El Gran Mar de Arena
Medio Ambiente

El Gran Mar de Arena

 

 

09/08/2013 Fuente elpais. El desierto Líbico, al noroeste del Sáhara, es uno de los lugares más extremos del mundo. Un infierno dentro del infierno

 

Cuatro amigos, siete beduinos y 20 dromedarios para llevar a cabo una travesía que solo el explorador alemán Gerhard Rohlfs había conseguido recorrer 130 años antes

 

Sol, arena y la gran belleza de un lugar al que otro aventurero, el conde Almásy, llamó “la gran soledad”

 

Entre los tesoros de la tumba de Tutankamón que se pueden admirar en el Museo Egipcio de El Cairo se encuentra una joya excepcional. Lo es porque uno de sus adornos está creado con un elemento mineral todavía más raro y escaso que el diamante. Se trata de un collar en el que destaca un escarabajo sagrado tallado en un cristal traslúcido de color verdoso. Solo hay un lugar en toda la Tierra donde pueda encontrarse ese tipo de cristal. Está a cientos de kilómetros al suroeste de lo que fuera el centro del imperio faraónico, en un valle remoto del Gran Mar de Arena: un desierto dentro del desierto del Sáhara, un infierno dentro del infierno. Ese era el destino que había elegido para llevar a cabo una de las aventuras más extraordinarias de cuantas hemos vivido.

 

 

Segunda entrega de una serie dedicada a las expediciones emblemáticas del programa de Televisión Española Al filo de lo imposible. Su creador narra el recuerdo de aquellos hitos. Consulta la primera entrega.

 

Corría el mes de diciembre de un año extraordinariamente convulso. El atentado del 11 de marzo de 2004 en Madrid y el ambiente siempre revuelto en el norte de África no aconsejaban viajar a países árabes. Pero hacía tiempo que la decisión estaba tomada. Muy pronto nos convertiríamos en nómadas, algo bastante extraño en un mundo globalizado que, definitivamente, ya los ha desterrado. Nos íbamos a internar en un espacio yermo, pero de extraordinaria belleza, que se extiende desde orillas del Mediterráneo hacia el sur, hasta el lugar donde unas líneas artificiales hicieron confluir las fronteras de Libia, Egipto y Sudán.

 

El punto de partida de nuestra expedición fue el oasis de Siwa, donde se encontraba el legendario oráculo de Zeus Amón, tan importante en su época como el de Tebas. Aunque era el lugar ideal para llevar todos los materiales necesarios y comenzar la travesía, en realidad lo que más influyó en esta elección fue la historia que allí comenzó un joven macedonio ávido de gloria inmortal. En Siwa, ocultas entre miles de palmeras, encontramos las ruinas del templo que acogiera al famoso oráculo que Alejandro Magno quiso consultar antes de conquistar el imperio persa. En este lugar, aquel joven, llamado a cambiar el mundo, confirmó lo que tanto anhelaba: ser reconocido como hijo de la divinidad. Solo entonces Alejandro partió para derrotar a Darío y luego, sin aparente lógica, se lanzó hasta el fin del mundo conocido, llevando la influencia helenística hasta los actuales Pakistán, India y Afganistán. Pero además Siwa y su oráculo también desempeñaron un papel clave en una tragedia de gigantescas proporciones de la que dio cuenta el historiador Heródoto. Al parecer, un ejército persa de 50.000 hombres enviado por el rey Cambises se dirigió hacia Siwa en el año 520 a. C. con la intención de destruir el templo. Pero antes de llegar, según cuenta el historiador griego, “… brotó una borrasca de viento de mediodía que, levantando las montañas de arena, les dejó debajo, enterrados, y así desaparecieron todos”.

 

Este desierto, capaz de tragarse un ejército entero, era el elegido para adentrarnos en una travesía a pie sin retorno. El itinerario, estudiado durante varios años, era el mismo, aunque en sentido contrario, al seguido por Gerhard Rohlfs, el único que lo había logrado recorrer hasta entonces. El explorador alemán había llegado al oasis de Siwa, con sus últimas fuerzas y provisiones, en febrero de 1874 tras una peripecia que casi le cuesta la vida. Desde entonces habían pasado 130 años y nadie había vuelto a realizar esta travesía.

 

 

En el desierto no se puede cometer un error, pues probablemente sea el último

 

Aquella primera noche a la puerta del desierto recordé los tres años que había dedicado a preparar la aventura. Los nativos del Sáhara acostumbran a decir que en el desierto el azar siempre juega en tu contra, que no se puede cometer un error, pues probablemente sea el último. Y lo había tenido muy en cuenta. Cuatro amigos experimentados en otras aventuras, 7 beduinos expertos y 20 dromedarios seleccionados entre los mejores ejemplares en los oasis de Dakhla y Farafra que cargarían con el agua, equipo y comida. Eso era todo lo que necesitaba para internarnos en uno de los espacios más áridos y estériles de la Tierra. Nos encontrábamos en el último reducto vegetal a las puertas de uno de los desiertos más extremos del mundo. Théodore Monod, el gran conocedor del Sáhara, dijo que había que entrar en el desierto con la solemnidad con la que se entra en un templo. En unas horas nos pondríamos en marcha y ya no habría vuelta atrás. Estaba conmovido y preocupado. Esa excitación que precede a momentos de gran incertidumbre. Lo que nos sucede siempre, nos sucede dentro; lo que nos conmueve, nunca se nos olvida; aquello que conseguimos con esfuerzo nos hace mejores. Después de varias horas de insomnio y cavilaciones, me digo que ese es, precisamente, el sentido de estar aquí.

 

Muy temprano nos ponemos en marcha. Tardamos dos horas en ordenar las cargas y repartirlas en los dromedarios. Comenzamos a adentrarnos en un espacio salvaje de aridez extrema y ausencia de límites. Imponentes cordilleras de dunas móviles, apoyadas unas en otras semejando lomos de gigantescas ballenas, se extienden de norte a sur, en la dirección de los vientos dominantes. Todos realizaremos el trayecto caminando, pues solo llevamos el número de camellos imprescindibles para la carga. Marcamos el rumbo con la brújula y muy pronto los palmerales verdes y los lagos turquesas de Siwa no son más que manchas difuminadas a nuestras espaldas. Hemos elegido la época del otoño más cercana al invierno porque, a pesar de las pocas horas de luz, las temperaturas son las mejores para realizar un intenso esfuerzo físico.

 

Caminamos durante cinco horas siguiendo la marcha de la caravana de dromedarios. Procuramos llevar un ritmo vivo, entre cinco y seis kilómetros a la hora, a veces nada fácil en las zonas en las que nos hundimos en la arena por encima de los tobillos. En numerosas ocasiones la caravana se desperdiga a lo largo de kilómetros, pero al mediodía nos reagrupamos, nos protegemos del viento con los camellos y hacemos una parada de media hora para comer una manzana, un puñado de frutos secos y algo de jamón. Luego caminamos otras cuatro horas. Antes del atardecer nos ponemos a buscar un lugar entre las dunas para montar las tiendas. Al terminar esta labor aún quedan otras tareas: organizar las cargas; “lavarnos” con un pequeño espray pulverizador, que nos recuerda cuán preciosa es aquí el agua; cocinar la cena, escribir el diario, apuntar las coordenadas en el mapa y, por fin, tener unos minutos para uno mismo. Entonces me alejo del campamento o me subo a una duna a ver el desolador horizonte. Observando este hermoso paisaje, que tanto esfuerzo exige, me siento aplastado bajo esta soledad buscada, mientras las colinas arenosas se vuelven de un luminoso rojo anaranjado con las últimas luces del día. En ese momento, los cambios de temperatura son tan intensos como rápidos. Es la fiesta de los colores en el desierto, cuando se inunda de púrpuras, dorados, rojizos y rosados hasta que el negro de la noche abraza este océano mineral.

 

 

Al final del día es la fiesta de los colores, cuando se inunda de Púrpuras, dorados y rojizos

 

Comenzamos la jornada al amanecer, cuando todavía es de noche y la temperatura no supera los cero grados, sacudiendo las tiendas cubiertas de una ligera escarcha. Pero en cuanto el sol se enseñorea del horizonte, los dígitos del termómetro comienzan a galopar hacia arriba, llegando incluso a superar los 45 grados aunque estemos en diciembre. Gracias a la experiencia adquirida en el desierto del Taklamakán cuatro años antes, hemos calculado unos cuatro litros de agua necesarios por persona y día, y a ese cálculo nos debemos someter por más que el calor, el viento y el ritmo de la marcha requieran algunos días más líquido con el que reponernos. Los dromedarios aguantan sin beber entre los dos lugares donde encontraremos agua para rellenar los bidones y que son nuestros puntos obligados de paso. Comemos sentados en la arena y nos repartimos las tareas de cocina. El desierto impone austeridad de medios. Es la adaptación a lo mínimo, a lo esencial. Los primeros días se hacen muy duros. Tengo rozaduras en los pies y llego exhausto al final de las jornadas. Pero muy pronto este paisaje implacable nos moldea a su imagen y semejanza, haciéndonos insensibles a los propios sufrimientos. Adaptarse y comprender un desierto tan inhóspito requiere tiempo, paciencia y tenacidad; se aprende poco a poco, caminando día tras día.

 

Esta atracción por lo elemental, por los espacios desnudos, trae a la memoria el recuerdo de un gran explorador de este desierto: el conde Almásy. Este húngaro, amante de la aviación, de los coches y del Sáhara, fue el protagonista de la muy oscarizada película El paciente inglés. Durante la II Guerra Mundial, Almásy participó activamente del lado alemán, introduciendo dos espías en zona británica. Pudimos encontrar restos de esa guerra librada en el desierto por aquellos hombres que poco antes habían sido colaboradores de las mejores exploraciones del Sáhara. Se trataba de un vehículo militar perteneciente a las famosas Ratas del Desierto. Así se conocía a una unidad creada por los británicos para luchar contra las fuerzas de Rommel, el famoso Zorro del Desierto, por el control de la frontera entre Egipto y Libia.

 

Almásy estuvo realizando exploraciones al oeste de Egipto desde la década de 1920, atrapado por la fascinación de “la gran soledad” como una vez llamó al desierto que tanto amaba. Se adentró en él, ya fuera en coche o avioneta, buscando los restos sepultados del ejército de Cambises bajo la arena o en busca del enigmático Zarzura, “el oasis de los pajarillos”. Almásy, al que los beduinos llamaban Abu Ramla, “padre de las arenas”, no encontró Zarzura (o quizá si, en los restos de vegetación de lo que un día pudo serlo), ni tampoco al ejército de Cambises, pero lo que logró fue un asombroso descubrimiento: la cueva de los Nadadores. En la zona de Gilf el Kebir, pintado en las paredes de dos abrigos, se halla un mundo para siempre perdido: el Sáhara que bullía de vida. Estas hermosas pinturas han sido llamadas “la Capilla Sixtina del arte rupestre africano”, y son la prueba palpable de nuestra vulnerabilidad, la constatación de que apenas una variación de unos pocos grados nos harían desaparecer de la Tierra como ya ocurrió allí. Pero al tiempo es también un recordatorio de que, como escribió Shakespeare, “somos de la misma sustancia de los sueños”, de nuestra afición a contar historias al amparo del fuego, como también hicimos nosotros en una noche estrellada observando las pinturas de aquellos artistas prehistóricos.

 

Después de varias semanas caminando, hacemos una pausa para desviarnos en busca del misterioso vidrio verdoso de la joya del faraón. Nuestra llegada al valle del cristal de sílice coincide con una violenta tormenta que convierte las arenas en mieses rojizas mecidas por el viento. Es una visión fascinante y que, al tiempo, inspira pavor. Tenemos la fortuna de ver el desierto en estado puro. Nos tenemos que cubrir por completo porque los granos de arena actúan como perdigones y el viento nos golpea sin cesar con bocanadas de arena que se cuelan por cada rendija de la ropa, por la nariz y los ojos. Resulta increíble pensar que alguna caravana en la época de los faraones fuese capaz de llegar hasta aquí persiguiendo una piedra preciosa con la que se elaboró el enigmático adorno de Tutankamón. El cómo se formó es también cuando menos asombroso. Según algunos expertos, esta roca es fruto de la explosión de un meteorito hace 28 millones de años. El increíble calor y la presión que generó el impacto fundieron literalmente las piedras de sílice, dando lugar a una roca única en el mundo: el cristal líbico, que ahora tenemos en las manos.

 

Cuando nuestra caravana reanuda la marcha, vivimos la jornada más extraña de todas. Durante varias horas caminamos sumergidos en una densa niebla que borra cualquier punto de referencia y nos obliga a abandonarnos al sueño de una navegación con la brújula que, más que nunca, nos hace estar perdidos en un océano de arena. Durante muchos meses y decenas de veces he recorrido con el dedo “nuestra” línea sobre el mapa, pero es ahora, en esta vasta extensión desolada, cuando lo imaginado se hace realidad y los fantasmas de todos esos exploradores y amantes del desierto, Rohlfs, Almásy, Monod, se difuminan en los jirones de niebla que el viento se lleva. En casi todas las grandes aventuras he vivido sensaciones parecidas, de plenitud y agradecimiento a la vida. De felicidad, emociones y esfuerzos compartidos con buenos amigos. Además, aquí es cuando valoro las dimensiones reales del Gran Mar de Arena, lo mismo que anteriormente me ha ocurrido en grandes montañas o en otros espacios desolados. Por sí mismos son grandes, inmensos, pero solo se vuelven grandiosos cuando los medimos a escala humana.

 

El 8 de diciembre alcanzamos una gran extensión de arena salpicada de fósiles marinos bautizada como Ammonites Hills. En realidad caminamos sobre el fondo del mar. En el Sáhara, el subsuelo está a la vista, sin plantas ni agua que lo cubran, mostrándose como un libro abierto en el que puede leerse directamente. Nos detenemos para observar los esqueletos de estos moluscos que tienen la estructura de algunas de esas naves espaciales que aparecen en las películas de ciencia ficción. Poco antes de acampar nos encontramos unos restos óseos de la mandíbula de un camello desperdigados en la arena. Estamos en uno de los lugares más inaccesibles del Gran Mar de Arena, por lo que deducimos que debieron de pertenecer a alguno de los animales que Rohlfs perdió por el camino en su desesperada carrera por salir del desierto.

 

 

Durante horas caminamos sumergidos en una densa niebla, perdidos en un océano de arena

 

Cuatro días más tarde llegamos al más famoso hito de piedras del Sáhara, el que levantó Rohlfs en este lugar que bautizó como Regenfeld, “campo de lluvia” en alemán. Este curioso aventurero romántico y anticlerical se había enamorado del desierto durante su estancia en Argelia como soldado de la Legión Extranjera. Su aventura de explorar el Gran Mar de Arena se inició en el oasis de Dakhla, adonde arribó con una imponente expedición de 105 camellos y 95 personas, con la intención de llegar hasta el oasis de Kufra, hoy en territorio de Libia. Pero apenas habían recorrido 200 kilómetros cuando ocurrió lo impensable en uno de los lugares más áridos de la Tierra. Durante 55 horas estuvo lloviendo de manera torrencial, en un lugar en el que lo hace una vez cada cien años. Rohlfs aprovechó para llenar sus bidones y comprendió que, si seguía el itinerario que tenía en mente, muy probablemente morirían todos, así que optó por girar 90 grados y dirigirse al norte, al oasis de Siwa, en una carrera a la desesperada durante la que estuvieron a punto de perecer y en la que perdería varios camellos. Rohlfs dejaría una botella enterrada con una nota en la que se preguntaba cuánto tiempo pasaría hasta que alguien la recogiera. Pasaron 50 años antes de que volviese a este lugar un ser humano. Era el príncipe egipcio Kamal el Din, el mecenas de Almásy, que recogió la nota de Rohlfs y apuntó, con cierto laconismo, que este paisaje era “lúgubremente impresionante”.

 

A partir de Regenfeld el desierto se vuelve más laberíntico, como islas reductos de antiguos mares que moldearon el paisaje hace cientos de millones de años. Todo sigue siendo una incógnita aunque el final lo tengamos más cerca y ya no nos duelan los pies. Para entonces ya solo somos animales adaptados a caminar, añorando una cama, un baño, una buena cerveza y un merecido descanso. Como siempre ocurre en toda gran aventura.

 

Seis días después, el 18 de diciembre, lográbamos llegar al templo de Dar el Haggar, el mismo lugar desde donde partió la caravana de Rohlfs. El explorador alemán y sus compañeros dejaron grabados sus nombres en las columnas que ahora tenemos delante de nosotros. El tiempo es tan malo y la luz tan miserable que apenas podemos filmar una pequeña secuencia y hacer dos o tres fotos. Por fin hemos terminado y podemos dejar de caminar. Hemos logrado repetir una aventura realizada 130 años antes, atravesar el Gran Mar de Arena caminando, simplemente utilizando la única tecnología durante siglos en la zona: una buena caravana de camellos. Hemos recorrido más de 700 kilómetros y para ello he necesitado dar millón y medio de pasos en 29 días. Nos abrazamos entre nosotros y también con los beduinos que nos han regalado una de las mejores experiencias que he vivido. Apenas estamos unos minutos, pero han sido unos de los más intensos y felices.

 

Quizá la respuesta a muchas preguntas, que solo se encuentran en el impulso indómito que late en nuestro corazón y en nuestra cabeza, nos la dio Almásy, uno de los últimos exploradores románticos del siglo XX. A este hombre le debemos una de las reflexiones más bellas sobre los desiertos y que explica el impulso que me llevó a recorrer el Gran Mar de Arena: “Amo el desierto. Amo la llanura infinita que centellea en el reflejo de los espejismos, las cumbres rocosas resquebrajadas, las cadenas de dunas semejantes a olas petrificadas. Y amo la vida sencilla y dura en campamentos primitivos, tanto en las noches claras y estrelladas en medio de un frío cortante como en la punzante tormenta de arena”.