de Galeano.

 

También se hace referencia en canciones como "Sudamérica II, "El Fracaso Regional" interpretada por la banda argentina Shaila.

 

En 1996, Plinio Apuleyo Mendoza, Carlos Alberto Montaner y Álvaro Vargas Llosa publicaron el ensayo Manual del perfecto idiota latinoamericano - prologado por el premio Nobel Mario Vargas Llosa - que dedicaron al libro de Galeano como su antítesis y una respuesta a sus supuestos errores.

 

En la V Cumbre de las Américas, Hugo Chávez, Presidente de Venezuela, le regaló un ejemplar del mismo al Presidente de Estados Unidos, Barack Obama, convirtiéndolo de la noche a la mañana en uno de los primeros en la lista de ventas en el sitio web Amazon.com.

 

 

ANÁLISIS DESDE OTRA PERSPECTIVA

 

 

Fuente elortiba. La palabra visceral

 

 A 40 años de la primera edición de "Las venas abiertas de América Latina", el escritor uruguayo Eduardo Galeano reflexionó sobre su origen y su vigencia.

 

 Por DenIse Tempone

 

 Cuando en abril de 2009 Hugo Chávez extendió su mano hacia el presidente de Estados Unidos, Barack Obama, para regalarle Las venas abiertas de América Latina de Eduardo Galeano, la prensa americana y europea se sorprendió ante el gesto. ¿Por qué habría de regalarle un libro que estaba en el puesto 60.280 del ranking de Amazon? ¿Por qué traer al presente un libro escrito en 1971? ¿Por qué esa risa burlona y semejante ostentación de la tapa? En una semana, ese pequeño gesto de Chávez que era en realidad una potente declaración, despertó la intriga de millones de personas. A medida que la imagen y la noticia corrían, más y más personas se convertían en lectores de esa misteriosa obra, jamás difundida masivamente por circuitos no pertenecientes a las ciencias sociales académicas estadounidenses y europeas. En siete días, Las venas... avanzó 60.275 lugares en el ranking de los libros más vendidos en Europa hasta llegar al quinto puesto. Semejante escalada obligó a repensar el contenido y reabrió un debate sobre algo que si bien no era del todo nuevo, llegaba con aires renovados. Aunque ciertos sectores optimistas del intelectualismo hablaron de la "revitalización" de una vieja causa setentista, la derecha prefirió hacer referencia al fenómeno como un "producto del mercadeo chavista". En este contexto no faltaron quienes cuestionaron el rigor de la obra de Galeano y la redujeron como el "perfecto exponente de la retórica del victimismo", una retórica que le venía como anillo al dedo al siempre "paranoico" presidente venezolano. Inútiles fueron las críticas, la respuesta de Obama habló por sí sola. "Pensé que me iba a dar algo escritor por él", observo primero, desacreditando a su par. Luego, comunicó a través de sus voceros que si tenía tiempo "lo ojearía". Más tarde su portavoz oficial explicó que, si bien el presidente era un hombre leído, ese ejemplar "no estaba entre sus prioridades". Esta declaración no hizo más que agitar el avispero que permitió que Las venas... volviera a ser releída por millones y fuera descubierta por primera vez por otros tantos. Hoy, a 40 años de su edición, su análisis sobre los problemas latinoamericanos se mantiene más vigente que nunca, y no es de extrañar que Galeano despierte una suerte de fervor rockero entre sus jóvenes seguidores. Sus lectores, especialmente los más jóvenes, se abalanzan a él en busca de una firma, tal como lo hicieron quienes el pasado martes 27 de septiembre se acercaron a la Biblioteca Nacional para discutir la situación haitiana.

 

 Siguen sangrando. Para Galeano, Las venas... es un reflejo nítido de lo que era el ambiente latinoamericano en la década del ‘70. "Había un movimiento de mucho entusiasmo. Era un cambio que estaba íntimamente ligado con la idea de la justicia -recuerda-. La intención que tuve al escribirlo fue el difundir ciertos datos que obtuve sobre el proceso por el cual América latina se fue empobreciendo, perdiendo soberanía y disminuyendo su autonomía. Mientras eso sucedía, ciertos países iban articulando en el mundo un sistema internacional de poder que es el que ahora resulta virtualmente unánime a escala planetaria. Está claro que ese sistema se alimenta de la desigualdad de sus partes", reflexiona cuatro décadas más tarde el autor.

 

 Galeano comenzó a trabajar en este libro cuando tenía tan sólo 27 años. Lo finalizó a los 31 años. Lo escribió mayormente durante el día, y asegura que en esos cuatro años que se tomó para plasmarlo, usó tan sólo noventa noches. Por ese entonces trabajaba como periodista, editando libros, y estaba empleado en el Departamento de Publicaciones de la Universidad de la República. Su propia curiosidad lo hacía estar muy al tanto de las relaciones internacionales desiguales que esta parte del continente mantenía con el resto del planeta y decidió hacerse el tiempo para investigar todo lo posible al respecto. Las venas... no tardó en hacerse una reputación como "la biblia latinoamericana", pero justo cuando su popularidad crecía, los golpes militares de Uruguay, Chile y Argentina la censuraron convirtiéndola en material maldito cuya posesión hablaba de por sí sobre lo amenazante del lector. El retorno de la democracia permitió que adquiriera un lugar preponderante dentro de las carreras de ciencias sociales latinoaméricanas y se convirtió en la referencia obligada de la militancia de izquierda, algo que marcó profundamente al autor. "Me siento muy orgulloso de haberlo escrito. Este libro ha sido una confirmación indudable de que escribir no es una pasión inútil. Eso es un gran estímulo para seguir trabajando. Pero por otro lado, el libro me pesa como un ancla, marca un estándar que me siento obligado a alcanzar una y otra vez y aunque eso puede ser motivador, a veces es frustrante".

 

 ¿Cómo se siente al percatar la vigencia de algo escrito hace tanto? ¿Qué se siente saber que logró exactamente lo que quería: que todos supieran lo que pasaba por este lado del planeta? "Yo soy un hombre de esperanzas, pero a partir de mucha desesperanza; y la esperanza y desesperanza se me cae y levanta varias veces al día. No creo en la gente de esperanzas invulnerables. Si uno está vivo nace y muere varias veces al día. Y en todo caso creo que vale la pena estar vivo y que el mundo puede cambiar. El dolor evitable es el más doloroso. A mí me duele el dolor de tanta gente. Yo no siento que sea un hombre solidario porque mi cerebro me diga que lo sea, es algo que sale del hígado, del corazón y las entrañas", concluye.

 

FRAGMENTO: INTRODUCCIÓN: CIENTO VEINTE MILLONES DE NIÑOS EN EL CENTRO DE LA TORMENTA

 

La división internacional del trabajo consiste en que unos países se especializan en ganar y otros en perder. Nuestra comarca del mundo, que hoy llamamos América Latina, fue precoz: se especializó en perder desde los remotos tiempos en que los europeos del Renacimiento se abalanzaron a través del mar y le hundieron los dientes en la garganta. Pasaron los siglos y América Latina perfeccionó sus funciones. Este ya no es el reino de las maravillas donde la realidad derrota a la fábula y la imaginación era humillada por los trofeos de la conquista, los yacimientos de oro y las montañas de plata. Pero la región sigue trabajando de sirvienta. Continúa existiendo al servicio de las necesidades ajenas, como fuente de reservas del petróleo y el hierro, el cobre y la carne, las frutas y el café, las materias primas y los alimentos con destino a los países ricos que ganan consumiéndolos, mucho más de lo que América Latina gana produciéndolos. Son mucho más altos los impuestos que cobran los compradores que los precios que reciben los vendedores; y al fin y al cabo, como declaró en julio de 1968 Covey T. Oliver, coordinador de la Alianza para el progreso, “hablar de precios justos en la actualidad es un concepto medieval. Estamos en plena época de la libre comercialización...”

Cuanta más libertad se otorga a los negocios, más cárceles se hace necesario construir para quienes padecen los negocios.

 Nuestros sistemas de inquisidores y verdugos no sólo funcionan para el mercado externo dominante; proporcionan también caudalosos manantiales de ganancias que fluyen de los empréstitos y las inversiones extranjeras en los mercados internos dominados. “Se ha oído hablar de concesiones hechas por América latina al capital extranjero, pero no de las concesiones hechas por los Estados Unidos al capital de otros países ... es que nosotros no damos concesiones”, advertía, allá por 1913, el presidente norteamericano Woodrow Wilson.

 Él estaba seguro: “Un país –decía- es poseído y dominado por el capital que en él se haya invertido”. Y tenía razón. Por el camino hasta perdimos el derecho de llamarnos americanos, aunque los haitianos y los cubanos ya habían asomado a la historia, como pueblos nuevos, un siglo antes que los peregrinos del Mayflower se establecieran en las costas de Plymouth. Ahora América es, para el mundo, nada más que los Estados Unidos: nosotros habitamos, a lo sumo, una sub América, una América de segunda clase, de nebulosa identificación.

 Es América Latina, la región de las venas abiertas. Desde el descubrimiento hasta nuestros días, todo se ha trasmutado siempre en capital europeo o, más tarde, norteamericano, y como tal se ha acumulado y se acumula en los lejanos centros de poder. Todo: la tierra, sus frutos y sus profundidades ricas en minerales, los hombres y su capacidad de trabajo y de consumo, los recursos naturales y los recursos humanos. El modo de producción y la estructura de clases de cada lugar han sido sucesivamente determinados, desde fuera, por su incorporación al engranaje universal del capitalismo. A cada cual se le ha asignado una función, siempre en beneficio del desarrollo de la metrópoli extranjera de turno, y se ha hecho infinita la cadena de las dependencias sucesivas, que tiene mucho más de dos eslabones, y que por cierto también comprende, dentro de América Latina, la opresión de los países pequeños por sus vecinos mayores y, fronteras adentro de cada país, la explotación que las grandes ciudades y los puertos ejercen sobre sus fuentes internas de víveres y mano de obra. (Hace cuatro siglos, ya habían nacido dieciséis de las veinte ciudades latinoamericanas más pobladas de la actualidad).

 Para quienes conciben la historia como una competencia, el atraso y la miseria de América Latina no son otra cosa que el resultado de su fracaso. Perdimos; otros ganaron. Pero ocurre que quienes ganaron, ganaron gracias a que nosotros perdimos: la historia del subdesarrollo de América Latina integra, como se ha dicho, la historia del desarrollo del capitalismo mundial. Nuestra derrota estuvo siempre implícita en la victoria ajena; nuestra riqueza ha generado siempre nuestra pobreza para alimentar la prosperidad de otros: los imperios y sus caporales nativos. En la alquimia colonial y neocolonial, el oro se transfigura en chatarra, y los alimentos se convirtieron en veneno.

 

 

 

 

 Mayo de 2009, sólo días después de que Hugo Chávez le regalara al presidente estadounidense Barack Obama una copia de Las venas abiertas de América Latina en la V Cumbre de las Américas en Trinidad, la versión en inglés saltó al segundo lugar de los libros más vendidos de la página Web de comercio en línea Amazon.com.

 

 

 Adaptación radiofónica de Las Venas Abiertas de América Latina (fragmento). Escuchar serie completa en Radiolistas.

 

 

Potosí, Zacatecas y Oruro Preto cayeron en picada desde la cumbre de los esplendores de los metales preciosos al profundo agujero de los socavones vacíos, y la ruina fue el destino de la pampa chilena del salitre y de la selva amazónica del caucho; el nordeste azucarero de Brasil, los bosques argentinos del quebracho o ciertos pueblos petroleros del lago Maracaibo tienen dolorosas razones para creer en la mortalidad de las fortunas que la naturaleza otorga y el imperialismo usurpa. La lluvia que irriga a los centros del poder imperialista ahoga los vastos suburbios del sistema. Del mismo modo, y simétricamente, el bienestar de nuestras clases dominantes –dominantes hacia dentro, dominadas desde fuera- es la maldición de nuestras multitudes condenadas a una vida d bestias de carga.

 La brecha se extiende. Hacia mediados del siglo anterior, el nivel de vida de los países ricos del mundo excedía en un cincuenta por ciento el nivel de los países pobres. El desarrollo desarrolla la desigualdad: Richard Nixon anunció, en abril de 1969, en discurso ante la OEA, que a fines del siglo veinte el ingreso per capita en Estados Unidos sería quince veces más alto que el ingreso en América Latina. La fuerza del conjunto del sistema imperialista descansa en la necesaria desigualdad de las partes que lo forman, y esa desigualdad asume magnitudes cada vez más dramáticas. Los países opresores se hacen cada vez más ricos en términos absolutos, pero mucho más en términos relativos, por el dinamismo de la disparidad creciente. El capitalismo central puede darse el lujo de crear y creer sus propios mitos de opulencia, pero los mitos nos se comen, y bien lo saben los países pobres que constituyen el basto capitalismo periférico. El ingreso promedio de un ciudadano norteamericano es siete veces mayor que el de un latinoamericano y aumenta a un ritmo diez veces más intenso. Y los promedios engañan, por los insondables abismos que se abren, al sur del río Bravo, entre los muchos pobres y los pocos ricos de la región. En la cúspide, en efecto, seis millones de latinoamericanos acaparan, según las Naciones Unidas, el mismo ingreso que ciento cuarenta millones de personas ubicadas en la base de la pirámide social. Hay sesenta millones de campesinos cuya fortuna asciende a veinticinco centavos de dólar por día; en el otro extremo los proxenetas de la desdicha se dan el lujo de acumular cinco millones de dólares en sus cuentas privadas de Suiza o Estados Unidos, y derrochan en la ostentación y el lujo estéril ¾ofensa y desafío¾ y en las inversión total, los capitales que América Latina podría destinar a la reposición, ampliación y creación de fuentes de producción y trabajo.

 Incorporadas desde siempre a la constelación del poder imperialista, nuestras clases dominantes no tienen el menor interés en averiguar si el patriotismo podría resultar más rentable que la traición o si la mendicidad es la única forma posible de la política internacional. Se hipoteca la soberanía porque “no hay otro camino”; las coartadas de la oligarquía confunden interesadamente la impotencia de una clase social con el presunto vacío de destino de cada nación.

 Josué de Castro declara: “Yo, que he recibido un premio internacional de la paz, pienso que, infelizmente, no hay otra solución que la violencia para América Latina”.

Ciento veinte millones de niños se agitan en el centro de esta tormenta. La población de América latina crece como ninguna otra; en medio siglo se triplicó con creces. Cada minuto muere un niño de enfermedad o hambre, pero en el año 2000 habrá seiscientos cincuenta millones de latinoamericanos, y la mitad tendrá menos de quince años de edad: una bomba de tiempo.

 Entre los doscientos ochenta millones de latinoamericanos que hay, a fines de 1970, cincuenta millones de desocupados o sub ocupados y cerca de cien millones de analfabetos; la mitad de los latinoamericanos vive apiñados en viviendas insalubres. Los tres mayores mercados de América Latina ¾Argentina, Brasil y México¾ no alcanzan a igualar, sumados, la capacidad de consumo de Francia o de Alemania occidental, aunque la población reunida de nuestros tres grandes excede largamente a la de cualquier país europeo. América Latina produce hoy día, en relación con la población, menos alimentos que antes de la última guerra mundial, y sus exportaciones per capita han disminuido tres veces, a precios constantes, desde la víspera de la crisis de 1929. El sistema es muy racional desde el punto de vista de sus dueños extranjeros y de nuestra burguesía de comisionistas, que ha vendido el alma al Diablo a un precio que hubiera avergonzado a Fausto. Pero el sistema es tan irracional para todos los demás que cuanto más se desarrolla más agudiza sus desequilibrios y sus tensiones, sus contradicciones ardientes. Hasta la industrialización, dependiente y tardía, que cómodamente coexiste con el latifundio y las estructuras de la desigualdad, contribuye a sembrar la desocupación en vez de ayudar a resolverla.

 

 Se extiende la pobreza y se concentra la riqueza en esta región que cuenta con inmensas legiones de brazos caídos que se multiplican sin descanso. Nuevas fábricas se instalan en los polos privilegiados de desarrollo -Sao Paulo, Buenos Aires, la ciudad de México- pero menos mano de obra se necesita cada vez. El sistema no ha previsto esta pequeña molestia: lo que sobra es gente. Y la gente se reproduce. Se hace el amor con entusiasmo y sin precauciones. Cada vez queda más gente a la vera del camino, sin trabajo en el campo, donde el latifundio reina con sus gigantescos eriales, y sin trabajo en la ciudad, donde reinan las máquinas: el sistema vomita hombres. Las misiones norteamericanas esterilizan masivamente mujeres y siembran píldoras, diafragmas, espirales, preservativos y almanaques marcados, pero cosechan niños; porfiadamente, los niños latinoamericanos continúan naciendo, reivindicando su derecho natural a obtener un sitio bajo el sol en estas tierras espléndidas que podrían brindar a todos lo que a casi todos niegan.

 A principios de noviembre de 1968, Richard Nixon comprobó en voz alta que la Alianza para el Progreso había cumplido siete años de vida y, sin embargo, se habían agravado la desnutrición y la escasez de alimentos en América Latina. Pocos meses antes, en abril, George W. Ball escribía en Life: «Por lo menos durante las próximas décadas, el descontento de las naciones más pobres no significará una amenaza de destrucción del mundo. Por vergonzoso que sea, el mundo ha vivido, durante generaciones, dos tercios pobre y un tercio rico. Por injusto que sea, es limitado el poder de los países pobres». Ball había encabezado la delegación de los Estados Unidos a la Primera Conferencia de Comercio y Desarrollo en Ginebra, y había votado contra nueve de los doce principios generales aprobados por la conferencia con el fin de aliviar las desventajas de los países subdesarrollados en el comercio internacional.

 Son secretas las matanzas de la miseria en América Latina; cada año estallan, silenciosamente, sin estrépito alguno, tres bombas de Hiroshima sobre estos pueblos que tienen la costumbre de sufrir con los dientes apretados.

 Esta violencia sistemática, no aparente pero real, va en aumento: sus crímenes no se difunden en la crónica roja, sino en las estadísticas de la FAO. Ball dice que la impunidad es todavía posible, porque los pobres no pueden desencadenar la guerra mundial, pero el Imperio se preocupa: incapaz de multiplicar los panes, hace lo posible por suprimir a los comensales.

«Combata la pobreza, ¡mate a un mendigo!», garabateó un maestro del humor negro sobre un muro de la ciudad de La Paz. ¿Qué se proponen los herederos de Malthus sino matar a todos los próximos mendigos antes de que nazcan? Robert McNamara, el presidente del Banco Mundial que había sido presidente de la Ford y Secretario de Defensa, afirma que la explosión demográfica constituye el mayor obstáculo para el progreso de América Latina y anuncia que el Banco Mundial otorgará prioridad, en sus préstamos, a los países que apliquen planes para el control de la natalidad. McNamara comprueba con lástima que los cerebros de los pobres piensan un veinticinco por ciento menos, y los tecnócratas del Banco Mundial (que ya nacieron) hacen zumbar las computadoras y generan complicadísimos trabalenguas sobre las ventajas de no nacer: «Si un país en desarrollo que tiene una renta media per capita de 150 a 200 dólares anuales logra reducir su fertilidad en un 50 por ciento en un período de 25 años, al cabo de 30 años su renta per capita será superior por lo menos en un 40 por ciento al nivel que hubiera alcanzado de lo contrario, y dos veces más elevada al cabo de 60 años», asegura uno de los documentos del organismo. Se ha hecho célebre la frase de Lyndon Johnson: «Cinco dólares invertidos contra el crecimiento de la población son más eficaces que den dólares invertidos en el crecimiento económico». Dwight Eisenhower pronosticó que si los habitantes de la tierra seguían multiplicándose al mismo ritmo no sólo se agudizaría el peligro de la revolución, sino que además se produciría «una degradación del nivel de vida de todos los pueblos, el nuestro inclusive».

Los Estados Unidos no sufren, fronteras adentro, el problema de la explosión de la natalidad, pero se preocupan como nadie por difundir e imponer, en los cuatro puntos cardinales, la planificación familiar. No sólo el gobierno; también Rockefeller y la Fundación Ford padecen pesadillas con millones de niños que avanzan, como langostas, desde los horizontes del Tercer Mundo. Platón y Aristóteles se habían ocupado del tema antes que Malthus y McNamara; sin embargo, en nuestros tiempos, toda esta ofensiva universal cumple una función bien definida: se propone justificar la muy desigual distribución de la renta entre los países y entre las clases sociales, convencer a los pobres de que la pobreza es el resultado de los hijos que no se evitan y poner un dique al avance de la furia de las masas en movimiento y rebelión.

 

 Los dispositivos intrauterinos compiten con las bombas y la metralla, en el sudeste asiático, en el esfuerzo por detener el crecimiento de la población de Vietnam. En América Latina resulta más higiénico y eficaz matar a los guerrilleros en los úteros que en las sierras o en las calles. Diversas misiones norteamericanas han esterilizado a millares de mujeres en la Amazonía, pese a que ésta es la zona habitable más desierta del planeta. En la mayor parte de los países latinoamericanos, la gente no sobra: falta. Brasil tiene 38 veces menos habitantes por kilómetro cuadrado que Bélgica; Paraguay, 49 veces menos que Inglaterra; Perú, 32 veces menos que Japón. Haití y El Salvador, hormigueros humanos de América Latina, tienen una densidad de población menor que la de Italia. Los pretextos invocados ofenden la inteligencia; las intenciones reales encienden la indignación. Al fin y al cabo, no menos de la mitad de los territorios de Bolivia, Brasil, Chile, Ecuador, Paraguay y Venezuela está habitada por nadie. Ninguna población latinoamericana crece menos que la del Uruguay, país de viejos, y sin embargo ninguna otra nación ha sido tan castigada, en los años recientes, por una crisis que parece arrastrarla al último círculo de los infiernos. Uruguay está vacío y sus praderas fértiles podrían dar de comer a una población infinitamente mayor que la que hoy padece, sobre su suelo, tantas penurias. Hace más de un siglo, un canciller de Guatemala había sentenciado proféticamente:

«Sería curioso que del seno mismo de los Estados Unidos, de donde nos viene el mal, naciese también el remedio». Muerta y enterrada la Alianza para el Progreso, el Imperio propone ahora, con más pánico que generosidad, resolver los problemas de América Latina eliminando de antemano a los latinoamericanos.

 En Washington tienen ya motivos para sospechar que los pueblos pobres no prefieren ser pobres. Pero no se puede querer el fin sin querer los medios: quienes niegan la liberación de América Latina, niegan también nuestro único renacimiento posible, y de paso absuelven a las estructuras en vigencia.

 Los jóvenes se multiplican, se levantan, escuchan: ¿qué les ofrece la voz del sistema? El sistema habla un lenguaje surrealista: propone evitar los nacimientos en estas tierras vacías; opina que faltan capitales en países donde los capitales sobran pero se desperdician; denomina ayuda a la ortopedia deformante de los empréstitos y al drenaje de riquezas que las inversiones extranjeras provocan; convoca a los latifundistas a realizar la reforma agraria y a la oligarquía a poner en práctica la justicia social. La lucha de clases no existe -se decreta- más que por culpa de los agentes foráneos que la encienden, pero en cambio existen las clases sociales, y a la opresión de unas por otras se la denomina el estilo occidental de vida. Las expediciones criminales de los marines tienen por objeto restablecer el orden y la paz social, y las dictaduras adictas a Washington fundan en las cárceles el estado de derecho y prohíben las huelgas y aniquilan los sindicatos para proteger la libertad de trabajo.

 ¿Tenemos todo prohibido, salvo cruzarnos de brazos? La pobreza no está escrita en los astros; el subdesarrollo no es el fruto de un oscuro designio de Dios. Corren años de revolución, tiempos de redención. Las clases dominantes ponen las barbas en remojo, y a la vez anuncian el infierno para todos. En cierto modo, la derecha tiene razón cuando se identifica a sí misma con la tranquilidad y el orden, es el orden, en efecto, de la cotidiana humillación de las mayorías, pero orden al fin: la tranquilidad de que la injusticia siga siendo injusta y el hambre hambrienta. Si el futuro se transforma en una caja de sorpresas, el conservador grita, con toda razón: «Me han traicionado». Y los ideólogos de la impotencia, los esclavos que se miran a sí mismos con los ojos del amo, no demoran en hacer escuchar sus clamores. El águila de bronce del Maine, derribada el día de la victoria de la revolución cubana, yace ahora abandonada, con las alas rotas, bajo un portal del barrio viejo de La Habana. Desde Cuba en adelante, también otros países han iniciado por distintas vías y con distintos medios la experiencia del cambio: la perpetuación del actual orden de cosas es la perpetuación del crimen.

 Los fantasmas de todas las revoluciones estranguladas o traicionadas a lo largo de la torturada historia latinoamericana se asoman en las nuevas experiencias, así como los tiempos presentes habían sido presentidos y engendrados por las contradicciones del pasado. La historia es un profeta con la mirada vuelta hacia atrás: por lo que fue, y contra lo que fue, anuncia lo que será.

 

 Por eso en este libro, que quiere ofrecer una historia del saqueo y a la vez contar cómo funcionan los mecanismos actuales del despojo, aparecen los conquistadores en las carabelas y, cerca, los tecnócratas en los jets, Hernán Cortés y los infantes de marina, los corregidores del reino y las misiones del Fondo Monetario Internacional, los dividendos de los traficantes de esclavos y las ganancias de la General Motors. También los héroes derrotados y las revoluciones de nuestros días, las infamias y las esperanzas muertas y resurrectas: los sacrificios fecundos. Cuando Alexander von Humboldt investigó las costumbres de los antiguos habitantes indígenas de la meseta de Bogotá, supo que los indios llamaban quihica a las víctimas de las ceremonias rituales. Quihica significaba puerta: la muerte de cada elegido abría un nuevo ciclo de ciento ochenta y cinco lunas.

 

 

PRIMERA PARTE

 

 LA POBREZA DEL HOMBRE COMO RESULTADO DE LA RIQUEZA DE LA TIERRA FIEBRE DEL ORO

 

FIEBRE DEL ORO, FIEBRE DE LA PLATA: El signo de la cruz en las empuñaduras de las espadas

 Cuando Cristóbal Colón se lanzó a atravesar los grandes espacios vacíos al oeste de la Ecúmene, había aceptado el desafío de las leyendas.

 Tempestades horribles jugarían con sus naves, como si fueran cáscara de nuez, y las arrojarían a las bocas de los monstruos; la gran serpiente de los mares tenebrosos, hambrienta de carne humana, estaría la acecho. Solo faltaban mil años para que los fuegos purificadores del Juicio Final arrasaran el mundo, según creían los hombre del siglo XV, y el mundo era entonces el mar Mediterráneo con sus costas de ambigua proyección hacia el África y Oriente. Los navegantes portugueses aseguraban que el viento del oeste traería cadáveres extraños y a veces arrastraba leños curiosamente tallados, pero nadie sospechaba que el mundo sería, asombrosamente multiplicado.

 América no solo carecía de nombre. Los noruegos no sabían que la habían descubierto hacía largo tiempo, y el propio Colón murió, después de sus viajes, todavía convencido de que había llegado al Asia por la espalda. En 1492, cuando la bota española se clavó por primera vez en las arenas de las Bahamas, el Almirante creyó que estas islas eran una avanzada de Japón. Colón llevaba consigo un ejemplar de libro de Marco Polo, cubierto de anotaciones en los márgenes de las páginas. Los habitantes de Cipango decía Marco Polo, «poseen oro en enorme abundancia y las minas donde lo encuentran no se agotan jamás... También hay en esta isla de perlas del más puro gran tamaño y sobrepasan en valor a las perlas blancas». La riqueza de Cipango había llegado a oídos del Gran Khan Kublai, había despertado en su pecho el deseo de conquistarla: él había fracasado. De las fulgurantes páginas de Marco Polo se echaban al vuelo islas en el mar de la India con montañas de oro y perlas, y doce clases de especias en cantidades inmensas, además de la pimienta blanca y negra.

 La pimienta, el jengibre, el clavo de olor, la nuez moscada y la canela eran tan codiciados como la sal para conservar la carne en invierno sin que se pudriera y ni perdiera sabor. Los Reyes Católicos de España decidieron financiar la aventura del acceso directo a las fuentes, para liberarse de la onerosa cadena de intermediarios y revendedores que acaparaban el comercio de las especias y las plantas tropicales, las muselinas y las armas blancas que provenían de las misteriosas regiones del oriente. El afán de metales preciosos, medio pago para el tráfico comercial, impulsó también la travesía de los mares malditos. Europa entera necesitaba plata; ya casi estaban exhaustos los filones de Bohemia, Sajonia y Tiro.

 España vivía el tiempo de la reconquista. 1492 fue el año del descubrimiento de América, el nuevo mundo nacido de aquella equivocación de consecuencias grandiosas. Fue también el año de la recuperación de Granada, Fernando de Aragón e Isabel de Castilla, que habían superado con su matrimonio el desgarramiento de sus dominios, abatieron a comienzos de 1492 el último reducto de la religión musulmana en el suelo español. Había costado casi ocho siglos recobrar lo que se había perdido en siete años, y la guerra de reconquista había agotado el tesoro real. Pero esta era una guerra santa, la guerra cristiana contra el Islam, y no es casual, además, que en ese mismo año, 1492, ciento cincuenta mil judíos declarados fueron expulsados del país.

 España adquiría realidad como nación alzando espadas cuyas empuñaduras dibujaban el signo de la cruz. La reina Isabel se hizo madrina de la Santa Inquisición. La hazaña del descubrimiento de América no podría explicarse sin la tradición militar de guerra de cruzadas que imperaba en la Castilla medieval, y la Iglesia no se hizo rogar para dar carácter sagrado a las conquistas de las tierras incógnitas del otro lado del mar. El papa Alejandro VI, que era valenciano, convirtió a la reina Isabel en dueña y señora del Nuevo Mundo. La expansión del reino de Castilla ampliaba el reino de Dios sobre la tierra.

 

 Tres años después del descubrimiento, Cristóbal Colón dirigió en persona la campaña militar contra los indígenas de la Dominicana. Un puñado de caballeros, doscientos infantes y unos cuantos perros especialmente adiestrados para el ataque diezmaron a los indios. Más de quinientos, enviados de España, fueron vendidos como esclavos en Sevilla y murieron miserablemente. Pero algunos teólogos protestaron y la esclavización de los indios fue formalmente prohibida al nacer el siglo XVI. En realidad, no fue prohibida sino bendita: antes de cada entrada militar, los capitanes de conquista debían leer a los indios, ante escribano público, un extenso y retórico Requerimiento que los exhortaba a convertirse a la santa fe católica: «Si no lo hiciereis, o en ello dilación maliciosa pusiereis, certificados que con la ayuda de Dios yo entraré poderosamente contra vosotros y vos haré guerra por todas las partes y manera que yo pudiere, y os sujetaré al yugo y obediencia de la Iglesia y de Su Majestad y tomaré vuestras mujeres e hijos y los haré esclavos, y como tales los venderé y dispondré de ellos como Su Majestad mandare, y os tomaré vuestros bienes y os haré todos los males y daños que pudiere...» (Daniel Vidart, ideología y realidad de América, Montevideo, 1968).

 América era el vasto imperio del Diablo, de redención imposible o dudosa, pero la fanática misión contra la herejía de los nativos se confundía con la fiebre que desataba, en las huestes de las conquistas, el brillo de los tesoros del Nuevo Mundo, Bernal Díaz del Castillo, fiel compañero de Hernán Cortés en la conquista de México, escribe que han llegado a América «por servir a Dios y a Su Majestad y también por haber riquezas».

Colón quedó deslumbrado, cuando alcanzó el atolón de San Salvador, por la colorida transparencia del Caribe, el paisaje verde, la dulzura y la limpieza del aire, los pájaros espléndidos y los mancebos «de buena estatura, gente muy hermosa» y « harto mansa» que allí habitaba. Regaló a los indígenas « unos bonetes colorados y unas cuentas de vidrio que se ponían al pescuezo, y otras cosas muchas de poco valor con que hubieron mucho placer y quedaron tanto nuestros que era maravilla». Les mostró las espadas. Ellos no las conocían, las tomaban por el filo, se cortaban. Mientras tanto, cuenta el Almirante en su diario de navegación, «yo estaba atento y trabajaba de saber si había oro, y vide que algunos de ellos traían un pedazuelo colgando en un agujero que tenían a la nariz, y por señas pude entender que yendo al Sur o volviendo a la isla por el Sur, que estaba allí un Rey que tenía grandes vasos ello, y tenía muy mucho». Porque «del oro se hace tesoros, y con él quien lo tiene hace cuanto quiere en el mundo y llega a que echa las ánimas al Paraíso». En su tercer viaje Colón seguía creyendo que andaba por el mar de la China cuando entro en las costas de Venezuela; ello no le impidió informar que desde allí se extendía una tierra infinita que subía hacia el Paraíso Terrenal. También Américo Vespucio, explorador del litoral de Brasil mientras nacía el siglo XVI, relataría a Lorenzo de Médicis: «Los árboles son de tanta belleza y tanta blandura que nos sentíamos estar en el Paraíso Terrenal... » . con despecho escribía Colón a los reyes, desde Jamaica, en 1503: « cuando yo descubrí las indias, dije que eran el mayor señorío rico que hay en el mundo. Yo dije del oro, las perlas, piedra preciosas, especierías... »

Una sola bolsa de pimienta valía, en el medioevo, más que la vida de un hombre, pero el oro y la plata eran las llaves que el Renacimiento empleaba para abrir las puertas del paraíso en el cielo y las puertas del mercantilismo capitalista en la tierra. La epopeya de los españoles y los portugueses en América combinó la propagación de la fe cristiana con la usurpación y el saqueo de las riquezas nativas. El poder europeo se extendía para abrazar el mundo. Las tierras vírgenes, densas de selvas y de peligros, encendían la codicia de los capitanes, los hidalgos caballeros y los soldados en harapos lanzados a la conquista de los espectaculares botines de guerra: creían en la gloria, «el sol de los muertos», y en la audacia. «A los osados ayuda tortura», decía Cortés. El propio Cortés había hipotecado todos sus bienes personales para equipar la expedición a México. Salvo contadas excepciones como fue el caso de Colón o Magallanes, las aventuras no eran costeadas por el Estado, sino por los conquistadores mismos, o por los mercaderes y banqueros que los financiaban.

 

 Nació el mito de El dorado, el monarca bañado en oro que los indígenas inventaron para alejar a los intrusos: desde Gonzalo Pizarro hasta Walter Raleigh, muchos lo persiguieron en vano por las selvas y las aguas del Amazonas y el Orinoco.

 El espejismo del «cerco que manaba plata» se hizo realidad en 1545, con el descubrimiento de Potosí, pero antes habían muerto vencidos por el hambre y por la enfermedad o atravesados a flechazos por los indígenas, muchos de los expedicionarios que intentaron, infructuosamente, dar alcance al manantial de la plata remontando el río Paraná.

 Había, sí, oro y plata en grandes cantidades, acumulados en la meseta de México y en el altiplano andino. Hernán Cortés reveló para España, en 1519, la fabulosa magnitud del tesoro azteca de Moctezuma, y quinde años después llegó a Sevilla el gigantesco rescate, un aposento lleno de oro y dos de plata, que Francisco Pizarro hizo pagar al inca Atahualpa antes de estrangularlo. Años antes, con el oro arrancado de las Antillas había pagado la Corona de servicios de los marinos que habían acompañado a Colón en su primer viaje.

 Finalmente, la población de las islas del Caribe dejó de pagar tributos, porque desapareció: los indígenas fueron completamente exterminados en los lavaderos de oro, en la terrible tarea de revolver las arenas auríferas con el cuerpo a medias sumergido en el agua, o roturando los campos hasta más allá de la extenuación, con la espada doblada sobre los pesados instrumentos de labranza traídos desde España. Muchos indígenas de la Dominicana se anticipaban al destino impuesto por sus nuevos opresores blancos: mataban a sus hijos y se suicidaban en masa. El cronista oficial Fernández de Oviedo interpretaba así, a mediados del siglo XVI, el holocausto de los antillanos: muchos de ellos, por su pasatiempo, se mataron con ponzoña por no trabajar, y otros se ahorcaron por sus manos propias» .

 

Retornaban los dioses con las armas secretas

 A su paso por Tenerife, durante su primer viaje, había presenciado Colón una formidable erupción volcánica. Fue como un presagio de todo lo que vendría después en las inmensas tierras nuevas que iban a interrumpir la ruta occidental hacia el Asia. América estaba allí, adivinaba desde sus costas infinitas; la conquista se extendió, en oleadas, como una marea furiosa. Los adelantados sucedían a los almirantes y las tripulaciones se convertían en huestes invasoras. Las bulas del Papa habían hecho apostólica concesión de África a la corona de Portugal, y a la corona de Castilla habían otorgado las tierras «desconocidas como las hasta aquí descubiertas por vuestros enviados y las que se han de descubrir en lo futuro...». América había sido donada a la reina Isabel. En 1508, una nueva bula concedió a la corona española, a perpetuidad, todos los diezmos recaudados en América: el codiciado patronato universal sobre la Iglesia del Nuevo Mundo incluía el derecho de presentación real de todos los beneficios eclesiásticos.

 El Tratado de Tardecillas, suscrito en 1494, permitió a Portugal ocupar territorios americanos más allá de la línea divisoria trazada por el Papa, y en 1530 Martín Alfonso de Souza fundó las primeras poblaciones portuguesas en Brasil, expulsando a los franceses. Ya para entonces los españoles, atravesando selvas infernales y desiertos infinitos, habían avanzado mucho en el proceso de la exploración y la conquista. En 1513, el Pacífico resplandecía ante los ojos de Vasco Núñez de Balboa; en el otoño de 1522, retornaban a España los sobrevivientes de la expedición de Hernando de Magallanes que habían unido por primera vez ambos océanos y habían verificado que el mundo era redondo al darle la vuelta completa; tres años antes habían partido de la isla de Cuba, en dirección a México, las diez naves de Hernán Cortés, y en 1523 Pedro de Alvarado se lanzó a la conquista de Centroamérica: Francisco Pizarro entró triunfante en el Cuzco, en 1533, apoderándose del corazón del imperio de los incas; en 1540, Pedro de Valdivia atravesaba el desierto de Atacama y fundaba Santiago de Chile. Los conquistadores penetraban en el Chaco y revelaban el Nuevo Mundo desde el Perú hasta las bocas del río más caudaloso del planeta.

 

 Había de todo entre los indígenas de América: astrónomos y caníbales, ingenieros y salvajes de la Edad de Piedra. Pero ninguna de las culturas nativas conocía el hierro ni el arado, ni el vidrio ni la pólvora, ni empleaba la rueda. La civilización que se abatió sobre estas tierras desde el otro lado del mar vivía la explosión creadora del Renacimiento: América aparecía como una invención más, incorporada junto con la pólvora, la imprenta, el papel y la brújula al bullente nacimiento de la Edad Moderna. El desnivel de desarrollo de ambos mundos explica en gran medida la relativa facilidad con que sucumbieron las civilizaciones nativas. Hernán Cortés desembarcó en Veracruz acompañado por no más de cien marineros y 508 soldados, traía 15 caballos, 32 ballestas, diez cañones de bronce y algunos arcabuces, mosquetes y pistolones. Y sin embargo, la capital de los aztecas, Tenochtitlán, era por entonces cinco veces mayor que Madrid y duplicaba la población de Sevilla, la mayor de las ciudades españolas, Francisco Pizarro entró en Cajamarca con 180 soldados y 37 caballos.

 Los indígenas fueron, al principio, derrotados por el asombro. El emperador Moctezuma recibió, en su palacio, las primeras noticias: un cerro grande andaba moviéndose por el mar. Otros mensajeros llegaron después: «... mucho espanto les causó el oír cómo estalla el cañón, cómo retumba el estrépito, y cómo se desmaya uno; se le aturden a uno los oídos. Y cuando cae el tiro, una como bola de piedra sale de sus entrañas: va lloviendo fuego... ». Moctezuma creyó que era el dios Quetzalcóatl quien volvía. Ocho presagios habían anunciado, poco antes su retorno. Los cazadores le habían traído un ave que tenía en la cabeza una diadema redonda con la forma de un espejo, donde se reflejaba el cielo con el sol hacia el poniente. En ese espejo Moctezuma vio marchar sobre México los escuadrones de los guerreros. El dios Quetzalcóalt había venido por el este y por el este se había ido: era blanco y barbudo. También blanco y barbudo era Huiracocha, el dios bisexual de los incas. Y al oriente era la cuna de los antepasados heroicos de los mayas.

 Los dioses vengativos que ahora regresaban para saldar cuentas con sus pueblos traían armaduras y cotas de malla, lustrosos caparazones que devolvían los dardos y las piedras; sus armas despedían rayos mortíferos y oscurecían la atmósfera con humos irrespirables. Los conquistadores practicaban también, con habilidad política, la técnica de la traición y la intriga. Supieron explotar, por ejemplo, el rencor de los pueblos sometidos al dominio imperial de los aztecas y las divisiones que desgarraban el poder de los incas. Los tlaxcaltecas fueron aliados de Cortés, y Pizarro usó en su provecho la guerra entre los herederos del imperio incaico, Huáscar y Atahualpa, los hermanos enemigos. Los conquistadores ganaron cómplices entre las castas dominantes intermedias, sacerdotes, funcionarios, militares, una vez abatidas por el crimen, las jefaturas indígenas más altas.

 Pero además usaron otras armas o, si se prefiere, otros factores trabajaron objetivamente por la victoria de los invasores. Los caballos y las bacterias, por ejemplo.

 Los caballos habían sido, como los camellos, originarios de América, pero se habían extinguido en estas tierras. Introducidas en Europa por los jinetes árabes, habían prestado en el Viejo Mundo una inmensa utilidad militar y económica.

 Cuando reaparecieron en América a través de la conquista, contribuyeron a dar fuerzas mágicas a los invasores ante los ojos atónitos de los indígenas. Según una versión, cuando el inca Atahualpa vio llegar a los primeros soldados españoles, montados en briosos caballos ornamentados con cascabeles y penachos, que corrían desencadenando truenos y polvaredas con sus cascos veloces, se cayó de espaldas. El cacique Tecum, al frente de los herederos de los mayas, descabezó con su lanza el caballo de Pedro de Alvarado, convencido de que formaba parte del conquistador: Alvarado se levantó y lo mató. Contados caballos, cubiertos con arreos de guerra, dispersaban las masas indígenas y sembraban el terror y la muerte. «Los curas y misioneros esparcieron entre la fantasía vernácula», durante el proceso colonizador, «que los caballos eran de origen sagrado, ya que Santiago, el Patrón de España, montaba en un potro blanco, que había ganado valiosas batallas contra los moros y judíos, con ayuda de la Divina providencia».

 

Las bacterias y los virus fueron los aliados más eficaces. Los europeos traían consigo, como plagas bíblicas, la viruela y el tétanos, varias enfermedades pulmonares, intestinales y venéreas, el tracoma, el tifus, la lepra, la fiebre amarilla, las caries que pudrían las bocas. La viruela fue la primera en aparecer. ¿No sería un castigo sobrenatural aquella epidemia desconocida y repugnante que encendía la fiebre y descomponía las carnes?

 

«Ya se fueron a meter en Tlaxcala. Entonces se difundió la epidemia: tos, granos ardientes, que queman, dice un testimonio indígena, y otro: “A muchos dio la muerte la pegajosa, apelmazada, dura enfermedad de granos”. Los indios morían como moscas; sus organismos no oponían defensas ante las enfermedades nuevas. Y los que sobrevivían quedaban debilitados e inútiles. El antropólogo brasileño Darcy Ribeiro estima que más de la mitad de la población aborigen de América, Australia y las islas oceánicas murió contaminada luego del primer contacto con los hombres blancos.

 

«Como unos puercos hambrientos ansían el oro»

A tiros de arcabuz, golpes de espada y soplos de peste avanzaban los implacables y escasos conquistadores de América. Lo cuentan las voces de los vencidos. Después de la matanza de Cholula, Moctezuma envía nuevos emisarios al encuentro de Hernán Cortés, quien avanza rumbo al valle de México.

 Los enviados regalan a los españoles collares de oro y banderas de plumas de quetzal. Los españoles «estaban deleitándose.

 Como si fueran monos levantaban el oro, como que se sentaban en ademán de gusto, como que se les renovaba y se les iluminaba el corazón.

 Como que cierto que es que eso que anhelan con gran sed. Se les ensancha el cuerpo por eso, tienen hambre furiosa de eso. Como unos puercos hambrientos ansían el oro», dice el texto náhuatl preservado preservado en el Código Florentino. Más adelante, cuando Cortés llega a Tenochtitlán, la espléndida capital azteca, los españoles entran en la casa del tesoro, «y luego hicieron una gran bola de oro, y dieron fuego, encendieron, prendieron llama a todo los que restaba, por valioso que fuera: con lo cual todo ardió. Y en cuanto al oro, los españoles lo redujeron a barras...».

Hubo guerra, y finalmente Cortés, que había perdido Tenochtitlán, lo reconquistó en 1521. « ya no teníamos escudos, ya no teníamos macanas, y nada teníamos que comer, ya nada comimos». La ciudad, devastada, incendiada, y cubierta de cadáveres, cayó. « toda la noche llovió sobre nosotros».

La horca y el tormento no fueron suficientes: los tesoros arrebatados no colmaban nunca las exigencias de la imaginación, y durante largos años excavaron los españoles el fondo del lago de México en busca de oro y los objetos preciosos presuntamente escondidos por los indios.

 Antes de la batalla decisiva, y «vístose los indios atormentados más, que allí les tenían mucho oro, plata. Diamantes y esmeraldas que les tenían los capitanes Nehaib Ixquin, Nehaib hecho águila y león. Y luego se dieron a los españoles y se quedaron con ellos...».

Antes de que Francisco Pizarro degollara al inca Atahualpa, le arrancó un rescate en «andas de oro y plata que pesaba más de veinte mil marcos de plata, fina, un millón y trescientos veintiséis mil escudos de oro finísimo...». después se lanzó sobre el Cuzco. Sus soldados creían que estaban entrando en la ciudad de los Césares, tan deslumbrante era la capital del imperio incaica, pero no demoraron en salir del estupor y se pusieron a saquear el Templo del Sol: «Forcejeando, luchando entre ellos, cada cual procurando llevarse del tesoro la parte del león, los soldados, con otra de malla, pisoteaban joyas e imágenes, golpeaban los utensilios de oro o les daban martillazos para reducirlos a un formato más fácil y manuable... Arrojaban al crisol, para convertir el metal en barras, todo el tesoro del templo: las plantas habían cubierto los muros, los asombrosos árboles forjados, pájaros y otros objetos del jardín».

Hoy día, en el Zócalo, la inmensa plaza desnuda del centro de la capital de México, la catedral católica se alza sobre las ruinas del templo más importante de Tenochtitlán, y el palacio de gobierno está emplazado sobre la residencia de Cuauhtémoc, el jefe azteca ahorcado por Cortés. Tenochtitlán fue arrasada. El Cuzco corrió, en el Perú, suerte semejante, pero los conquistadores no pudieron abatir del todo sus muros gigantescos y hoy puede verse, la piedra de los edificios coloniales, el testimonio de piedra de la colosal arquitectura incaica.

 

 Esplendores del Potosí: EL CICLO DE LA PLATA.

 

 Dicen que hasta las herraduras de los caballos eran de plata en la época del auge de la ciudad de Potosí. De plata eran los altares de las iglesias y las alas de los querubines en las procesiones: en 1658, para la celebración de Hábeas Christi, las calles de la ciudad fueron desempedradas, desde la matriz hasta la iglesia de Recoletos, totalmente cubiertas con barras de plata. En Potosí la plata levantó templos y palacios, monasterios y garitos, ofreció motivo a la tragedia y a la fiesta, derramó la sangre y el vino, encendió la codicia y desató el despilfarro y la aventura. La espada y la cruz marchaban juntas en la conquista y en el despojo colonial. Para arrancar la plata de América, se dieron cita en Potosí los capitanes y los ascetas, los caballeros de lidia y los apóstoles, los soldados y los frailes. Convertida en piñas y lingotes, las vísceras del cerro rico alimentaron sustancialmente el desarrollo de Europa. «Vale un Perú» fue el elogio máximo de las personas o a las cosas desde que Pizarro se hizo dueño del Cuzco, pero a partir del descubrimiento del cerro, Don Quijote de la Mancha habla con otras palabras: «vale un Potosí», advierte a Sancho. Vena yugular del Virreinato, manantial de la plata de América, Potosí contaba con 120.000 habitantes según el censo de 1573. solo veintiocho años habían transcurrido desde que la ciudad brotara entre los páramos andinos y ya tenía, como por arte de magia, la misma población que Londres y más habitantes que Sevilla, Madrid, Roma o París. Hacia 1650, un nuevo adjudicaba a Potosí 160.000 habitantes. Era una de las ciudades más grandes y más ricas del mundo, diez veces más habitada que Boston, en tiempos en que Nueva York ni siquiera había empezado a llamarse así.

 La historia de Potosí no había nacido con los españoles. Tiempos antes de la conquista, el inca Huayna Cápac había oído hablar a sus vasallos del Sumaj Orko, el cerro hermoso, y por fin pudo verlo cuando se hizo llevar, enfermo, a las termas de Tarapaya. Desde las chozas pajizas del pueblo de Cantiumarca, los ojos del inca contemplaron por primera vez aquel cono perfecto que se alzaba, orgulloso, por entre las altas cumbres de las serranías. Quedó estupefacto. Las infinitas tonalidades rojizas, la forma esbelta y el tamaño gigantesco del cerro siguieron siendo motivo de admiración y asombro en los tiempos siguientes. Pero el inca había sospechado que en sus entrañas debía albergar piedras preciosas y ricos metales, y había querido sumar nuevos adornos al Templo del Sol en el Cuzco. El oro y la plata que los incas arrancaban de las minas de Colque Porco y Andacaba no salían de los límites del reino: no servían para comerciar sino para adorar a los dioses. No bien los mineros indígenas clavaron sus pedernales en los filones de plata del cerro hermoso, una voz cavernosa los derribó. Era una voz fuerte como el trueno, que salía de las profundidades de aquellas breñas y decía, en quechua: « no es para ustedes; Dios reserva estas riquezas para los que vienen de más allá». Los indios huyeron despavoridos y el inca abandonó el cerro. Antes, le cambió el nombre. El cerro pasó a llamarse Potjosí, que significa: «Truena, revienta, hace explosión».

«Los que vienen de más allá» no demoraron mucho en aparecer. Los capitanes de la conquista se abrían paso. Huayna Cápac ya había muerto cuando llegaron.. en 1545 el indio Hualpa corría tras las huellas de una llama fugitiva y se vio obligado a pasar la noche en el cerro. Para no morirse de frío hizo fuego. La fogata alumbró una hebra blanca y brillante. Era plata pura. Se desencadenó la avalancha española.

 Fluyó la riqueza española. El emperador Carlos V dio prontas señales de gratitud otorgando a Potosí el título de Villa Imperial y un escudo con esta inscripción: « Soy el rico Potosí, del mundo soy el tesoro, soy el rey de los montes y envidia soy de los reyes». Apenas once años después del hallazgo de Huallpa, ya la recién nacida Villa Imperial celebraba la coronación de Felipe II con festejos que duraron veinticuatro días u costaron ocho millones de pesos fuertes. Llovían los buscadores de tesoros sobre el inhóspito paraje. El cerro, a casi 5000 metros de altura, era el más poderoso de los imanes, pero a sus pies la vida resultaba dura, inclemente: se pagaba el frío como si fuera un impuesto y en un abrir y cerrar de ojos una sociedad rica y desordenada brotó, en Potosí, junto con la plata. Auge y turbulencia del metal: Potosí pasó a ser «el nervio principal del reino» según lo definirá el virrey Hurtado de Mendoza. A comienzos del siglo XVII, ya la ciudad contaba con treinta y seis iglesias espléndidamente ornamentadas, otras tantas casas de juego y catorce escuelas de baile. Los salones, los teatros y los tablados para las fiestas lucían riquísimos tapices, cortinajes, blasones y obras de orfebrería; de los balcones de las casas colgaban damascos coloridos y lamas de oro y plata.

 

 Las sedas y los tejidos venían de Granada, Flandes y Calabria; los sombreros de París y Londres; los diamantes de Ceilán; las piedras preciosas de la India; las perlas de Panamá; las medias de Nápoles; los cristales de Venecia; las alfombras de Persia; los perfumes de Arabia, y la porcelana de China. Las damas brillaban la pedrería, diamantes, y rubíes y perlas, y los caballeros ostentaban finísimos paños bordados de Holanda. A la lidia de toros seguían los juegos de sortija y nunca faltaban los duelos al estilo medieval, lances de amor y del orgullo, con cascos de hierro empedrados de esmeraldas y de vistosos plumajes, sillas, estribos de filigrana de oro, espadas de Toledo y potros chilenos enjaezados a todo lujo.

 En 1579, se quejaba el oidor Matienzo: «Nunca faltan –decía- novedades, desvergüenzas y atrevimientos» por entonces ya había en Potosí ochocientos tahúres profesionales y ciento veinte prostitutas célebres, a cuyos resplandecientes salones concurrían los mineros ricos. En 1608, Potosí festejaba las fiestas del santísimo sacramento con seis días de comedias y seis noches de máscaras, ocho días de toros y tres de saraos, dos de torneos y otros de fiesta.