Francisco de Goya 2
BiografĂ­a

FRANCISCO DE GOYA 2. DE INTERÉS GENERAL

 

SEGUNDA Y ÚLTIMA ENTREGA

 

 

Escena de canibalismo o Caníbales contemplando restos humanos, 1800-180825 (Museo de Bellas Artes de Besançon).

 

En relación a estos temas se podrían situar varias escenas de violencia extrema que en la exposición organizada por el Museo del Prado en 1993-1994 titulada «Goya, el capricho y la invención», fueron datadas entre 1798 y 1800, si bien Glendinning26 y Boza se inclinan por retrasar las fechas hasta un periodo comprendido entre 1800 y 1814, como por demás tradicionalmente se venía haciendo, por motivos estilísticos —técnica de pincelada más abocetada, menor iluminación de los rostros y atención a destacar las figuras alumbrando las siluetas—, y temáticos —su relación con los Desastres de la guerra fundamentalmente—.

 

Se trata de escenas en las que presenciamos violaciones, asesinatos a sangre fría y a bocajarro o escenas de canibalismo: Bandidos fusilando a sus prisioneras (o Asalto de bandidos I), Bandido desnudando a una mujer (Asalto de bandidos II), Bandido asesinando a una mujer (Asalto de bandidos III), Caníbales preparando a sus víctimas y Caníbales contemplando restos humanos.

 

En todos ellos aparecen horribles crímenes perpetrados en cuevas oscuras, que en muchos casos contrastan con la luz cegadora de la boca de luz blanca radiante, que podría simbolizar el anhelado espacio de la libertad.

 

El paisaje es inhóspito, desértico. Los interiores indefinidos no se sabe si son salas de hospicios o manicomios, sótanos o cuevas, y tampoco está clara la anécdota —enfermedades contagiosas, latrocinios, asesinatos o estupros a mujeres, sin que se sepa si son consecuencias de una guerra— o la naturaleza de los personajes. Lo cierto es que viven marginados de la sociedad o que están indefensos ante las vejaciones. No hay consuelo para ellos, como sí ocurría en las novelas y grabados de la época.

 

Los desastres de la guerra (1808–1814) []

 

 

 

Los desastres de la guerra,

«¿Qué hay que hacer más?».

 

El periodo que media entre 1808 y 1814 está presidido por acontecimientos turbulentos para la historia de España, pues a partir del motín de Aranjuez Carlos IV se ve obligado a abdicar y Godoy a abandonar el poder. Tras el levantamiento del dos de mayo dará comienzo la llamada Guerra de la Independencia.

Goya, pintor de la corte, no perdió nunca su cargo, pero no por ello dejó de tener preocupaciones a causa de sus relaciones con los ilustrados afrancesados. Sin embargo, su adscripción política no puede ser aclarada con los datos de que se disponen hasta ahora. Al parecer no se significó por sus ideas, al menos públicamente, y si bien muchos de sus amigos tomaron decidido partido por el monarca francés, no es menos cierto que tras la vuelta de Fernando VII continuó pintando numerosos retratos reales.

 

Su aportación más decisiva en el terreno de las ideas es la denuncia que realiza en Los desastres de la guerra de las terribles consecuencias sociales de todo enfrentamiento armado y de los horrores sufridos en toda guerra de cualquier época y lugar por los ciudadanos, independientemente del resultado y del bando en el que se produzcan.

Es también el tiempo de la aparición de la primera Constitución española y, por tanto, del primer gobierno liberal, que acabó por traer consigo el fin de la Inquisición y de las estructuras del Antiguo Régimen.

 

Poco se sabe de la vida personal de Goya durante estos años. 1812 es el año de la muerte de su esposa, Josefa Bayeu. Tras enviudar, Goya entabló relación con Leocadia Weiss, separada de su marido —Isidoro Weiss— en 1811, con la que convivió hasta su muerte, y de la que pudo tener descendencia en Rosario Weiss, aunque la paternidad de Goya no ha sido dilucidada.

 

 

Retrato ecuestre de Palafox (Museo del Prado).

 

El otro dato seguro que se ha transmitido de Goya es su viaje a Zaragoza en octubre de 1808, tras el primer Sitio de Zaragoza, a requerimiento de José Palafox y Melci, general del contingente armado que resistió el asedio francés. La derrota en la Batalla de Tudela de las tropas españolas a fines de noviembre de 1808 llevó a Goya a marchar a Fuendetodos y más tarde a Renales (Guadalajara), para pasar el fin de ese año y los primeros meses de 1809 en Piedrahíta (Ávila). Es allí (o en sus cercanías) donde con probabilidad pintó el retrato de Juan Martín, el Empecinado, que se hallaba en Alcántara (Cáceres). En mayo de ese año Goya regresa a Madrid, tras el decreto de José Bonaparte por el que se instaba a los funcionarios de la corte a volver a sus puestos so pena de perderlos. José Camón Aznar señala que la arquitectura y paisajes de algunas de las estampas de los Desastres de la guerra remiten a sucesos que contempló en Zaragoza y otras zonas de Aragón en dicho viaje.

 

La situación de Goya tras la Restauración absolutista era delicada. Había pintado retratos de generales y políticos franceses revolucionarios, y también del rey José I. Pese a que podía aducir que el Bonaparte había ordenado que todos los funcionarios reales se pusieran a su disposición, a partir de 1814, para congraciarse con el régimen fernandino, pintará cuadros que deben considerarse patrióticos, como el citado Retrato ecuestre del general Palafox (1814, Madrid, Prado), cuyos apuntes pudo tomar en mencionado viaje que le llevó a la capital aragonesa, o los retratos del propio Fernando VII. Aunque este periodo no fue tan prolífico como el de la última década del siglo XVIII, su producción no dejó de ser abundante tanto en pinturas como en dibujos y estampas, cuya serie central en estos años fue la de Los desastres de la guerra, aunque se publicaría mucho más tarde. De 1814 datan también sus obras más ambiciosas acerca de los sucesos que desencadenaron la guerra: El dos y El tres de mayo de 1808 o La carga de los mamelucos y Los fusilamientos del tres de mayo, nombres con los que respectivamente son también conocidos.

Pinturas de costumbres y alegorías []

 

 

Alegoría de la villa de Madrid (Museo Municipal de Madrid).

 

El programa de Godoy para la primera década del siglo XIX no dejó de ser reformista e ilustrado, como muestran cuatro tondos encargados a Goya como representación alegórica del progreso (Alegoría de la Industria, Alegoría de la Agricultura, Alegoría del Comercio y el desaparecido Alegoría de la Ciencia, 1804-1806) y que decoraban una sala de espera de la residencia del primer ministro. El primero de ellos es un ejemplo del atraso en la concepción de la producción industrial que se tenía aún en España. Más que a la clase obrera, remite a Las Hilanderas de Velázquez y las dos ruecas que aparecen evocan un modelo de producción artesanal. Para este palacio pudo también pintar otras dos alegorías: La Poesía y La Verdad, el Tiempo y la Historia, que aluden a la idea ilustrada de la puesta en valor de la cultura escrita como fuente de todo progreso.

 

La Alegoría de la villa de Madrid (1810) es un ejemplo de las transformaciones que sufrieron las obras de este género al albur de los sucesivos cambios políticos de este periodo. En principio aparecía en el óvalo de la derecha el retrato de José I Bonaparte, y en la composición la figura femenina que representa a Madrid no aparece claramente subordinada al rey, que está algo más al fondo. Ello reflejaría el orden constitucional, en que el pueblo, la villa, rinde al monarca fidelidad —simbolizada por el perro que a sus pies apunta hacia el rey— pero no se subordina a él.

 

En 1812, con la primera huida de los franceses de Madrid ante el avance del ejército inglés, el óvalo quedó cubierto por la palabra «Constitución», alusiva a la de 1812, pero el regreso de José Bonaparte en noviembre obligó de nuevo a pintar su retrato. Su marcha definitiva devolvió el lema constitución a la obra y en 1823, con el fin del Trienio Liberal, Vicente López pintó el retrato del rey Fernando VII. En 1843, finalmente, se vuelve a hacer desaparecer para sustituirlo por el lema «El libro de la Constitución» y posteriormente por el que se contempla actualmente de «Dos de mayo».

 

 

El afilador, 1808-1812 (Museo de Bellas Artes de Budapest).

 

Dos cuadros de raigambre costumbrista, que se conservan en el Museo de Bellas Artes de Budapest, representan al pueblo trabajador. Son La aguadora y El afilador, y se pueden datar entre 1808 y 1812. Si bien se consideraron en un principio tipos de los que aparecían en estampas o en tapices, y se fecharon hacia 1790, más tarde se resaltó la vinculación con las actividades de la retaguardia durante la guerra, unos anónimos patriotas que afilan cuchillos y ofrecen apoyo logístico.

 

Sin llevar al extremo esta última interpretación —no hay en estas obras ninguna referencia bélica y estuvieron catalogados aparte de la serie que se calificó de «Horrores de la guerra» en el inventario realizado tras el fallecimiento de su mujer Josefa Bayeu—, destacan por el ennoblecimiento con que aparece representada la clase trabajadora. La aguadora se contempla desde un punto de vista bajo que contribuye a enaltecer su figura, con una monumentalidad que remite a la iconografía clásica, ahora aplicada a los oficios humildes.

 

Relacionada con estas obras está La fragua (colección Frick, Nueva York, 1812 - 1816), pintado en gran medida con espátula. La técnica abunda asimismo en rápidas pinceladas, la iluminación acusa un contrastado claroscuro y el movimiento se hace efectivo con un gran dinamismo. Los tres hombres podrían representar a las tres edades —jóvenes, maduros y ancianos— trabajando al unísono en defensa de la nación durante la Guerra de la Independencia.

 

 

Fray Pedro de Zaldivia y el bandido Maragato, serie de seis cuadros que narran visualmente la historia de la detención de un conocido malhechor de principios del siglo XIX (Instituto de Arte de Chicago).

 

En la línea de esta pintura hecha al parecer para sí, cuadros de gabinete con los que satisfacía sus inquietudes personales, están varios cuadros de temas literarios, como el Lazarillo de Tormes; de costumbres, como Maja y celestina al balcón y Majas en el balcón y decididamente satíricos como Las viejas —una alegoría acerca de la hipocresía en la vejez— o Las jóvenes, conocido también como Lectura de una carta. En ellos la técnica es la ya acabada en Goya, de toque suelto y trazo firme, y el significado incluye desde la presentación del mundo de la marginación hasta la sátira social, como sucede en Las viejas. En estos dos últimos cuadros aparece el gusto entonces reciente por un nuevo verismo naturalista en la línea de Murillo, que se alejaba definitivamente de las prescripciones idealistas de Mengs. Se sabe que en un viaje que los reyes hacen a Andalucía en 1796 adquieren para las colecciones reales un óleo del sevillano, El piojoso, donde un pícaro se espulga.

 

Las viejas es una alegoría del Tiempo, personaje que se figura como un anciano a punto de descargar un cómico escobazo sobre una mujer muy avejentada que se mira a un espejo que le muestra una criada muy caricaturizada de rostro cadavérico. En el reverso del espejo se lee la frase «¿Qué tal?», que funciona como bocadillo de una historieta actual. En Las jóvenes, que se vendió como pareja de este, el énfasis radica en las desigualdades sociales. No solo de la protagonista, atenta solo a sus amores, con respecto a su criada, cuya tarea es protegerla del sol con una sombrilla, sino que el fondo se puebla de lavanderas que trabajan a la intemperie arrodilladas. Ciertas láminas del Álbum E —«Útiles trabajos» donde aparecen las lavanderas o «Esta pobre aprovecha el tiempo», en el que una mujer de humilde condición social encierra el ganado al tiempo que hila— se relacionan con la observación de costumbres y la atención a las ideas de reforma social propias de estos años. Hacia 1807 pinta, como se dijo, una serie de seis cuadros de carácter costumbrista que narra una historia al modo de las viñetas de las aleluyas: Fray Pedro de Zaldivia y el bandido Maragato.

 

 

El coloso, 1808-1812.

 

En El coloso, cuadro atribuido a Goya hasta junio de 2008, en que el Museo del Prado emitió un informe en el que afirmaba que el cuadro era obra de su discípulo Asensio Juliá —si bien concluyó determinando, en enero de 2009, que su autoría pertenece a un discípulo de Goya indeterminado, sin poder dilucidar que se tratase de Juliá—, un gigante se yergue tras unos montes, en una alegoría ya decididamente romántica. En el valle una multitud huye en desorden. La obra ha dado lugar a diversas interpretaciones. Nigel Glendinning afirma que el cuadro está basado en un poema patriótico de Juan Bautista Arriaza llamado «Profecía del Pirineo».

 

En él se presenta al pueblo español como un gigante surgido de los Pirineos para oponerse a la invasión napoleónica. El motivo fue habitual en la poesía patriótica de la Guerra de la Independencia, por ejemplo en la poesía patriótica de Quintana «A España, después de la revolución de marzo», en la que sombras enormes de héroes españoles, entre las que se encuentran Fernando III, el Gran Capitán y el Cid animan a la resistencia.

 

Su voluntad de luchar sin armas, con los brazos, como expresa el propio Arriaza en su poema Recuerdos del Dos de Mayo (op. cit. págs. 61-67): «De tanto joven que sin armas, fiero / entre las filas se le arroja audaz» (pág. 63, IV) incide en el carácter popular de la resistencia, en contraste con el terror del resto de la población, que huyen despavoridos en múltiples direcciones, originando una composición orgánica típica del Romanticismo, en función de los movimientos y direcciones procedentes de las figuras del interior del cuadro, en lugar de la mecánica, propia del

 

Neoclasicismo, impuesta por ejes de rectas formadas por los volúmenes y debidas a la voluntad racional del pintor. Las líneas de fuerza se disparan para desintegrar la unidad en múltiples recorridos hacia los márgenes.

 

El tratamiento de la luz, que podría ser de ocaso, rodea y resalta las nubes que circundan la cintura del coloso, como describe el poema de Arriaza «Cercaban su cintura / celajes de occidente enrojecidos» (Juan Bautista Arriaza, «Profecía del Pirineo».). Esa iluminación sesgada, interrumpida por las moles montañosas, aumenta la sensación de falta de equilibrio y desorden.

 

Bodegones []

 

 

Bodegón con costillas y cabeza de cordero.

 

Entre los bienes relacionados en el inventario de 1812 a la muerte de su mujer Josefa Bayeu, se citan doce bodegones. De ellos destacan el Bodegón con costillas, lomo y cabeza de cordero (París, Museo del Louvre), el Bodegón con pavo muerto (Madrid, Prado) y Pavo pelado y sartén (Múnich, Alte Pinakothek). Todos ellos se suelen datar a partir de 1808 por razones de estilo y porque durante la guerra la producción de encargo de Goya se vio reducida, lo que pudo dejar tiempo al pintor para explorar géneros que aún no había trabajado.

 

Estas naturalezas muertas se desvinculan de la tradición española emprendida por Juan Sánchez Cotán y Juan van der Hammen y León, cuyo máximo representante en el siglo XVIII fue Luis Meléndez. Todos ellos habían presentado un bodegón trascendente, que mostraba la esencia de los objetos no tocados por el tiempo, tal como serían en un estado ideal. Goya dedica su atención, en cambio, a dar cuenta del paso del tiempo, de la degradación y de la muerte. Sus pavos se muestran inertes, los ojos de la cabeza de cordero están vidriados, la carne no está ya en su máximo grado de frescura. Lo que interesa a Goya es dibujar la huella del tiempo en la naturaleza y en lugar de aislar los objetos y representarlos en su inmanencia, lo que se aprecia es el accidente, el paso de las circunstancias por los objetos, alejados tanto del misticismo como de la simbología de las vanitas de Antonio de Pereda o Juan de Valdés Leal.

 

Retratos oficiales, políticos y burgueses []

 

Con motivo de la boda de su único hijo vivo, Javier Goya, con Gumersinda Goicoechea y Galarza en 1805, Goya pintó seis retratos en miniatura de los miembros de la familia de su nuera. Fruto de esta unión nacería un año más tarde el nieto del artista, Mariano Goya. La imagen burguesa que ofrecen estos retratos familiares muestra los cambios que la sociedad española había experimentado desde los cuadros de sus primeros años a estos de mediados de la primera década del siglo XIX. Se conserva también un retrato a lápiz de doña Josefa Bayeu dibujada de perfil del mismo año, muy preciso en los rasgos que definen su personalidad. En él se resaltan el verismo y reciedumbre de su fisonomía y se adelantan las características de los álbumes posteriores de Burdeos.

 

 

El Empecinado, 1809 (Colección particular).

 

Durante la guerra la actividad de Goya disminuyó, pero siguió pintando retratos de la nobleza, amigos, militares e intelectuales significados. El viaje a Zaragoza de 1808 pudo originar el retrato de Juan Martín, el Empecinado (1809) y el ecuestre de José de Rebolledo Palafox y Melci, que concluiría en 1814. También estaría en el origen de las estampas de los Desastres de la guerra.

 

Su pincel retrató militares tanto franceses —Retrato del general Nicolas Philippe Guye, 1810, Richmond, Museo de Bellas Artes de Virginia— como ingleses —Busto de Arthur Wellesley, l duque de Wellington, National Gallery de Londres- y españoles, como el de El Empecinado, muy dignificado y vestido con uniforme de capitán de caballería.

 

Se ocupó también de amigos intelectuales, como Juan Antonio Llorente (h. 1810 - 1812, Sao Paulo, Museo de Arte), que publicó una Historia crítica de la Inquisición española en París en 1818 por encargo de José I Bonaparte, quien le condecoró con la Real Orden de España —recién creada por este monarca— con la que aparece retratado en el óleo de Goya. O Manuel Silvela, autor de una Biblioteca selecta de Literatura española y un Compendio de Historia Antigua hasta los tiempos de Augusto, afrancesado, amigo de Goya y de Moratín y exiliado en Francia a partir de 1813. En su retrato, efectuado entre 1809 y 1812, aparece pintado con gran austeridad en el vestir sobre un fondo negro. La luz incide sobre su indumentaria y la sola actitud del personaje basta para mostrar su confianza, seguridad y dotes personales, sin necesidad de recurrir a ornato simbólico alguno. El retrato moderno ya se ha afianzado.

 

Tras la restauración de 1814 Goya pintó varios retratos del «deseado» Fernando VII —Goya seguía siendo Primer Pintor de Cámara—, como el Retrato ecuestre de Fernando VII que se encuentra en la Academia de San Fernando y varios otros de cuerpo entero, como el que pintó para el Ayuntamiento de Santander. En este el rey se sitúa bajo la figura que simboliza a España, jerárquicamente colocada por encima del rey. Al fondo, un león quiebra las cadenas, con lo que Goya parece dar a entender que la soberanía pertenece a la nación.

 

Imágenes de la guerrilla []

 

 

Fabricación de la pólvora en la Sierra de Tardienta (Patrimonio Nacional, Palacio de la Zarzuela).

 

Fabricación de pólvora y Fabricación de balas en la Sierra de Tardienta (ambas de entre 1810 y 1814, Madrid, Palacio Real) aluden, según rezan sus epígrafes al dorso, a la actividad del zapatero José Mallén, de Almudévar, quien entre 1810 y 1813 organizó una partida guerrillera que actuaba unos cincuenta kilómetros al norte de Zaragoza.

 

Las pinturas, de pequeño formato, pretenden reflejar una de las actividades más influyentes en el desarrollo de los acontecimientos bélicos. La resistencia civil al invasor fue un esfuerzo colectivo, y este protagonismo en igualdad de todo el pueblo es lo que destaca la composición de estos cuadros. Hombres y mujeres se afanan, emboscados entre frondosos árboles que filtran el azul del cielo, en la fabricación de munición para la guerra. El paisaje, ya más romántico que rococó, se caracteriza por la presencia de maleza, de agrestes roquedos y árboles retorcidos.

 

Estampas: Los desastres de la guerra []

 

Artículo principal: Los desastres de la guerra.

 

Los desastres de la guerra fue una serie de 82 grabados realizada entre los años 1810 y 1815 en la que se daba cuenta de toda clase de desgracias vinculadas a la Guerra de la Independencia.

 

 

«Estragos de la guerra».

 

Entre octubre de 1808 y 1810 Goya dibujó bocetos preparatorios (conservados en el Museo del Prado) y, a partir de estos y sin introducir modificaciones de importancia, comenzó a grabar las planchas entre 1810 (año que aparece en varias de ellas) y 1815. En vida del autor sólo se imprimieron dos juegos completos de los grabados, uno de ellos regalado a su amigo y crítico de arte Ceán Bermúdez, pero permanecieron inéditos. La primera edición llegó en 1863, publicada por iniciativa de la Real Academia de Bellas Artes de San Fernando.

 

La técnica utilizada es el aguafuerte, con alguna aportación de punta seca y aguada. Apenas usa Goya el aguatinta, que era la técnica mayoritariamente empleada en los Caprichos, debido probablemente también a la precariedad de medios materiales con que toda la serie de los Desastres, que fue ejecutada en tiempos de guerra.

 

Un ejemplo del atrevimiento compositivo y formal a que Goya llega en sus grabados lo puede proporcionar la estampa nº 30, titulada «Estragos de la guerra», que ha sido vista como un precedente del Guernica por el caos compositivo, la mutilación de los cuerpos, la fragmentación de objetos y enseres situados en cualquier lugar del grabado, la mano cortada de uno de los cadáveres, la desmembración de sus cuerpos y la figura del niño muerto con la cabeza invertida, que recuerda al que aparece sostenido por su madre a la izquierda de la obra capital del malagueño.

 

La estampa refleja el bombardeo de población civil urbana, posiblemente dentro de su vivienda y remite con toda probabilidad a los obuses con que la artillería francesa minaba la resistencia española en los Sitios de Zaragoza.

 

El dos y el tres de mayo de 1808 []

 

Finalizada la guerra, Goya aborda en 1814 la ejecución de dos grandes cuadros de historia que suponen su interpretación de los sucesos ocurridos los días dos y tres de mayo de 1808 en Madrid.

 

De su intención da cuenta el escrito dirigido al gobierno en el que señala su intención de

... perpetuar por medio del pincel las más notables y heroicas acciones o escenas de nuestra gloriosa insurrección contra el tirano de Europa.

 

 

El dos de mayo de 1808, 1814.

 

Las obras de gran formato La carga de los mamelucos y Los fusilamientos de la montaña de Príncipe Pío, establecen, sin embargo, apreciables diferencias con respecto a lo que era habitual en los grandes cuadros de este género. Renuncia en ellos a que el protagonista sea un héroe: podía elegir, por ejemplo, para la insurrección madrileña, a presentar como líderes a Daoíz y Velarde, en paralelo con los cuadros de estilo neoclásico de David que ensalzaban a Napoleón, y cuyo prototipo fue Napoleón cruzando los Alpes, de 1801. En Goya el protagonista es el colectivo anónimo de gentes que han llegado al extremo de la violencia más brutal. En este sentido también se distingue de las estampas contemporáneas que ilustraban el Levantamiento del dos de mayo, las más conocidas de las cuales fueron las de Tomás López Enguídanos, publicadas en 1813, reproducidas en nuevas ediciones por José Ribelles y Alejandro Blanco un año después. Pero hubo otras de Zacarías Velázquez o Juan Carrafa entre otros. Estas reproducciones, popularizadas a modo de aleluyas, habían pasado al acervo del imaginario colectivo cuando Goya se enfrenta a estas escenas, y lo hace de un modo original.

 

Así, en La carga de los mamelucos, Goya atenúa la referencia noticiosa de tiempo y lugar —en las estampas el diseño de los edificios de la Puerta del Sol, lugar del enfrentamiento, es plenamente reconocible— y reduce la localización a unas vagas referencias arquitectónicas urbanas. Con ello gana en universalidad y se centra la atención en la violencia del motivo: una muchedumbre sangrienta e informe, sin hacer distinción de bandos ni dar relevancia al resultado final.

 

Por otro lado, la escala de las figuras aumenta con respecto a las estampas, con el mismo objeto de centrar el tema de la sinrazón de la violencia y disminuir la distancia del espectador, que se ve involucrado en el suceso casi como un viandante sorprendido por el estallido de la refriega.

 

 

El tres de mayo de 1808, 1814.

 

La composición es un ejemplo definitivo de lo que se llamó composición orgánica, propia del romanticismo, en la que las líneas de fuerza vienen dadas por el movimiento de las figuras y por las necesidades del motivo, y no por una figura geométrica impuesta a priori por la preceptiva. En este caso el movimiento lleva de la izquierda a la derecha, hay personas y caballos cortados por los límites del cuadro, como si fuera una instantánea fotográfica.

 

Tanto el cromatismo como el dinamismo y la composición son un precedente de obras características de la pintura romántica francesa, uno de cuyos mejores ejemplos, de estética paralela al Dos de mayo de Goya, es La muerte de Sardanápalo de Delacroix.

Habitualmente, en los Fusilamientos del 3 de mayo se ha señalado el contraste entre el grupo de detenidos prontos a ser ejecutados, personalizados e iluminados por el gran farol, con un protagonista destacado que alza en cruz los brazos y viste de radiante blanco y amarillo, e iconográficamente remite a Cristo —se aprecian estigmas en sus manos—; y el pelotón de fusilamiento anónimo, convertido en una deshumanizada máquina de guerra ejecutora donde los individuos no existen.

 

La noche, el dramatismo sin ambages, la realidad de la masacre, están situados también en una escala grandiosa. Además el muerto en escorzo en primer término, que repite los brazos en cruz del protagonista, dibuja una línea compositiva que comunica hacia el exterior del cuadro con el espectador, que de nuevo se siente implicado en la escena. La noche cerrada, herencia de la estética de lo Sublime Terrible, da el tono lúgubre al suceso, en el que no hay héroes, solo víctimas: unos de la represión y otros de la formación soldadesca.

 

En los Fusilamientos no se produce el distanciamiento, el énfasis en el valor del honor, ni se enmarca en una interpretación histórica que aleje al espectador de lo que ve: la brutal injusticia de la muerte de unos hombres a manos de otros.

Se trata de uno de los cuadros más valorados e influyentes de toda la obra de Goya, y refleja como ninguno el punto de vista moderno hacia el entendimiento de lo que supone todo enfrentamiento armado.

 

La Restauración (1815–1819) []

 

El periodo de la Restauración absolutista de Fernando VII supone la persecución de liberales y afrancesados, entre los que Goya tenía sus principales amistades. Juan Meléndez Valdés o Leandro Fernández de Moratín se ven obligados a exiliarse en Francia ante la represión. El propio Goya se encuentra en una difícil situación, por haber servido a José I, por el círculo de ilustrados entre los que se movía y por el proceso que la Inquisición inició contra él en marzo de 1815 a cuenta de La maja desnuda, que consideraba «obscena», del que el pintor se vio finalmente absuelto.

 

Este panorama político llevó a Goya a reducir los encargos oficiales a las pinturas patrióticas acerca del «Levantamiento del dos de mayo» y a realizar retratos de Fernando VII. Uno con manto real y otro del «Deseado» en campaña, ambos de 1814 y conservados en el Prado, se suman al antedicho encargado por el ayuntamiento de Santander.

 

Es muy probable que a la vuelta del régimen absolutista Goya hubiera consumido gran parte de sus haberes, sufriendo la carestía y penurias de la guerra. Así lo expresa en intercambios epistolares de esta época. Sin embargo, tras estos retratos reales y otras obras pagadas por la Iglesia realizados en estos años —destacando el gran lienzo de las Santas Justa y Rufina (1817) para la Catedral de Sevilla—, en 1819 está en disposición de comprar la nueva finca de la Quinta del Sordo e incluso reformarla añadiendo una noria, viñedos y una empalizada.

 

 

La Junta de Filipinas, h. 1815 (Museo Goya en Castres).

 

El otro gran cuadro oficial —más de cuatro metros de anchura— es el de La Junta de Filipinas (Museo Goya, en Castres, Francia), encargado hacia 1815 por José Luis Munárriz, director de dicha institución y a quien Goya retrató en estas mismas fechas.

 

Sin embargo no se redujo la actividad privada del pintor y grabador. Continúa en esta época realizando cuadros de pequeño formato de capricho que abordan sus obsesiones habituales. Los cuadros dan una vuelta de tuerca más en el alejamiento de las convenciones pictóricas anteriores. Corrida de toros, Procesión de disciplinantes, Auto de fe de la Inquisición, Casa de locos. Destaca entre ellos El entierro de la sardina que trata el tema del carnaval.

 

 

La serie procede de la colección adquirida en fecha desconocida por el Corregidor de la Villa de Madrid en la época del gobierno de José Bonaparte, el comerciante de ideas liberales Manuel García de la Prada, cuyo retrato pintó el aragonés entre 1805 y 1810. En su testamento de 1836 legó estos cuadros a la Academia de Bellas Artes, donde se conservan en la actualidad.

 

Estas obras son en gran medida responsables de la imaginería de leyenda negra que la imaginación romántica creó a partir de la pintura de Goya, pues fueron imitadas y difundidas en Francia, y también en España por artistas como Eugenio Lucas o Francisco Lameyer.

 

 

«Desgracias acaecidas en el tendido de la plaza de Madrid y muerte del alcalde de Torrejón», 1816.

 

En todo caso, su actividad sigue siendo frenética, pues en estos años finaliza la estampación de Los desastres de la guerra y emprende y concluye otra, la de La Tauromaquia —en venta desde octubre de 1816—, con la que el grabador pretendió obtener más beneficios y acogida popular que con las anteriores. Esta última está concebida como una historia del toreo que recrea sus hitos fundamentales, y predomina el sentido pintoresco a pesar de que no deja de haber soluciones compositivas atrevidas y originales, como en la estampa número 21 de la serie, titulada «Desgracias acaecidas en el tendido de la plaza de Madrid y muerte del alcalde de Torrejón», donde la zona izquierda de la estampa aparece vacía de figuras, en un desequilibrio impensable no muchos años antes.

 

Desde 1815 —aunque no se publicaron hasta 1864— trabaja en los grabados de Los disparates. Una serie de veintidós estampas, probablemente incompleta, que constituyen las de más difícil interpretación de las que realizó. Destacan en sus imágenes las visiones oníricas, la presencia de la violencia y el sexo, la puesta en solfa de las instituciones relacionadas con el Antiguo Régimen y, en general, la crítica del poder establecido. Pero más allá de estas connotaciones los grabados ofrecen un mundo imaginativo rico relacionado con la noche, el carnaval y lo grotesco.

 

Finalmente dos emotivos cuadros religiosos, quizá ahora sí de devoción franca, cancelan el periodo. Son La última comunión de san José de Calasanz y Cristo en el monte de los Olivos, ambos de 1819, que se encuentran en el Museo Calasancio de las Escuelas Pías de San Antón de Madrid. El recogimiento verdadero que muestran estos lienzos, la libertad del trazo con que los pinta, el hecho de estar firmados y datados de su puño y letra, transmiten una emoción trascendente.

El Trienio Liberal y las Pinturas negras (1820–1824) []

 

 

 

Artículo principal: Pinturas negras.

 

Con el nombre de Pinturas negras se conoce la serie de catorce obras murales que pinta Goya entre 1819 y 1823 con la técnica de óleo al secco sobre la superficie de revoco de la pared de la Quinta del Sordo. Estos cuadros suponen, posiblemente, la obra cumbre de Goya, tanto por su modernidad como por la fuerza de su expresión. Una pintura como Perro semihundido se acerca incluso a la abstracción; muchas otras son precursoras del expresionismo pictórico y otras vanguardias del siglo XX.

 

Las pinturas murales fueron trasladadas a lienzo a partir de 1874 y actualmente se exponen en el Museo del Prado. La serie, a cuyos óleos Goya no puso título, fue catalogada por primera vez en 1828 por Antonio Brugada, quien las tituló por vez primera, con motivo del inventario que realizó a la muerte del pintor. Han sido variadas las propuestas de título para estas pinturas. La Quinta del Sordo pasó a ser propiedad de su nieto Mariano Goya en 1823, año en que Goya, al parecer para preservar su propiedad de posibles represalias tras la restauración de la Monarquía Absoluta y la represión de liberales fernandina, se la cede. Desde entonces hasta fines del siglo XIX la existencia de las Pinturas negras fue escasamente conocida y solo algunos críticos, como Charles Yriarte, las describieron.40 Entre los años 1874 y 1878 fueron trasladadas de revoco a lienzo por Salvador Martínez Cubells a instancias del barón Émile d’Erlanger,41 proceso que causó un grave daño a las obras, que perdieron gran cantidad de materia pictórica. Este banquero francés tenía intención de mostrarlas para su venta en la Exposición Universal de París de 1878. Sin embargo, al no hallar comprador, acabó donándolas, en 1881, al Estado español, que las asignó al entonces Museo Nacional de Pintura y Escultura (Museo del Prado).

 

 

Detalle de plano de Madrid, en 1900-1901, con la situación de la Quinta de Goya, o Quinta del Sordo, cerca del puente de Segovia.

 

Goya adquiere esta finca situada en la orilla derecha del río Manzanares, cerca del puente de Segovia y camino hacia la pradera de San Isidro, en febrero de 1819; quizá para vivir allí con Leocadia Weiss a salvo de rumores, pues esta estaba casada con Isidoro Weiss. Era la mujer con la que convivía y quizá tuvo de ella una hija pequeña, Rosarito Weiss. En noviembre de ese año Goya sufre una grave enfermedad de la que Goya atendido por el doctor Arrieta (1820) es estremecedor testimonio. Lo cierto es que las Pinturas negras fueron pintadas sobre imágenes campestres de pequeñas figuras, cuyos paisajes aprovechó en alguna ocasión, como en el Duelo a garrotazos. Si estas pinturas de tono alegre fueron también obra del aragonés, podría pensarse que la crisis de la enfermedad unida quizá a los turbulentos sucesos del Trienio Liberal, llevara a Goya a repintar estas imágenes.43 Bozal se inclina a pensar que efectivamente los cuadros preexistentes eran de Goya, debido a que solo así se entiende que reutilizara alguno de sus materiales; sin embargo, Glendinning asume que las pinturas «ya adornaban las paredes de la Quinta del Sordo cuando la compró».44 En todo caso, las pinturas pudieron haberse comenzado en 1820. La fecha de finalización de la obra no puede ir más allá de 1823, año en que Goya marcha a Burdeos y cede la finca a su nieto Mariano, probablemente temiendo represalias contra su persona tras la caída de Riego. En 1830 Mariano de Goya transfiere la finca a su padre, Javier de Goya.

 

El inventario de Antonio Brugada menciona siete obras en la planta baja y ocho en la alta. Sin embargo al Museo del Prado sólo llegaron un total de catorce. Charles Yriarte (1867) describe asimismo una pintura más de las que se conocen en la actualidad y señala que esta ya había sido arrancada del muro cuando visitó la finca, siendo trasladada al palacio de Vista Alegre, que pertenecía al marqués de Salamanca. Muchos críticos consideran que por sus medidas y su tema, esta sería Cabezas en un paisaje (Nueva York, colección Stanley Moss). El otro problema de ubicación radica en la titulada Dos viejos comiendo sopa, de la que desconocemos si era sobrepuerta de la planta alta o baja; Glendinning la localiza en la de la sala inferior. Este detalle aparte, la distribución original en la Quinta del Sordo era como sigue:

 

 

Ubicación original de las Pinturas negras en la Quinta del Sordo.

 

Planta baja: Se trataba de un espacio rectangular. En los lados largos existían dos ventanas cercanas a los muros cortos. Entre ellas aparecían dos cuadros de gran formato muy apaisado: La romería de San Isidro a la derecha, según la perspectiva del espectador y El aquelarre a la izquierda. Al fondo, en el lado corto enfrentado al de la entrada, una ventana en el centro con Judith y Holofernes a su derecha y el Saturno devorando a un hijo a la izquierda. A ambos lados de la puerta se situaban La Leocadia (frente a Saturno) y Dos viejos o Un viejo y un fraile frente a Judith.

 

Planta alta: De las mismas dimensiones que la planta baja, sin embargo solo tenía una ventana central en los muros largos, a cuyos lados se situaban dos óleos. En la pared de la derecha conforme se entraba se hallaban Visión fantástica o Asmodea cerca del espectador y Procesión del Santo Oficio más alejada. En el de la izquierda estaban Átropos o Las Parcas y Duelo a garrotazos sucesivamente. En el muro corto del fondo se veía Dos mujeres y un hombre a la derecha del vano y a la izquierda Hombres leyendo. A mano derecha de la puerta de entrada se encontraba El Perro y a la izquierda pudo situarse Cabezas en un paisaje.

 

Esta disposición y el estado original de las obras podemos conocerlos, además de los testimonios escritos, por el catálogo fotográfico que in situ llevó a cabo J. Laurent hacia el año 1874, por encargo, en previsión del derribo de la casa de campo. Por él sabemos que las pinturas fueron enmarcadas con papeles pintados clasicistas de cenefas, al igual que las puertas, ventanas y el friso bajo el cielo raso. Las paredes fueron empapeladas, como era costumbre en las residencias palaciegas y burguesas, con material tal vez procedente de la Real Fábrica de Papel Pintado promovida por Fernando VII. La planta inferior con motivos de frutos y hojas y la superior con dibujos geométricos organizados en líneas diagonales. También documentan las fotografías el estado anterior al traslado.

 

 

Perro semihundido.

 

 

La pintura mural Perro semihundido según fotografía del año 1874, por J. Laurent, en el interior de la Quinta de Goya. Fototeca del IPCE.

 

No se ha podido hallar, pese a los variados intentos en este sentido, una interpretación orgánica para toda la serie decorativa en su ubicación original. En parte porque la disposición exacta está aún sometida a conjeturas, pero sobre todo porque la ambigüedad y la dificultad de encontrar el sentido exacto de muchos de los cuadros en particular hacen que el significado global de estas obras sea aún un enigma. Así y todo, hay varias líneas interpretativas que convienen ser consideradas.

 

Glendinning señala que Goya adorna su quinta ateniéndose al decoro habitual en la pintura mural de los palacios de la nobleza y la alta burguesía. Según estas normas, y considerando que la planta baja servía como comedor, los cuadros deberían tener una temática acorde con el entorno: debería haber escenas campestres —la villa se situaba a orillas del Manzanares y frente a la pradera de San Isidro—, bodegones y representaciones de banquetes alusivos a la función del salón. Aunque el aragonés no trata estos géneros de modo explícito, Saturno devorando a un hijo y Dos viejos comiendo sopa remiten, aunque de forma irónica y con humor negro, al acto de comer. Además Judith mata a Holofernes tras invitarle a un banquete. Otros cuadros se relacionan con la habitual temática bucólica y la cercana ermita del santo patrón de los madrileños, aunque con un tratamiento tétrico: La romería de San Isidro, La peregrinación a San Isidro en incluso La Leocadia, cuyo sepulcro puede vincularse con el cementerio anejo a la ermita.

 

Desde otro punto de vista, la planta baja, peor iluminada, contiene cuadros de fondo mayoritariamente oscuro, con la única salvedad de La Leocadia, aunque viste de luto y aparece en la obra una tumba, quizá la del propio Goya. En este piso domina la presencia de la muerte y la vejez del hombre. Incluso la decadencia sexual, según interpretación psicoanalítica, en la relación con mujeres jóvenes que sobreviven al hombre e incluso lo castran, como hacen La Leocadia y Judith respectivamente. Los viejos comiendo sopa, otros dos «viejos» en el cuadro de formato vertical homónimo, el avejentado Saturno... representan la figura masculina. Saturno es, además, el dios del tiempo y la encarnación del carácter melancólico, relacionado con la bilis negra, en lo que hoy llamaríamos depresión. Por tanto la primera planta reúne temáticamente la senilidad que lleva a la muerte y la mujer fuerte, castradora de su compañero.

 

En la segunda planta Glendinning aprecia varios contrastes. Uno entre la risa y el llanto o la sátira y la tragedia y otro entre los elementos de la tierra y el aire. Para la primera dicotomía Hombres leyendo, con su ambiente de seriedad, se opondría a Dos mujeres y un hombre; estos son los dos únicos cuadros oscuros de la sala y marcarían la pauta de las oposiciones de los demás. El espectador los contemplaba al fondo de la estancia al ingresar a esta. De la misma manera, en las escenas mitológicas de Asmodea y Átropos se percibiría la tragedia, mientras que en otros, como la Peregrinación del Santo Oficio, vislumbramos una escena satírica. Otro contraste estaría basado en cuadros con figuras suspendidas en el aire en los mencionados cuadros de tema trágico, y otros en los que aparecen hundidas o asentadas en la tierra, como en el Duelo a garrotazos y el Santo Oficio. Pero ninguna de estas hipótesis soluciona satisfactoriamente la búsqueda de una unidad en el conjunto de los temas de la obra analizada.

 

 

La romería de San Isidro refleja el estilo característico de las Pinturas negras.

 

La única unidad que se puede constatar es la de estilo. Por ejemplo, la composición de estos cuadros es muy novedosa. Las figuras suelen aparecer descentradas, siendo un caso extremo Cabezas en un paisaje, donde cinco cabezas se arraciman en la esquina inferior derecha del cuadro, apareciendo como cortadas o a punto de salirse del encuadre. Tal desequilibrio es una muestra de la mayor modernidad compositiva. También están desplazadas las masas de figuras de La romería de San Isidro —donde el grupo principal aparece a la izquierda—, La peregrinación del Santo Oficio —a la derecha en este caso—, e incluso en El Perro, donde el espacio vacío ocupa la mayor parte del formato vertical del cuadro, dejando una pequeña parte abajo para el talud y la cabeza semihundida. Desplazadas en un lado de la composición están también Las Parcas, Asmodea, e incluso originalmente, El aquelarre, aunque tal desequilibrio se perdió tras la restauración de los hermanos Martínez Cubells.

 

 

También comparten un cromatismo muy oscuro. Muchas de las escenas de las Pinturas negras son nocturnas, muestran la ausencia de la luz, el día que muere. Así sucede en La romería de San Isidro, el Aquelarre o la Peregrinación del Santo Oficio, donde una tarde ya vencida hacia el ocaso y genera una sensación de pesimismo, de visión tremenda, de enigma y espacio irreal. La paleta de colores se reduce a ocres, dorados, tierras, grises y negros; con sólo algún blanco restallante en ropas para dar contraste y azul en los cielos y en algunas pinceladas sueltas de paisaje, donde concurre también algún verde, siempre con escasa presencia.

 

Si se atiende a la anécdota narrativa, se observa que las facciones de los personajes presentan actitudes reflexivas o extáticas. A este segundo estado responden las figuras con los ojos muy abiertos, con la pupila rodeada de blanco, y las fauces abiertas en rostros caricaturizados, animales, grotescos. Contemplamos el tracto digestivo, algo repudiado por las normas académicas. Se muestra lo feo, lo terrible; ya no es la belleza el objeto del arte, sino el pathos y una cierta consciencia de mostrar todos los aspectos de la vida humana sin descartar los más desagradables. No en vano Bozal habla de una capilla sixtina laica donde la salvación y la belleza han sido sustituidas por la lucidez y la conciencia de la soledad, la vejez y la muerte.

 

Goya en Burdeos (octubre de 1824–1828) []

 

 

 

«Aún aprendo», Álbum G (Museo del Prado).

 

En mayo de 1823, las tropas del duque de Angulema toman Madrid con objeto de restaurar la monarquía absoluta de Fernando VII y se produce una inmediata represión de los liberales que habían apoyado la constitución de 1812, vigente de nuevo durante el Trienio Liberal. Goya temió los efectos de esta persecución (consta que Leocadia Weiss, su compañera, también) y marchó a refugiarse a casa de un amigo canónigo, José Duaso y Latre. Al año siguiente solicita al rey un permiso para convalecer en el balneario de Plombières que le fue concedido.

 

Goya llega a mediados de 1824 a Burdeos y aún tiene energía para marchar a París en verano, volviendo a Burdeos en septiembre donde residiría hasta su muerte. Su estancia francesa solo se vio interrumpida en 1826, año en que viaja a Madrid para cumplimentar los trámites de su jubilación, que consiguió con una renta de cincuenta mil reales sin que Fernando VII pusiera impedimentos a ninguna de las peticiones del pintor.

 

Los dibujos de estos años, recogidos en el Álbum G y el H o bien recuerdan a Los Disparates y a las Pinturas negras, o bien poseen un carácter costumbrista y recogen estampas de la vida cotidiana de la ciudad de Burdeos recogidas en sus habituales paseos, como ocurre con el óleo La lechera de Burdeos (hacia 1826). Varios de ellos están dibujados con lápiz litográfico, en consonancia con la técnica de grabado que está practicando por estos años, y utiliza en la serie de cuatro estampas de Los toros de Burdeos. En los dibujos de estos años tienen presencia dominante las clases humildes y los marginados. Ancianos que se muestran en actitudes juguetonas o circenses, como el «Viejo columpiándose» —custodiado en la Hispanic Society— o dramáticas, como el que se supone contrafigura de Goya —aunque no autorretrato—, un barbudo anciano que camina con la ayuda de bastones titulado «Aún aprendo».

 

También siguió pintando al óleo. Leandro Fernández de Moratín, en su epistolario, principal fuente de noticias sobre la vida de Goya en estos años, escribe a Juan Antonio Melón que «pinta que se las pela, sin querer corregir jamás nada de lo que pinta». Destacan los retratos a sus amigos, como el que hace al propio Moratín a su llegada a Burdeos que se encuentra en el Museo de Bellas Artes de Bilbao o aquel en que retrata a Juan Bautista de Muguiro en mayo de 1827.

 

 

La lechera de Burdeos, 1827. (Museo del Prado)

 

Pero sin duda destaca La lechera de Burdeos, lienzo que ha sido visto como un directo precursor del impresionismo. El cromatismo se aleja de la oscura paleta característica de sus Pinturas negras. Presenta matices de azules y toques rosados. El motivo, una joven, parece revelar la añoranza de Goya por la vida juvenil y plena. Hace pensar este canto del cisne en un compatriota posterior, Antonio Machado que, también exiliándose de otra represión, guardaba en su bolsillo los últimos versos donde escribió «Estos días azules y este sol de la infancia». Del mismo modo, acabada su vida, Goya rememora el color de sus cuadros para tapices y acusa la nostalgia de su juventud perdida.

 

Por último, hay que señalar la serie de miniaturas sobre marfil que pintó en estos años usando la técnica del esgrafiado sobre negro. Inventa en dichos diminutos marfiles figuras caprichosas y grotescas. La capacidad de innovar las texturas y las técnicas del ya anciano Goya no se había agotado.

 

Muerte de Goya y destino de sus restos []

 

El 28 de marzo de 1828 llegaron a verle a Burdeos su nuera y su nieto Mariano, pero no llegó a tiempo su hijo Javier. Su estado de salud era muy delicado, no solo por el proceso tumoral que se le había diagnosticado tiempo atrás, sino a causa de una reciente caída por las escaleras que le obligó a guardar cama, postración de la que ya no se recuperará.48 Tras un empeoramiento a comienzos del mes, Goya muere a las dos de la madrugada del 16 de abril de 1828, acompañado en ese momento por sus deudos y por sus amigos Antonio Brugada y José Pío de Molina.

 

Al día siguiente se le entierra en el cementerio bordelés de La Chartreuse, en el mausoleo propiedad de la familia Muguiro de Iribarren, junto a su buen amigo y consuegro Martín Miguel de Goicoechea, fallecido tres años atrás. Tras un prolongado olvido, en 1869 se efectúan desde España distintas gestiones para trasladarle a Zaragoza o a Madrid, lo que no era posible legalmente hasta pasados cincuenta años. En 1888 (a los sesenta años, pues) se hace una primera exhumación (encontrándose los despojos de ambos esparcidos por el suelo), que por desidia española no concluye en traslado. En 1899 por fin se exhuman de nuevo y llegan finalmente a Madrid los restos de los dos, Goya y Goicoechea. Depositados provisionalmente en la cripta de la Colegiata de San Isidro, pasan en 1900 a una tumba colectiva de «hombres ilustres» en la Sacramental de San Isidro y finalmente, en 1919, a la ermita de San Antonio de la Florida, al pie de la cúpula que el aragonés pintara un siglo atrás, donde desde entonces permanecen.

 

 

 

Autorretrato, hacia 1773 (Colección privada).

 

Se puede estudiar la evolución del aspecto físico e incluso aspectos de la condición humana de Goya haciendo un recorrido por las numerosas obras en que reflejó su autorretrato, tanto en óleos como en dibujos; unas veces con su efigie, otras de cuerpo entero y en numerosas ocasiones incluido en el conjunto de un cuadro de grupo.

 

El autorretrato más temprano que se conoce fue realizado hacia 1773 (óleo sobre tabla, 58 x 44 cm, colección Zurgena, Madrid), y da cuenta de su imagen tras la vuelta de su viaje a Italia de 1770, si bien Juan J. Luna es partidario de una datación anterior a este año, considerándolo un retrato hecho para que su familia lo tuviera presente ante su inmediato viaje.53 Aparece con larga melena, evocando posiblemente la imagen de los maestros barrocos, con una actitud de firmeza, seguridad en sí mismo y un punto de rebeldía a juzgar por la cabellera suelta que le cae hasta los hombros. Pintado con minuciosidad, destaca un rostro redondeado, nariz algo chata y una constitución gruesa, aunque de noble prestancia.

 

 

Autorretrato, 1783 (Museo de Agen, Francia).

 

Hay que esperar hasta la década de los años ochenta del siglo XVIII para encontrar una nueva imagen del artista. Esta vez aparece con el cuerpo perfil pintando un gran lienzo y mirando hacia el espectador. Despojado de atributos relacionados con su cargo de pintor real, gira su rostro hacia el motivo que pinta, dándonos así una imagen del mismo en ligero escorzo. La pincelada es aquí más suelta, Goya aparece vestido con ropa cómoda en un interior, adelantando el modelo de retrato burgués que le será propio a partir de estos años.

 

De la misma época es el autorretrato que incluye en la pintura para una de las capillas de San Francisco el Grande Predicación de San Bernardino de Siena, donde el pintor reafirma su personalidad apareciendo en una de las obras que emprendió con mayor ambición. Asimismo aparece en en el Retrato del Conde de Floridablanca de 1783 y en la obra que dedicó al año siguiente a representar la familia del infante Luis de Borbón. Más tarde, en 1800, aparecerá pintando un gran lienzo, al modo que lo hizo Velázquez en Las Meninas, en el retrato de la familia de Carlos IV.

 

 

Autorretrato, hacia 1800.

 

También existen numerosos dibujos en que el artista se autorretrata. El busto con peluca del Museo de Bellas Artes de Boston a grafito, también de hacia 1783, el del Museo de Arte Moderno de Nueva York con sombrero de tres picos (pluma y tinta sepia, colección Lehman, h. 1790 o quizá anterior a 1783, a juzgar por el atuendo dieciochesco y la robustez del rostro), y otro de alrededor de 1800, pintado a tinta china y aguada. Ha sido muy comentado este último retrato en el que aparece su cara totalmente de frente y orlada con una melena medusea unida por las patillas a la barba, contorneando todo el óvalo del rostro, con una mirada de con gran intensidad. Ha sido visto como un retrato plenamente romántico que guarda curiosas similitudes con los que dibujó el surrealista Antonin Artaud tras la Segunda Guerra Mundial.

 

Entre los años 1797 y 1799 Goya trabaja en la estampación de la serie de Los caprichos. Para su frontispicio dudó entre dos imágenes que contienen sendos autorretratos. En un primer momento pensó en situar al frente la que luego será la estampa, «El sueño de la razón produce monstruos», en uno de cuyos dibujos preparatorios (h. 1797) se aprecia la imagen del artista reclinado y rodeado de sueños de pesadilla constituidos claramente por la representación de su rostro. Sin embargo se decantó finalmente por abrir Los caprichos con su autorretrato Francisco Goya y Lucientes, pintor, con sombrero de copa, descrito en la época como de gesto satírico, en alusión a la intención crítica de esta colección. De él se conserva un dibujo previo de busto completo. En otro borrador dibujado previamente al Sueño de la mentira y la inconstancia, estampa destinada a Los caprichos que no llegó a ser incluida en la serie, también se ve a Goya en relación con la imagen de una mujer que tiene rasgos de la Duquesa de Alba y aparece con dos rostros, cual Jano bifronte, lo que de nuevo lleva a pensar en un posible despecho amoroso sufrido por el artista.

 

 

Autorretrato, 1795 (Museo del Prado).

 

De características similares al muy comentado dibujo a la aguada de 1800, es un minúsculo retrato al óleo sobre lienzo (18 x 12 cm) que fue pintado en torno a 1795, con toda probabilidad elaborado como regalo a la Duquesa de Alba, a cuyos herederos perteneció hasta su salida a subasta en 1989.55 Aquí aparece ante un lienzo, mirando hacia lo que parece ser su modelo y con un atuendo a la última moda del momento.

Es muy significativo un pequeño retrato de cuerpo entero conservado en la Academia de San Fernando y pintado entre 1790 y 1795: el llamado Autorretrato en el taller. El artista de perfil, a contraluz, lleva un extraño sombrero en el que hay unos soportes para poner velas, con las que se supone que pintaba de noche. Nos habla de su actividad como intelectual (la luz destaca una mesita con recado de escribir) y de su aprecio por la actividad alejada de los encargos oficiales. En esta época renunció a labores como pintor de cartones para tapices alegando motivos de salud, pero el cuadro nos lo muestra activo (como ratifica su biografía de estos años) y gozando de la pintura que se alejaba de los encargos oficiales.

 

 

Autorretrato del Museo Goya de Castres (Francia).

 

Otros dos autorretratos al óleo muy parecidos de busto corto con gafas se encuentran en el Museo Goya de Castres y en el Museo Bonnat de Bayona, ambos en Francia. Adopta en ellos la pose de un tertuliano burgués, vestido como sus amigos ilustrados Jovellanos o Saavedra.

 

De su senectud hay también testimonios. Dos magníficos autorretratos casi idénticos realizados en 1815, uno donado por Javier Goya a la Academia de San Fernando y otro que se encontraba probablemente en la Quinta del Sordo, pues figura en el inventario que Antonio Brugada realizó a la muerte del artista aragonés de las Pinturas negras en 1828 y desde 1872 se aloja en el Museo del Prado. La firma del primero reza «Fr. de Goya, aragonés por el mismo». El del Museo del Prado muestra al artista con actitud más sencilla, una vez desaparecida la urgencia de afirmarse personal y profesionalmente de sus anteriores autorretratos.

 

Emotivo es Goya atendido por el doctor Arrieta, un cuadro pintado en 1820 que refleja la grave enfermedad que padeció desde noviembre de 1819 —quizá el tifus—, en la que fue atendido por el médico Eugenio García Arrieta. Se autorretrata enfermo y agonizante, sostenido por detrás por el doctor que le da a beber alguna medicina. En un fondo oscuro aparecen al fondo a la izquierda unos rostros de mujer que la crítica ha identificado con la representación de Las Parcas.

 

 

Autorretrato con gorra, 1824.

 

En una cartela en la parte baja del cuadro figura un epígrafe, presumiblemente autógrafo, en el que se lee:

 

Goya agradecido, á su amigo Arrieta: por el acierto y esmero con qe le salvo la vida en su aguda y / peligrosa enfermedad, padecida á fines del año 1819, a los setenta y tres años de su edad. Lo pinto en 1820.

 

La última imagen conocida de la mano del propio artista es un dibujo de 1824 conservado en el Museo del Prado con su rostro de perfil y tocado con una gorra en apostura cercana al de la portada de Los caprichos.