Viaje al Centro de la Tierra 7. Séptima entrega
Fuente bibliotecasvirtuales. De Julio Verne
--Cómo ¿Ha derribado ya algunos árboles con el hacha?
-¡Oh! los árboles estaban ya derribados. Ven y verás su obra.
Después de un cuarto de hora de marcha, descubrí a Hans trabajando, al otro lado del promontorio que formaba el puerto natural; y unos momentos después, hallábame a su lado. Con gran sorpresa mía, contemplé sobre la arena una balsa, ya medio terminada, construida con vigas de una madera especial: y un gran número de maderos de curvas y de ligaduras de toda especie cubrían materialmente el suelo. Había allí para construir una flota entera.
-Tío -dije-, ¿qué madera es esta?
-Son pinos, abetos, abedules y todas las especies de coníferas de los países septentrionales, mineralizadas por la acción dcl agua del mar.
-¿Es posible?
-Esto es lo que se llama surtarbrandr, o madera fósil.
-Pero entonces deberán tener, como lignitos, la dureza de la piedra, y no podrán flotar.
-A veces ocurre eso. Hay maderas de éstas que se convierten en verdaderas antracitas; pero otras, como las que ves, no han experimentado aún más que un principio de fosilización. Ya verás.
Y acompañando la acción a la palabra, arrojó al mar uno de aquellos trozos de madera, el cual, después de sumergirse, volvió a subir a la superficie del agua, donde flotó mecido por las olas.
-¿Te has convencido? -me preguntó mi tío.
-Convencido principalmente de que todo lo que veo es increíble.
Al anochecer del siguiente día, gracias a la habilidad de Hans, estaba terminada la balsa, que medía diez pies de longitud por cinco de ancho. Las vigas de surtarbrandr, amarradas unas a otras con resistentes cuerdas, ofrecían una superficie bien sólida, y una vez lanzada al agua, la improvisada embarcación flotó tranquilamente sobre las olas del mar de Lidenbrock.
XXXII
El 13 de agosto nos levantamos muy de mañana. Tratábamos de inaugurar un nuevo género de locomoción rápida y poco fatigosa.
Un mástil hecho con dos palos jimelgados, una verga formada por una tercera percha y una vela improvisada con nuestras mantas, componían el aparejo de nuestra balsa. Las cuerdas no escaseaban, y el conjunto ofrecía bastante solidez.
A las seis, dio el profesor la señal de embarcar. Los víveres, los equipajes, los instrumentos, las arenas y una gran cantidad de agua dulce habían sido de antemano acomodados encima de la balsa. Largué la amarra que nos sujetaba a la orilla, orientamos la vela y nos alejamos con rapidez.
En el momento de salir del pequeño puerto, mi tío, que asignaba una gran importancia a la nomenclatura geográfica, quiso darle mi nombre.
-A fe mía -dije yo-, que tengo otro mejor que proponer a usted.
-¿Cuál?
-El nombre de Graüben: Puerto-Graüben; creo que es bastante sonoro.
-Pues vaya por Puerto-Graüben.
Y he aquí de qué manera hubo de vincularse a nuestra feliz expedición el nombre de mi amada curlandesa.
La brisa soplaba del Nordeste, lo cual nos permitió navegar viento en popa a una gran velocidad. Aquellas capas tan densas de la atmósfera poseían una considerable fuerza impulsiva, y obraban sobre la vela como un potente ventilador.
Al cabo de una hora, pudo mi tío darse cuenta de la velocidad que llevábamos.
-Si seguimos caminando de este modo -dijo-, avanzaremos lo menos treinta leguas cada veinticuatro horas, y no tardaremos en ver la orilla opuesta.
Sin responder, fui a sentarme en la parte delantera de la balsa. Ya la costa septentrional se esfumaba en el horizonte; los dos brazos del golfo se abrían ampliamente como para facilitar nuestra salida. Delante de mis ojos se extendía un mar inmenso; grandes nubes paseaban rápidamente sus sombras gigantescas sobre la superficie del agua. Los rayos argentados de la luz eléctrica, reflejados acá y allá por algunas grietas, hacían brotar puntos luminosos sobre los costados de la embarcación.
No tardamos en perder de vista la tierra, desapareciendo así todo punto de referencia; y, a no ser por la estela espumosa que tras sí dejaba la balsa, hubiera podido creer que permanecía en una inmovilidad perfecta.
A eso del mediodía, vimos flotar sobre la superficie del agua algas inmensas. Érame conocido el poder vegetativo de estas plantas, que se arrastran, a una profundidad de más de 12.000 pies, sobre en fondo de los mares, se reproducen bajo una presión de cerca de 400 atmósferas y forman a menudo bancos bastante considerables para detener la marcha de los buques; pero creo que jamás hubo algas tan gigantescas como las del mar de Lidenbrock.
Nuestra balsa pasó al lado de ovas de 3.000 y 4.000 pies de longitud, inmensas serpientes que se prolongaban hasta perderse de vista. Entreteníame en seguir con la mirada sus cintas infinitas, con la esperanza de descubrir su extremidad; mas, después de algunas horas, se cansaba mi impaciencia, aunque no mi admiración.
¿Qué fuerza natural podía producir tales plantas? ¡Qué fantástico aspecto debió presentar la tierra en los primeros siglos de su formación, cuando, bajo la acción del calor y la humedad. el reino vegetal sólo se desarrollaba en su superficie!
Llegó la noche, y, como había observado la víspera la luz no disminuyó. Era un fenómeno constante con cuya duración indefinida se podía contar.
Después de la cena, me tendí al pie del mástil, y no tardé en dormirme, arrullado por mágicos sueños.
Hans, inmóvil, con la caña del timón en la mano, dejaba deslizarse la balsa, que, impelida por el viento en popa cerrada, no necesitaba siquiera ser dirigida.
Desde nuestra salida de Puerto-Graüben, habíame confiado el profesor Lidenbrock la tarea de llevar el Diario de Navegación, anotando en él las menores observaciones, y consignando los fenómenos más interesantes, como la dirección del viento, la velocidad de la marcha, el camino recorrido, en una palabra, todos los incidentes de aquella extraña navegación.
Me limitaré, pues, a reproducir aquí estas notas cotidianas, dictadas, por decirlo así, por los mismos acontecimientos, a fin de que resulte más exacta la narración de nuestra travesía.
Viernes 14 de agosto. Brisa igual de NO. La balsa se desliza en línea recta y a gran velocidad. Queda la costa a 30 leguas a sotavento. Sin novedad en la descubierta de horizontes. La intensidad de la luz no varía. Buen tiempo, es decir, que las nubes son altas, poco espesas y bañadas en una atmósfera blanca que parece de plata fundida.
Termómetro: + 32° centígrados.
A mediodía, prepara Hans un anzuelo en la extremidad de una cuerda, le ceba con un poco de carne y lo echa al mar. Pasan dos horas sin que pique ningún pez. ¿Estarán deshabitadas estas aguas? No. Se siente una sacudida, Hans cobra el aparejo y saca del agua un pez que pugna con vigor por escapar.
-¡Un pez! -exclama mi tío.
-¡Es un sollo! -exclamo a mi vez-, ¡un sollo pequeñito!
El profesor examina atentamente al animal y no es de mi misma opinión. Este pez tiene la cabeza chata y redondeada, y la parte anterior del cuerpo cubierto de placas óseas; carece de dientes en la boca, y sus aletas pectorales, bastante desarrolladas, ajústanse a su cuerpo desprovisto de cola. Pertenece indudablemente al orden en que los naturalistas han clasificado al sollo, pero se diferencia de él en detalles bastantes esenciales.
Mi tío no se equivoca, porque, después de un corto examen, dice:
-Este pez pertenece a una familia extinguida hace ya siglos, de la cual se encuentran restos fósiles de los terrenos devonianos.
-¡Cómo! -digo yo-. ¿Habremos cogido vivo uno de esos habitantes de las mares primitivos?
-Sí -responde el profesor, reanudando sus observaciones-, y ya ves que estos peces fósiles no tienen ningún parecido con las especies actuales; de suerte que, el poseer uno de estos seres vivos, es una verdadera dicha para un naturalista.
-Pero, ¿a qué familia pertenece?
-Al orden de los ganoideos, familia de los cefalospidos, género...
-¿Lo dirá usted?
-Género de los pterichthys; sería capaz de jurarlo. Pero éstos ofrecen una particularidad que dicen que es privativa de los peces de las aguas subterráneas.
-¿Cuál?
-Que son ciegos.
-¡Ciegos!
-No solamente ciegos, sino que carecen en absoluto de órgano de la visión.
Miro y veo que es verdad; pero esto puede ser un caso aislado.
Ceba el guía nuevamente el anzuelo y lo echa al agua. En este océano debe abundarla pesca de un modo extraordinario, porque, en dos horas, cogemos una gran cantidad de pterichthys, y de otros peces pertenecientes a otra familia extinguida también, los diptéridos, mas cuyo género no puede determinar mi tío. Todos ellos carecen de órgano de la visión. Esta inesperada pesca renovó ventajosamente nuestras provisiones.
Parece, pues, demostrado que este mar solamente contiene especies fósiles, en las cuales los peces, lo mismo que los reptiles, son tanto más perfectos cuanto más antigua es su creación.
Tal vez encontremos algunos de esos saurios que la ciencia ha sabido rehacer con un fragmento de hueso o de cartílago.
Tomo el anteojo y examino el mar. Está desierto. Sin duda nos encontramos aún demasiado próximas a las costas.
Entonces miro hacia el aire. ¿Por qué no batirían con sus alas estas pesadas capas atmosféricas esas aves reconstruidas por Cuvier? Los peces les proporcionarían un excelente alimento. Examino el espacio, pero los aires están tan deshabitados como las playas.
Mi imaginación, sin embargo, me arrastra a las maravillosas hipótesis de la paleontología. Sueño despierto. Creo ver en la superficie de las aguas esos enormes quersitos, esas tortugas antediluvianas que semejan islotes flotantes. Me parece ver transitar por las sombrías playas a los grandes mamíferos de los primeros días de la creación: el leptoterio, encontrado en las cavernas del Brasil; el mericoterio, venido de las regiones heladas de Siberia. Más allá el paquidermo lofiodón, ese gigantesco tapir que se oculta detrás de las rocas para disputar su presa al anoploterio, animal extraño que participa del rinoceronte, del caballo, del hipopótamo y del camello, como si el Creador, queriendo acabar pronto en los primeros días del mundo, hubiese reunido varios animales en uno solo. El gigantesco mastodonte hace girar su trompa y tritura con sus colmillos las piedras de la orilla, en tanto que el megaterio, sostenido sobre sus enormes patas, escarba la tierra despertando con sus rugidos el eco de los sonoros granitos. Más arriba, el protopiteco, primer simio que hizo su aparición sobre la superficie del globo, se encarama a las más empinadas cumbres. Más alto todavía, el pterodáctilo, de manos aladas, se desliza como un enorme murciélago sobre el aire comprimido. Por último, en las últimas capas, inmensas aves, más potentes que el casoar, más voluminosos que el avestruz, despliegan sus amplias alas y van a dar con la cabeza contra la pared de la bóveda de granito.
Todo este mundo fósil renace en mi imaginación. Me remonto a las épocas bíblicas de la creación, mucho antes del nacimiento del hombre, cuando la tierra incompleta no era aún suficiente para éste. Mi sueño se remonta después aún más allá de la aparición de los seres animados. Desaparecen las mamíferos, después los pájaros, más tarde los reptiles de la época secundaria, y, por fin, los peces, los crustáceos, los moluscos y los articulados. Los zoófitos del período de transición se aniquilan a su vez. Toda la vida de la tierra queda resumida en mí, y mi corazón es el único que late en este mundo despoblado. Deja de haber estaciones, desaparecen los climas; el calor propio del globo aumenta sin cesar y neutraliza el del sol. La vegetación se exagera; paso como una sombra en medio de los helechos arborescentes, hollando con mis pasos inciertos las irisadas arcillas y los abigarrados asperones del suelo; me apoyo en los troncos de las inmensas coníferas; me acuesto a la sombra de las esfenofilos, de los asterofilos y de los licopodios que miden cien pies de altura.
Los siglos transcurren como días; me remonto a la serie de las transformaciones terrestres; las plantas desaparecen; las rocas graníticas pierden su dureza: el estado líquido va a reemplazar al sólido bajo la acción de un calor más intenso; las aguas corren por la superficie del globo; hierven y se volatilizan; los vapores envuelven la tierra, que lentamente se reduce a una masa gaseosa, a la temperatura del rojo blanco, de un volumen igual al del sol y con brillo igual al suyo.
En el centro de esta nebulosa, un millón cuatrocientas mil veces más voluminosa que el globo que ha de formar un día soy arrastrado por los espacios interplanetarios; el cuerpo se sutiliza, se sublima a su vez, y se mezcla como un átomo imponderable a estos inmensos vapores que trazan en el infinito su órbita inflada.
-¡Qué sueño! ¿Adónde me lleva? Mi mano febril vierte sobre el papel sus extraños pormenores. Lo he olvidado todo: ¡el profesor, el guía, la balsa...! Una alucinación base apoderada de mi espíritu...
-Qué tienes?-me pregunta mi tío.
Mis ojos desencajados se fijan sobre él, sin verlo.
-¡Ten cuidado, Axel, que te vas a caer al mar!
Al mismo tiempo, me siento vigorosamente tomado por la mano de Hans. A no ser por este auxilio, me habría precipitado en el mar bajo el imperio de mi sueño.
-Pero, ¿es que se ha vuelto loco? -pregunta el profesor.
-¿Qué ocurre? -exclamó volviendo a mí.
-¿Estás enfermo?
-No: he tenido un momento de alucinación, pero ya se me ha pasado. ¿No hay novedad ninguna?
-No. La brisa es favorable y el mar está como un plato. Marchamos a una velocidad considerable, y, si mis cálculos no me engañan, no tardaremos mucho en llegar a la orilla opuesta..
Al oír estas palabras, me levanto y examino el horizonte; pero la línea del agua se sigue confundiendo con la que forman las nubes.
XXXIII
Sábado 15 de agosto. El mar conserva su monótona uniformidad. No se ve tierra alguna. El horizonte parece extraordinariamente apartado.
Tengo todavía la cabeza aturdida por la violencia de mi sueño.
Mi tío no ha soñado, pero está de mal humor; escudriña todos los puntos del espacio con su anteojo, y se cruza luego de brazos con aire despechado.
Observo que el profesor Lidenbrock tiende a ser otra vez el hombre impaciente de antes, y consigno el hecho en mi diario. Sólo mis sufrimientos y peligros despertaron en él un rasgo de humanidad; pero, desde que me puse bien del todo, ha vuelto a ser el mismo. Sin embargo, no me explico por qué se impacienta. ¿No estamos realizando el viáje en las más favorables circunstancias? ¿No camina la balsa con una velocidad asombrosa?
-¿Está usted inquieto, tío? -pregunto al ver la frecuencia con que se echa el anteojo o la cara.
-¿Inquieto, dices? No.
-¿Impaciente, tal vez?
-Para ello no faltan motivos.
-Sin embargo, marchamos con una velocidad...
-¿Qué me importa? Lo que me preocupa a mí no es que la velocidad sea pequeña, sino que el mar es muy grande.
Me acuerdo entonces que el profesor, antes de nuestra partida, calculaba en treinta leguas la longitud de aquel mar subterráneo, y habíamos recorrido ya un espacio tres veces mayor sin que las costas del Sur se divisasen aún.
-Es que no descendemos -prosiguió el profesor-. Todo esto es tiempo perdido, y, como comprenderás, no he venido tan lejos para hacer una excursión en bote por un estanque.
¡Llama a esta travesía una excursión en bote, y a este mar un estanque!
-Pero-le contesto yo-, desde el momento en que hemos seguido el camino indicado por Saknussemm
-Esa es precisamente la cuestión. ¿Hemos realmente seguido este camino? ¿Hubo de encontrar Saknussemm esta extensión de agua? ¿La atravesó? ¿No nos habrá engañado ese arroyuelo que tomamos por guía?
-En todo caso, no nos debe pesar el haber llegado hasta aquí. Este espectáculo es magnífico, y...
-¿Quién piensa en espectáculos? Me he propuesto un objetivo y mi deseo es alcanzarlo. ¡No me hables, pues, de espectáculos!
Tomo de la advertencia buena nota, y dejo al profesor que se muerda los labios de impaciencia. A las cinco, reclama Hans su paga, y se le entregan tres rixdales.
Domingo 16 de agosto. No ocurre novedad. El mismo tiempo. El viento tiene una ligera tendencia a refrescar. Mi primer cuidado, al despertarme, es observar la intensidad de la luz, pues siempre temo que el fenómeno eléctrico se debilite y extinga. Pero no ocurre así; la sombra de la balsa se dibuja distintamente sobre la superficie de las aguas.
¡Verdaderamente este mar es infinito! Debe tener la longitud del Mediterráneo, y quién sabe si del Atlántico. ¿Por qué no?
Mi tío sonda con frecuencia; ata un pico al extremo de una cuerda, y deja salir doscientas brozas sin encontrar fondo, costándonos gran trabajo izar nuestra sonda.
Cuando tenemos a bordo el pico, me hace notar Hans unas señales claramente mareadas que se observan en él; diríase que este trozo de hierro ha sido vigorosamente oprimido entre dos cuerpos duros.
Yo miro al cazador.
-Tänder! -me dice.
Como no lo comprendo, me vuelvo hacia mi tío, que se halla completamente absorbido en sus reflexiones, y no me atrevo a sacarle de ellas. Interrogo de nuevo con la vista al islandés, y éste, abriendo y cerrando varios veces la boca me hace comprender su pensamiento.
-¡Dientes! -exclamo asombrado, examinando con más atención la barra de hierro.
¡Sí! ¡Son dientes cuyas puntas han quedado impresas en el duro metal ¡Las mandíbulas que guarnezcan deben poseer una fuerza prodigiosa! ¿Será un monstruo perteneciente a alguna especie extinguida que se agita en las profundidades del mar, más voraz que el tiburón y mas terrible que la ballena? No puedo apartar mi mirada de esta barra medio roída. ¿Se va a convertir en realidad mi sueño de la noche última?
Durante todo el día, me agitan estos pensamientos, y apenas logra calmar mi imaginación un sueño de algunas horas.
Lunes 17 de agosto. - Procuro recordar los instintos particulares de estos animales antediluvianos de la época secundaria, que sucedieron a los moluscos, crustáceos y peces, y precedieron a la aparición de los mamíferos sobre la superficie del globo. El mundo pertenecía entonces a los reptiles monstruos que reinaron como señores en los mares jurásicos. Habíales dotado la Naturaleza de la más completa organización. Qué gigantesca estructura. ¡Qué fuerzas prodigiosas! Los saurios actuales, caimanes o cocodrilos, mayores y más temibles, no son sino reducciones debilitadas de sus progenitores de las primeras edades.
Me estremezco nada más que al recordar estos monstruos. Nadie los ha visto vivos. Hicieron su aparición sobre la tierra mil siglos antes que el hombre; pero sus osamentas fósiles, encontradas en esas calizas arcillosas que los ingleses llaman lias, han permitido reconstruirlos anatómicamente y conocer su conformación colosal.
He visto en el museo de Hamburgo el esqueleto de uno de estos saurios que medía treinta pies de longitud. ¿Estaré por ventura destinado yo, habitante de la superficie terrestre, a encontrarme cara a cara con algún representante de una familia antediluviana? ¡No! ¡Eso es un imposible! Y, sin embargo, la señal de unos dientes poderosos está bien marcada en la barra de hierro, y bien se echa de ver, por sus huellas, que son cónicos como los del cocodrilo.
Mis ojos se fijan con espanto en el mar; temo ver lanzarse sobre nosotros uno de estos habitantes de las cavernas submarinas.
Supongo que el profesor Lidenbrock participa de mis ideas, si no de mis temores; porque, después de haber examinado el pico, recorre con la mirada el Océano.
"¡Mal haya" pienso yo "la idea que ha tenido de sondar"'. Ha turbado en su retiro a algún animal marino, y si durante el viaje no somos atacados...!
Echo una mirada a las armas, y me aseguro de que están en buen estado. Mi tío observa mi maniobra y la aprueba con un gesto.
Ya ciertos remolinos que se advierten en la superficie del agua denuncian la agitación de sus capas interiores. El peligro se aproximo. Es preciso vigilar.
Martes 18 de agosto. Llega la noche, o, por mejor decir, el momento en que el sueño quiere cerrar nuestros párpados; porque en este mar no hay noche, y la implacable luz fatiga nuestros ojos de una manera obstinada, como si navegásemos bajo el sol de los océanos árticos. Hans gobierna el timón, y, mientras él hace su guardia, yo duermo.
Dos horas después, me despierta una sacudida espantosa. La balsa ha sido empujada fuera del agua con indescriptible violencia y arrojada a veinte toesas de distancia.
-¿Qué ocurre? -exclama mi tío--- ¿Hemos tocado en un bajo?
Hans señala con el dedo, a una distancia de doscientas toesas, una masa negruzca que se eleva y deprime alternativamente.
Yo miro en la dirección indicada, y exclamo
-¡Es una marsopa colosal!
-Sí -replica mi tío-, y he aquí ahora un lagarto marino de tamaño extraordinario.
-Y más lejos un monstruoso cocodrilo. ¡Mire usted qué terribles mandíbulas, guarnecidas de dientes espantosos! Pero, ¡ah!¡desaparece!
-¡Una ballena! ¡Una ballena! -exclama entonces el profesor-. Distingo unas enormes aletas. ¡Mira el aire y el agua que arroja por las narices!
En efecto, dos líquidas columnas se elevan a considerable altura sobre el nivel del mar. Permanecemos atónitos, sobrecogidos, estupefactos ante aquella colección de monstruos marinos. Poseen dimensiones sobrenaturales, y el menos voluminoso de ellos destrozaría la balsa de una sola dentellada. Hans quiere virar en redondo con objeto de esquivar su vecindad peligrosa; pero descubre por la banda opuesta otros enemigos no menos formidables: una tortuga de cuarenta pies de ancho, y una serpiente que mide treinta de longitud, y alarga su enorme cabeza por encima de las olas.
Es imposible huir. Estos reptiles se aproximan; dan vueltas alrededor de la balsa con una velocidad menor que la de un tren expreso, y trazan en torno de ella círculos concéntricos. Yo he cogido mi carabina ; pero, ¿qué efecto puede producir una bala sobre las escamas que cubren los cuerpos de estos animales?
Permanecemos mudos de espanto. ¡Ya vienen hacia nosotros! Por un lado, el cocodrilo; por el otro, la serpiente. El resto del rebaño marino ha desaparecido. Me dispongo a hacer fuego, pero Hans me detiene con mi signo. Las dos bestias pasan a cincuenta toesas de la balsa, se precipitan el uno sobre el otro y su furor no la permite vernos.
El combate se empeña a cien toesas de la balsa, y vemos claramente cómo los dos monstruos se atacan.
Pero me parece que ahora los otros animales acuden a tomar parte en la lucha la marsopa, la ballena, el lagarto, la tortuga; los entreveo a cada instante. Se los muestro al islandés, y éste mueve la cabeza en sentido negativa.
-Tra -dice con calma.
-¡Cómo! ¡Dos! Pretende que sólo los animales...
-Y tiene mucha razón -exclama mi tío, que no aparta el anteojo del grupo.
-¿Es posible?
-Ya lo creo! El primero de estos monstruos tiene hocico de marsopa, cabeza de lagarto, dientes de cocodrilo, y por esto nos ha engañado. Es el ictiosauro, el más temible de los animales antediluvianos.
-¿Y el otro?
-El otro es una serpiente escondida bajo el caparazón de una tortuga; el plesiosauro, implacable enemigo del primero.
Hans tiene mucha razón. Sólo dos monstruos turban de esta manera la superficie del mar, y tengo ante mis ojos dos reptiles de los primitivos océanos. Veo el ojo ensangrentado del ictiosauro, que tiene el tamaño de la cabeza de un hombre. La Naturaleza le ha dotado de un aparato óptico de extraordinario poder, capaz de resistir la presión de las capas de agua en que habita. Se le ha llamado la ballena de los saurios, porque posee su misma velocidad y tamaño. Su longitud no es inferior a cien pies, y, cuando saca del agua las aletas verticales de su cola, me hago cargo mejor de su enorme magnitud. Sus mandíbulas son enormes, y, según los naturalistas, no posee menos de 182 dientes.
El plesiosauro, serpiente de tronco cilíndrico, tiene la cola corta y las patas dispuestas en forma de remos. Su cuerpo se halla todo él revestido de un enorme carapacho, y su cuello, flexible como el del cisne, yérguese treinta pies sobre las olas.
Los dos animales se atacan con indescriptible furia. Levantan montañas de agua que llegan hasta la bolsa, y nos ponen veinte veces a punto de zozobrar. Se oyen silbidos de una intensidad prodigiosa. Las dos bestias se encuentran enlazadas, no siéndome posible distinguir la una de la otra. ¡Hay que temerlo todo de la furia del vencedor!
Transcurre una hora, dos, y continúa la lucha con el mismo encarnizamiento. Los combatientes se aproximan a la balsa unos veces y otras se alejan de ella. Permanecemos inmóviles, dispuestos a hacer fuego.
De repente, el ictiosauro y el plesiosauro desaparecen produciendo un enorme remolino. ¿Va a terminar el combate en las profundidades del mar?
Pero, de improviso, una enorme cabeza asoma fuera del agua: la cabeza del plesiosauro. El monstruo está herido de muerte. No descubro su inmenso carapacho. Sólo su largo cuello se yergue, se abate, se vuelve a levantar, se encorva, azota la superficie del mar como un látigo gigantesco y se retuerce como una lombriz dividido en dos pedazos. Salta el agua a considerable distancia y nos ciega materialmente; pero pronto toca a su fin la agonía del reptil; disminuyen sus movimientos, decrecen sus contorsiones, y su largo tronco de serpiente se extiende como una masa inerte sobre la serena superficie del mar.
En cuanto al ictiosauro, ¿ha regresado de nuevo a su caverna submarina o va a reaparecer otro vez?
XXXIV
Miércoles 19 de Agosto. El viento, por fortuna, que sopla con bastante fuerza, nos ha permitido huir rápidamente del teatro del combate. Hans sigue siempre empuñando la caña del timón. Mi tío, a quien los incidentes del combate han hecho olvidar de momento sus absorbentes ideas, vuelve a examinar el mar con la misma impaciencia que antes.
El viaje recobra de nuevo su uniformidad monótona que no deseo ver interrumpido por peligros tan inminentes como el que corrimos ayer.
Jueves 20 de agosto. Brisa NNE. bastante desigual. Temperatura elevada. Marchamos a razón de tres leguas y media por hora.
A eso de mediodía, se oye un ruido lejano.
Consigno el hecho sin saber cuál pueda ser su explicación. Es un mugido continuo.
-Hay -dice el profesor-, a alguna distancia de aquí, alguna roca o islote contra el cual se estrellan las olas.
Hans sube al extremo del palo, pero no descubre ningún escollo. La superficie del mar aparece toda lisa hasta el mismo horizonte.
Así transcurren tres horas. Los mugidos parecen provenir de una catarata lejana.
Manifiesto mi opinión a mi tío, que sacude la cabeza. Esto no obstante tengo la convicción de que no me equivoco. ¿Correremos tal vez hacia una catarata que nos precipitará en el abismo? Es posible que este género de descenso sea del agrado del profesor, porque se acerca a la vertical; pero lo que es a mí...
En todo caso, se produce no lejos de aquí un fenómeno ruidoso, porque ahora los rugidos se oyen con gran violencia. ¿Proceden del Océano o del cielo?
Dirijo mis miradas hacia los vapores suspendidos en la atmósfera, y trato de sondar su profundidad. El cielo está tranquilo; la nubes, transportadas a la parte superior de la bóveda, parecen inmóviles y se pierden en la intensa irradiación de la luz. Es preciso, por tanto, buscar por otro lado la explicación de este extraño fenómeno.
Examino entonces el horizonte que está limpio y sin brumas. Su aspecto no ha cambiado. Pero si este ruido proviene de una catarata o de un salto de agua; si todo este Océano se precipita en un estuario inferior; si estos mugidos son producidos por la caída de una gran masa de agua, debe la corriente activarse, y su creciente velocidad puede darme la medida del peligro que nos amenaza. Observo la corriente, y veo que es nula. Una botella vacía que arrojo al mar, se queda a sotavento.
A eso de los cuatro, se levanta Hans, aproximase al palo y trepa por él hasta el tope. Recorre desde allí con la mirada el arco de círculo que el Océano describe delante de la balsa y se detiene en un punto. Su semblante no expresa la más leve sorpresa ; pero sus ojos permanecen fijos.
-Algo ha visto-exclama mi tío.
-Así lo creo también.
Hans desciende, y señala hacia el Sur con la mano, diciendo:
-Der nere!
-¿Allá abajo?-responde mi tío.
Y cogiendo el anteojo, mira con la mayor atención durante un minuto, que a mí me parece un siglo.
-¡Sí, sí! -exclama después.
-¿Qué ve usted?
-Una inmensa columna de agua que se eleva por encima del Océano.
-¿Otro animal marino?
-Puede ser.
-Entonces, arrumbemos más hacia el Oeste, porque ya sabemos a qué atenernos por lo que respecta al peligro de tropezar con estos monstruos antediluvianos.
-No enmendemos el rumbo -responde mi tío.
Vuelvo la vista hacia Hans, y veo que sigue impertérrito con la caña del timón en la mano.
Sin embargo, si a la distancia que nos separa de este animal, que puede calcularse en doce leguas lo menos, puede verse la columna de agua que arroja por las narices, debe tener un tamaño sobrenatural. La más elemental prudencia aconsejaría alejarse; pero no hemos venido hasta aquí para ser prudentes.
Seguimos, pues, el mismo rumbo. Cuanto más nos aproximamos, más crece el surtidor. ¿Qué monstruo puede tragar tan gran cantidad de agua y arrojarla de este modo sin interrupción alguna?
A los ocho de la noche nos hallamos a menos de dos leguas de él. Su cuerpo enorme, negruzco, monstruoso, se extiende sobre el mar como un islote. ¿Es ilusión? ¿Es miedo? Su longitud me parece que pasa de mil toesas. ¿Qué cetáceo es, pues, éste que ni los Cuvier ni los Blumenbach han descrito? Se halla inmóvil y como dormido. El mar parece que no puede levantarlo, rompiendo contra sus costados las olas. La columna de agua, proyectada a quinientos pies de altura, desciende con ensordecedor estrépito. Corremos como insensatos hacia esta imponente mole que necesitaría diariamente para su alimentación cien ballenas.
El terror se apodera de mí. No quiero avanzar más. Cortaré, si es preciso, la driza de la vela. Me rebelo contra el profesor, que no me responde.
De repente, levántase Hans, y, señalando con el dedo el punto amenazador, dice:
-Holme!
-Una isla -exclama mi tío.
-¡Una isla -repito a mi vez, encogiéndome de hombros.
-Evidentemente -responde el profesor, lanzando una sonora carcajada.
-Pero, ¿y esta columna de agua?
-Géiser -exclama Hans.
-Un géiser, sin duda alguna -responde mi tío-; un géiser semejante a los de Islandia.
Al principio, no quiero confesar que me he engañado una manera tan burda. Haber tomado un islote por un monstruo marino. Pero la cosa está clara y tengo que concluir por dar mi brazo a torcer. Se trata de un fenómeno natural, simplemente.
A medida que nos aproximamos, aquella columna líquida adquiere dimensiones grandiosas. El islote presenta, en efecto, un exacto parecido con un inmenso cetáceo cuya cabeza domina los olas elevándose sobre ellas a una altura de diez toesas. El géiser, palabra que los islandeses pronuncian cheisir y que significa furor, se eleva majestuosamente en su extremo. Resuenan a cada instante sordas detonaciones, y el enorme chorro, acometido de más violentos furores, sacude su penacho de vapor saltando hasta las primeros capas de nubes. Se halla solo, sin que le rodeen humaredas ni manantiales calientes, y toda la potencia volcánica está resumido en él. Los rayos de la luz eléctrica vienen a mezclarse con esta deslumbrante columna de agua, cuyas gotas adquieren, al recibir su caricia, todos los matices del iris.
-Atraquemos -dice el profesor.
Pero es preciso evitar con cuidado esta tromba de agua que, en un instante, haría zozobrar balsa. Hans, maniobrando con pericia, nos lleva a la extremidad del islote.
Salto sobre las bocas; mi tío me sigue en seguida, en tanto que el cazador permanece en su puesto, a fuer de hombre curado ya de espanto.
Caminamos sobre un granito mezclado con toba silícea; el suelo quema y trepida bajo nuestros pies, como los costados de una caldera en cuyo interior trabaja el vapor recalentado. Llegamos ante un pequeño estanque central de donde se eleva el géiser. Sumerjo un termómetro en el agua que corre borbotando, y marca una temperatura de 163°.
Este agua sale, pues, de un foco ardiente, lo que está en contradicción con los teorías del profesor Lidenbrock, no puedo resistir la tentación de hacérselo notar.
-Está bien -me replica-, ¿y qué prueba eso contra las doctrinas?
-Nada, nada-contesto con tono seco, viendo que me estrellaba contra una obstinación sin ejemplo.
Debo confesar, sin embargo, que hasta ahora hemos tenido mucha suerte y que, por razones que no se me alcanzan, se efectúa este viaje en condiciones especiales de temperatura ; pero para mí es evidente que algún día habremos de llegar a esas regiones en que el calor central alcanza sus más altos límites y supera todas las graduaciones de los termómetros.
Allá veremos, que es la frase sacramental del profesor; quien, después de haber bautizado este islote volcánico con el nombre de su sobrino, da la señal de embarcar.
Permanezco algunos minutos todavía contemplando el géiser. Observo que su chorro es irregular, disminuyendo a veces de intensidad, para recobrar después mucho vigor; lo que atribuyo a las variaciones de presión de los vapores acumulados en su interior.
Al fin, partimos bordeando las rocas escarpadas del Sur. Hans ha aprovechado esta detención para reparar algunas averías de la balsa.
Pero antes de pasar adelante, hago algunas observaciones para calcular la distancia recorrida y las anoto en mi diario. Hemos recorrido 270 leguas sobre la superficie del mar, a partir de Puerto-Graüben, y nos hallamos debajo de Inglaterra, a 620 leguas de Islandia.
XXXV
Viernes 21 de agosto. Al día siguiente, perdimos de vista el magnifico géiser. El viento ha refrescado, alejándonos rápidamente del Islote de Axel, cuyos mugidos se han ido extinguiendo poco a poco.
El tiempo amenaza cambiar. La atmósfera se carga de vapores. que arrastran consigo la electricidad engendrada por la evaporación de las aguas salinas; descienden sensiblemente las nubes y tornan un marcado color de aceituna; los rayos de luz eléctrica apenas pueden atravesar este opaco telón corrido sobre la escena donde va a representarse el drama de las tempestades.
Me siento impresionado, como ocurre sobre la superficie de la tierra cada vez que se aproxima un cataclismo.
Los cúmulus amontonados hacia el Sur presentan un aspecto siniestro; esa horripilante apariencia que he observado a menudo al principio de las tempestades. El aire está pesado y el mar se encuentra tranquilo.
A lo lejos, se ven nubes que parecen enormes balas de algodón, amontonadas en un pintoresco desorden, las cuales se van hinchando lentamente y ganan en volumen lo que pierden en número. Son tan pesadas, que no pueden desprenderse del horizonte; pero, al impulso de las corrientes superiores, fúndense poco a poco, se ensombrecen y no tardan en formar una sola capa de aspecto en extremo imponente. De vez en cuando, un globo de vapores, bastante claro aún, rebota sobre esta alfombra parda, y no tarda en perderse en la masa opaca.
Evidentemente la atmósfera se halla saturada de fluido, del cual también yo me encuentro impregnado, pues se me eriza el cabello como si me hallase en contacto con una máquina eléctrica. Me parece que si, en este momento, me tocasen mis compañeros, recibirían una violenta conmoción.
A las diez de la mañana se acentúan los signos precursores de la tempestad; diríase que el viento descansa para tomar nuevo aliento; la nube parece un odre inmenso en el cual se acumulasen los huracanes.
No quiero creer en las amenazas del cielo; mas no puedo contenerme y exclamo:
-Mal tiempo se prepara.
El profesor no responde. Tiene un humor endiablado al ver que aquel océano se prolonga de un modo indefinido delante de sus ojos. Contesta a mis palabras encogiéndose de hombros.
-Tendremos tempestad --digo yo, señalando con la mano el horizonte-. Esas nubes descienden sobre el mar como para aplastarlo.
Silencio general. El viento calla. La Naturaleza parece un cadáver que ha dejado de respirar. La vela cae pesadamente o lo largo del mástil, en cuyo tope empiezo a ver brillar un ligero fuego de San Telmo. La balsa permanece inmóvil en medio de un mar espeso y sin ondulaciones. Pero, si no caminamos, ¿a qué conservar izada esta vela que puede hacernos zozobrar al primer choque de la tempestad?
-Arriemos la vela -digo-, y abatamos el palo; la prudencia más elemental lo aconseja.
-¡No, por vida del diablo! -ruge iracundo mi tío--- ¡No, y mil veces no! ¡Que nos sacuda el viento! que la tempestad nos arrebate! ¡Pero que vea yo, por fin, las rocas de una costa, aunque deba nuestra balsa estrellarse contra ellas!
No ha acabado aún mi tío de pronunciar estas palabras, cuando cambia de improviso el aspecto del horizonte del Sur; los vapores acumulados se resuelven en lluvia, y el aire, violentamente solicitado para llenar los vacíos producidos por la condensación conviértese en huracán. Procede de los más remotos confines de la caverna. La oscuridad se hace tan intensa, que apenas si puedo tomar algunas notas incompletas.
La balsa se levanta dando saltos, que hacen caer a mi tío. Yo me arrastro hasta él. Le hallo asido fuertemente a la extremidad de un cabo y parece contemplar con placer el espectáculo de las desencadenados elementos.
Hans no se mueve siquiera. Sus largos cabellos, desordenados por el huracán y acumulados sobre su inmóvil semblante, le dan un extraño aspecto, porque en cada una de sus puntas brilla un penachillo luminoso. Su espantosa fisonomía recuerda la de los hombres antediluvianos, contemporáneos de los ictiosaurios, de los megiterois.
El palo, sin embargo, resiste. La vela se distiende, como una burbuja próxima a reventar. La balsa camina con una velocidad que no puedo calcular, aunque no tan grande como la de las gotas de agua que despide en sus movimientos, las cuales describen líneas perfectamente rectas.
-¡La vela! ¡La vela! -grito, indicando por señas que la
arríen
-¡No! -responde mi tío.
-Nej -dice Hans, moviendo lentamente la cabeza.
La lluvia forma, entretanto, una mugidora catarata delante del horizonte hacia el cual como insensatos corremos; pero antes de que llegue hasta nosotros, desgárrose el velo formado por las nubes, entra el mar en ebullición, y entra en juego la electricidad producida por una vasta acción química que se opera en las capas superiores de la atmósfera. A las centelleantes vibraciones del rayo, se mezclan los mugidos espantosos del trueno: un sinnúmero de relámpagos se entrecruzan en medio de las detonaciones; la masa de vapores se pone incandescente; el pedrisco que choca contra el metal de nuestras armas y herramientas, adquiere luminosidad; y las hinchadas olas parecen cerros ignívoros en cuyas entrañas se incuba un fuego en extremo violento y cuyas crestas ostentan un vivo penacho de llamas.
La intensidad de la luz me deslumbra los ojos, y el estrépito del trueno me destroza los oídos; no tengo más remedio que asirme fuertemente al mástil de la balsa, que se dobla como una débil caña bajo la violencia del huracán.
(Aquí se hacen en extremo incompletas las notas de mi viaje. No he encontrado ya más que algunas observaciones fugaces y tomadas, por decirlo así, maquinalmente. Pero por su brevedad, y hasta por su falta de claridad, constituyen una prueba de le emoción que me dominaba y me dan una idea más cabal que la memoria, de la situación en que nos encontrábamos.)
Domingo 23 de agosto. ¿Dónde estamos? Somos arrastrados con una velocidad prodigiosa.
La noche ha sido terrible. La tempestad no amaina. Vivimos en medio de una detonación incesante. Nuestros oídos sangran y no podemos entendernos.
Las relámpagos no cesan. Veo deslumbrantes zig zags que, tras una fulminación instantánea, van a herir la bóveda de granito. ¡Oh si se desplomase! Otros relámpagos se bifurcan, o toman la forma de globos de fuego, que estallan como bombas. No por eso aumenta el ruido, porque ha rebasado ya el límite de intensidad que puede percibir el oído humano, y aunque todos los polvorines del mundo hiciesen explosión a la vez, no lo oiríamos.
Existe una emisión constante de luz en la superficie de las nubes, la materia eléctrica se desprende, incesante, de sus moléculas: se han alterado los principios gaseosas del aire; innumerables columnas de agua se lanzan a la atmósfera y caen luego cubiertas de espuma.
¿A dónde vamos...? Mi tío se halla tendido, largo es, en la extremidad de la balsa.
El calor aumenta. Miro el termómetro y veo que señala... (La cifra está borrada.)
Lunes 24 de agosto. Por lo visto, esto no acabará nunca. ¿Por qué el estado de esta atmósfera tan densa, una vez modificada, no será definitivo?
Estamos rendidos de fatiga. Hans sigue imperturbable. La balsa corre imperturbablemente hacia el Sudeste. Hemos recorrido más de doscientas leguas desde que abandonamos el islote de Axel.
El huracán arreció a mediodía, y es preciso trincar sólidamente todos los objetos que componen el cargamento. Nosotros nos amarramos también. Los olas pasan por encima de nuestras cabezas.
Hace tres días que no podemos cambiar ni siquiera una sola palabra. Abrimos la boca, movemos los labios pero no producimos ningún sonido apreciable. Ni aun hablando al oído es posible entendernos.
Mi tío se ha aproximado a mí, y ha articulado algunas palabras. Creo que me ha dicho: «Estamos perdidos» pero no estoy seguro.
Tomo el partido de escribirle estos palabras : «Arriemos la vela.» Me dice por señas que bueno.
Pero, apenas ha tenido tiempo de inclinar la cabeza para decirme que sí, cuando a bordo de la balsa aparece un disco de fuego. La vela es arrancada, juntamente con el palo, y parten ambas cosas, formando un solo cuerpo, elevándose a una altura prodigiosa cual nuevo pterodáctilo, ese ave fantástica de los primeros siglos.
Nos quedamos helados de espanto. La esfera, mitad blanca y mitad azulada, del tamaño de una bomba de diez pulgadas, se pasea lentamente, girando con velocidad sorprendente bajo el impulso del huracán. Va de un lado para otro, sube uno de los bordes de la balsa, salta sobre el saco de las provisiones, desciende ligeramente, bota, roza la caja de pólvora. ¡Horror! ¡Vamos a volar! Pero no: el disco deslumbrador se separa; se aproxima a Hans, que la mira fijamente; a mi tío, que se pone de rodillas para evitar su choque; a mí, que palidezco y tiemblo bajo la impresión de su luz y su color; da vueltas alrededor de mi pie, que trato de retirar sin poderlo conseguir.
La atmósfera está llena de un olor de gas nitroso que penetra en la garganta y los pulmones. Nos asfixiamos. ¿Por qué no puedo retirar el pie? ¿Estará por ventura clavado a la balsa? ¡Ah! La caída del globo eléctrico ha imanado todo el hierro de a bordo; los instrumentos, los herramientas, las armas se agitan, entrechocándose con un tintineo agudo: los clavos de mis zapatos se hallan fuertemente adheridos a una placa de hierro incrustada en la madera. ¡No puedo retirar el pie! Haciendo un violento esfuerzo, consigo, por fin, arrancarlo en el momento mismo en que el globo iba a tomarlo en su movimiento giratorio y arrastrarme, si...
¡Ah! ¡Qué luz tan intensa! ¡El globo estalla! Nos cubre un mar de llamas
Después se apaga todo. ¡He tenido tiempo de ver a mi tío tendido sobre la balsa, y a Hans con la caña del timón en la mano, escupiendo fuego bajo la influencia de la electricidad que le invade!
¿A dónde vamos? ¿A dónde vamos?
Martes 25 de agosto. Salgo de un desvanecimiento prolongado. La tempestad continúa; los relámpagos se desencadenan como una nidada de serpientes que alguien hubiera soltado en la atmósfera.
¿Estamos aún en el mar? Sí, y arrastrados con una velocidad incalculable. ¡Hemos pasado por debajo de Inglaterra, del canal de la Mancha, de Francia, de Europa entera, tal vez! ¡Escúchase un nuevo ruido! ¡Evidentemente, el mar se estrella contra las rocas... Pero entonces...
XXXVI
Aquí termina lo que le he llamado mi Diario de Navegación, tan felizmente salvado del naufragio, y vuelvo o recordar mi relato como antes.
Lo que ocurrió al chocar la balsa contra los escollos de la costa, no sería capaz de explicarlo. Me sentí precipitado en el agua, y, si me libré de la muerte, si mi cuerpo no se destrozó contra los agudos peñascos, fue porque el brazo vigoroso de Hans me salvó del abismo.
El valeroso islandés me transportó fuera del alcance de las olas sobre una arena ardorosa donde me encontré, al lado de mi tío.
Después salió a las rocas, sobre las cuales se estrellaba el oleaje furioso, con objeto de salvar algunos restos del naufragio. Yo no podía hablar: me encontraba rendido de emoción y de fatiga, y tardé más de una hora en reponer.
Seguía cayendo un verdadero diluvio, con esa redoblada violencia que anuncia el fin de las tempestades. Algunas rocas superpuestas nos brindaron un abrigo contra las cataratas del cielo.
Hans preparó alimentos, que yo no pude tocar, y todos, extenuados por tres noches de insomnio, nos entregamos a un dudoso sueño. Al día siguiente, el tiempo era magnífico. El cielo y el mar se habían tranquilizado y toda huella de tempestad había desaparecido. Al despertar, mi tío, que estaba radiante de júbilo, me saludó satisfecho.
-¿Qué tal -me dijo-, hijo mío? ¿Has descansado bien?
¿No hubiera dicho cualquiera que nos hallábamos en nuestra casita de la König-strasse, que bajaba a almorzar tranquilamente y que mi matrimonio con la pobre Graüben se iba a verificar aquel día mismo?
¡Ay ! ¡Por poco que la tempestad hubiese desviado la balsa hacia el Este, habríamos pasado por debajo de Alemania, por debajo de mi querida ciudad de Hamburgo, por debajo de aquella calle donde habitaba la elegida de mi corazón! ¡En este caso, me habrían separado de ella cuarenta leguas apenas! ¡Pero cuarenta leguas verticalmente contadas a través de una mole de granito, que para franquearlas tendría que recorrer más de mil!
Todas estas dolorosas reflexiones atravesaron rápidamente mi espíritu, antes que respondiese a la pregunta de mi tío.
-¡Cómo es eso! -repitió-. ¿No me quieres decir cómo has pasado la noche?
-Muy bien -le respondí-; todavía me encuentro molido, pero eso no será nada.
-Absolutamente nada; un poco de cansancio, y nada más.
-Pero le encuentro a usted muy alegre esta mañana, tío.
-¡Encantado, hijo mío, encantado de la vida! ¡Por fin hemos llegado!
-¿Al término de nuestra expedición?
-No tan lejos, pero sí al término de este mar que nunca se acababa. Ahora vamos a viajar de nuevo por tierra y a hundirnos verdaderamente en los entrañas del globo.
-Permítame usted una pregunta, tío.
-Pregunta cuanto quieras, Axel.
-¿Y el regreso?
-¡El regreso! Pero, ¿piensas en volver cuando aún no hemos llegado?
-No; mi idea no es otra que preguntarle a usted cómo se efectuará.
-Del modo más sencillo del mundo. Una vez llegados al centro del esferoide o hallaremos otra nueva vía para volver a la superficie de la tierra, o efectuaremos el viaje de regreso por el mismo camino que ahora vamos recorriendo. Supongo que no se cerrará detrás de nosotros.
-Entonces será preciso poner en buen estado la balsa.
-¡Por supuesto!.
-Pero, ¿nos alcanzarán los víveres para ver esos grandes proyectos realizados?
-Ciertamente. Hans es un muchacho muy hábil, y tengo la seguridad de que ha salvado la mayor parte de la carga. Vamos a cerciorarnos de ello.
Salimos de aquella gruta abierta a todos los vientos. Abrigaba yo una esperanza, que era al mismo tiempo un temor: me parecía imposible que en el terrible choque de la balsa no se hubiese destrozado todo lo que conducía. No le engañaba, en efecto. Al llegar a la playa, vi a Hans en medio de una multitud de objetos perfectamente ordenados. Mi tío estrechóle la mano impulsado por un vivo sentimiento de gratitud. Aquel hombre, cuya abnegación era en realidad sobrehumana, había estado trabajando mientras descansábamos nosotros, y había logrado salvar los objetos más preciosos con grave riesgo de su vida.
No quiere decir esto que no hubiésemos sufrido pérdidas bastante sensibles: nuestras armas, por ejemplo; pero, en resumidas cuentas, bien podríamos pasarnos sin ellas. En cambio, la provisión de pólvora se encontraba intacta, después de haber estado a punto de explotar durante la tempestad.
-¡Bueno! -exclamó el profesor-; como nos hemos quedado sin fusiles, tendremos que abstenernos de cazar.
-Sí; pero, ¿y los instrumentos?
-He aquí el manómetro, el más útil de todos, a cambio del cual habría dado los otros. Con él puedo calcular la profundidad a que nos encontramos y conocer el instante en que lleguemos al centro. Sin él, nos expondríamos a rebasarlo, y a salir por las antípodas.
La jovialidad de mi tío me resultaba feroz.
-Pero, ¿y la brújula?-pregunté.
-Hela aquí, sobre esta roca, en estado perfecto, lo mismo que los termómetros y el cronómetro. ¡Ah! ¡Nuestro guía no tiene precio!
Fuerza era reconocerlo, porque, gracias a él, no faltaba ningún instrumento. En cuanto a las herramientas y utensilios, vi, esparcidos por la playa, picos, azadones, escalas, cuerdas, etc.
Quedaba por dilucidar, sin embargo, la cuestión relativa a los víveres.
-¿Y las provisiones? -dije.
-Veamos las provisiones -respondió mi tío.
Las cajas que las contenían se hallaban alineadas sobre la arena, en perfecto estado de conservación; el mar las había respetado casi en su totalidad; y, entre galleta, carne salada, ginebra y pescado seco, se podía calcular que teníamos aún víveres para unos cuatro meses.
-¡Cuatro meses! -exclamó el profesor-. Tenemos tiempo para ir y volver, y con lo que nos sobre pienso dar un espléndido banquete a todos mis colegas de Johannaeum.
Desde mucho tiempo atrás debía estar acostumbrado al carácter de mi tío, y, sin embargo, aquel hombre siempre me causaba asombro.
-Ahora -dijo-, vamos a reponer nuestras provisiones de agua con la lluvia que la tempestad ha vertido en todos estos recipientes de granito; por consiguiente, tampoco tenemos que temer que la sed nos atormente. Por lo que respecta a la balsa, voy a recomendar a Hans que la repare lo mejor que le sea posible, aunque tengo pera mí que no ha de servimos más.
-¿Cómo es eso? exclamé.
-¡Es una idea que tengo, hijo mío! Se me antoja que no hemos de salir por donde entramos.
Miré con cierto recelo a mi tío, pensando si se habría vuelto loco; aun cuando, bien pensado, ¡quién sabe si decía una gran verdad sin saberlo!
-Vamos a almorzar -añadió.
-Seguí hasta mi pequeño promontorio, después que comunicó sus instrucciones al guía, y allí, con carne seca, galleta y té, confeccionamos un almuerzo excelente, uno de los mejores, he de decir la verdad, que he hecho en toda mi vida. La necesidad, el aire libre y la tranquilidad, después de las agitaciones pasadas, despertaron en mí un devorador apetito.
Durante el almuerzo, propuso mi tío que calculásemos el lugar en donde a la sazón nos hallábamos.
-Creo que nos será fácil calcularlo -le dije.
-Con toda exactitud, no, no es fácil -respondió-; resulta hasta materialmente imposible, porque durante los tres días que había durado la tempestad, no he podido tomar nota de la velocidad ni del rumbo de la balsa; pero, no obstante, podemos calcular nuestra situación de un modo aproximado.
-En efecto, la última observación la hicimos en el islote del géiser..
-En el islote de Axel, hijo mío; no renuncies al honor de haber dado tu nombre a la primera isla descubierta dentro del macizo terrestre.