La señora Dalloway 5 Quinta entrega
de Virginia Woolf

La señora Dalloway 5 Quinta entrega

 

 

Fuente valvanera. Por su parte, Sir William ya no era joven. Había trabajado muy intensamente; había llegado al lugar en que ahora se encontraba debido únicamente a su competencia (era hijo de un tendero); amaba su profesión; su planta lucía en las ceremonias y hablaba bien. Todo lo anterior le había dado, cuando fue distinguido con el título de nobleza, un aspecto pesado, fatigado (el caudal de clientes que a él acudían era incesante, y las responsabilidades y privilegios de su profesión, onerosos), cansancio que, aunado a su cabello cano, aumentaba la extraordinaria distinción de su presencia y le daba fama (de suma importancia en los casos de enfermos de los nervios), no sólo de gozar de fulminante competencia y de casi infalible exactitud en el diagnóstico, sino también de simpatía, tacto, comprensión del alma humana. Lo vio tan pronto entraron en la estancia (los Warren Smith, se llamaban); lo supo con certeza tan pronto vio al hombre, era un caso de extrema gravedad. Era un caso de total hundimiento, total hundimiento físico y nervioso con todos los síntomas de gravedad, comprendió en menos de dos o tres minutos (mientras escribía las contestaciones a sus preguntas, formuladas discretamente en un murmullo, en una cartulina de color de rosa).

 

¿Durante cuánto tiempo le había atendido el doctor Holmes?

 

Seis semanas.

 

¿Le prescribió un poco de bromuro, quizá? ¿Dijo que al paciente no le pasaba nada? Ya. . . (¡Esos médicos de cabecera!, pensó Sir William. Se pasaba la mitad de la vida enmendando sus errores. Algunos irreparables.)

 

—¿Parece que se distinguió usted mucho en la guerra?

 

El paciente repitió la palabra "guerra" de manera interrogativa.

 

Atribuía a las palabras significados simbólicos. Grave síntoma que debía anotarse en la cartulina.

 

—¿La guerra?—preguntó el paciente.

 

¿La Guerra Europea, aquella pequeña bronca de colegiales con pólvora? ¿Se había distinguido en la guerra? Realmente lo había olvidado. En la guerra, propiamente dicha, había fracasado.

 

—Sí, se distinguió mucho en los combates—aseguró Rezia al médico—. Fue ascendido.

 

Echando una ojeada a la carta del señor Brewer, escrita en términos extremadamente generosos, Sir William dijo en un murmullo:

 

—¿Y tienen de usted la más alta opinión en su oficina? ¿De modo que no hay motivo de preocupación alguno, de angustias económicas, nada?

 

Había cometido un delito, horroroso, y la humana naturaleza le había condenado a muerte.

 

—He... He... cometido un delito... empezó a decir.

 

—No ha hecho nada malo —le aseguró Rezia al médico.

 

Si el señor Smith tenía la bondad de esperar un poco, dijo Sir William, él hablaría con la señora Smith en la habitación contigua. Su marido está muy gravemente enfermo, dijo Sir William ¿Amenazaba con matarse?

 

Oh, sí, sí, gritó Rezia. Pero no lo decía en serio, dijo Rezia. Claro que no. Se trataba tan sólo de una cuestión de descanso, dijo Sir William; de descanso, descanso, descanso; un largo descanso en cama. Había un delicioso sanatorio en el campo donde su marido sería perfectamente atendido. ¿Sin ella?, preguntó Rezia. Desgraciadamente, sí; las personas que más nos aman no nos convienen, cuando estamos enfermos. Pero no estaba loco, ¿verdad? Sir William dijo que jamás hablaba de "locura"; a esto lo llamaba "no tener sentido de la proporción". Pero a su marido no le gustaban los médicos. Se negaría a ir a aquel sitio. En breves y amables palabras Sir William le explicó las características del caso. Había amenazado con matarse. No quedaba otra alternativa. Era una cuestión legal. Yacería en cama, en un hermoso sanatorio, en el campo. Las enfermeras eran admirables. Sir William le visitaría una vez por semana. Y si la señora Warren Smith estaba segura de que no tenía más preguntas que formularle—Sir William nunca apremia a a sus pacientes—, volverían al lado de su esposo. Nada más tenía Rezia que preguntar. Por lo menos a Sir William.

 

Por lo tanto, volvieron al lado del más sublime individuo de la humanidad, del criminal ante sus jueces, de la víctima desamparada en las alturas, del fugitivo, del marinero ahogado, del poeta de la oda inmortal, del Señor que había ido de la vida a la muerte, de Septimus Warren Smith que, sentado en el sillón bajo la luz cenital, contemplaba una fotografía de Lady Bradshaw en atuendo de Corte, murmurando mensajes sobre la belleza.

 

—Bueno, ya hemos tenido nuestra pequeña charla —dijo Sir William.

 

—Dice que estás muy, muy enfermo—gritó Rezia.

 

—Y hemos acordado que debe usted ir a un sanatorio—dijo Sir William.

 

—¿Uno de los sanatorios de Holmes?—preguntó Septimus con sarcasmo.

 

Aquel individuo causaba una desagradable impresión. Sí, porque Sir William, cuyo padre había sido del comercio, tenía un natural respeto hacia los modales y el vestir, que el desaliño hería; y además Sir William, quien nunca tuvo tiempo para leer, sentía un rencor, profundamente arraigado, contra las gentes cultas que entraban en aquella habitación e insinuaban que los médicos, cuya profesión es un constante y esforzado ejercicio de las más altas facultades, no eran hombres educados.

 

—Uno de mis sanatorios, señor Warren Smith—dijo—, donde le enseñarán a descansar

 

Y sólo faltaba una cosa.

 

Sir William tenía la certeza de que el señor Warren Smith, cuando estaba bien, era el último hombre en el mundo capaz de asustar a su esposa. Sin embargo, había hablado de matarse.

 

—Todos tenemos nuestros momentos de depresión —dijo Sir William.

 

Tan pronto uno cae, se repitió Septimus, la naturaleza humana se le echa a uno encima. Holmes y Bradshaw se le echan a uno encima. Rastrillan el desierto. Gritando vuelan al interior de la selva. Aplican la tortura del potro. La naturaleza humana es implacable.

 

Con el lápiz sobre la cartulina de color de rosa Sir William Bradshaw preguntó si acaso alguna vez sentía impulsos.

 

Esto era asunto suyo, repuso Septimus.

 

—Nadie vive solo—dijo Sir William, echando una mirada a la fotografía de su esposa con atuendo de Corte.

 

—Tiene usted una brillante carrera ante sí—dijo Sir William. Sobre la mesa estaba la carta del señor Brewer—. Una carrera excepcionalmente brillante.

 

Pero, ¿y si lo confesara? ¿Si lo dijera? ¿Le dejarían entonces tranquilo, Holmes, Bradshaw?

 

—Yo... Yo...—tartamudeó.

 

Pero, ¿cuál era su delito? No se acordaba.

 

—¿Sí? —lo estimuló Sir William. (Aunque se estaba haciendo tarde.)

 

Amor, árboles, no hay delito, ¿era éste el mensaje?

 

No podía recordarlo.

 

—Yo... Yo... —tartamudeó Septimus.

 

—Procure pensar lo menos posible—le dijo amablemente Sir William.

 

Realmente, aquel tipo no podía andar suelto.

 

¿Deseaban preguntarle alguna cosa más? Sir William se encargaría de todas las gestiones (murmuró dirigiéndose a Rezia), y le diría lo que debían hacer, entre cinco y seis de la tarde.

 

—Déjenlo todo en mis manos—dijo.

 

Y les despidió.

 

 

 

¡Nunca, nunca había sufrido Rezia tanta angustia en su vida! ¡Había pedido ayuda y se la habían negado! ¡Aquel hombre les había defraudado! ¡Sir William Bradshaw no era un hombre simpático!

 

Sólo mantener este automóvil debe costarle un dineral, dijo Septimus, cuando salieron a la calle.

 

Rezia se colgó de su brazo. Les habían defraudado.

 

Pero, ¿qué más quería Rezia?

 

Sir William concedía a sus pacientes tres cuartos de hora; y si, en esta exigente ciencia, que trata de lo que, a fin de cuentas, nada sabemos —el sistema nervioso, el cerebro humano—, un médico pierde el sentido de las proporciones, este médico fracasa. Debemos gozar de salud y la salud es proporción; por lo tanto, cuando en la sala de consultas entra un hombre y dice que es Cristo (común engaño), y que tiene un mensaje, como casi todos lo tienen, y amenaza, como a menudo hacen, con matarse, uno invoca la proporción; prescribe descanso en cama; descanso en soledad; silencio y descanso; descanso sin amigos, sin libros, sin mensajes; seis meses de descanso; hasta que el hombre que llegó pesando ochenta kilos sale pesando cien.

 

La proporción, la divina proporción, la diosa de Sir William, la consiguió Sir William recorriendo hospitales, pescando el salmón, engendrando un hijo en Harley Street en la persona de Lady Bradshaw, que también pescaba el salmón, y hacía fotografías que apenas se distinguían del trabajo de los profesionales. Gracias a rendir culto a la proporción, Sir William no sólo prosperó personalmente, sino que hizo prosperar a Inglaterra, encerró a los locos, prohibió partos, castigó la desesperación, e hizo lo preciso para que los desequilibrados no propagaran sus opiniones hasta que, también ellos, participaran de su sentido de la proporción, sí, del suyo si eran hombres, y del de Lady Bradshaw si eran mujeres (Lady Bradshaw bordaba, hacía ganchillo, y de cada siete veladas cuatro las pasaba en casa con su hijo), por lo que, no sólo sus colegas le respetaban y sus subordinados le temían, sino que los amigos y parientes de sus clientes le estaban profundamente agradecidos por insistir en que aquellos proféticos Cristos y Cristas que anunciaban el fin del mundo, o el advenimiento de Dios, bebieran leche en cama, siguiendo sus órdenes; Sir William, con sus treinta años de experiencia en casos de esta clase, y con su infalible instinto, podía decir: esto es locura, esto es cordura; su sentido de la proporción.

 

Pero la Proporción tiene una hermana, no tan sonriente, más formidable, una diosa que incluso ahora está entregada—en el calor y la arena de la India, en el barro y las tierras pantanosas de Africa, en los alrededores de Londres, en cualquier lugar, en resumen, en que el clima o el diablo tienta a los hombres a apartarse del credo verdadero, que es el de esta diosa—, que incluso ahora está entregada a derribar tronos, destruir ídolos, y poner en su lugar su propia imagen severa. Se llama Conversión y se ceba en la voluntad de los débiles, porque ama impresionar, imponerse, adorar sus propios rasgos estampados en el rostro del pueblo. Predica en pie, sobre un barril, en Hyde Park Corner; se reviste de blanco y camina, penitentemente disfrazada de amor fraterno, por fábricas y parlamentos; ofrece ayuda, pero ansía el poder; expulsa brutalmente de su camino a los disidentes o a los insatisfechos; prodiga sus bendiciones a aquellos que, mirando a lo alto recogen sumisos en los ojos de la Diosa la luz de sus propios ojos. También esta señora (Rezia Warren Smith lo había adivinado) habitaba en el corazón de Sir William, aun cuando oculta, cual suele estarlo, por un disfraz plausible; bajo algún nombre venerable; amor deber, abnegación. ¡Cuánto trabajaba Sir William recabando fondos, proponiendo reformas, fundando instituciones! Pero la conversión, exigente diosa, prefiere la sangre a los ladrillos, y se regala más sutilmente con la humana voluntad. Por ejemplo, Lady Bradshaw. Quince años atrás se había sometido. No se trataba de algo que se pudiera señalar con el dedo no había habido una escena, ni una ruptura; sólo fue el lento hundimiento de la voluntad de Lady Bradshaw, como en tierras pantanosas, en la voluntad de su marido. Dulce era su sonrisa, rápida su sumisión; las cenas en Harley Street, de ocho o nueve platos, dando de comer a diez o quince invitados de las profesiones liberales, eran corteses y se desarrollaban suavemente. Sólo que, a medida que la velada avanzaba, un muy leve aburrimiento, una inquietud quizás, un estremecimiento nervioso, una indecisión un tropiezo o una confusión indicaban, lo cual resultaba penoso, que la pobre señora mentía. Tiempo hubo, muchos años atrás en que Lady Bradshaw pescaba libremente el salmón, pero ahora, presta a servir las ansias de dominio y de poder que aceitosas iluminaban los ojos de su marido, se encogía, se empequeñecía, se recortaba, retrocedía, miraba del través, de manera que, sin saber exactamente qué era lo que hacía la velada desagradable y causaba aquella presión en la parte alta de la cabeza (que bien podía atribuirse a la conversación profesional, o a la fatiga de un gran médico cuya vida, así lo decía Lady Bradshaw, no era "suya sino de sus pacientes"), la velada era desagradable, por lo que los invitados, cuando el reloj daba las diez, inhalaban el aire de la calle incluso con delicia; alivio que, sin embargo, denegaba a sus pacientes.

 

Allí, en la gris estancia, con los cuadros en la pared, y el valioso mobiliario, bajo la luz cenital de la claraboya de vidrio rayado, se enteraban de la amplitud de sus transgresiones: derrumbados en sillones, contemplaban cómo el médico efectuaba, en beneficio de sus pacientes, un curioso ejercicio con los brazos, proyectándolos hacia delante para retirarlos con brusquedad y quedar en jarras, a fin de demostrar (si el paciente era obstinado) que Sir William era dueño de sus propios actos, lo cual no cabía decir del paciente. Allí, algunos seres débiles se rindieron, sollozaron, se sometieron; otros inspirados por sabe Dios qué desaforada locura llamaron a Sir William, en su propia cara, condenado charlatán; con mayor impiedad aun, ponían en tela de juicio la propia vida. ¿Por qué vivir?, preguntaban. Sir William contestaba que la vida era buena. Ciertamente, Lady Bradshaw, con plumas de avestruz, colgaba sobre la repisa del hogar, y los ingresos de Sir William rebasaban las doce mil al año. Pero a nosotros, protestaban, la vida no nos ha dado tanta fortuna. Les daba la razón. Les faltaba el sentido de la proporción. Y quizás, a fin de cuentas, Dios no exista. Encogía los hombros. En resumen, vivir o no vivir ¿es asunto nuestro? Aquí estaban equivocados. Sir William tenía un amigo en Surrey, en donde enseñaban lo que Sir William reconocía era un difícil arte, el sentido de la proporción. Además, había el afecto familiar, el honor, la valentía, y una brillante carrera. Todo lo dicho tenía en Sir William un decidido defensor. Si esto fallaba, Sir William se amparaba en la policía y en el bien social; y, observaba con gran serenidad, allá en Surrey se encargarían de someter a la debida regulación los impulsos antisociales engendrados principalmente por la falta de buena sangre. Y entonces salía furtivamente de su escondrijo y ascendía a su trono aquella diosa cuya pasión estriba en superar la oposición, en estampar indeleblemente en los santuarios de los demás su propia imagen. Desnudos, indefensos, los exhaustos, los carentes de amigos, recibían la impronta de la voluntad de Sir William. Atacaba; devoraba. Encerraba a la gente. Esta mezcla de decisión y de humanidad era la causa de que los parientes de sus víctimas se encariñaran tanto con Sir William.

 

Pero Rezia Warren Smith gritaba, mientras iba por Harley Street, que aquel hombre no le gustaba.

 

Desmenuzando y cortando, dividiendo y subdividiendo, los relojes de Harley Street mordisqueaban el día de junio, aconsejaban sumisión, daban su apoyo a la autoridad, y ponían de manifiesto, a coro, las supremas ventajas del sentido de la proporción, hasta que el acervo de tiempo quedó tan mermado que un reloj comercial, suspendido sobre una tienda de Oxford Street, anunció, afable y fraternalmente, como si fuera un placer para los señores Rigby y Lowedes dar gratis la información, que era la una y media.

 

Mirando hacia arriba, se veía que cada una de las letras de los apellidos de estos señores sustituía cada una de las horas; subconscientemente, se agradecía a Rigby y a Lowndes que le dieran a uno la hora ratificada por Greenwich; y esta gratitud (así pensaba Hugh Whitbread, detenido ante el escaparate de la tienda) revestía después, naturalmente, la forma de comprar en Rigby y Lowndes calcetines y zapatos. Esto rumiaba Whitbread. Era un hábito. No profundizaba. Rozaba superficies; las lenguas muertas, las vivas, la vida en Constantinopla, París, Roma; montar a caballo, cazar, jugar al tenis, eso fue en otros tiempos. Los maliciosos afirmaban que ahora Hugh Whitbread estaba de guardia en el Palacio de Buckingham, con medias de seda y calzón corto, aunque nadie sabía qué guardaba. Pero lo hacía con gran eficiencia. Llevaba cincuenta y cinco años navegando por entre la nata y crema de la sociedad inglesa. Había conocido a primeros ministros. Se estimaba que sus afectos eran profundos. Y si bien era cierto que no había tomado parte en ninguno de los grandes movimientos del tiempo, ni había desempeñado cargos importantes, también era cierto que a él se debían una o dos humildes reformas; una de ellas era la mejora de los albergues benéficos; la protección de las lechuzas de Nolfolk era la otra; las domésticas tenían motivos para estarle agradecidas; y su nombre al término de las cartas al Times pidiendo fondos, haciendo llamamientos al público a fin de proteger, conservar, limpiar, eliminar humos, mantener la moral en los parques públicos, imponía respeto.

 

Y magnífica era su estampa, detenido allí unos instantes (mientras el sonido de la media hora se extinguía) para mirar con aire crítico y magistral los calcetines a los zapatos; impecable, sólido, como si contemplara el mundo desde una cierta altura, y vestido en concordancia; pero se daba cuenta de las obligaciones que el tamaño, la riqueza, la salud imponen, y cumplía puntillosamente, incluso cuando no era absolutamente necesario, pequeños actos de cortesía, anticuadas ceremonias que daban cierto estilo a sus modales, algo que imitar algo por lo que recordarle, ya que, por ejemplo, jamás almorzaría con Lady Bruton, a quien había tratado durante los últimos veinte años, sin ofrecerle, alargado el brazo, un ramo de claveles, y sin dirigirse a la señorita Brush, la secretaria de Lady Bruton, para preguntarle que tal le iban las cosas a su hermano en Sudáfrica, lo cual, por ignoradas razones, irritaba tanto a la señorita Brush que ésta, carente de todo atributo de encanto femenino respondía "muchas gracias, a mi hermano le van las cosas muy bien en Sudáfrica", cuando, en realidad, le iban muy mal en Portsmouth, desde hacía seis o siete años.

 

Lady Bruton prefería a Richard Dalloway, quien llegó en el mismo instante. En realidad, los dos coincidieron ante la puerta.

 

Lady Bruton prefería a Richard Dalloway, por supuesto. Estaba hecho de mejor material. Pero no permitía que se hablara mal de su pobre y querido Hugh. Lady Bruton jamás olvidaba la amabilidad de Hugh —realmente había sido muy amable—en cierta ocasión que había olvidado. Pero lo había sido, sí, realmente muy amable. De todos modos, la diferencia entre aquellos dos hombres poco importaba. Lady Bruton nunca había visto utilidad alguna en despedazar a la gente, tal como hacía Clarissa Dalloway; despedazarla y volverla a pegar; no, por lo menos cuando una tenía sesenta y dos años. Tomó las flores de Hugh, con su triste y angulosa sonrisa. Dijo que no había más invitados. La invitación era sólo un pretexto para que la ayudaran en cierta dificultad.

 

—Pero primero comamos—dijo.

 

Y entonces comenzó un silencioso y exquisito ir y venir, por las puertas de muelles, de camareras con delantalito y blanca cofia, cuyos servicios no eran necesarios, pero que formaban parte integrante de un misterio o gran engaño a cargo de las damas de sociedad de Mayfair, llevado a cabo de una y media a dos, cuando, gracias a un leve ademán, el tránsito cesa, y en su lugar surge esta profunda ilusión, primeramente acerca de la comida, que no se paga; y, después, con la mesa que se extiende voluntariamente, con el cristal y la plata, las servilletas, los cuencos de roja fruta; la cremosa película castaña que cubre el rodaballo; en cazuelas nadan pollos despedazados; rojo y salvaje arde el fuego; y con el vino y el café (no pagados) se alzan jocundas visiones ante ojos contemplativos; ojos especulativos; ojos a los que la vida parece musical, misteriosa; ojos ahora animados para observar afablemente la belleza de los rojos claveles que Lady Bruton (cuyos movimientos siempre fueron angulosos) había dejado junto a su plato, de modo que Hugh Whitbread, sintiéndose en paz con el universo entero y, al mismo tiempo, completamente seguro de su posición, dijo, dejando el tenedor:

 

—Serían encantadores sobre el fondo de tu vestido de encaje.

 

A la señorita Brush la molestó intensamente esta familiaridad. Juzgó que Hugh Whitbread era un mal educado. La señorita Brush daba risa a Lady Bruton.

 

Lady Bruton levantó los claveles, sosteniéndolos con cierta rigidez, de modo muy parecido al que el general sostenía el rollo de pergamino en el cuadro tras la espalda de Lady Bruton; y quedó inmóvil, como en trance. ¿Era la tataranieta del general? ¿Era la tátara-tataranieta, quizá?, se preguntó Richard Dalloway. Sir Roderick, Sir Miles, Sir Talbot. . . Eso. Era curioso el modo en que, en aquella familia, el parecido se mantenía en las mujeres. Lady Bruton hubiera debido ser general de dragones. Y Richard hubiera servido a sus órdenes alegremente; sentía gran respeto hacia ella; amaba las románticas ideas acerca de viejas damas de buena planta, con raza, y le hubiera gustado, con su habitual buen humor traer a algunos de sus jóvenes conocidos extremistas a almorzar con ella... ¡Las mujeres como Lady Bruton no surgían entre gentes entusiastas de tomar el té entre amabilidades! Lady Bruton conocía bien su tierra. Conocía bien a su pueblo. Había una viña, que todavía daba fruto, bajo la cual Lovelace o Herrick—Lady Bruton jamás leía una palabra de poesía, pero la historia circulaba—se habían sentado. Más valía esperar un poco antes de plantearles el problema que la preocupaba (sobre si hacer o no una llamada al público; y caso de hacerla, en qué términos, etcétera), más valía esperar a que hubieran tomado el café, pensó Lady Bruton; y dejó los claveles al lado del plato.

 

—¿Cómo está Clarissa?—preguntó bruscamente.

 

Clarissa siempre decía que Lady Bruton no le tenía simpatía. Y, ciertamente, Lady Bruton tenía fama de interesarse más por la política que por la gente; de hablar como un hombre; de haber intervenido en cierta notoria intriga de los años ochenta, que ahora comenzaba a ser referida en memorias. Ciertamente, en su salón se abría una salita, y en esta salita había una mesa, y sobre la mesa una fotografía del general Sir Talbot Moore, ahora fallecido, que allí había escrito (un atardecer de los ochenta), en presencia de Lady Bruton, con su conocimiento, quizá por su consejo, un telegrama ordenando a las tropas británicas que avanzaran, en una histórica ocasión. (La historia decía que Lady Bruton conservaba la pluma.) Y, cuando decía con su acento negligente "¿Cómo está Clarissa?", los maridos tenían dificultades en convencer a sus esposas, e incluso, por fieles que fueran, lo ponían ellos mismos secretamente en duda, del interés que Lady Bruton sentía por unas mujeres que a menudo obstaculizaban la carrera del marido, le impedían aceptar cargos en el extranjero, y tenían que ser llevadas junto al mar, en plena temporada social, para que se recuperaran de la gripe. Sin embargo, las mujeres sabían con certeza que su pregunta "¿Cómo está Clarissa?" revelaba los mejores deseos, los buenos deseos de una compañera casi silenciosa, cuyas manifestaciones (media docena quizá en el curso de toda una vida) significaban el reconocimiento de cierta femenina camaradería que discurría por debajo de los almuerzos masculinos y unía a Lady Bruton y a la señora Dalloway, quienes rara vez se veían, y que, cuando se reunían, parecían indiferentes e incluso hostiles, mediante un singular vínculo.

 

—Esta mañana, he coincidido con Clarissa en el parque—dijo Hugh Whitbread.

 

Lo dijo metiendo el tenedor en el plato, ansioso de hacer este pequeño alarde, ya que le bastaba con ir a Londres para coincidir con todo el mundo inmediatamente; pero lo dijo con codicia, era uno de los hombres más codiciosos que había conocido en su vida, pensó Milly Brush, quien observaba a los hombres con implacable rectitud, y era capaz de eterna devoción, en particular a individuos de su propio sexo, siendo angulosa, seca, torcida, y totalmente carente de encanto femenino.

 

Acordándose bruscamente de ello, Lady Bruton dijo:

 

—¿Sabéis quién está en Londres? Nuestro viejo amigo Peter Walsh.

 

Todos sonrieron. ¡Peter Walsh! Y el señor Dalloway se ha alegrado sinceramente, pensó Milly Brush; y el señor Whitbread sólo piensa en el pollo.

 

¡Peter Walsh! Los tres, Lady Bruton, Hugh Whitbread y Richard Dalloway recordaron lo mismo, cuán apasionadamente enamorado había estado Peter; había sido rechazado; se fue a la India; se había armado un lío con su vida; y Richard Dalloway sentía una gran simpatía hacia su querido y viejo amigo. Esto fue lo que vio Milly Brush; vio una profundidad en los ojos castaños del señor Dalloway; le vio dudar, meditar; lo cual interesó a Milly Brush, ya que el señor Dalloway siempre le interesaba, y se preguntó qué estaría pensando de Peter Walsh.

 

Que Peter Walsh había estado enamorado de Clarissa; que después del almuerzo iría directamente a casa, para ver a Clarissa; que le diría, lisa y llanamente, que la amaba. Sí, esto le diría.

 

Una vez, a Milly Brush poco le faltó para enamorarse de estos silencios, y el señor Dalloway siempre fue hombre digno de la mayor confianza; todo un caballero, además. Ahora, a los cuarenta suyos, bastaba con que Lady Bruton efectuara un movimiento afirmativo con la cabeza o se volviera súbitamente un poco, para que Milly Brush viera el signo, por muy sumida que estuviera en estas reflexiones de su independiente espíritu, de su alma sin corromper a la que la vida no podía engañar, porque la vida no la había dotado de rasgo alguno que tuviera el más leve valor; ni un rizo, sonrisa, labio, mejilla, nariz; nada de nada; Lady Bruton sólo tenía que mover la cabeza, y Perkins recibía instrucciones de disponerse a traer e café.

 

—Sí, Peter Walsh ha regresado, dijo de nuevo Lady Bruton.

 

Era vagamente halagador para todos ellos. Había regresado apaleado, sin éxito, a sus seguras playas. Pero ayudarle, reflexionaron, era imposible; había cierto fallo en su carácter. Hugh Whitbread dijo que, desde luego, siempre cabía la posibilidad de mencionar el nombre de Peter Walsh a Fulano de Tal. Arrugó la frente lúgubremente, consecuente, al pensar en las cartas que escribiría a los jefes de oficinas gubernamentales, acerca de "mi viejo amigo Peter Walsh", y demás. Pero a nada conduciría, a nada permanente, debido al carácter de Peter Walsh.

 

—Tiene problemas a causa de una mujer—dijo Lady Bruton.

 

Todos habían intuido que esto era lo que había en el fondo del asunto.

 

Ansiando dejar el tema, Lady Bruton dijo:

 

—De todos modos, oiremos la historia entera de labios del propio Peter.

 

(El café tardaba en llegar.)

 

—¿Las señas?—murmuró Hugh Whitbread.

 

E inmediatamente se produjeron ondas en la gris marea de servicio que rodeaba a Lady Bruton, día tras día, recogiendo, interceptando, envolviendo a Lady Bruton en un fino tejido que evitaba colisiones, mitigaba interrupciones, se extendía por toda la casa de Brook Street, formando una fina red que atrapaba todas las cosas, que eran recogidas con exactitud, instantáneamente, por el cano Perkins, que llevaba treinta años al servicio de Lady Bruton, y que ahora escribió las señas; las entregó al señor Whitbread, que extrajo la cartera, alzó las cejas, y, poniéndolas entre documentos de la más alta importancia, dijo que encargaría a Evelyn que invitara a Peter Walsh a almorzar.

 

(Para traer el café esperaban que el señor Whitbread terminara.)

 

Hugh era muy lento, pensó Lady Bruton. Estaba engordando, advirtió. Richard siempre se mantenía en perfecto estado. Lady Bruton se estaba impacientando; todo su ser se rebelaba positiva, innegable y dominantemente contra esta innecesaria demora (Peter Walsh y sus cosas) del tema que atraía su atención, y no sólo su atención sino aquella fibra que era el eje de su alma, aquella parte esencial de su personalidad, sin la cual Millicent Bruton no hubiera sido Millicent Bruton: aquel proyecto de organizar la emigración de jóvenes de ambos sexos, hijos de familias respetables, y asentarlos, con buenas posibilidades de prosperar, en el Canadá. Exageraba. Quizá había perdido su sentido de la proporción. Para lo demás, la emigración no era el remedio evidente, el concepto sublime. No era para los demás (para Hugh, para Richard, y ni siquiera para la fiel señorita Brush) la liberación del fuerte egotismo que una mujer fuerte y marcial, bien alimentada, de buena familia, de impulsos directos, de rectos sentimientos, y poca capacidad de introspección (ancha y sencilla, ¿por qué no podían ser todos anchos y sencillos? se preguntaba) siente alzarse dentro de sí, cuando la juventud ha desaparecido, y debe proyectar hacia alguna finalidad, sea la Emigración, sea la Emancipación; pero sea lo que fuere, esta finalidad a cuyo alrededor la esencia de su alma se derrama a diario, deviene inevitablemente prismática, lustrosa, mitad espejo, mitad piedra preciosa; ahora cuidadosamente oculta, no sea que la gente se burle de ella; ahora orgullosamente expuesta. En resumen, la Emigración se había transformado, en gran parte, en Lady Bruton.

 

Pero Lady Bruton tenía que escribir. Y escribir una carta al Times, solía decir a la señorita Brush, le costaba más que organizar una expedición a Sudáfrica (lo cual hizo durante la guerra). Después de una mañana de lucha, de comenzar, de rasgar, de volver a comenzar, solía darse cuenta de la futilidad de su condición de mujer cual en ninguna otra ocasión la sentía, y agradecida pensaba en Hugh Whitbread que poseía—y nadie podía ponerlo en duda—el arte de escribir cartas al Times.

 

Era un ser totalmente diferente a ella, con gran dominio del idioma; capaz de expresarse cual gusta a los directores de periódicos; y tenía pasiones a las que no se puede calificar sencillamente de codicia. Lady Bruton se abstenía a menudo de juzgar a los hombres, en deferencia a la misteriosa armonía que los hombres, pero no las mujeres, conseguían con respecto a las leyes del universo; sabían expresar las cosas; sabían lo que se decía; de manera que si Richard la aconsejaba, y Hugh escribía la carta, tenía la seguridad de que no se equivocaba. Así pues, dejó que Hugh comiera el soufflé; le preguntó por la pobre Evelyn; esperó a que los dos estuvieran fumando, y entonces dijo:

 

—Milly, ¿quiere ir a buscar los papeles?

 

Y la señorita Brush salió, regresó; dejó los papeles sobre la mesa; y Hugh sacó la estilográfica; su estilográfica de plata, que le había prestado servicios durante veinte años, dijo, mientras desenroscaba el capuchón. Se hallaba aún en perfecto estado; la había mostrado a los fabricantes; y no había razón alguna, dijeron, que indujera a creer que la pluma se estropearía algún día; todo lo cual, en cierto modo, honraba a Hugh y honraba los sentimientos que la pluma expresaba (éste era el sentir de Richard Dalloway), mientras Hugh comenzaba a escribir cuidadosamente letras mayúsculas, dentro de un círculo en el margen con lo cual estableció en forma maravillosa orden y sensatez en el desbarajuste de Lady Bruton, dándole una gramática tal que el director del Times, pensó Lady Bruton al ver la maravillosa transformación, forzosamente tenía que respetar. Hugh era lento. Hugh era pertinaz. Richard dijo que era preciso correr riesgos. Hugh propuso modificaciones en deferencia a los sentimientos de la gente que—dijo con intencionado retintín cuando Richard se rió—"debían tenerse en cuenta" y leyó en voz alta "en consecuencia, opinamos que ha llegado el momento oportuno. . . la superflua juventud de nuestra población en constante crecimiento... lo que debemos a los muertos...", lo cual Richard consideró no eran más que palabras vacías aunque, desde luego, inofensivas, y Hugh siguió garrapateando sentimientos, por orden alfabético, de la más alta nobleza, sacudiéndose la ceniza caída en el chaleco, y efectuando resúmenes, de vez en cuando, de los progresos hechos hasta el momento, y por fin leyó el borrador de una carta que Lady Bruton tuvo la certeza era una obra maestra ¿Cómo era posible que sus ideas sonaran así?

 

Hugh no podía garantizar que el director la publicara; sin embargo, almorzaría con cierta persona.

 

Ante lo cual, Lady Bruton, que rara vez decía zalamerías, se colocó los claveles de Hugh en el vestido; extendiendo los brazos hacia Hugh exclamó: "¡Mi Primer Ministro!" Realmente, Lady Bruton no sabía qué sería de ella sin aquellos dos hombres. Se levantaron. Y Richard Dalloway se apartó un poco, como de costumbre, para echar una ojeada al retrato del general, porque proyectaba, cuando tuviera tiempo libre, escribir una historia de la familia de Lady Bruton.

 

Y Millicent Bruton estaba muy orgullosa de su familia. Pero podían esperar, podían esperar, dijo, contemplando el cuadro; con lo que quería decir que su familia de militares, altos funcionarios y almirantes, había sido familia de hombres de acción que habían cumplido con su deber; y el primordial deber de Richard era para con la patria, aunque aquélla era una hermosa cara, dijo Lady Bruton; y todos los papeles estarían a disposición de Richard, en Aldmixton, cuando llegara el momento; quería decir el gobierno laborista.

 

—¡Ah, las noticias de la India!—,gritó.

 

Y entonces, mientras estaban en pie en el vestíbulo cogiendo amarillos guantes de un cuenco sobre la mesa de malaquita, y Hugh ofrecía a la señorita Brush con cortesía absolutamente innecesaria quizás una entrada para una función que no le interesaba ver o cualquier otro obsequio, y la señorita Brush, que odiaba esto desde lo más hondo de su corazón, se ruborizaba y quedaba con la cara más roja que un ladrillo, Richard, con el sombrero en la mano, se volvió hacia Lady Bruton y dijo:

 

—¿Te veremos esta noche, en nuestra fiesta?

 

Ante lo cual, Lady Bruton volvió a revestirse de aquella magnificencia que la redacción de la carta había hecho añicos. Quizá fuera; quizá no fuera. Clarissa estaba dotada de maravillosa energía. Las fiestas aterraban a Lady Bruton. Además, se estaba haciendo vieja. Esto confesó, en pie ante la puerta; hermosa; muy erguida; mientras su perro chino se desperezaba a su espalda, y la señorita Brush hacía mutis por el fondo, con las manos llenas de papeles.

 

Y Lady Bruton, imponente y mayestática, subió a su habitación y se tumbó, con un brazo extendido, en el sofá. Suspiró, roncó, pero esto no significaba que estuviera dormida, sino tan sólo soñolienta y pesada, soñolienta y pesada, como un campo de tréboles al sol de aquel cálido día de junio, con las abejas zumbando y las amarillas mariposas. Siempre regresaba a aquellos campos de Devonshire, donde había saltado riachuelos con Patty, su jaca, en compañía de Mortimer y Tom, sus hermanos. Y allí estaban los perros; allí estaban las ratas, allí estaban su padre y su madre en el césped, bajo los árboles, con el servicio de té, y los parterres de dalias, las malvas, las hortensias, las largas briznas de grama; ¡y ellos, los pequeños, siempre haciendo travesuras!; regresando, colándose por entre los arbustos, para que no les vieran con las ropas sucias o rotas, después de haber hecho alguna barbaridad ¡Y cómo se ponía la vieja niñera al ver cómo llevaba ella el vestido!

 

Y ahora se acordó de que era miércoles en Brook Street. Aquel par de excelentes amigos, Richard Dalloway y Hugh Whitbread, habían salido aquel cálido día a las calles cuyo gruñido llegaba hasta ella, yacente en el sofá. Tenía poder, posición, dinero. Había vivido en la vanguardia de su tiempo. Había tenido buenos amigos; había conocido a los hombres más capacitados de su tiempo. El rumoroso Londres ascendía hasta ella, y su mano, descansando en el respaldo del sofá, se cerró sobre un imaginario bastón de mando, cual los que hubieran podido sostener sus antepasados, y, con el bastón de mando en la mano, soñolienta y pesada, parecía mandar batallones camino del Canadá, y aquel par de buenos amigos caminaban por Londres, por territorio suyo, por aquella pequeña porción de alfombra, Mayfair.

 

Y se alejaron más y más de ella, unidos a ella por un delgado hilo (puesto que habían almorzado en su compañía) que se alargaba y alargaba, y se hacía más y más delgado a medida que caminaban por Londres; los amigos estaban unidos al cuerpo de una, después de almorzar con ellos, por un delgado hilo que (mientras se adormilaba) se hacía impreciso, en méritos del sonido de campanas, dando la hora o llamando a los fieles, tal como el hilo de la araña queda manchado por las gotas de agua y el peso le hace descender. Así se durmió.

 

Y Richard Dalloway y Hugh Whitbread dudaron al llegar a la esquina de Conduit Street, en el mismo instante en que Millicent Bruton, yacente en el sofá, permitió que el hilo se rompiera; roncaba. Vientos contrarios chocaban en la esquina. Miraron el escaparate de una tienda; no deseaban comprar ni hablar, sino separarse, pero con vientos contrarios estrellándose en la esquina, con una especie de detención de las mareas del cuerpo, dos fuerzas que, al encontrarse, forman un remolino, mañana y tarde, se detuvieron. Un cartel de periódico se elevó en el aire, valerosamente, como una cometa al principio luego se detuvo, giró, se estremeció; y un velo de señora quedó colgando. Los toldos amarillos temblaron. La velocidad del tránsito matutino había disminuido y carros aislados avanzaban traqueteando descuidadamente por calles medio vacías. En Norfolk, en que Richard Dalloway medio pensaba, una suave y cálida brisa impulsó hacia atrás los pétalos, impuso confusión en las aguas, onduló floridos céspedes. Los segadores, que se habían tumbado bajo los arbustos para reposar durmiendo del trabajo de la mañana, abrieron cortinas de hojas verdes; apartaron temblorosas hojas para ver el cielo; el azul, el fijo, el llameante cielo veraniego.

 

Dándose cuenta de que contemplaba una jarra de plata, con dos asas, del período del rey Jacobo, y de que Hugh Whitbread admiraba condescendiente, con aire de entendido, una gargantilla española, cuyo precio pensaba preguntar por si acaso le gustaba a Evelyn, Richard tenía aún una sensación de torpor; no podía pensar ni moverse. La vida había arrojado aquellos restos de naufragio; escaparates repletos de objetos multicolores, y uno estaba en pie paralizado por el letargo de los viejos, envarado por la rigidez de los viejos, mirando. A Evelyn Whitbread quizá le gustara comprar aquella gargantilla española, sí, quizá. Tenía que bostezar. Hugh se disponía a entrar en la tienda.

 

—¡Buena idea! —dijo Richard, y le siguió.

 

Bien sabía Dios que no le gustaba ir por el mundo comprando gargantillas con Hugh. Pero el cuerpo tiene sus mareas. La mañana se encuentra con la tarde. A bordo de una frágil chalupa en aguas profundas, muy profundas, el bisabuelo de Lady Bruton, sus memorias y sus campañas en América del Norte naufragaron y se hundieron. Y Millicent Bruton también. Se hundió. A Richard le importaba un pimiento la Emigración; le importaba un pimiento aquella carta, y que el director la publicara o no. La gargantilla colgaba entre los admirables dedos de Hugh. Que se la diera a una muchacha si debía comprar joyas, a cualquier muchacha, cualquier muchacha de la calle. Sí, porque la inutilidad de esta vida impresionaba ahora muy fuertemente a Richard. Comprar gargantillas para Evelyn. Si hubiera tenido un hijo, le hubiera dicho: Trabaja, trabaja. Pero tuvo a su Elizabeth; adoraba a su Elizabeth.

 

—Quisiera ver al señor Dubonnet—dijo Hugh con su acento seco y mundano.

 

Al parecer, este señor Dubonnet tenía la medida del cuello de Evelyn o, más raro aún, sabía sus gustos en materia de joyas españolas, y lo que poseía en este renglón (cosa que Hugh no recordaba). Todo lo cual le parecía horriblemente extraño a Richard Dalloway. Porque nunca ofrecía regalos a Clarissa, salvo una pulsera, hacía dos o tres años, que no había sido un éxito. Nunca la llevaba. Le dolía recordar que nunca la llevaba. Y tal como el hilo de una araña, después de andar vacilando de un sitio a otro, se une a la punta de una hoja, el pensamiento de Richard, saliendo de su letargo, se fijó en su esposa, Clarissa, a quien Peter Walsh tan apasionadamente había amado; y Richard había tenido una repentina visión de ella, allá, durante el almuerzo; de él y de Clarissa; de su vida en común; y se acercó la bandeja de joyas antiguas, y cogiendo ora este broche, ora ese anillo, preguntó:

 

—¿Cuánto vale esto?

 

Pero dudaba de su gusto. Deseaba abrir la puerta de la sala de estar y entrar con algo en la mano; un regalo para Clarissa. Pero, ¿qué? Hugh volvía a estar en pie. Se comportaba con indecible altanería. Realmente, después de ser cliente durante treinta y cinco años, no estaba dispuesto a ser despachado por un simple muchacho que no conocía el oficio. Porque al parecer Dubonnet estaba fuera, y Hugh no pensaba comprar nada hasta que el señor Dubonnet disidiera estar presente; ante lo cual, el joven dependiente se ruborizó, y se inclinó en breve y correcta reverencia. Todo fue perfectamente correcto. ¡Pero ni para salvar su vida hubiera dicho Richard algo parecido! No podía concebir cómo era posible que aquella gente tolerara semejantes insolencias. Hugh se estaba convirtiendo en un intolerable asno. Richard Dalloway no podía soportar su trato durante más de media hora. Y, levantando en el aire el sombrero hongo a modo de despedida, Richard dobló ansioso la esquina de Conduit Street, sí, muy ansioso de recorrer aquel hilo de araña que le unía a Clarissa; acudiría directamente al lado de Clarissa, en Westminster.

 

Pero quería llegar con algo. ¿Flores? Sí, flores, porque no confiaba en su gusto en materia de oro; cualquier cantidad de flores, rosas, orquídeas, para celebrar lo que, pensándolo bien, era un acontecimiento; aquello que sintió por Clarissa cuando hablaron de Peter Walsh durante el almuerzo; y nunca hablaban de aquel sentimiento; durante años no habían hablado de él; lo cual, pensó, sosteniendo en la mano las rosas rojas y blancas (gran ramo con papel de seda) es el mayor error del mundo Llega el momento en que no puede decirse; la timidez se lo impide a uno, pensó, embolsándose los seis o doce peniques de cambio, y poniéndose en marcha, con el gran ramo de flores sostenido contra el cuerpo, camino de Westminster, le impide a uno decir directamente, en las palabras justas (pensara ella lo que pensara de él), ofreciendo las flores, "Te quiero". ¿Por qué? Realmente era un milagro, si se tenía en cuenta la guerra y los miles de pobres muchachos, con toda la vida por delante, enterrados juntos, ya medio olvidados; era un milagro. Y ahí estaba él, caminando por Londres, para decir a Clarissa en las palabras justas que la amaba. Lo cual uno nunca dice, pensó. En parte, uno es perezoso; en parte, uno es tímido. Y Clarissa... Era difícil pensar en ella; salvo a ráfagas, como ocurrió durante el almuerzo, cuando la vio con total claridad; toda su vida juntos. Se detuvo en el cruce, y repitió, debido a que era sencillo por naturaleza y de buenas costumbres, ya que se había dedicado al excursionismo y a la caza; debido a ser pertinaz y tozudo, ya que había defendido a los humildes y había seguido el dictado de sus instintos en la Cámara de los Comunes; debido a haber conservado su sencillez, aunque al mismo tiempo se había transformado en un ser un tanto callado y rígido, repitió que era un milagro que se hubiera casado con Clarissa; un milagro, su vida había sido un milagro, pensó; mientras dudaba si cruzar o no. Le hacía hervir la sangre en las venas el ver a criaturitas de cinco o seis años cruzar Piccadilly solas. La policía hubiera debido detener el tránsito inmediatamente. Pero no se hacía la menor ilusión acerca de la policía de Londres. En realidad, estaba formando una lista de los errores policiales; y tampoco debía permitirse que aquellos vendedores ambulantes montaran su tenderete en las calles; y las prostitutas, Dios santo, que la culpa no era de ellas, ni tampoco de los muchachos, sino de nuestro detestable sistema social y todo lo demás; en todo lo cual pensaba, se veía que lo pensaba, mientras gris, firme, pulido, limpio, cruzaba el parque, camino de decir a su esposa que la amaba.

 

Sí, porque lo diría con estas mismas palabras, cuando entrara en la estancia. Porque es una lástima muy grande no decir nunca lo que uno siente, pensó, mientras cruzaba Green Park y observaba con placer a familias enteras, familias pobres, tumbadas a la sombra de los árboles; niños pataleando, chupando leche; bolsas de papel tiradas aquí y allá, que podían ser fácilmente recogidas (si alguien protestaba), por uno de aquellos obesos caballeros de uniforme; sí, ya que opinaba que todos los parques y todas las plazas, durante los meses de verano, debían quedar abiertos a los niños (el césped del parque se aclaraba y marchitaba, iluminando a las pobres madres de Westminster y a sus hijos que andaban a gatas, como si bajo él se moviera una lámpara amarilla). Pero no sabía lo que podía hacerse en beneficio de las vagabundas, como aquella pobre mujer recostada, apoyada con el codo en el suelo (corno si se hubiera arrojado al suelo, desembarazada de todos los vínculos, para observar con curiosidad, especular con osadía, considerar los porqué y por lo tanto, con descaro, lacia la boca, humorísticamente). Llevando el ramo de flores como un arma, Richard Dalloway se acercó a la vagabunda; observándola, pasó decidido junto a ella; pero hubo tiempo para que se produjera una chispa entre los dos. La vagabunda rió al verle, y él sonrió con buen humor, considerando el problema de las vagabundas; a pesar de que no se quejaban. Pero diría a Clarissa que la amaba, así, lisa y llanamente. Tiempo hubo en que tuvo celos de Peter Walsh; celos de él y de Clarissa. Pero a menudo le había dicho Clarissa que acertó al no casarse con Peter Walsh; lo cual, conociendo a Clarissa, era evidentemente verdad; necesitaba apoyo. No era débil, pero necesitaba apoyo.

 

En cuanto al Palacio de Buckingham (una vieja prima donna frente al público, toda de blanco vestida), no se le podía negar cierta dignidad, pensó, ni despreciar lo que, a fin de cuentas, representa para millones de individuos (una pequeña multitud esperaba en la puerta ver salir al Rey en automóvil), un símbolo, a pesar de que sea absurdo; un niño con un montón de ladrillos hubiera obtenido mejores resultados, pensó; mirando el monumento a la Reina Victoria (a la que recordaba haber visto, con sus gafas de concha, pasando en coche por Kensington), con su blanca base, su claro aire maternal; pero le gustaba vivir bajo el cetro de los descendientes de Horsa, le gustaba la continuidad, y este ir pasando a las generaciones las tradiciones del pasado. Era una gran época. Y, en realidad, su propia vida era un milagro; sí, debía reconocerlo sin sombra de duda; ahí estaba él, en el mejor momento de su vida, camino de su casa de Westminster, para decir a Clarissa que la amaba. La felicidad es esto, pensó.

 

Es esto, dijo, al entrar en Dean's Yard. El Big Ben comenzaba a sonar, primero el aviso, musical; luego la hora, irrevocable. Las invitaciones a almorzar destrozan la tarde entera, pensó, acercándose a la puerta de su casa.

 

El sonido del Big Ben inundó la sala de estar de Clarissa, en donde estaba sentada, enfadada, ante el escritorio; preocupada; enfadada. Era totalmente cierto que no había invitado a la fiesta a Ellie Henderson, pero lo había hecho adrede. Y ahora la señora Marsham le había escrito que había dicho a Ellie Henderson que le pediría a Clarissa que la invitara, porque Ellie Henderson tenía muchas ganas de ir a la fiesta.

 

Pero, ¿es que tenía que invitar a sus fiestas a todas las mujeres aburridas de Londres? ¿Y por qué tenía que mezclarse la señora Marsham en aquel asunto? Y ahí estaba Elizabeth, encerrada todo este tiempo con Doris Kilman. No podía imaginar nada más nauseabundo. Rezar a esta hora, con aquella mujer. Y el sonido del timbre invadió la estancia con su onda melancólica; retrocedió, y se recogió sobre sí mismo para volver a caer una vez más, y en este momento Clarissa oyó, con desagrado, como un rumor o un roce en la puerta. ¿Quién podía ser a aquella hora? ¡Dios santo, las tres! ¡Ya eran las tres! Sí, ya que con avasalladora franqueza y dignidad el reloj había dado las tres; y Clarissa no oyó nada más; pero la manecilla de la puerta giró, ¡y entró Richard! ¡Qué sorpresa! Entró Richard, con un ramo de flores en la mano. Una vez se había portado mal con Richard, en Constantinopla; y Lady Bruton, cuyos almuerzos se decía eran extraordinariamente divertidos no la había invitado. Él le ofrecía las flores, rosas, rojas y blancas rosas. (Pero Richard no consiguió decirle que la amaba; no con estas palabras.)

 

Pero qué hermosas, dijo Clarissa cogiendo las flores. Había comprendido; había comprendido sin necesidad de que él hablara; su Clarissa. Las puso en jarrones sobre la repisa del hogar. Qué hermosas son, dijo. ¿Y ha sido divertido?, preguntó. ¿Había preguntado Lady Bruton por ella? Peter Walsh había regresado. La señora Marsham le había escrito. ¿Debía invitar a Ellie Henderson? Aquella mujer, la Kilman, estaba arriba.

 

—Sentémonos durante cinco minutos—dijo Richard.