Pedro Laín Entralgo
Biografía

Pedro Laín Entralgo. De interés general

 

 

Fuente Wikipedia. Pedro Laín Entralgo (Urrea de Gaén, provincia de Teruel, 15 de febrero de 1908 – Madrid, 5 de junio de 2001) fue un médico, historiador, ensayista y filósofo español. Cultivó, fundamentalmente, la historia y la antropología médicas. Fue galardonado con el Premio Príncipe de Asturias de Comunicación y Humanidades en 1989

 

Biografía

 

Estudió en la Universidad de Valencia, donde obtuvo, tras un examen, una plaza de colegial-becario en el entonces Colegio del Beato Juan de Ribera de Burjassot, hoy Colegio Mayor San Juan de Ribera.

 

Junto a Dionisio Ridruejo, fundó la revista Escorial en 1941. Esta revista encarnó el espíritu más liberal dentro de Falange. Se pretendía recuperar «lo que fuese recuperable» del mundo intelectual anterior a la Guerra Civil para procurar reemprender el debate cultural en la España de posguerra. Dirigió asimismo durante algunos años la Editora Nacional.

Doctor en Medicina y licenciado en Ciencias Químicas, ocupó la cátedra de Historia de la Medicina de la Universidad Complutense de Madrid, de la que fue rector, durante el tiempo en que Ruiz-Giménez fue ministro de Educación, dimitiendo de su cargo tras los sucesos de 1956.

 

Fue miembro de la Real Academia Española, de la que fue director, de la Real Academia Nacional de Medicina y de la Real Academia de la Historia.

 

En 1991 recibió el V Premio Internacional Menéndez Pelayo.

 

Sus trabajos e investigaciones fueron recompensados finalmente en 1989 con el Premio Príncipe de Asturias de Comunicación y Humanidades Prince of Asturias Foundation Emblem.svg

 

Obra

 

Fruto de su amistad con Gerardo Salvador Merino es la obra titulada Los valores del Nacionalsindicalismo basada en la conferencia pronunciada en el año 1941 en el Congreso Sindical.1 Su obra es muy variada y extensa, habiendo tratado los temas de historia de la Medicina, la relación médico y enfermo... En el año 1949 alcanzó gran notoriedad su libro España como problema, en polémica con España sin problema de Rafael Calvo Serer, dentro del llamado debate sobre el Ser de España.

 

En sus últimos años publicó varios libros sobre antropología filosófica en los que analizó con rigor y actualidad la naturaleza profunda del ser humano. Algunas de estas obras son: El cuerpo humano. Teoría actual, Cuerpo y alma. Estructura dinámica del cuerpo humano, Alma, cuerpo, persona y ¿Qué es el hombre?. Ejercieron profunda influencia en su pensamiento Ortega y Gasset y Zubiri.

 

En sus estudios antropológicos toma como punto de partida, por un lado, sus creencias cristianas, que, de forma muy concisa resume en los siguientes puntos: Dios creó al hombre a su imagen y semejanza; el hombre entero pervive tras la muerte; durante su vida terrena, al hombre le es posible comunicarse con Dios. Por otra parte, considera necesario tener en cuenta las últimas aportaciones de la ciencia, tanto en el terreno de la evolución, como en el de la neurología, entre otros. Desde esta orientación, realiza una crítica del concepto de alma desde Platón hasta nuestros días. Para ello se apoya en la cosmología de Xavier Zubiri, sobre todo, en la exposición de los niveles estructurales que el universo en su esencia dinámica ha producido, presentada en la obra Estructura dinámica de la realidad.

 

Su dilatado y notable bagaje intelectual no es óbice para que observe con discreción los límites del conocimiento humano. En este sentido, afirma que las cuestiones sobre las que cabe tener un conocimiento cierto no podrán ser más que cuestiones penúltimas; sobre las cuestiones últimas sólo será posible tener un conocimiento incierto, probable.

Durante años escribió la crítica teatral de la revista Gaceta Ilustrada, actividad que le llevó a escribir teatro también.

 

Obras publicadas

 

— (2010). Reconciliar España. Editorial Triacastela. ISBN 978-84-95840-46-2.

— (2010). Escritos sobre Cajal. Editorial Triacastela. ISBN 978-84-95840-46-2.

— (2006). España como problema. Galaxia Gutenberg; Círculo de Lectores. ISBN 978-84-8109-548-7.

— (2003). El médico y el enfermo. Editorial Triacastela. ISBN 978-84-95840-03-5.

— (1999). Qué es el hombre: evolución y sentido de la vida. Círculo de Lectores. ISBN 978-84-226-7795-6. (Premio Internacional de Ensayo Jovellanos).

— (1998). Historia universal de la medicina. Masson. ISBN 978-84-458-0670-8.

— (1998). El problema de ser cristiano. Círculo de Lectores. ISBN 978-84-226-6784-1.

— (1997). Idea del hombre. Círculo de Lectores. ISBN 978-84-226-6148-1.

— (1997). Alma, cuerpo, persona. Galaxia Gutenberg. ISBN 978-84-8109-039-0.

— (1997 (2ª edición)). La Generación del 98. Espasa-Colección Austral. ISBN 978-84-239-7405-7.

— (1996). Ser y conducta del hombre. Espasa-Calpe. ISBN 978-84-239-7824-3.

— (1996). Cuerpo y alma. Estructura dinámica del cuerpo humano. Espasa-Calpe. ISBN 978-84-239-7295-1.

— (1993). Creer, esperar, amar. Galaxia Gutenberg; Círculo de Lectores. ISBN 8481090034.

— (1989). El cuerpo humano. Teoría actual. Espasa-Universidad. ISBN 84-239-6543-0.

— (1988). Teoría y realidad del otro. Alianza. ISBN 84-206-2352-0. (Primera edición: 1961, Revista de Occidente).

— (1976). Descargo de conciencia (1930–1960). Barral. ISBN 84-211-0338-5.

— (1972). Sobre la amistad. Espasa-Calpe.

(1957). La espera y la esperanza. Historia y teoría del esperar humano. Revista de Occidente.

 

 

Fuente biografiasyvidas.  (Urrea de Gaén, 1908 - Madrid, 2001) Ensayista y médico español. Autor prolífico, se le considera el iniciador y el máximo representante de la historia de la medicina en España. Realizó estudios de su especialidad en Zaragoza, Valencia y Madrid, orientándose hacia la psiquiatría. Militante falangista, al término de la Guerra Civil fundó con D. Ridruejo la revista Escorial. Tras publicar su primer volumen de ensayos, Medicina e historia (1941), accedió a la cátedra de Historia de la Medicina en la Universidad de Madrid, de la que también fue rector.

 

Asiduo conferenciante y colaborador en diarios y revistas, su producción ha discurrido por distintas vertientes. Por un lado, trató temas relacionados con su disciplina en libros como La antropología en la obra de fray Luis de Granada (1946), Introducción al estudio de la patología psicosomática (1950) y La relación médico-enfermo, historia y teoría (1964), en los que reflexionó en un tono filosófico sobre los medios y fines de la medicina. A este ámbito pertenecen los siete volúmenes de la Historia universal de la medicina (1969-1975), obra colectiva publicada bajo su dirección.

 

Pero el autor ha sobrepasado los límites de su profesión para ocuparse del análisis histórico de la cultura española con un afán de comprensión y reconciliación, acorde con su renuncia al ideario falangista. Este interés se manifestó en los ensayos Menéndez Pelayo, historia de los problemas intelectuales (1944), La Generación del 98 (1945) y España como problema (1957).

 

 

 

Con ocasión de su ingreso en la Real Academia Española (1954) pronunció un discurso titulado La memoria y la esperanza (San Agustín, San Juan de la Cruz, Machado y Unamuno), cuyas tesis maestras fueron recogidas en su primer trabajo de carácter plenamente filosófico, La espera y la esperanza. Historia y teoría del esperar humano (1956). Otros textos notables son La empresa de ser hombre (1958), Teoría y realidad del otro (1961), Gregorio Marañón, vida, obra y persona (1969), el libro de memorias Descargo de conciencia (1976), Cuerpo y alma (1991), Esperanza en tiempos de crisis (1994) e Idea del hombre (1996).

 

 

Fuente Notas en el diario elpais. En el centenario de Zubiri. En el año 1998 los españoles hemos conmemorado hasta tres eventos: el centenario del Desastre colonial de Cuba y Filipinas; el hecho de que desde 1913, no desde antes, sea tópico llamar "generación del 98" a un eminente conjunto de amadores y críticos de la España que veían y proyectista y soñadores de una España que podría ser satisfactoria; el azar de que en 1898 nacieran no pocos españoles egregios, miembros, por tanto, de la hoy llamada "generación del 27", si ésta es entendida en toda su amplitud, y no sólo como un puñadito de excepcionales poetas; también pertenecen a ella, rigurosamente coetáneos de García Lorca, Vicente Aleixandre y Dámaso Alonso, el filósofo Xavier Zubiri, los hitoriadores del Arte Lafuente Ferrari y Camón Aznar, el médico Jiménez Díaz y varios más. A la conmemoración de Xavier Zubiri en el centenario de su nacimiento -hace unas semanas se ha cumplido- quiero dedicar este artículo.Hacia 1990 propuse al Colegio Libre de Eméritos la celebración de varios ciclos de conferencias -hasta tres llegaron a ser: "Pensamiento y Ciencia", "Creación literaria", "Las Artes"- en que, bajo el título común "El legado cultural de España al siglo XXI"- quedase metódica y solventemente expuesta la obra intelectual, literaria y artística de los españoles del siglo XX capaz de aportar algo valiso a la cultura del siglo XXI; algo tantas veces desconocido más allá de nuestras fronteras y aún dentro de ellas. Una conferencia sobre "El legado de Zubiri" y otra sobre "El legado de Cajal" fueron mi personal contribución a ese empeño memorativo.

 

Pensaba entonces y sigo pensando ahora que la obra intelectual de Zubiri constituye un legado valioso para tres grupos de hombres: los filósofos propiamente dichos y los meramente aficionados al pensar filosófico, los hombres de ciencia y los lectores deseosos de entender en su integridad la realidad del cosmos y, en ella, la del ser humano.

 

I. El legado a los verdaderos filósofos y a los seriamente aficionados a la filosofía consiste en un sistema filosófico a la vez nuevo y abierto al futuro, compuesto por estas tres piezas maestras:

 

1ª. Una metafísica fundamentalmente edificada desde una metódica y rigurosa sustitución del concepto aristotélico de "sustancia", tradicional desde su creación, por los de "sustantividad" y "estructura". Éste fue, reducido a su nervio, el tema central de Sobre la esencia. No puedo pasar aquí de esta sumarísima indicación.

 

2ª. Una teoría del conocimiento, basada en la concepción de la inteligencia humana como "inteligencia sintiente", esto es, como una actividad psíquica en la que, contra la tópica doctrina tradicional, unitariamente se funden "lo inteligible" y "lo sensible". Ampliamente se halla expuesta en tres volúmenes: Inteligencia y realidad, Inteligencia y logos e Inteligencia y razón.

 

3ª. Una cosmología a la vez dinámica -mejor: dinamicis-ta- evolutiva y estructural, basada en la concepción de la realidad primaria del Cosmos como dinamismo. El Cosmos es radicalmente dinamismo, éste consiste primariamente en la actividad de "dar de sí", y la totalidad de él debe ser considerada según una versión actualizada de la natura naturans de los pensadores renacentistas. Parte central y cimera de esta cosmología es una antropología capaz de superar la tradicional y al parecer irreductible oposición entre el dualismo (el hombre, alma y cuerpo, espíritu y materia) y el monismo materialista (el hombre sólo materia). Un volumen de sus escritos inéditos, titulado Estructura dinámica de la realidad, es la exposición metódica de tal cosmología y tal antropología. La empresa de desarrollarlas ha sido para mí tarea permanente durante los últimos años.

 

II. El legado de Zubiri a los hombres de ciencia tiene, a mi modo de ver, dos aspectos complementarios: con un extraordinario conocimiento de varias ciencias básicas -la matemática, la física, la biología, la ligüística-, Zubiri muestra a los científicos que su saber, cuando es exigentemente poseído y pensado, necesariamente conduce a una visión filosófica de lo real; y les enseña, por otra parte, que un cultivo ambicioso de la filosofía -ejemplos máximos: Aristóteles, Descartes, Leibniz, Kant, Husserl; "Estudio griego y matemáticas", escribía a sus padres, desde Marburgo, el joven Ortega- exige tener muy en cuenta lo que las ciencias positivas dicen de la realidad. Con fidelidad a esa íntima convicción ha elaborado Zubiri todo su sistema filosófico, desde la confección de Sobre la esencia. Sin el apoyo en la ciencia, la filosofía, obligada a vivir de sí misma y de su historia, se seca, ha escrito el filósofo Paul Ricoeur. Desde su temprano ensayo Ciencia y realidad, así lo ha demostrado la obra de Zubiri.

 

III. Desde la publicación de Sobre la esencia, se ha hecho tópica entre nosotros la idea de que la de Zubiri es una filosofía abstrusa, sólo accesible y sólo interesante para quienes por una razón o por otra se han decidido a ser "zubirianos". No lo pensarán así -mejor: no deberán pensarlo así- los que por vocación y oficio se han dedicado a la filosofía, si se acercan a los libros de Zubiri con auténtica voluntad de intelección. Pero junto a ellos hay en todas las sociedades cultas no pocas personas interesadas por lo que la filosofía enseña; en España, los herederos de quienes el siglo pasado leían El criterio, de Balmes, y en el nuestro han leído La evolución creadora, de Bergson, y tantos ensayos de Max Scheler o de Ortega. Pues bien: a éstos no les recomendaría yo la nada fácil lectura de Sobre la esencia, quede esto para los filósofos por vocación y oficio, pero sí un examen atento de Naturaleza, Historia, Dios, en cuyas páginas tantos avances hay de lo que más tarde será el sistema filosófico de Zubiri, Inteligencia y razón, tan vigorosa introducción zubiriana a la visión científica de lo real, y Estructura dinámica de la realidad. Quien seriamente lo haga, es seguro que no compartirá el tópico sobre la filosofía de Zubiri antes apuntado y sentirá que su mente, al margen de todo tecnicismo filosófico, ha quedado sustancialmente enriquecida. Los españoles del siglo XXI, ¿querrán hacer efectiva en ellos esta evidente posibilidad del pensamiento de Zubiri? ¿Se decidirán a vivir intelectualmente en un mundo cuya nota más esencial es "dar de sí" algo que hasta entonces no había sido?

 

Triple legado el de Zubiri a la cultura del siglo XXI: para los cultivadores de la filosofía, un sistema filosófico nuevo y abierto; para los hombres de ciencia, una vía para radicalizar filosóficamente su propio saber; para los meramente aficionados a profundicar lo que saben, una amplia colección de lecturas sugestivas. Pero no se acaba aquí el legado de Zubiri. A algunos, entre los que me cuento, nos ha dejado algo más: el vivo recuerdo de un amigo insustituible.

 

 

 

Mucho antes del euro. En memoria de Antonio Tovar, generoso gestor del Premio Montaigne que la Fundación FVS me concedió en 1976.Cualquiera que sea el modo de entender la pertenencia de España a Europa, algo debe afirmarse: que, desde que en el siglo XVI cobró fuerza social y carácter bélico la escisión religiosa y nacional del mundo europeo, nunca han faltado voces españolas que con acento admonitorio o dolorido dijesen a todos los europeos cuál debía ser la línea de su común deber. Recordaré dos de ese siglo y varias del que ahora se extingue. Siglo XVI.

 

Apenas callada la europea voz española de Luis Vives -recuérdese su diálogo sobre la guerra contra el turco-, otra igualmente española y europea se levantó para pedir con dolor y energía la unidad moral de Europa. Fue el 22 de enero de 1543. El médico Andrés Laguna, enviado por Carlos V a las tierras del Mosa y el Rin para sanar pestes y aunar voluntades, habló solemne y doctoralmente en la Universidad de Colonia. Largos crespones negros cubrían los muros de la sala, negro era también su traje, negra la caperuza que cubría su cabeza. Latinizando el título griego de una pieza teatral de Terencio (Europa misere se discrucians), «Europa desgarrándose infelizmente a sí misma» ha querido que fuese el título de su discurso. En párrafos oratoriamente opulentos deploró Laguna la ruina, el crimen, la profanación, la general incuria que herían el cuerpo todavía joven de la Europa renacentista. Y más que cualquier otra cosa le torturaba advertir que la causa de esa destrucción se hallaba en la lucha de ejércitos sólo diferentes entre sí por el color de la cruz que ostentan sus banderas. Europa, original mezcla de naturaleza y convención, como dos mil años antes había dicho un agudo asclepíade hipocrático, ve rota su unidad intelecual, moral y política por el mal uso que los europeos vienen haciendo de su libertad.

 

Siglo XX. Han pasado cuatro centurias, y a lo largo de ellas, con treguas de paz más o menos dilatadas, no han cesado las guerras entre europeos; pero en este siglo XX, quebrando la rica sobremadurez de Europa -hacia 1900 apenas hay un rincón del orbe a donde los europeos no hayan llegado-, tales guerras van a ser a la vez europeas y mundiales. Así la de 1914, así la de 1939.

 

Pues bien: desde antes de la primera hasta después de la segunda de ellas, legión van a ser las voces españolas que clamen contra la locura y por la cordura de la grande y diversa patria común. A su vehemente, paradójica y no siempre bien entendida manera, la de Miguel de Unamuno. ¿Qué sino un alegato por una nueva y quijotesca Europa es en 1912 la patética Conclusión de su Sentimiento trágico de la vida? Y más tarde, con mente más reflexivamente europea, sin dejar por eso de ser españolísima, la de los hombres de la generación que sigue a la de Unamuno: Ortega, Ors, Marañón, Pérez de Ayala, Américo Castro, Madariaga, tantos más. España no es ya gran potencia, como en tiempos de Andrés Laguna, y ni puede ni quiere tener tropas entre las aguas del Escalda y las del Elba. Después de 1898 es tan sólo un país vencido, pobre y retrasado. Pero, acaso por esto, los mejores hombres de su minoría intelectual saben cumplir de manera egregia la consigna que a lo largo de mi vida docente yo he venido proponiendo a mis discípulos: ser con su obra científica europensibus europensiores, más europeos que los que entre los Pirineos y el Vístula así se llaman a sí mismos. ¿Qué francés, qué alemán, qué italiano, qué suizo o qué belga más íntegramente europeos, menos estrechamente nacionalistas que los españoles antes nombrados? ¿Cuándo la obra de todos los países de Europa -insisto: de todos- ha sido recogida y valorada con un espíritu unitivo más generoso? ¿No podría formarse un estimulante Enquiridion del perfecto europeo compilando textos de todos ellos en defensa o en la prédica de la unidad intelectual y moral de Europa? Y así hasta hoy mismo. Porque de hoy mismo y de un hombre de mi edad, Luis Díez del Corral, es un libro cuyo expresivo título, El rapto de Europa, ha dado la vuelta al mundo.

 

No por lo que en sí misma valga, sino por lo que pese a su escaso valor puede representar, a ese sugestivo coro de voces españolas quise unir la mía en 1976. Marginal respecto de la Europa de nuestro tiempo, todavía indecisa en la vía de su plena incorporación a las reglas políticas y sociales de la existencia europea, en la España de entonces y como caviloso hijo suyo quise hablar.

 

 ¿Para qué? Ya lo he dicho: para clamar como mis mayores por la unidad intelectual, moral y política de Europa, sin mengua alguna de la rica y fecunda diversidad de los pueblos que la integran. Y puesto que no soy político, ni orador profético, ni funcionario de empresas multinacionales, sino tranquilo y profesoral escritor, también para declarar cómo veía yo las condiciones y los caminos con las cuales y por los cuales tal vez pudiera ser conseguida esa tan deseable unidad.

 

Primera condición: un exigente examen de conciencia. ¿Acaso los más europeos pueblos de Europa no tienen en su pasado alguna culpa respecto de la situación actual de la patria común? Dos cargos parecen imponerse con especial contundencia: el nacionalismo y el colonialismo. Aquél con un riesgo permanente, el deslizamiento hacia la guerra entre naciones que la tácita sacralización del sentimiento nacional lleva siempre consigo. Este otro con el odioso reverso de la explotación de la colonia y con un no siempre reconocido anverso, la educación europea del país colonial. La nación de Europa enteramente limpia de los dos pecados tire contra las restantes la primera piedra.

 

Segunda condición: un firme propósito de enmieda. ¿De qué serviría un tardío examen de conciencia si el amor a la patria sigue manifestándose como nacionalismo, y si dentro del propio país prevaleciesen la sed de lucro sobre la misión educativa, y la economía y el afán de mando sobre la sabiduría y la ética?

 

Y soportada por el cumplimiento de estas dos necesarias condiciones, la eficacia de otro de los grandes tesoros de Europa: la imaginación creadora, la posibilidad de ofrecer a todos los hombres formas de vida en cuya virtud ésta, la vida, sea a la vez sugestiva y ensalzadora. Cada cual en lo suyo: el político mostrando que la libertad y el servicio al Estado son compatibles entre sí, esto es, creando Estados que no roben a las personas su yo y formando personas en las que la solidaridad social no sea mera consigna autojustificativa; el intelectual, demostrando que la tradición de la inteligencia europea no ha perdido su vigencia, y que su forma actual consiste precisamente en el logro de incesantes novedades. Y así el artista, el industrial, el artesano, el comerciante y el operario no proletarizado. Naturaleza, inteligencia y libertad, tradicional e inéditamente realizadas; esto puede ser, esto debe ser la Europa unificada del futuro. Digamos otra vez, con nuestro mejor Antonio Machado: «Hoy es siempre todavía»; un «todavía» cifrado en este caso en la posibilidad de una Europa memoriosa e innovadora, verde y avellanada, sabia y popular, refinada y robusta. La Europa con que sin duda soñaban los que quisieron bautizar con el nombre ilustre y siempre joven de Montaigne al premio que generosamente fundaron y del que ese año yo fui receptor.

 

 

Mis posmodernos. Cuando este artículo se publique ya habrán transcurrido las dos jornadas en que el libro El corazón del laberinto, de José Luis Pinillos, va a ser autorizadamente comentado; libro excelente, gracias al cual hemos podido conocer el origen y el curso ulterior del movimiento intelectual hoy tópicamente llamado "posmodernismo" quienes acerca de él estábamos poco y mal informados. Cabe, sin embargo, preguntarse: los actuales posmodernistas, ¿han sido en rigor los primeros en verse a sí mismos como tales? A mi juicio, no. Varios fueron los que, ya en los años terminales del siglo XIX, Unamuno entre ellos, proclamaron urbi et orbi la crisis del llamado "mundo moderno" y propusieron ideas para salir de ella. Pero, en cuanto yo sé, dos han sido los pensadores europeos -Max Scheler y José Ortega y Gasset- que de modo más explícito y prometedor expresaron poco más tarde su clara convicción de estar inmersos en una etapa histórica formalmente posterior a la modernidad. En homenaje a uno y otro lo mostraré con sus propios textos.La temprana ruptura de Scheler con la filosofía "moderna", máximamente representada por Descartes y Kant, no puede ser más patente. Hablando del pensamiento de Bergson, escribe: "Esta filosofía se atiene, frente al mundo, a la ley de la mano abierta e indicadora y del ojo libre y expedito. No es la mirada crítica y parpadeante que Descartes lanza a las cosas tras su duda universal, ni es el ojo de Kant, desde el cual el rayo del intelecto, tan dominadoramente, tan ajeno a ellas como si viniese de otro mundo, cae sobre las cosas y las perfora. El hombre que ahora filosofa -Bergson, él mismo, cada uno a su modo- no conoce esa angustia en que el cálculo y la voluntad de cálculo tienen su origen, ni la orgullosa soberanía de la caña pensante que en Descartes y en Kant es la fuente originaria de toda teoría... Ni es la voluntad de dominio, de organización, de determinación unívoca y de fijación la que ahora anima al pensamiento, sino un movimiento de simpatía, de gustosa aceptación de la existencia y de saludo al incremento de plenitud en el que los contenidos del mundo se ofrecen pródigamente a toda operación intelectiva".

Con la extinción del siglo XIX, piensa Scheler, caduca definitivamente la vigencia social del tipo humano que de modo cada vez más visible actuó como protagonista en la cultura moderna: el burgués. No porque la hazaña histórica de la burguesía carezca de grandeza. El señorío científico y técnico sobre el mundo, un inmenso auge en la producción de riqueza y la organización política y administrativa de la vida civil serán siempre indiscutibles títulos de gloria. Pero en la relación viviente del burgués con la realidad -la del mundo y la de los otros hombres- hay deficiencias graves, y hasta verdaderas aberraciones. Precisa e implacablemente las denuncia Scheler: la realidad es vista ante todo como objeto de dominio; la devaluación de cuanto no es el yo aniquila el amor al mundo, y tan sistemático egocentrismo -patente en las filosofías de Descartes, Hume, Kant y Fitche, y no menos en la biología de Darwin y Spencer, esto es, en la concepción de la vida animal como adaptación dominadora- convierte a ese amor en sed de posesión mediante la previsión y el cálculo; la desconfianza frente a las certidumbres no procedentes de la percepción objetiva u objetivadora; el temor a la novedad y a la sorpresa; el espíritu de competición ilimitada respecto del otro; la consiguiente idea del progreso... "Calculando los medios que han de conducirle a sus fines propios, el burgués olvida el qué y la esencia de las cosas... Desconfiando de sus impulsos, levanta un sistema de seguridades, mediante el cual se gobierna y se castiga a sí mismo".

No fue menos clara y vigorosa la posmodernidad de Ortega, tan pronto como salió de su neokantismo inicial. "Nada moderno y muy siglo XX- se declaró a sí mismo en 1916, y ése era el sentir con que en un acto organizado para celebrar el término de la entonces llamada "guerra europea" proclamó su confianza en el advenimiento de. una nueva etapa de la historia de Occidente. Buena parte de su obra se halla consagrada a mostrar cómo de entre las ruinas del ya viejo mundo moderno iba auroralmente surgiendo un inédito rostro -mental, estético, ético, político- de la vida humana. En 1924, con motivo del segundo centenario del nacimiento de Kant, escribió Ortega: "¿A qué tipo de hombre pertenece el actual? ¿Es una prolongación del temperamento cauteloso del burgués? La respuesta tendría que partir de un análisis de la nueva filosofía... La nueva filosofía considera que la suspicacia radical no es un buen método. El suspicaz se engaña a sí mismo creyendo que puede eliminar su propia ingenuidad. Antes de conocer el ser no es posible conocer el conocimiento, porque éste implica ya una cierta idea de lo real... En definitiva, mejor que la suspicacia es una confianza vivaz y alerta. Queramos o no, flotamos en ingenuidad, y el más ingenuo es el que cree haberla eludido". Tras lo cual, Ortega describe la historia de la filosofía moderna con estas concisas y certeras palabras: "Un Yo solitario pugna por lograr la compañía de un mundo y de otros Yo; pero no encuentra otro medio de lograrlo que crearlos dentro de sí". Salir de esa injustificable situación fue el empeño común de Ortega, Scheler y otros.

Dos interrogaciones plantean estos reveladores textos: la vida mental, social y política de Occidente ulterior a la tercera década de nuestro siglo, ¿ha seguido el camino que tan lúcida y prometedoramente oteaban Scheler y Ortega?; lo que estos dos pensadores diversa y coincidentemente ofrecían a la inteligencia y a la vida de Europa y América, ¿ha influido de algún modo en el pensamiento del posmodernismo actual?

Respecto de la primera interrogación, invito al lector a recordar lo que ha sido la historia de Occidente a partir del crack financiero de 1929: emergencia de los totalitarismos soviético, italiano y alemán; Segunda Guerra Mundial, Auschwitz; varias décadas de insoportable guerra fría; rápida extinción del rayito de esperanza que suscitó, con el interno hundimiento de la Unión Soviética, la posibilidad de un mundo en el que aceptablemente se conjugasen la libertad política y la justicia.

En fin, la universal realidad cotidiana del mundo en que desde entonces vivimos: crecimiento de la distancia socieconómica entre los países ricos y los países pobres; guerras particulares en que se mezclan los motivos políticos, los económicos y los religiosos; terrorismos diversos; explotación laboral y sexual de la infancia; riesgo ecológico reiteradamente denunciado y reiteradamente irresuelto; tecnificación que a un tiempo ayuda y amenaza; armamento incesante... Pese a los bienintencionados esfuerzos de la ONU, la Unesco, la FAO y la Unicef, todo esto es la vida de la aldea global en su tránsito hacia el siglo XXI. Dígase, pues, si la humanidad de Occidente ha seguido el camino que Scheler y Ortega tan sugestivamente le proponían.

Bien sé que frente a esa historia y a esa actualidad, el posmodernismo de nuestros días también critica y propone. Pero sus propuestas, ¿en qué medida coinciden con las que tanto en el orden intelectual como en el ético y el político hicieron, cuando yo era joven, los posmodernos Scheler y Ortega? Mi escaso conocimiento del posmodernismo actual me impide responder con alguna autoridad a esa ineludible pregunta. Pero no creo que la respuesta de los bien informados pueda ser satisfactoriamente afirmativa.

En cualquier caso, sincera y lealmente puedo y debo decir que Scheler y Ortega -mejor: Ortega y Scheler- son "mis" posmodemos. Desde hace medio siglo, así lo ha demostrado, creo yo, mi modesta obra intelectual.

Un artículo de Ortega. En julio de 1926 publicó Ortega dos artículos periodísticos bajo el título Dislocación y regeneración de España. Los dos son hoy dignos de relectura y meditación; muy especialmente el primero, al que su autor llama 'Introducción casi lírica'. Con cierta retranca irónica, sin duda, más que lírico, su contenido es fundamentalmente biográfico e histórico. Biográfico, porque en él se expresa una parte muy importante de la biografía de su autor, su vocación y su obra como reformador de la vida política y social de España. Histórico, también, porque se refiere a la España que pudo ser y para su desgracia no llegó a ser.La transcripción de un par de fragmentos mostrará elocuentemente la significación histórica de ese artículo: "La coyuntura es inmejorable para intentar una gran restauración de España. El mundo ha vuelto a ponerse blando y se halla en punto para recibir nueva forma... Ha llegado para España la buena sazón. ¡Veremos si sabéis aprovecharlo, jóvenes! ¡Alerta, formad vuestros equipos! ¡Jóvenes, vamos a ello! Alegremente, con gentil paso de olimpiada... Es preciso instaurar un nuevo Estado, pero también modificar las costumbres... Necesitamos jóvenes instituciones dotadas de intenso prestigio, pero a la vez conviene que desaparezcan las camillas y las zapatillas de orillo, que se afeiten a diario los canónigos de los cabildos y no den chasquidos con la lengua los viajantes de comercio en las fonditas horripilantes de provincias... Ahora el mayor problema es la restauración del Estado. Trabajemos en él cada cual con su instrumental y su oficio". Dejo al lector el divertimento de evaluar en qué medida ha sido cumplido desde 1926 el deseo de Ortega en relación con las zapatillas de orillo, el afeitado de los canónigos y el modo de degustar la comida los viajantes de comercio. Yo me contento con subrayar el carácter gravemente histórico y no, "casi lírico" de esa meditación sobre el dislocamiento y la regeneración de España. Porque su materia -ahí es nada- era la restauración del Estado español tras la dictadura militar de Primo de Rivera. Lo cual, aunque no lo parezca, nos pone ante la significación biográfica del artículo en cuestión.

Recordemos fechas y textos. Enero de 1916: Ortega escribe un breve prólogo a su libro Personas, obras, cosas, y en él se despide de su mocedad. "Mi juventud", dice textualmente, "se ha quemado entera, como la retama mosaica, al borde del camino que España lleva por la historia". Marzo de 1916: Ortega inicia la publicación de El Espectador. No quiere evadirse de la vida política de España; le duele, cómo no, el reciente y por tantos motivos lamentable fracaso de la Liga de Educación Política Española, pero su relación con la política se limitará al comentario periodístico, ahí está su frecuente colaboración en El Sol: él quiere "elevar un reducto contra la política para mí y para los que compartan mi voluntad de pura visión, de teoría". Aunque, precisamente por su egregia condición de espectador sensible, presienta que "el inmediato porvenir, tiempo de sociales hervores, la forzará a la acción política con mayor violencia".

Sólo desde esta doble decisión -hacer teoría y disponerse a ser personal y españolamente fiel a la que el tiempo traiga- es posible entender la significación biográfica de los dos artículos que titula Dislocación y regeneración de España. En 1926, perdida por el general Primo de Rivera la ocasión de retirarse con prestigio tras el éxito de la campaña de Alhucemas, el descrédito de la dictadura, no sólo en los sectores ética e intelectualmente exigentes de la sociedad, comienza a ser perceptible. La invención de la Unión Patriótica no pasa de ser una ocurrencia pintoresca. El régimen dictatorial ha iniciado su camino hacia el fin, y para muchos zahoríes, entre ellos Ortega, ese evento arrastrará consigo la Monarquía de Alfonso XIII. Se acerca el "tiempo de sociales hervores" que había vaticinado en 1916; y fiel a su segunda vocación, ser guía en la necesaria reforma intelectual, ética y política de España, convoca a todos los españoles a participar en esa grave, renovada y urgente tarea; a todos, pero muy especialmente a los jóvenes. Por dos veces les llama: "¡Jóvenes, vamos a ello!... i Vamos a intentar una nueva fórmula de vida española!". ¿A qué jóvenes se dirige? Para mí, nada más claro: a los que, nacidos en los últimos años del siglo XIX y los primeros del siglo XX, prometedoramente han empezado a comparecer en la vida española; esto es, a los que incipienternente componen la generación que luego será llamada "del 27".

(Un breve excurso. Los egregios poetas tópicamente designados como "generación del 27" son, en el rigor de los términos, el costado poético de la generación española de 1927. Además de esos poetas, a ella pertenecen -unos cuantos nombres, a título de ejemplo- los filósofos Zubiri y Gaos; los médicos Jiménez Díaz, Trueta y Rof Carballo; los juristas Recasens Siches y Joaquín Garrigues; los físicos Palacios, Catalán y Duperier; el histólogo Fernando de Castro; el arabista García Gómez; el romanista Lapesa; los novelistas Rosa Chacer, Ramón Sender, Benjamín Jarnés y -además sociólogo- Francisco Ayala; los humoristas que López Rubio denominó "la otra generación del 27"; los matemáticos San Juan y Rodríguez Bachiller...

Tres notas diferenciales veo yo en esta generación de españoles, una negativa y dos positivas: 1ª No inician su vida pública con un examen crítico de la España que ven; tácitamente aceptan el de las generaciones anteriores [Costa, Cajal, Unamuno y Azorín, Ortega]. 2ª Tácitamente, también, sienten la esperanza de que con el pronto advenimiento de la República serán bien corregidas las deficiencias tradicionalmente denunciadas. 3ª Consiguientemente, hasta que en los años 1933 y 1934 comience la grave escisión de la vida española, pronto convertida en atroz guerra civil, los españoles de la generación del 27 serán en su conjunto apolíticos, y consagrarán principalmente su esfuerzo al cultivo y la perfección de su obra personal).

Volvamos al Ortega de 1926. Íntimamente movido por lo que objetivamente prevé, la iniciación de una nueva y decisiva etapa en la vida histórica de España, convoca periodísticamente a los jóvenes, intensifica sus contactos políticos y tiene parte principal en la génesis de la Asociación al Servicio de la República. Lo demás es bien sabido. En septiembre de 1931, su famoso "¡No es esto, no es esto!... La República es una cosa. El radicalismo, otra. Si no, al tiempo". Meses más tarde, el filósofo iniciará more platonico su "segunda navegación". Y en diciembre de 1933 se despedirá formal y definitivamente de la vida política con dos patéticos pero serenos artículos, respectivamente titulados ¡Viva la República! y En nombre de la nación, claridad. Muy pronto va a llegar el sangriento drama que puso fin al proceso de la descomposición política de la España ulterior a la defenestración de Maura y el asesinato de Canalejas.

Con la muerte de Franco -esto es: tras cuatro décadas de una falsa y represiva solución del problema histórico de España- cobraron renovada actualidad las palabras de Ortega en 1926: "Ahora, el mayor problema es la restauración del Estado". Así lo entendieron los protagonistas de la transición, y fruto de ello fue la Constitución de 1977. Dos décadas más tarde, ¿se ha alcanzado la meta que reiterada y animosamente había propuesto el Ortega joven?: "Que las generaciones nuevas se reúnan en tomo al propósito de construir una España ejemplar, de forjar una nación magnífica del pueblo que nos fue legado". Pocos, muy pocos, si hay alguno, darán una respuesta afirmativa a esa interrogación. ¿Por qué, allende los datos concretos que todos podrían -podríamos- aducir? A mi juicio, por dos razones básicas:

La primera: La transición tuvo como fundamento político y ético un acuerdo sólo parcialmente aceptable: que los continuadores y herederos de las dos Españas en pugna entre 1934 y 1975 se abstuviesen de atacar a sus respectivos adversarios con el recuerdo de lo que desde la revolución y la represión de Asturias habían hecho. Acuerdo oportuno y aceptable, acabo de decirlo, pero sólo parcialmente. ¿Por qué? Porque no excluía que cada una de las dos fracciones políticas pactantes, por sí misma y con resuelta voluntad de verdad y arrepentimiento, hiciese público examen de. la conducta propia. Sólo por el hecho de no haber cumplido leal y honestamente este requisito, esencial, a mi juicio, para una sana convivencia civil, pueda ser explicada la frecuencia con que ciertos repuntes dialécticos de la vieja, bisecular oposición mutua entre los españoles, aparecen en nuestra vida pública.

Segunda razón: Que la más nueva y prometedora de las fórmulas constitucionales para edificar el Estado español, su realización jurídica y factual como Estado de las autonomías, no ha sido interpretada con la decisión y el rigor necesarios. Así concebido nuestro Estado, ¿en qué debe consistir la unidad de España, a la que del modo más expreso también alude el texto constitucional? ¿Cómo debe ser rectamente entendido el carácter nacional que tan reiteradamente proclaman para sus respectivos países ciertos partidos autonómicos? Si se habla de la "nación española", ¿cuál deberá ser su definición, si de buen grado se acepta ese carácter nacional de algunas comunidades autonómicas? ¿Qué actitud tomar ante el tan invocado "derecho a la autodeterminación"? ¿Hasta dónde pueden llegar legítimamente las competencias culturales, lingüísticas, educativas, económicas y administrativas de todos y cada uno de los actuales territorios autonómicos? Ninguno de los partidos políticos que desde la transición se han sucedido en el poder -UCD, PSOE, PP- se ha creído en la obligación de dar una respuesta seria y razonada a esta grave serie de interrogaciones; y así, la construcción del Estado de las autonomías -lo repetiré: el máximo acierto histórico de la Constitución y el máximo problema político de la España actual- se ha convertido en una serie de ocasionales negociaciones puntuales, sin que nadie sepa cómo y cuándo van a terminar. Y el país necesita que sus grandes partidos políticos y sus grandes instituciones culturales, no sólo los particulares y voluntarios opinantes, digan pública y responsablemente cuál es la realidad actual y cuál puede ser la realidad futura -¡la que va a tener en el ya tan próximo siglo!- de esta pequeña parte del planeta que desde hace siglos venimos llamando España. Más como profeta que como poeta, pero también como poeta, el Salvador Espriu de La pell de brau vaticinaba así el porvenir de su Sefarad: "l convindran molts noms a un sol amor". ¿Existe realmente ese amor? Y si existe y hay muchos nombres para nombrarlo, ¿habrá uno en el que todos los españoles podamos entendemos?

Si hoy viviese Ortega, no sé si, como en 1916, ventearía la proximidad de un "tiempo de sociales hervores". Tal vez no. Pero me atrevo a suponer que, como en 1926, su espléndida pluma seguiría pidiendo la colaboración de todos, muy especialmente de los jóvenes, en la tarea de edificar para su patria un nuevo Estado, y que suscribiría la urgente petición que acabo yo de hacer a nuestros grandes partidos políticos, sean generales o autonómicos, y a nuestras grandes instituciones culturales. Con el vivo temor, eso sí, de que nadie la atienda.