La señora Dalloway 8 Octava entrega
de Virginia Woolf

La señora Dalloway 8 Octava entrega

 

 

Fuente valvanera. Los papeles estaban atados. Nadie los cogería. Rezia iba a esconderlos.

 

Y Rezia dijo que nada podría separarlos. Estaba sentada a su lado y le llamó por el nombre de aquel halcón o cuervo que, siendo maligno y gran destructor de cosechas, se parecía a él precisamente. Nadie podría separarlos, dijo Rezia.

 

Después se levantó y entró en el dormitorio para hacer las maletas, pero, al oír voces en el piso inferior y pensar que quizá había llegado el doctor Holmes salió corriendo para evitar que subiera.

 

Septimus la oyó hablando con Holmes en la escalera.

 

—Mi querida señora, he venido en calidad de amigo— decía Holmes.

 

—No. No permitiré que vea a mi marido —dijo Rezia.

 

Septimus la imaginaba, como una pequeña gallina, abierta las alas, impidiendo el paso a Holmes. Pero él insistió.

 

—Mi querida señora, permítame... —dijo Holmes, apartando a Rezia (Holmes era un hombre fornido).

 

Holmes subía la escalera. Holmes abría violentamente la puerta. Holmes diría: "¿Conque aterrorizado, eh?" Y le atraparía. Pero no; no sería Holmes; ni sería Bradshaw. Levantándose un tanto vacilante, en realidad saltando de un pie a otro, Septimus se fijó en en el hermoso y limpio cuchillo de cortar el pan de la señora Filmer, con la palabra "Pan" grabada en el mango. Ah, no, no debía ensuciarlo. ¿El gas? Era ya demasiado tarde. Holmes se acercaba. Navajas barberas sí las tenía, pero Rezia, que siempre hacía cosas así, ya las había metido en la maleta. Sólo quedaba la ventana, la amplia ventana de la casa de huéspedes de Bloomsbury; y el cansado, molesto y un tanto melodramático asunto de abrir la ventana y tirarse abajo. Esta era la idea que ellos tenían de lo que es una tragedia, no él o Rezia (Rezia estaba a su lado). A Holmes y a Bradshaw les gustaba esa clase de asuntos. (Septimus se sentó en el alféizar.) Pero esperaría hasta el último instante. No quería morir. Vivir era bueno. El sol, cálido. ¿Sólo eres humano? Mientras bajaba la escalera, enfrente, un viejo se detuvo y le miró. Holmes estaba ante la puerta.

 

—¡Debo entrar! —gritó, y violentamente, vigorosamente, avanzó hacia la sala de la señora Filmer.

 

Al abrir con brusquedad la puerta, el doctor Holmes gritó:

 

—¡El cobarde!

 

Rezia corrió a la ventana, vio; comprendió. El doctor Holmes y la señora Filmer chocaron. La señora Filmer se quitó el delantal y tapó los ojos de Rezia en el dormitorio. Hubo muchas corridas, escalera arriba, escalera abajo. El doctor Holmes entró, blanco como una sábana, todo él tembloroso, con un vaso en la mano. Rezia tenía que ser valiente y beber algo, dijo (¿qué era?, ¿sería dulce?), porque su marido estaba horriblemente herido, no recobraría el conocimiento. Rezia no debía verle, debía ahorrarse cuantos sufrimientos pudiera, tendría que soportar la investigación judicial, pobre mujer. ¿Quién hubiera podido preverlo? Un impulso repentino no cabía culpar a nadie (dijo el doctor Holmes a la señora Filmer). Y por qué diablos lo hizo; el doctor Holmes no podía entenderlo.

 

A Rezia le parecía, mientras bebía el dulce líquido, que estaba abriendo alargadas ventanas, y por ellas salía a cierto jardín. Pero, ¿dónde? El reloj daba la hora, una, dos, tres, cuán sensato era el sonido; comparado con esos sordos golpes y murmullos; como el propio Septimus. Rezia se estaba durmiendo. Pero el reloj siguió sonando, cuatro, cinco, seis, y la señora Filmer, agitando su delantal (¿no trasladarían el cuerpo aquí, verdad?), parecía formar parte de aquel jardín; o una bandera. Rezia había visto una bandera ondeando lentamente en un mástil, cuando estuvo en casa de su tía, en Venecia. A los hombres muertos en la guerra se les saludaba así, y Septimus había estado en la guerra. Los recuerdos de Rezia eran casi todos felices.

 

Se puso el sombrero y cruzó corriendo campos de trigo—¿dónde podía ser?—hasta llegar a una colina, en algún lugar cerca del mar, puesto que había barcos, gaviotas y mariposas; se sentaron en un acantilado. También en Londres se sentabas allí, y medio entre sueños, a través de la puerta del dormitorio, le llegó el caer de la lluvia, murmullos, movimientos entre trigo seco, la caricia del mar que, le parecía a Rezia, los alojaba en su arqueada concha y, murmurando en su oído, la dejaba en la playa, donde se sentía como derramada, como flores volando sobre una tumba.

 

Sonriendo a la pobre vieja que la protegía con sus honrados ojos azul claro fijos en la puerta (¿no lo trasladarían aquí, verdad?), Rezia dijo:

 

—Ha muerto.

 

Pero la señora Filmer le quitó importancia al asunto. ¡Oh, no, oh, no! Ahora se lo llevaban. Esto era algo que Rezia debía saber. Los casados tienen que estar juntos, pensaba la señora Filmer. Sin embargo había que hacer lo que los médicos mandaban.

 

—Dejémosla dormir —dijo el doctor Holmes, tomándole el pulso.

 

Rezia vio la maciza silueta del doctor Holmes recortada en negro contra la ventana. Sí, aquel hombre era el doctor Holmes.

 

Uno de los triunfos de la civilización, pensó Peter Walsh. Esto es uno de los triunfos de la civilización, mientras oía el alto y ligero sonido de la campana de la ambulancia. Rápida, limpia, la ambulancia se dirigía veloz al hospital, después de haber recogido instantánea y humanamente a algún pobre diablo; a algún tipo golpeado en la cabeza, abatido por la enfermedad, atropellado quizás hacía un minuto en alguna de aquellas encrucijadas, cosa que puede ocurrirle a uno mismo. Esto era la civilización. Le sorprendió, al llegar de Oriente, la eficiencia, la organización, el espíritu comunitario de Londres. Todos los coches y carruajes, por propia y libre voluntad, se echaban a un lado para dar paso a la ambulancia. Quizá fuese morboso, o quizá fuera un tanto conmovedor, el respeto que mostraban hacia aquella ambulancia, con la víctima dentro, los ajetreados hombres que regresaban presurosos al hogar, pero que instantáneamente, al pasar la ambulancia, pensaban en alguna esposa; y cabía presumir que muy fácilmente hubieran podido ser ellos quienes se encontraran tumbados en una mesa, con un médico y una enfermera . Sí, pero pensar devenía morboso, sentimental, y uno comenzaba a evocar médicos y cadáveres; cierto calorcillo de placer, cierto gusto, también, producidos por las impresiones visuales, le aconsejaban a uno no prolongar aquella actitud, fatal para el arte, fatal para la amistad. Cierto. Y sin embargo, pensó Peter Walsh, mientras la ambulancia doblaba la esquina, aun cuando el alto y ligero sonido de la campana podía oírse en la calle siguiente, e incluso mas lejos, al cruzar Tottenham Court Road, sonando sin cesar, es el privilegio de la soledad; en la intimidad, uno puede hacer lo que le dé la gana. Si nadie le veía a uno, uno podía llorar. Había sido la causa de sus males esta susceptibilidad— en la sociedad angloindia; no llorar en el momento oportuno, y tampoco reír. Es algo que llevo dentro de mí, pensó, en pie junto al buzón, algo que ahora puede resolverse en lágrimas. Sólo Dios sabe por qué. Probablemente se debe a cierta especie de belleza, y al peso del día que, comenzando con aquella visita a Clarissa, le había agotado con su calor, su intensidad, y el goteo, goteo de una impresión tras otra, descendiendo a aquel sótano en que se encontraban, profundo y oscuro, sin que nadie jamás pudiera saberlo. En parte por esta razón, por su carácter secreto, completo e inviolable, la vida le había parecido un desconocido jardín, lleno de vueltas y esquinas, sorprendente, sí; realmente le dejaban a uno sin resuello, aquellos momentos; y acercándose a él, allí, junto al buzón frente al Museo Británico, había uno, un momento, en el que las cosas se juntaban; esta ambulancia; y la vida y la muerte. Era como si fuese aspirado hacia arriba, hasta un tejado muy alto, por una oleada de emoción, y el resto de su persona, como una playa moteada de blancas conchas quedara desierto. Había sido la causa de sus males en la sociedad angloindia, esta susceptibilidad.

 

Clarissa, viajando en el piso superior de un autobús yendo con él a algún sitio, Clarissa, por lo menos en la superficie, tan fácilmente impresionable, ora desesperada, ora con sumo optimismo, siempre vibrante en aquellos días, y tan buena compañía, descubriendo pequeñas escenas, nombres, gente, desde el piso superior de un autobús, sí, ya que solían explorar juntos Londres, y regresar con bolsas repletas de tesoros comprados en el mercado escocés, Clarissa tenía, en aquellos días, una teoría, tenían los dos montones de teorías, siempre teorías, cual tienen los jóvenes. Explicaba la insatisfacción que sentían; de no conocer a la gente; de no ser conocidos. Sí, ya que ¿cómo iban a conocerse entre sí? Se veían todos los días; luego no se veían en seis meses o en años. Era insatisfactorio, acordaron, lo poco que se conocía a la gente. Pero, dijo Clarissa, sentada en el autobús que ascendía por Shaftesbury Avenue, ella se sentía en todas partes; no "aquí, aquí, aquí"; y golpeó el respaldo del asiento; sino en todas partes. Clarissa agitó la mano, mientras ascendían por Shaftesbury Avenue. Ella era todo aquello. De manera que, para conocer a Clarissa, o para conocer a cualquiera, uno debía buscar a la gente que lo completaba; incluso los lugares. Clarissa tenía raras afinidades con personas con las que nunca había hablado, con una mujer en la calle, un hombre tras un mostrador, incluso árboles o graneros. Y aquello terminaba con una teoría trascendental que, con el horror de Clarissa a la muerte, le permitía creer, o decir que creía (a pesar de todo su escepticismo) que, como sea que nuestras apariencias, la parte de nosotros que aparece, son tan momentáneas en comparación con otras partes, partes no vistas, de nosotros, que ocupan amplio espacio, lo no visto puede muy bien sobrevivir, ser en cierta manera recobrado, unido a esta o aquella persona, e incluso merodeando en ciertos lugares, después de la muerte. Quizá, quizá.

 

Recordando su larga amistad de casi treinta años con Clarissa, su teoría resultaba válida. A pesar de que sus encuentros fueron breves, fragmentados y a menudo penosos, y debían tenerse también en cuenta las ausencias de Peter y las interrupciones (por ejemplo, esta mañana entró Elizabeth, como una piernilarga potranca, guapa y tonta, precisamente cuando él comenzaba a hablar a Clarissa), el efecto de los mismos en su vida era inconmensurable. Había cierto misterio en ello. Uno recibía una semilla, aguda, cortante, incómoda, que era el encuentro en sí; casi siempre horriblemente penoso; pero en la ausencia, en los más improbables lugares, la semilla florecía, se abría, derramaba su aroma, le permitía a uno tocar, gustar, mirar alrededor, tener la sensación total del encuentro, su comprensión, después de haber permanecido años perdido. De esta manera regresaba Clarissa a él; a bordo de un barco; en el Himalaya; evocada por los más raros objetos (del mismo modo, Sally Seton, ¡ave generosa y entusiasta!, pensaba en él cuando veía hortensias azules). Clarissa había ejercido en él más influencia que cualquier otra persona, entre todas las que había conocido. Y siempre de esta manera, yendo a él sin que él lo deseara, fría, señorial, crítica; o arrebatadora, romántica, evocando un campo inglés o una cosecha. La veía casi siempre en el campo, no en Londres. Una escena tras otra en Bourton. . .

 

Había llegado a su hotel. Cruzó el salón con los montículos de los sillones y sofás rojizos, con sus plantas de hojas en forma de punta de lanza y de marchito aspecto. Descolgó del clavo la llave. La señorita le dio unas cuantas cartas. Subió. La veía casi siempre en Bourton, a fines de verano, cuando él pasaba allí una semana, e incluso dos como hacía la gente en aquellos tiempos. Primero, en la cumbre de una colina, en pie, con las manos en el cabello agitado el manto por el viento, señalando, gritándoles. Abajo, veía el Severn. O bien en el bosque, poniendo el cazo a hervir, con dedos muy torpes; el humo se inclinaba en una reverencia, y les daba en la cara; y tras el humo aparecía la carita rosada de Clarissa; o pidiendo agua en una casita de campo a una vieja, que salía a la puerta para verles partir. Ellos iban siempre a pie; los otros, en carruaje. Le aburría ir en carruaje, todos los animales le desagradaban, salvo aquel perro. Millas de carretera recorrían. Ella se detenía para orientarse, le guiaba a través de los campos; y siempre discutían, hablaban de poesía, hablaban de gente, hablaban de política (en aquel entonces Clarissa era radical); no se daba cuenta de nada salvo cuando ella se detenía, lanzaba una exclamación ante una vista o un árbol, y le invitaba a mirarlo con ella; y seguían adelante, a través de campos con maleza, ella delante, con una flor para su tía, sin cansarse jamás de caminar pese a lo delicada que era; para ir a parar a Bourton, al ocaso. Luego, después de la cena, el viejo Breitkopf abría el piano y cantaba sin rastro de voz, y ellos, hundidos en sendos sillones, se esforzaban en no reír, pero siempre cedían y se echaban a reír, a reír de nada. Suponían que Breitkopf no se daba cuenta. Y luego, por la mañana, paseaban arriba y abajo, ante la casa, como nevatillas...

 

¡Carta de ella! El sobre azul; y aquella era su letra. Y tendría que leerla. He aquí otro encuentro que sería penoso. Leer aquella carta requería efectuar un tremendo esfuerzo. "Cuán delicioso había sido verle. Tenía que decírselo." Esto era todo.

 

Pero le alteró. Le enojó. Hubiera preferido que no le hubiese escrito. Aquella carta, después de sus pensamientos, era como un codazo en las costillas. ¿Por qué no le dejaba a solas y en paz? A fin de cuentas, se había casado con Dalloway, y había vivido con él en perfecta felicidad todos aquellos años.

 

Estos hoteles, no son lugares reconfortantes. Ni mucho menos. Innúmeras personas habían colgado el sombrero en aquellos colgadores. Incluso las moscas, a poco que uno pensara en ello, se habían posado en otras narices. Y, en cuanto a aquella limpieza que le hería la vista, no era limpieza sino, antes bien, desnudez, frigidez; algo obligado. Seguramente una árida matrona recorría el lugar al alba, olisqueando, mirando, obligando a muchachas con la nariz azul a fregar, fregar y fregar, como si el próximo visitante fuera una tajada de carne que se debía servir en bandeja perfectamente limpia. Para dormir, una cama; para sentarse, un sillón; para limpiarse los dientes y afeitarse el mentón, un vaso, un espejo. Los libros, las cartas, la bata, descansaban aquí y allá, en la impersonalidad del lugar, como incongruentes impertinencias. Y era la carta de Clarissa la causa de que viera todo lo dicho. "Cuán delicioso ha sido verte. Tenía que decirlo." Dobló el papel, lo apartó de sí, ¡nada le induciría a volverlo a leer!

 

Para que la carta le llegara a las seis, forzosamente tuvo que haberse sentado a escribirla inmediatamente después de que él se fuera, ponerle el sello, y ordenar a alguien que la echara al buzón. Era, como la gente suele decir, muy propio de ella. Su visita la había impresionado. Habían sido fuertes los sentimientos; por un momento, cuando Clarissa le besó la mano, Clarissa lamentó, incluso le envidió, posiblemente recordó (lo vio en su mirada) algo que él había dicho, quizá que entre los dos cambiarían el mundo si accedía a casarse con él; en tanto que ahora era esto; era la media edad; era la mediocridad; luego Clarissa se obligó a sí misma, con su indomable vitalidad, a echar a un lado todo lo anterior, por cuanto había en ella una fibra vital que en cuanto a dureza, resistencia, capacidad de salvar obstáculos y de llevarla triunfalmente adelante, superaba en mucho todo lo que Peter había visto en su vida. Sí, pero se había producido una reacción en cuanto él salió del cuarto. Había sentido sin duda una terrible lástima de él; había pensado qué podría hacer para complacerle (cualquier cosa menos la única eficaz), y Peter Walsh la veía con las lágrimas resbalándole por las mejillas, yendo a la mesa escritorio y escribiendo veloz aquella línea que le había dado la bienvenida al llegar. .. "¡Delicioso verte!" Y era sincera.

 

Ahora Peter Walsh se desató los cordones de las botas.

 

Pero no hubiese sido un éxito, su matrimonio. Lo otro, a fin de cuentas, se producía de una forma mucho más natural.

 

Era raro, era verdad; muchas personas lo sentían. Peter Walsh, que había vivido respetablemente, que había desempeñado los usuales cargos con competencia, que despertaba simpatías, aunque se le consideraba un tanto excéntrico y petulante, era raro, sí, que él hubiera tenido, especialmente ahora que su cabellera gris, cierto aspecto de satisfacción, aspecto de contar con reservas. Y esto era lo que le daba atractivo ante las mujeres, a quienes les gustaba la sensación de que Peter Walsh no era totalmente viril. Había algo insólito en él, había algo detrás de él. Quizá fuera su afición a los libros; cuando iba de visita, siempre cogía el libro que había sobre la mesa (ahora leía, con los cordones de las botas arrastrando por el suelo); quizá se debiera a que era un caballero, lo cual se veía en la manera en que sacudía la cazoleta de la pipa para vaciar la ceniza, y, desde luego, en sus modales al tratar con mujeres. Y era encantador, y absolutamente ridículo, ver cómo cualquier chica sin un gramo de sentido común le manejaba a su antojo con la más pasmosa facilidad. Aunque la chica tenía que aceptar los riesgos inherentes. Es decir, pese a lo fácil que era el trato con él, y a que con su alegría y buena crianza su compañía resultaba fascinante, también en esto tenía sus límites. Ella decía algo; pues no, no; Peter Walsh veía la falacia. Aquello no lo toleraba; no, no. Y, luego, era capaz de gritar y de estremecerse de la risa por un chiste entre hombres. Era el mejor juez de gastronomía, en la India. Era un hombre. Pero no la clase de hombre al que es preciso respetar; lo cual era un alivio; no era como el mayor Simmons, por ejemplo; no, ni mucho menos, pensaba Daisy cuando, a pesar de sus dos hijos pequeños, solía compararlos.

 

Se quitó lás botas. Se vació los bolsillos. Con su cortaplumas salió la foto de Daisy en la terraza; Daisy, toda ella de blanco, con un fox-terrier en las rodillas; muy atractiva, muy morena; la mejor que de ella había visto.

 

A fin de cuentas, había ocurrido de una forma muy natural; mucho más natural que con Clarissa. Sin problemas. Sin enojos. Sin fintas ni escarceos. Todo viento en popa. Y la morena, adorablemente linda muchacha en la terraza exclamó (le parecía oírla) desde luego, desde luego, a él se lo daría todo, gritó (carecía del sentido de la discreción), todo lo que él quisiera, gritó, corriendo a su encuentro, fuera quien fuese el que les viera. Y sólo tenía veinticuatro años. Y tenía dos hijos. ¡Bien, bien!

 

Bueno, la verdad era que Peter Walsh se había metido en un buen lío, a su edad. Y se percataba de ello con gran claridad, cuando despertaba por la noche. ¿Y si se casaban? Para él sería magnífico, pero ¿para ella? La señora Burgess, buena persona y nada dada a la murmuración, con la que se había confesado, consideraba que su ausencia en Inglaterra, con el motivo de consultar con los abogados, podía dar lugar a que Daisy meditara más detenidamente su decisión, pensara en lo que significaba. Se trataba de la posición de Daisy, dijo la señora Burgess; de las barreras sociales; de renunciar a sus hijos. En menos que canta un gallo quedaría viuda, y arrastrándose por los suburbios, o, más probablemente aún, promiscua (ya sabe, dijo la señora Burgess, cómo acaban estas mujeres, tan pintadas). Pero Peter Walsh quitó importancia a todo lo anterior. Todavía no tenía el proyecto de morirse. De todos modos, Daisy debía decidir por sí misma; juzgar por sí misma, pensaba Peter Walsh, paseando en calcetines por el cuarto, alisando la camisa de etiqueta, ya que quizá fuera a la fiesta de Clarissa, o quizá fuera a un concierto, o quizá se quedara y leyera un libro absorbente escrito por un hombre al que había conocido en Oxford. Y si se retiraba, esto era lo que haría, escribir libros. Iría a Oxford y trabajaría en la biblioteca Bodleian. En vano la morena y adorablemente linda muchacha corrió hasta el extremo de la terraza; en vano agitó la mano; en vano gritó que le importaba un pimiento lo que dijera la gente. Y allí estaba él a quien Daisy consideraba el hombre más importante dei mundo, el perfecto caballero, el hombre fascinante, distinguido (y su edad carecía en absoluto de importancia para Daisy), paseando por una habitación de hotel de Bloomsbury, afeitándose, lavándose, pensando en continuar, mientras cogía frascos y dejaba navajas, sus búsquedas en la Bodleian, para averiguar la verdad con respecto a uno o dos asuntos que le interesaban. Y sostendría charlas con quien fuera, de manera que perdería más y más el respeto a la exactitud de la hora de almorzar, y faltaría a las citas; y cuando Daisy le pidiera, como le pediría sin duda, un beso, se produciría una escena, por no estar él a la altura debida (pese a que verdaderamente la quería), y, en resumen, sería mucho mejor, tal como dijo la señora Burgess, que Daisy se olvidara de él, o sencillamente que le recordara tal como era en el mes de agosto de 1922, como una figura en pie en el cruce de carreteras, al ocaso, que se hace más y más lejana a medida que el coche se aleja, con Daisy bien asentada en él, segura, pese a que va con los brazos extendidos; y Daisy ve cómo la figura se hace imprecisa y desaparece, aun cuando sigue gritando que es capaz de hacer cualquier cosa, cualquier cosa, cualquier cosa...

 

Peter Walsh nunca sabía lo que la gente pensaba. Y le era más y más difícil concentrarse. Se transformaba en un hombre absorto; se transformaba en un hombre entregado a sus propios problemas; ya ceñudo, ya alegre; pendiente de las mujeres, distraído, de humor variable, menos y menos capaz de entender (esto pensaba mientras se afeitaba) por qué razón Clarissa no podía, sencillamente, encontrarles una vivienda y tratar a Daisy con amabilidad; presentarla a gente. Y, entonces, él podría. . . ¿qué? Podría vagar y perder el tiempo (como estaba haciendo en aquellos momentos, ocupado en buscar varias llaves, papeles), elegir y gustar, estar solo, en resumen, ser autosuficiente; y sin embargo nadie desde luego dependía tanto de los demás (se abrochó el chaleco); esto había sido la causa de todos sus males. Era incapaz de no frecuentar los lugares de reunión de hombres, le gustaban los coroneles, le gustaba el golf, le gustaba el bridge, y sobre todo le gustaba el trato con las mujeres, la belleza de su compañía, y la fidelidad, audacia y grandeza de su manera de amar que, a pesar de tener sus inconvenientes, le parecía (y la morena y adorablemente linda cara estaba encima de los sobres) admirable, una flor espléndida que crecía en lo mejor de la vida humana, y sin embargo él no podía estar a la altura de las circunstancias, ya que tenía tendencia a ver más allá de las apariencias (Clarissa había socavado con carácter permanente cierto aspecto suyo), y a cansarse muy fácilmente de la muda devoción, y a desear variedad en el amor, pese a que se enfurecería si Daisy amara a otro, ¡sí, se enfurecería, ya que era celoso, desbordadamente celoso por temperamento. ¡Sufría horrores! Pero, ¿dónde estaban su cortaplumas, su reloj, sus sellos, su cartera, y la carta de Clarissa que no volvería a leer pero en la que le gustaba pensar, y la foto de Daisy? Y ahora a cenar.

 

Estaban comiendo.

 

Sentados alrededor de mesas con un florero, vestidos de etiqueta o no, con sus chales y bolsos al lado, con su falso aire de compostura, porque no estaban acostumbrados a comer tantos platos en la cena; y de confianza, porque podían pagar; y de tensión, porque se habían pasado el día haciendo compras y visitando monumentos en Londres; y de natural curiosidad, porque alzaron la vista y miraron alrededor cuando entró el agradable caballero con las gafas de armazón de concha; y de buena voluntad, porque con gusto prestarían pequeños servicios, cual entregar un horario de trenes, o dar cualquier información útil; y del deseo, que latía en ellos, que les empujaba subterráneamente, de establecer de un modo u otro vínculos, aunque sólo fuera el de un lugar de nacimiento (Liverpool, por ejemplo) en común, o el de amigos con un mismo apellido; con sus furtivas miradas, extraños silencios, y súbitas retiradas al terreno de la jocosidad familiar y el aislamiento; allí estaban cenando cuando el señor Walsh entró y se sentó a una mesa junto a la cortina.

 

No se debió a que el señor Walsh dijera algo, ya que, por estar solo, únicamente al camarero podía dirigirse; se debió a su manera de mirar la carta, de señalar con el índice un determinado vino, de erguirse ante la mesa, de disponerse con seriedad, no con glotonería, a cenar, el que le mirasen con respeto; respeto que tuvo que permanecer inexpresado durante la mayor parte de la cena, pero que surgió como una llama a la superficie, en la mesa en que los Morris se sentaban, cuando se oyó que el señor Walsh decía, al término de la cena, "Peras Bertlett". La razón por la que habló con tanta moderación y, sin embargo con firmeza, con el aire de un hombre disciplinario que ejerce sus legítimos derechos, fundados en la Justicia, era algo que ni el joven Charles Morris, ni el viejo Morris, ni la señorita Elaine, ni la señora Morris, sabían. Pero, cuando el señor Walsh dijo "Peras Bertlett, sentado solo en su mesa, comprendieron que contaba con su apoyo, en alguna legítima exigencia; que era el defensor de una causa que inmediatamente devino también suya, por lo que sus ojos se encontraron comprensivos con los del señor Walsh, y, cuando todos llegaron al salón de fumar simultáneamente, era inevitable que se produjera una breve charla entre ellos.

 

No fue muy profunda, sólo se refirieron a que Londres estaba atestado, a que había cambiado en el curso de treinta anos, a que el Señor Morris prefería Liverpool, a que la señora Morris había visitado la exposición floral de Westminster, y a que todos habían visto al Príncipe de Gales. Sin embargo, Peter Walsh pensó que no había en el mundo familia que pudiera compararse con la familia Morris; no, ni una; y sus relaciones entre sí son perfectas, y las clases altas les importan un pimiento, y les gusta lo que les gusta, y Elaine se está preparando para entrar en el negocio de la familia, y el chico ha conseguido una beca para Leedt, y la vieja señora (que cuenta aproximadamente los mismos años que Peter Walsh) tiene tres hijos más en casa; y tienen dos automóviles, pero el señor Morris todavía remienda zapatos los domingos. Soberbio, absolutamente soberbio, pensó Peter Walsh, balanceándose hacia adelante y hacia atrás, con la copa de licor en la mano, entre peludos sillones rojos y ceniceros, sintiéndose muy satisfecho de sí mismo porque los Morris le tenían simpatía; sí, tenían simpatía al hombre que había dicho "Peras Bertlett", Peter Walsh se dio cuenta de que le tenían simpatía.

 

Iría a la fiesta de Clarissa. (Los Morris se fueron pero se volverían a ver.) Iría a la fiesta de Clarissa, porque quería preguntarle a Richard qué hacían en la India los inútiles conservadores. ¿Y qué obras teatrales se estaban representando? Y la música... Oh, sí, y simple charla sin importancia.

 

Porque esta es la verdad acerca de nuestra alma, pensó, de nuestro yo, que cual un pez habita en profundos mares, y nada entre oscuridades, trazando su camino entre matas de gigantescos hierbajos, por espacios moteados por el sol, y sigue adelante y adelante, penetrando en las tinieblas, en la frialdad, en lo profundo, en lo inescrutable, y de repente sale veloz a la superficie, y se exhibe y nada en las olas rizadas por el viento, y tiene una positiva necesidad de trato, de roce, de calor, con charlas ligeras. ¿Qué piensa el gobierno hacer—Richard Dalloway lo sabría—con la India?

 

Como sea que aquella era una noche muy calurosa, y los muchachos vendedores de periódicos pasaban con carteles que, con grandes letras rojas, proclamaban que se había producido una ola de calor, se habían dispuesto sillas de mimbre en la entrada del hotel, y en ella se sentaban indiferentes caballeros que bebían y fumaban. Allí se sentó Peter Walsh. Uno podía muy bien imaginar que aquel día, el día londinense, acababa de comenzar. Igual que una mujer que se ha quitado el vestido estampado y el delantal para ataviarse de azul y adornarse con perlas, el día había cambiado, se había despojado de telas gruesas, se había puesto gasas, se había transformado en atardecida, y, con el mismo suspiro de satisfacción que exhala una mujer al dejar caer las enaguas al suelo, se iba aliviando de polvo, calor, color. El tránsito disminuía, los automóviles, relucientes y veloces, substituían a los grandes camiones de carga; y aquí y allá, entre el denso follaje de las plazas, brillaba una luz intensa. Me voy, la atardecida parecía decir, mientras palidecía y se marchitaba sobre los tejados y las prominencias, las cúpulas y las agujas, de hotel, vivienda, bloque de tiendas, me marchito, y comenzaba a hacerlo, me voy, pero Londres no quería, y alzaba hacia el cielo sus bayonetas, inmovilizaba a la atardecida, la obligaba a participar en su ensueño.

 

Porque la gran revolución del horario de verano del señor Willett había tenido lugar después de la última visita de Peter Walsh a Londres. El prolongado atardecer era nuevo para él. Y era estimulante. Sí, porque, al pasar los jóvenes, con sus carteras de negocios, terriblemente contentos de haber quedado en libertad, y también orgullosos, aunque en silencio, de pisar aquel famoso pavimento, cierta clase de alegría, barata, un poco de oropel, si se quiere, pero de todos modos intensa, iluminaba sus rostros. Y vestían bien; ellas, medias rosadas, lindos zapatos. Ahora pasarían un par de horas en el cine. Les perfilaba, les refinaba, la amarilloazulenca luz del atardecer; y en las hojas de la plaza la luz lucía cárdena y lívida, las hojas parecían hundidas en aguamarina, el follaje de una ciudad sumergida. Estaba pasmado ante aquella belleza, y también le daba optimismo, ya que mientras los angloindios que habían regresado se sentaban por propio derecho (conocía a montones) en el Oriental Club, pasando biliosamente revista a los males del mundo, allí estaba él, más joven que nunca, envidiando a los jóvenes su tiempo de verano y el descanso a él anejo, y más que sospechando, gracias a las palabras de una muchacha, a la risa de una criada—cosas intangibles sobre las que no cabe poner las manos—, la realidad de aquel cambio en la total acumulación piramidal que en su juventud parecía inconmovible. Había ejercido presión en todos ellos; les había aplastado, especialmente a las mujeres, como aquellas flores que Helena, la tía de Clarissa, prensaba entre grises hojas de papel secante, con el diccionario Littré encima, sentada bajo la lámpara después de cenar. Ahora había muerto. Por Clarissa, supo que la tía Helena había perdido la visión de un ojo. Parecía muy adecuado—un golpe maestro de la naturaleza—que la vieja señorita Parry se hubiera vidriado en parte. Moriría como un pájaro en una helada, agarrada a la rama. Pertenecía a una época diferente, pero, por ser tan entera, tan completa, siempre destacaría en el horizonte, con blanco color de piedra, eminente, como un faro indicando una etapa pasada de este aventurado largo, largo viaje, de esta interminable (buscó una moneda en el bolsillo para comprar el periódico, y leyó acerca de Surrey y de Yorkshire; había entregado millones de veces aquella moneda; el Surrey iba lanzado, una vez más), esta interminable vida. Pero el cricket no era una tontería. El Cricket. Leyó primero los resultados de los partidos, luego leyó lo referente al calor de aquel día, y después la noticia de un asesinato. El haber hecho cosas millones de veces enriquecía, aun cuando bien cabía decir que desgastaba la superficie. El pasado enriquecía, y la experiencia, y el haber querido a una o dos personas, al igual que el haber adquirido la capacidad, de la que carecen los jóvenes, de seguir atajos, de hacer lo que a uno le gusta, sin importarle a uno un comino lo que la gente diga, e ir y venir sin grandes esperanzas (dejó el periódico en la mesa y se alejó), lo cual, sin embargo (fue a buscar el sombrero y el abrigo), no era totalmente verdad en cuanto a él hacía referencia, al menos esta noche, por cuanto se disponía a ir a una fiesta, a su edad, en la creencia de que viviría una experiencia. Pero ¿cuál?

 

Belleza, de todos modos. No la burda belleza de la visión. No era belleza pura y simple, Bedford Place conduciendo a Russel Square. Era rectitud y vaciedad, desde luego; la simetría de un corredor; pero también era ventanas iluminadas, el sonido de un piano, de un gramófono; una sensación de fuente de placer escondida pero que una y otra vez aparecía, cuando, a través de una ventana sin cortina, de una ventana abierta, uno veía a gente sentada alrededor de una mesa, a jóvenes trazando círculos lentamente, conversaciones entre hombres y mujeres, criadas mirando ociosas la calle (extraños comentarios los suyos, cuando el trabajo ha terminado), medias secándose en alféizares, un loro, unas cuantas plantas. Absorbente, misteriosa, de infinita riqueza, esta vida. Y en la amplia plaza por la que tan aprisa avanzaban y giraban los taxis, había parejas en descanso, retozando, abrazándose, encogidas bajo la lluvia de un árbol; esto era conmovedor; tan silencioso, tan absorto, que una pasaba discreta, tímidamente, como si estuviera en presencia de una sagrada ceremonia que sería impiedad interrumpir. Era interesante. Y siguió adelante, penetrando en el resplandor y la luz.

 

El ligero abrigo se había abierto como por efecto de un soplo, y Peter Walsh caminaba con indescriptible aire personal, un poco inclinado hacia adelante, con las manos a la espalda y con los ojos todavía un poco como los del halcón; avanzaba por Londres, hacia Westminster, observando.

 

¿Acaso todo el mundo cenaba fuera? Aquí, un criado abrió las puertas para que saliera una vieja dama de decidido andar, con zapatos de hebilla y tres purpúreas plumas de avestruz en el pelo. Se abrían puertas para que salieran señoras envueltas, como momias, en chales con coloridas flores, señoras con la cabeza descubierta. Y de respetables casas, con columnas estucadas, a través de pequeños jardines fronteros, salían mujeres, ceñidas en ropas ligeras, con peinetas en el pelo (corriendo habían ido a ver a sus hijos), y había hombres que las esperaban, con las chaquetas abiertas y el motor en marcha. Todos salían de casa. Con estas puertas abriéndose, con el descenso y con la partida, parecía que todo Londres se embarcara en barquichuelas amarradas a la orilla, balanceándose en el agua, como si el lugar, íntegramente, se alejara flotando en un carnaval. Y Whitehall parecía cubierto de hielo, de plata martilleada, cubierto de una finísima capa de hielo, y alrededor de los faroles se tenía la impresión de que volaran moscas de agua; hacía tanto calor que la gente hablaba parada en la calle. Y aquí, en Westminster, un juez jubilado, seguramente, estaba solemnemente sentado a la puerta de su casa, todo él vestido de blanco. Un angloindio, con toda probabilidad.