Popurrí de Revista Ñ
De interés general

Popurrí de Revista Ñ. De interés general

 

 

¿Los perros tienen alma? ¿Cuándo mueren van al cielo?

 

La jipi horrible gritaba en el Mercado de San Telmo. El vigilante le hablaba con tranquilidad, sin levantar la voz. Quizás la jipi intuía la carga de condescendencia que se escondía detrás de la calma del vigilante; quizás eso la hacía gritar más y la volvía todavía más horrible. Algunos curiosos miraban y algunos otros lamentaban no haber registrado la discusión con sus dispositivos móviles.

 

 ―¡Los perros tienen alma! ―gritaba la jipi horrible― ¡Los perros tienen alma! ¿Cómo querés que lo deje afuera? ¿No te das cuenta de que es un ser vivo?

 

 ―Me doy cuenta, sí, pero mirá, no se permite entrar al mercado con animales. Lo podés dejar atado en la puerta y…

 

―¿Atado? ¡Atado! ¡¿Cómo voy a atar un perro?!

 

 ―Es que en la entrada tenés los carteles, está prohibido entrar con…

 

―¡¿Prohibido?! ¿Qué sos, eh, la dictadura? ¿Hay “prohibiciones” en los mercados? ¿Desde cuándo, dictadura?

 

 ―Te voy a pedir que por favor retires al perro del mercado…

 

―¿“Al perro”? ¿Te parece que es una cosa, eh, dictadura? ¡Tiene alma! ¡Y puede estar donde quiere, es libre, un ser vivo libre!

 

 Así siguió durante un rato. En algún momento las afirmaciones de la jipi horrible se volvieron tan grotescas que incluso los más curiosos empezaron a replegarse con el amargo sabor de la vergüenza ajena. Su modo de acentuar el “eh” de “eh, dictadura” convertía el goce de presenciar una discusión ajena en una situación incómoda y desesperanzadora.

 

 Hay aquí varios malentendidos. Si un perro tiene alma, o no, depende de qué se entienda por alma. Existen tantas definiciones filosóficas y religiosas de “alma” que el perro de la jipi horrible podría tener alma desde cierta perspectiva pero no desde otra. En una parte de La cúpula, la novela de 2009 de Stephen King, matan al perro de Piper Libby, reverenda de la Primera Iglesia Congregacional del pueblo. La reverenda Libby no está segura de que su perro haya ido al cielo porque ni siquiera cree que haya un cielo al que ir. Decide rezar, porque no tiene nada mejor que hacer.

 

 ―Hola, Inexistencia ―dice la reverenda Libby frente al altar de su iglesia―. Vuelvo a ser yo, otra vez estoy aquí para servirme una ración de tu amor y tu misericordia. ¿Está mi perro por ahí? Sólo te lo pregunto porque lo echo mucho de menos. Si está por ahí, espero que le des el equivalente espiritual de un hueso para morder. Se merece uno.

 

 Hizo una pausa. Cayeron algunas lágrimas. Siguió.

 

 ―Seguramente no está. Casi todas las religiones mayoritarias coinciden en que los perros no van al cielo, aunque hay algunas sectas minoritarias (y el Reader’s Digest, tengo entendido) que no están de acuerdo.

 

 Luego la voz del narrador se ocupaba del pensamiento de la reverenda Libby: “Desde luego, si el cielo existía o no era una cuestión discutible, y la idea de esa existencia sin paraíso, de esa cosmología sin paraíso, era el lugar en el que lo que quedaba de su fe parecía sentirse como en casa. A lo mejor lo que había era el olvido; a lo mejor algo peor. Una vasta llanura inexplorada bajo un cielo blanco, por poner un ejemplo, un lugar donde la hora siempre era ninguna, el destino ningún lugar y nadie tu acompañante. Sólo la gran Inexistencia de siempre, en otras palabras; para policías malos, para señoras predicadoras, para niños que se mataban accidentalmente de un tiro y para pastores alemanes bobalicones que morían intentado proteger a sus amas. No había ningún Ser que separara el trigo de la paja. Rezarle a un concepto así tenía algo de histriónico (cuando no directamente blasfemo), pero de vez en cuando ayudaba”.

 

Por supuesto, la jipi horrible no parecía preparada para pensar de este modo. Para ella el perro tenía que estar en el mercado porque era un perro: un ser vivo, con nombre, identidad, alma, derechos, libertad. Prohibirle que ingresara al mercado se estrellaba contra un orden social en el que los perros van a los livings de televisión, a las entregas de premios, a los concursos de talentos y a las peluquerías. Y cuando mueren, al cielo de los perros. Ningún cartel, allí arriba, les prohíbe el ingreso. ¿Por qué en un mercado sería distinto? STOP.

 

 

Star trek: el camino al corazón de las tinieblas está sembrado de buenas intenciones

 

Nunca había notado el énfasis colonialista de la franquicia de Star trek. Quizás es tan obvio, tan evidente, está tan a la vista que pasa desapercibido entre naves espaciales y criaturas verdes. Pero una vez que se reconoció ese énfasis es imposible pasarlo por alto. Eso me sucedió apenas comenzada Star trek: Into darkness, la película de 2013 de J. J. Abrams. Ahora no puedo dejar de pensar en esa franquicia ―las series, las películas, los comics, las novelas, los dibujos animados, los juegos de rol, los videojuegos, el concepto mismo― como una réplica candorosa del mundo legado en los textos de los antropólogos de las primeras décadas del siglo XX, o acaso, como la versión naif y apologética de la pesadilla congoleña de Joseph Conrad. La recurrencia de la palabra “darkness” en Into darkness y Heart of darkness es una coincidencia, aunque también podría establecer cierta afinidad.

 

Star trek: Into darkness empieza con una escena que podría ser un remedo intergaláctico de una secuencia inicial de una película de Indiana Jones: el capitán Kirk y el doctor McCoy corren por una selva de un planeta extraño mientras son perseguidos por una tribu de indígenas extraterrestres que les arrojan lanzas. Les robaron algún objeto sagrado; pronto sabremos que el objetivo es distraerlos mientras el Sr. Spock se escabulle en un volcán a punto de hacer erupción para detonar un dispositivo que permite congelar la lava y así salvar al pueblo indio extraterrestre de la extinción. Algo sale mal, Spock queda atrapado en el volcán y Kirk va al rescate con la nave Enterprise. La directiva es que los exploradores ―recordemos que se trata de embajadores con la “continua misión de explorar extraños, nuevos mundos, y de buscar nuevas formas de vida y nuevas civilizaciones, viajando audazmente a donde nadie ha llegado antes”― no pueden interferir en la vida de los nativos. Es lo que le reprochan a Kirk y por ello pierde la capitanía de su nave, al menos durante unos minutos de metraje: interactuó con los nativos, permitió que unos extraterrestres primitivos que todavía no inventaron la rueda vieran una enorme nave espacial. Obviamente se sugiere que los indios empezarán a adorar a la Enterprise como a un dios, una manifestación sagrada, un poder superior.

 

En el universo de Star trek tiene lugar un drama que podría encajar como pieza del colonialismo occidental del siglo XX. Es un mundo en el que las sociedades ocupan diferentes estadios en una línea de progresión escalonada, en que la historia marcha en una sola dirección: hacia adelante. Entre los primitivos y los civilizados, entre aquellos que todavía no inventaron la rueda y aquellos que manejan naves espaciales, hay una distancia no tanto insalvable sino todavía por salvarse. El eco de las jerarquías evolucionistas del siglo XIX se mezcla con el particularismo historicista del siglo XX: esas sociedades primitivas que todavía no inventaron la rueda también merecen respeto, y de algún modo, seguir su propia historia, ser entendidas según sus propios parámetros, sus propias especificidades. Si siguen su propia historia, ya llegará el momento en que construirán sus propias naves espaciales. La mirada se mueve entre la condescendencia y la pedagogía; al no intervenir en la historia de esas sociedades extraterrestres primitivas, se acepta un universo de culturas estancas, separadas las unas de las otras; y que estas culturas estén en diferentes planetas, enfatiza la idea de la separación. El relativismo es puro voluntarismo, y después, puro paternalismo.

 

 Y sin embargo, los exploradores deciden qué es lo mejor para ese pueblo indio extraterrestre e intervienen con sus naves y su tecnología. Es una puesta al día de Tristes trópicos de Claude Levi-Strauss: no se puede “explorar extraños, nuevos mundos” sin ensuciarlos con la mugre, “nuestra mugre, que hemos arrojado al rostro de la humanidad”. En este caso, al rostro de las formas de vida de ésta y otras galaxias.

 

 En el drama de Star trek hay un “humanocentrismo” rampante. La nave del capitán Kirk debe explorar esos mundos en nombre de ese centro: la civilización, el corazón del imperio. El resto son buenos salvajes, como esos extraterrestres primitivos que corren por la selva en busca del objeto sagrado que les han robado; o son bárbaros, como los klingon. Los exploradores viajan, investigan, pelean y matan en nombre de La Federación. Buscan extender sus dominios, convertir el desierto espacial en un territorio narrable, aprender pero también educar, civilizar: lo que los estados nacionales debieron hacer tierra adentro, y también, lo que los imperios debieron hacer tierra afuera para implantar y mantener sus colonias. Nadie duda de las buenas intenciones de Kirk, Spock y la tripulación, al igual que pocos dudarían de las buenas intenciones de Bronislaw Malinowski, Margaret Mead o Lévi-Strauss; sin embargo, el camino al corazón de las tinieblas está sembrado de buenas intenciones. STOP

 

 

Otro hito del indignante proceso de entumecimiento de nuestra vida cultural

 

Hace una década, en 2003, Stephen King recibió el National Book Award honorario en reconocimiento a su carrera. El National Book Award es uno de los más prestigiosos premios literarios de Estados Unidos. En 2002 la medalla honoraria la había recibido Philip Roth; en 2001, Arthur Miller; en 2000, Ray Bradbury; al año siguiente, en 2004, Norman Mailer. Pero cuando la recibió King, el influyente crítico literario Harold Bloom empezó a echar espuma por la boca; escribió, entre otras cosas:

 

 La decisión de otorgar a Stephen King el premio anual de la Fundación Nacional del Libro por su “contribución distinguida a la literatura norteamericana” es otro hito del indignante proceso de entumecimiento de nuestra vida cultural. En el pasado describí a King como un escritor de novelas baratas, pero tal vez eso sea demasiado amable. No tiene nada en común con Edgar Allan Poe. Es un escritor terriblemente malo, cosa que puede comprobarse frase a frase, libro a libro.

 

 La industria editorial cayó muy bajo al conceder a King un premio que anteriormente había otorgado a los novelistas Saul Bellow y Philip Roth y al dramaturgo Arthur Miller. Al hacerlo, lo único que se reconoce es el valor comercial de sus libros, que se venden por millones pero no hacen nada por la humanidad excepto mantener a flote el mundo editorial. Si ese va a ser el criterio en el futuro, entonces tal vez el año próximo el comité dé el premio a Danielle Steel, y seguramente el Nobel de literatura sea para J. K. Rowling.

 

 Esto forma parte de un fenómeno sobre el que escribí hace un par de años, cuando me pidieron mi opinión sobre Rowling. Compré y leí Harry Potter y la piedra filosofal. Fue un proceso muy doloroso. La escritura era espantosa; el libro era horrible. A medida que leía, advertía que cada vez que un personaje salía a caminar, la autora escribía que el personaje “estiraba las piernas”. Empecé a hacer una marca cada vez que esa frase se repetía. Sólo me detuve cuando ya había hecho varias decenas de marcas. No lo podía creer. Rowling tiene la mente tan llena de clichés y metáforas muertas, que no sabe escribir de otra forma.

 

Esta línea ha sido transitada hasta el hartazgo. No tanto la tradición de las grescas literarias (¿no es genial enterarse de que Lord Byron casi se batió a duelo con Tom Moore?), pues Bloom no considera que King (ni Rowling) esté a su altura, esto es, a la altura de la literatura tal como él la entiende, la define y la pregona; más bien, lo archisabido es la presteza anticipatoria de Pierre Bourdieu cuando afirmaba que el éxito popular supone la devaluación y la descalificación del productor cultural. La conexión que Bloom trazaba entre King, cuyos libros “se venden por millones pero no hacen nada por la humanidad”, y J. K. Rowling, quien “tiene la mente tan llena de clichés y metáforas muertas que no sabe escribir de otra forma”, era otro ejemplo de “la persistencia difusa de una concepción aristocrática de la cultura” de la que ya había hablado Carlo Ginzburg años antes. Bloom, el viejo crítico aristócrata, se arrancaba los cabellos por la rabia.

 

 Durante la entrega del premio, King habló durante veinticinco minutos. Luego la conferencia se publicó en audio y video. En un tramo dijo que no tenía paciencia “para aquellos que dicen con orgullo que jamás han leído nada de John Grisham, Tom Clancy, Mary Higgins Clark o cualquier otro escritor popular. ¿Qué piensan? ¿Obtener prestigio académico por estar deliberadamente alejados de su propia cultura?”. La conferencia se publicó bajo el título de Construyendo puentes, pues King insistía en que “debería construirse un puente entre la llamada ficción popular y la ficción literaria”. Al reclamar este puente, King reafirmaba aquello que Bloom ni siquiera cuestionaba: que existe una cultura alta y una cultura baja.

 

 Semanas atrás, el crítico Greil Marcus dio una charla en la Escuela de Artes Visuales de Nueva York. Dijo: “Siempre he pensado que las divisiones entre arte elevado y arte bajo, entre alta cultura, que en realidad debería llamarse ‘cultura santificada’, y lo que a veces se llama cultura popular, pero que en realidad debería ser llamada ‘cultura cotidiana’ ―la cultura de la vida diaria de cualquiera, la música que escucho, las películas que ves, las publicidades que nos enfurecen y que a veces encontramos tan emocionantes, tan movilizadoras―, siempre he pensado que esas divisiones son falsas. Y a consecuencia de intentar argumentarlo a lo largo de los años, también empecé a creer que estas divisiones son permanentes; pueden ser negadas, pero nunca van a desaparecer”.

 

La rabieta de Bloom, el deseo de trazar pasaderas de King, eran pruebas de la afirmación de Marcus: la división entre la cultura santificada y la cultura cotidiana puede ser negada, incluso con un puente, pero no desaparecerá. STOP