Moby Dick 3. Tercera entrega
de Herman Melville

Moby Dick 3. Tercera entrega

 

 

Fuente bibliotecasvirtuales. Autor: Herman Melville

 

Entre los balleneros se da la existencia de una clase especial de oficiales, los arponeros, que resulta totalmente desconocida en las demás marinas mercantes.

 

La gran importancia concedida a la profesión de arponero y el hecho de que en las primitivas pesquerías holandesas, hace ya casi dos siglos, el mando de un ballenero no recaía exclusivamente en el capitán, sino que lo compartía con un oficial al que llamaban literalmente el «cortador de tocino», es algo que ha marcado la profesión.

 

Por aquella época, la autoridad del capitán se reducía a lo relativo a la navegación y dirección general del barco, en tanto que el arponero-jefe gobernaba todo lo que se refería a la caza de ballenas y a sus derivados.

 

Esta costumbre se conserva aún en las pesquerías inglesas de Groenlandia, aunque haya decaído un poco el rango de dicho arponero, que ahora es muy inferior en autoridad al capitán.

 

Sin embargo, como el éxito de una campaña de pesca depende principalmente de la pericia de los arponeros, en las pesquerías norteamericanas, el arponero mayor no es solamente un oficial importante, sino que en determinadas circunstancias lleva el mando de la

 

cubierta, vive teóricamente aparte de la marinería y se le distingue de los demás tripulantes.

 

La larga duración de la campaña ballenera por los mares del Sur, sus peligros y la comunidad de intereses que reina en la tripulación, que no depende de salarios fijos sino de una parte de los beneficios, contribuyen a veces a que la disciplina no sea tan total como en otras marinas, aunque, por supuesto, esa disciplina no se rompe nunca.

 

Incluso, en muchos casos, el capitán observa una conducta absolutamente regia en su barco, y en el caso de Acab, éste exigía una obediencia ciega.

 

Y ahora quisiera hablar un poco acerca de las ballenas.

 

Existen varias especies de ellas. La «ballena azul» es la mayor, no solamente de los animales del mar, sino también de los de la tierra, y llega a medir más de treinta metros de larga. El rorcual es un poco más pequeño, apenas llega a los veinticuatro metros, y ambos tienen una aleta encima del lomo.

 

Luego están las ballenas propiamente dichas, que carecen de tal aleta, y de las cuales la mayor es la llamada ballena boreal, que vive en el océano Ártico y mide unos veinte metros.

 

La ballena tiene, pese a su descomunal tamaño, una garganta tan estrecha que por ella no cabría un pez de mediano grosor. Por eso, las ballenas no comen sino pequeños crustáceos y moluscos, así como ciertas algas. En lugar de dientes tienen una serie de láminas córneas, por lo cual tragan el alimento sin masticarlo. Las láminas córneas tienen forma de guadaña y son unas cuatrocientas, colocadas a ambos lados del paladar; sirven como colador para que escape el agua que han tragado junto a su alimento, el cual queda retenido en la lengua. La ballena puede permanecer sumergida hasta cuarenta minutos y entonces, al salir a la superficie, expele el agua que durante ese tiempo ha entrado en sus pulmones y lo hace en forma de surtidor, al que acompaña un fuerte resoplido.

 

Eso sí, mientras no le amenaza ningún peligro, permanece flotando en la superficie y hasta salta sobre ella, con la agilidad que nadie pensaría al ver su monstruoso tamaño. Hasta llega a salir por completo del agua.

 

Del cachalote, que es otra de las especies de ballena, se extrae un finísimo aceite. El cachalote tiene una cabeza enorme, que puede llegar a ser hasta un tercio de la longitud total del animal. Gran parte de esta cabeza está llena de ese líquido graso.

 

El cachalote carece de barbas, pero posee en cambio dientes muy poderosos en la mandíbula inferior, y en la superior unas cavidades en las que encajan los dientes. Éstos son de marfil y pueden tener hasta un centenar de ellos, que le sirven para devorar las presas, y éstas ya no son diminutas, sino pulpos, calamares y hasta tiburones pequeños y focas, pero sobre todo pulpos, los cuales, cuando son grandes, oponen muy fuerte resistencia, llegando a herir al cachalote con su córneo pico.

 

El cachalote se encuentra en casi todos los mares y generalmente viaja en bandadas; no es raro verle hacer cabriolas y dar enormes saltos sobre las olas, por lo que es extraordinariamente difícil clavarle el arpón. Los balleneros que lo sabían hacer, eran raros, ya que el cachalote tiene la costumbre de brincar sobre las lanchas, a

 

las cuales hunde y destruye con su enorme peso, sobre todo cuando esas barcas eran de madera.

 

Y dicho todo esto, continúo con mi relato.

 

A mediodía, «Buñuelo», el camarero, anunciaba a su señor que la comida estaba servida. El «viejo», sentado en la ballenera de barlovento, acababa de tomar la altura del sol.

 

Acab parecía no haberle oído, pero agarrándose a los obenques de la mesana, se deslizaba sobré cubierta y decía:

 

-A comer, señor Starbuck.

 

Éste daba una vuelta por cubierta y añadía por su cuenta:

 

-A comer, señor Stubb.

 

El cual, a su vez, anunciaba:

 

-A comer, señor Flask.

 

Esta costumbre no se interrumpía nunca, porque así lo exige la etiqueta marina. Lo mismo que si alguna vez en cubierta, uno de los oficiales podía mostrarse audaz e incluso retador frente al capitán, tan pronto como todos ellos se encontraban en la cámara, se tornaban humildes como niños.

 

Acab presidía la mesa como un rey preside su corte. Cada oficial aguardaba el turno para servirse, como un hijo que espera a que su padre empiece a comer. Acab hacía un gesto y Starbuck acercaba su plato, recibiendo la pitanza casi como si de una limosna se tratara. Y todo ello en silencio, ya que aunque Acab no ordenaba guardarlo en la mesa, todos ellos mantenían las bocas cerradas.

 

A Flask, el de menor graduación, le tocaban los trozos más pequeños y los huesos del puerco salado. Era el último en bajar a la cámara y el primero en subir de nuevo a cubierta. Apenas si había tenido tiempo para comer.

 

Acab y sus oficiales componían lo que pudiera llamarse la primera mesa de la cámara. Una vez que habían terminado y se habían marchado, se limpiaba el mantel por el camarero y les tocaba el turno a los balleneros.

 

Los cuales, por supuesto, no se comportaban con aquella helada cortesía y aquel respetuoso silencio, sino que bien al contrario lo hacían en una camaradería totalmente democrática. Comían ferozmente, haciendo ruido, y se llenaban la tripa con avidez, mientras intercambiaban bromas de palabra y obra. Tanto Queequeg como Tashtego tenían un apetito de lobo, por lo cual el pálido «Buñuelo» se veía y deseaba para llenarles los platos de grandes lonjas de tasajo. Y, ¡ay de él si no se daba prisa!, porque Tashtego le lanzaba inmediatamente el tenedor al trasero, como si se tratara de un arpón. E incluso alguna vez Daggoo lo levantó en vilo y le metió la cabeza en una cuba de madera, mientras Tashtego hacía ademán de cortarle el cuero cabelludo.

 

Con lo cual toda la vida de «Buñuelo». hombre pacífico si los hay, transcurría en un puro sobresalto. Era un verdadero espectáculo ver a Tashtego y a Queequeg frente a frente tratando de llegar a la conclusión de cuál de ellos tragaba más, mientras que el africano Daggoo, que no hubiera podido permanecer sentado en un espacio tan bajo de techo, comía tumbado en el suelo, y a cada uno de los movimientos de su inmenso corpachón, amenazaba con desencuadernar la camerata.

 

Y sin embargo era el más frugal de todos, casi, casi, podríamos decir que melindroso. En cambio Queequeg, con sus dientes limados, hacía un ruido tan atronador al tragar, que el pobre «Buñuelo» tiritaba sólo de verlo.

 

Luego salían todos de la cámara, ya que era costumbre que en ella sólo se estuviera a las horas de comer y que el tiempo de los arponeros y de los oficiales transcurriera casi siempre al aire libre.

 

CAPÍTULO VI

 

Mientras el tiempo transcurría agradablemente, en lo que se refiere a la temperatura, me llegó el turno de mi primera guardia de vigía en la cofa.

 

Este trabajo resulta a veces interesante, aunque otras ocasiones pueda resultar muy monótono. Pero es absolutamente necesario para poder observar el mar desde un punto alto al que no pueden llegar los que permanecen en cubierta.

 

Se monta la guardia en las cofas de los tres palos desde el amanecer hasta la puesta del sol, relevándose los marineros por turno cada dos horas, lo mismo que en el timón. Para una persona soñadora y dada a la meditación, resulta encantador. A cien pies sobre la cubierta, en silencio, cabalgando sobre los palos como si éstos fuesen gigantescos zancos, en tanto que se ve a los monstruos marinos merodear en torno al barco, se tiene tiempo para pensar. Mientras, el buque cabecea indolentemente en tiempo sereno y una gran paz se apodera del espíritu.

 

Durante una campaña ballenera, las horas que se pasan de vigía en el tope o cofa, sumarían meses enteros, y hay que tener en cuenta que la comodidad no es precisamente uno de los deleites del vigía. El punta donde uno está encaramado es el más alto del mastelero de juanete, donde hay que sostenerse sobre dos delgados palos paralelos llamados crucetas de juanete. Vamos, es tan cómodo como estar entre los cuernos de un toro.

 

Cuando hace frío tiene uno que llevarse un gruesc chaquetón, pero ni siquiera esto puede calentarle a unc a semejante altura y abierto a todos los vientos.

 

Al poco tiempo del episodio de la pipa, Acab salió a cubierta, como solía, inmediatamente después del desayuno y no tardaron en oírse sus pisadas de marfil mientras paseaba arriba y abajo sobre el maderamen, el cua conservaba las huellas de su pata artificial. A cada vuelta que el capitán daba al llegar al final del paseo, e marfileño zanco dejaba una muesca, una huella, una hondonada en la madera, pese a lo duro de ésta.

 

-Fíjate bien, Flask -dijo Stubb en un susurroEl polluelo que el capitán lleva dentro está ya picotean do el cascarón. No tardará en salir.

 

Pasaban las horas. Acab seguía paseando con aque lla maniática resolución y el ceño fruncido.

 

Declinaba el día cuando de pronto se detuvo junto: la amurada, metió la pata de marfil en un agujero, se tomó de un obenque y ordenó a Stubb que llamase a popa a todo el mundo.

 

-¡Señor! -respondió el primer oficial, un poco asombrado de una orden que casi nunca se da a bordo sino en circunstancias extraordinarias.

 

-¡Todo el mundo a popa! -repitió Acab-. ¡Ah del tope! ¡Abajo los vigías!

 

Una vez reunida toda la tripulación, que le miraba con ojos curiosos y no muy tranquilos, porque su rostro seguía ceñido, Acab lanzó una ojeada por encima de la amura. Seguía su paseo, con la cabeza baja y el sombrero encasquetado. Tanto que Stubb le susurró a Flask que quizá los había convocado para hacerles presenciar alguna proeza.

 

Súbitamente, Acab se detuvo.

 

-¡Muchachos! ¿Qué hacéis cuando veis una ballena!

 

-¡Dar la voz de alarma! -respondió una docena de voces.

 

-¡Bien! -gritó Acab-. Y después, ¿qué hacéis, muchachos?

 

-Arriar las balleneras y ¡a la caza!

 

-Y, ¿cuál es el soniquete con el que remáis?

 

-¡Ballena muerta o lancha a pique, señor!

 

A cada respuesta, el rostro del viejo parecía más y más complacido, en tanto que los marineros se miraban entre sí, boquiabiertos.

 

Acab dio una vuelta sobre su pata y, agarrándose a otro obenque, añadió:

 

-Todos los vigías me habéis oído dar una orden acerca de una ballena blanca. Pues bien, ¡atención ahora! ¿Veis esta onza española de oro?

 

E hizo relucir la moneda al sol.

 

-Vale dieciséis dólares, muchachos. ¿La veis? Señor Starbuck, déme un martillo.

 

El primer oficial fue a recogerlo, mientras Acab, silencioso, frotaba la moneda como para sacarle más brillo aún.

 

Starbuck le entregó el martillo y Acab se acercó al palo mayor con él en alto, y exclamó con voz chillona

 

-Aquel de entre vosotros que descubra esa ballena, que tiene tres agujeros en la aleta de estribor de la cola, aquel que la descubra, se lleva esta onza de oro, hijos míos.

 

-¡Hurra! -gritaron los marineros, tirando al aire sus sombreros mientras el capitán clavaba la moneda en el palo mayor.

 

-He dicho una ballena blanca -continuó Acab tirando el martillo-. Cien ojos, hijos míos. Tan pronto, como veáis una burbuja, ¡avisad!

 

Durante todo este tiempo, Tashtego, Daggoo y Queequeg habían estado contemplándolo con más interés aún que los demás. Al oír las palabras con las que el capitán describía la ballena, dieron un salto, como si a cada uno de ellos se le despertase un recuerdo.

 

-Capitán -dijo Tashtego-. Esa ballena blanca es la que algunos llaman Moby Dick, ¿no es cierto? -Entonces -gritó Acab-, ¿conoces a la Ballena Blanca? ¿Eh, Tash?

 

-¿No abanica con la cola antes de sumergirse, señor?

 

-Y, ¿no tiene también un surtidor raro? -preguntó Daggoo a su vez-. ¿Muy copudo para un cachalote? ¿Y muy rápido, capitán?

 

-Y tiene... -gritó Queequeg-, varios arpones en la piel todos retorcidos y tuertos como ella... -y en su extraña lengua apenas bastaba para dar la sensación de lo que quería describir.

 

-¡Como un tirabuzón, sí! Sí, Queequeg, los arpones los tiene clavados y retorcidos. Sí, Daggoo, el surtidor es enorme y como una gavilla, y blanco como la lana lavada. Sí, Tashtego, abanica con la cola como un foque al que el viento le ha roto la escota... ¡Sí, condenación! ¡Ésa es Moby Dick, chicos! ¡Moby Dick!

 

-Capitán -dijo Starbuck, quien hasta entonces se había limitado con los otros dos oficiales a contemplar a su superior con creciente sorpresa-. Capitán, he oído hablar de Moby Dick, pero... ¿no fue Moby Dick acaso la que le cortó a usted la pierna, señor?

 

-¿Quién se lo ha dicho? Sí, Starbuck, sí, hijos míos, fue Moby Dick la que me desarboló. A Moby Dick le debo este muñón muerto en el que ahora me sostengo. ¡Sí, sí! -añadió en un sollozo terrible, casi animal-. ¡Sí! ¡Esa maldita ballena blanca me dejó inválido para toda mi vida!

 

Alzó los dos brazos al aire:

 

-Sí, y la he de perseguir más allá del Cabo de Hornos y más allá del de Buena Esperanza, más allá del Maelstron, y más allá de los fuegos del infierno antes de renunciar a cogerla. Y para eso os habéis embarcado, muchachos, para perseguir a la Ballena Blanca por ambos hemisferios si es preciso, y por todos los rincones del universo hasta que lance sangre negra por el surtidor y flote panza arriba. Conque, hijos míos, ¿queda cerrado el trato? ¿O acaso no sois una partida de valientes, como creo?

 

-¡Sí, sí! -gritaron los arponeros y los marineros acercándose al viejo-. ¡Ojo avizor a la Ballena Blanca! ¡Un arpón bien afilado para Moby Dick!

 

-¡Dios os bendiga! -sollozó él-. ¡Camarero! ¡Una buena ración de ponche! Pero, señor Starbuck, ¿qué cara es ésa? ¿No quiere cazar a la Ballena Blanca? ¿No se atreve usted con Moby Dick?

 

-Me atrevo, señor, si viene como es debido en el curso de nuestra caza. Pero yo he venido a cazar ballenas, no para consumar una venganza. ¿Cuántos barriles de aceite le produciría la venganza, capitán Acab? Eso aunque pudiera capturarla. En el mercado de Nantucket no le produciría mucho.

 

-¡El mercado de Nantucket! ¡Bah! Acérquese, señor Starbuck, que le diga algo. No todo se cuenta en dinero, en guineas, en dólares. Pero mi venganza logrará un gran precio, aquí.

 

Y se golpeaba el ancho pecho.

 

-Vengarse de una bestia irracional -dijo Starbuck-, que le atacó simplemente porque así se lo mandaba su instinto, ¡eso es una locura! ¡Eso parece una blasfemia, capitán!

 

-Escúcheme: para mí la Ballena Blanca es una muralla que me rodea. Me hostiga, me aplasta, veo en ella una fuerza insultante, una malicia que la anima contra mí. No me hable usted de blasfemias: yo pegaría al mismo sol, si me ofendiera. ¡Ah, te sonrojas y palideces! No quise enfadarlo, no quise ofenderlo. Pero, ¿no están todos de mi parte en esta cuestión de la Ballena Blanca? Mire a Stubb: se está riendo. Mira a ese chileno: ¡bufa nada más que de pensar en ello! Porque, ¿de qué se trata? De llevar algo hasta el fin, nada de proezas. De fijo que el mejor arpón de Nantucket no se va a echar atrás. Ah, ya veo que está confuso. Pero, ¡hable, pues! Ya lo ve: Su silencio habla por usted.

 

-Dios me tenga en su mano y a todos nosotros también -murmuró Starbuck.

 

Acab no pareció oír aquellas últimas palabras, ni tampoco la risa ahogada que salía del sollado, ni la voz del viento en el aparejo.

 

-¡El ponche! -gritó Acab.

 

Y cuando tuvo en la mano la jarra de peltre se volvió hacia los arponeros y les ordenó sacar sus armas. Los alineó luego ante sí, junto al cabrestante, con los arpones en la mano, mientras que sus tres oficiales le rodeaban con sus lanzas y el resto de la tripulación formaba corro en torno al grupo, y se quedó plantado mirando con ojos penetrantes a cada uno de sus tripulantes.

 

-¡Bebe y pásalo! -ordenó entregando la jarra al marinero más próximo-. Por ahora, sólo la tripulación. ¡Que corra! Tragos breves, muchachos, porque es más fuerte que la pezuña de Satanás. Así. ¡Así va bien! El licor aguzará vuestros ojos y vuestro espíritu.

 

Y siguió:

 

-Un momento ahora, valientes: aquí estáis todos, arponeros, oficiales y tripulación. Vamos a ver. Formad un círculo alrededor, de modo que pueda resucitar una de las más antiguas costumbres de mis antepasados pescadores. ¡Ah, muchachos, ya veréis cómo...! A ver, chico, ¿ya estás de vuelta? Dámelo. Vamos, la jarra ya está de nuevo llena a rebosar.

 

-Vosotros, los oficiales, cruzad las lanzas delante de mí. ¡Muy bien! Dejadme tocar el pecho -y al decir esto juntó las lanzas y las cogió al tiempo que les daba

 

una fuerte sacudida y miraba a Starbuck, pasaba luego: la mirada a Flask y a Stubb, como si quisiera imbuirles por medio de su voluntad la misma emoción que le animaba a él. Los tres oficiales se estremecieron ante aquel gesto y apartaron de él la vista.

 

-¡Abajo las lanzas! Y ahora oficiales, os nombro coperos de mis tres deudos infieles, de vosotros, caballeros. Pues, ¿qué? ¿No lava el Papa los pies de los mendigos? ¿No usa su propia tiara como jofaina? ¡Cortad las ligaduras y quitad los mangos!

 

Obedecieron en silencio, quedando los tres plantados con los hierros de los arpones, de unos tres pies de largo, sosteniéndolos de punta ante él.

 

-No me vayáis a pinchar con esos aceros. ¡Volvedlos hacia abajo! ¡Así! Y ahora, vosotros, los coperos, avanzad. Coged los hierros y sostenedlos mientras les lleno la copa -y procedió a hacerlo con el ardiente líquido de la jarra.

 

-Así, plantados, tres para tres. ¡Entregad los cálices asesinos! ¡Entregadlos vosotros, que formáis ya parte de esta alianza indisoluble! ¡Eh, Starbuck! ¡Esto ya está hecho! El sol no espera más que a santificarlo para hundirse en el horizonte! Bebed. ¡Bebed y jurad! ¡Muera la Ballena Blanca! ¡Muera Moby Dick! ¡Que Dios acabe con nosotros si nosotros no acabamos con Moby Dick?

 

Se alzaron los extraños recipientes y se bebió el líquido entre gritos y maldiciones contra la Ballena Blanca.

 

Starbuck había palidecido y se estremecía. La jarra, llena de nuevo, volvió a pasar entre la tripulación, que estaba casi frenética. Y al hacer Acab una señal con la mano, se dispersaron todos, mientras el capitán se metía  en la cámara.

 

CAPÍTULO VII

 

Yo, Ismael, formaba parte de aquella tripulación; mis gritos se habían alzado como los de los demás, mis juramentos se habían fundido con los suyos. Grité más alto y juré más fuerte, a causa del terror que se había apoderado de mi alma. Me poseía un insensato y místico sentimiento de conmiseración. Parecía mío el odio insaciable de Acab. Escuché con avidez la historia de aquel monstruo contra el que habíamos jurado venganza o muerte, yo y todos los demás.

 

Durante mucho tiempo, aunque sólo a intervalos, la solitaria y arisca ballena blanca había recorrido todos aquellos mares, pero había muchos marineros, muchos balleneros que desconocían su existencia.

 

Sólo unos pocos la habían visto y reconocido, y era muy pequeño el número de los que la habían atacado a sabiendas, pues a causa del gran número de barcos balleneros y el modo desordenado en que se repartían por el mar, eran pocas las noticias que relativas a Moby Dick se esparcieron entre los cazadores.

 

Hubo, sí, diversos buques que dieron cuenta de haber topado con un cachalote de tamaño y ferocidad extraordinarios, que luego de dejar mal parados a sus atacantes, se les había escapado arteramente, y para algunos resultaba lógico que aquélla debía ser Moby Dick.

 

Pero la ferocidad no era extraña en los cachalotes, por lo que no resultaba fácil decir si había sido o no aquélla precisamente con la que habían topado. Y en cuanto a los que teniendo ya noticias sobre ella, la encontraron por casualidad, casi todos se habían lanzado al principio a darle caza como a cualquier otra ballena de su género. Estos ataques trajeron desastres entre ellos, como brazos rotos, e incluso en ocasiones accidentes mortales. Por ello, todas las noticias resultaban confusas y casi siempre contradictorias.

 

Había otras cosas esencialmente prácticas que influyeron en el caso. Ni aun en la actualidad ha desaparecido todavía de la mente de los balleneros el primitivo prestigio del cachalote, pavorosamente distinto del de los demás ballenáceos, aunque son muchos los balleneros que no han tenido nunca encuentros hostiles con esos animales.

 

Una de las leyendas que se atribuían a la mente supersticiosa de los marinos, era la de que Moby Dick era ubicua, es decir, se encontraba en varios puntos distintos a la vez. Lo cual naturalmente sólo podía atribuirse a superstición, porque aún eran desconocidos los secretos de las corrientes marinas, y por otra parte cuando el cachalote viaja sumergido es absolutamente imposible verlo, a no ser que se le vea salir y lanzar un chorro de agua.

 

Es cosa perfectamente conocida tanto entre los balleneros ingleses como entre los norteamericanos, el haberse capturado al norte del Pacífico ballenas que llevaban clavadas puntas de arpones lanzados en Groenlandia. Y tampoco escapaba a los marinos que el intervalo entre encontrarlos y el momento en que recibieron la herida, no podía exceder de muchos días. De ahí que algunos balleneros hayan creído que el problema del paso del Noroeste, que tanto tiempo preocupó al hombre, no lo fue nunca para las ballenas.

 

Familiarizado con semejantes prodigios no explicados, no es pues de extrañar que, sabiendo que Moby Dick había escapado viva después de repetidos ataques, fueran más allá en sus supersticiones, suponiendo que Moby Dick no solamente era ubicua, sino incluso inmortal, y que seguiría nadando viva aunque se le clavaran en los flancos bosques enteros de arpones, y que si alguna vez se le llegaba a ver lanzar sangre por su surtidor, eso no sería más que una alucinación, pues no tardaría en verse otro surtidor, éste blanco e inmaculado, brotando a muchas leguas de distancia.

 

No solamente era su corpulencia lo que le distinguía de los demás cachalotes, sino también una frente arrugada y una blancura de nieve, además de la alta y piramidal joroba blanca.

 

Y también sus traidoras retiradas cuando se la perseguía, pues más de una vez se la había visto, cuando nadaba huyendo de sus entusiasmados perseguidores, volverse súbitamente y caer sobre ellos para destrozar sus lanchas.

 

Su caza había dado ya lugar a numerosas muertes. Calcúlese, pues, la furiosa ira que se apoderaba de sus cazadores cuando salían nadando de entre los destrozados restos de sus lanchas y los miembros arrancados de sus compañeros muertos.

 

Con tres lanchas desfondadas y los hombres debatiéndose entre las olas, había habido un capitán que cogiendo el cuchillo de cortar el cable de su proa deshecha, se había lanzado sobre la ballena como un duelista, tratando de arrancarle la vida con un arma de sólo seis pulgadas.

 

Aquel capitán había sido Acab, y fue entonces cuando metiéndole por debajo aquella mandíbula en forma de guadaña, le había segado Moby Dick la pierna.

 

No era, pues, de extrañar que desde aquel instante, un salvaje deseo de venganza contra la ballena blanca se hubiera metido en el espíritu del capitán, tanto más cuanto que no solamente le achacaba la pérdida de su pierna, sino también el desánimo, la enfermedad anímica que desde entonces le aquejaba.

 

A esa causa se podía atribuir su innegable locura durante la travesía, así como la sombría melancolía que le dominara hasta el mismo momento de hacerse a la mar en el Pequod.

 

Teníamos, pues, a aquel anciano canoso e impío persiguiendo con sus maldiciones a una ballena como la que tragó a Jonás por todo el inmenso océano, y al frente de una tripulación constituida principalmente por mestizos renegados, parias y salvajes, en la que solamente la virtud de Starbuck, la indiferencia y despreocupación de Stubb y la total mediocridad de Flask ponían una nota de sensatez. Dicha tripulación parecía reclutada y reunida por alguna fatalidad infernal para ayudarle en su monomaníaca venganza.

 

Ya he dicho lo que la ballena significaba para Acab, pero, ¿y para mí? Aparte de las características peligrosas del animal estaba su blancura, que era lo que más me aterraba, ya que si bien en muchos objetos la blancura contribuye a aumentar su belleza, como en los mármoles y en otros objetos, lo cierto es que a mí me producía una extraña sensación de desasosiego.

 

¿Qué hay en un hombre albino tan repelente como para que hasta su misma familia lo deteste? Pues precisamente esa blancura. El albino está conformado como los demás, y sin embargo su simple aspecto, su blancura, le hace más repulsivo que el más feo aborto. ¿Por qué?

 

Y también, ¿por qué a los fantasmas se les atribuye una blancura que contribuye a aterrorizar a los que en ellos piensan? ¿Tal vez por su parecido a alguien envuelto en un sudario?

 

El fantasma pavoroso y el encapuchado de los mares del Sur ha sido denominado Borrasca Blanca. Y, ¿cómo explicar que el mar Blanco produce en la mente una impresión tan espectral, en tanto que el Mar Amarillo nos mece con una sensación de seguridad?

 

Por todas estas cosas, la ballena blanca venía a ser un símbolo de algo muy desagradable para mí. Y dejo por el momento estas meditaciones producidas en mi ánimo por la Ballena Blanca.

 

 

 

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-¡Chist! ¿Has oído ese ruido, Cabaco?

 

Era la segunda guardia nocturna. Brillaba una clara luna, y los marineros formaban una cadena desde las barricas de agua dulce en el combés hasta la del tambucho cerca del coronamiento y se pasaban de uno a otro los baldes para llenar esta última. Como la mayoría estaban cerca del sagrado recinto del alcázar, tenían gran cuidado en no hablar alto, y los baldes pasaban de mano en mano en el más profundo silencio, interrumpido alguna que otra vez por el aleteo accidental de una vela y el zumbido de la quilla surcando las aguas.

 

Fue en medio de aquel silencio cuando Archy, uno de los hombres de la cadena, situado cerca de la escotilla de popa, le susurró a un cholo, su vecino, esas palabras.

 

-Coge el balde, Archy, ¿quieres? ¿De qué ruido hablas?

 

-Ahí lo tienes de nuevo... bajo la escotilla. ¿No lo oyes? Una especie de tos...

 

-¿Qué tos ni qué diablos? ¡Alarga ya de una vez ese balde vacío!

 

-Ahí está otra vez. ¡Ahí mismo! Parece como si...

 

-Déjame en paz, camarada, ¿quieres? Deben de ser las galletas de la cena que te bailan en el estómago. ¡Ojo al balde!

 

-Por más que digas, yo tengo buen oído. Búrlate cuanto quieras, pero ya veremos lo que resulta. Escucha, Cabaco, en el sollado de popa hay alguien a quien aún no se ha visto en cubierta, y me huelo que nuestro viejo mogol sabe algo de ello. Además, una vez, estando yo de guardia, le oí a Stubb decirle a Flask que sospechaba algo semejante a eso.

 

-¡Chist! ¡El balde!

 

Aquello pareció terminar la discusión.

 

CAPÍTULO VIII

 

Si hubierais seguido al capitán Acab hasta la cámara después de la insensata aceptación por parte de la tripulación de sus propósitos maníacos, le habríais visto dirigirse a un armario que había en los finos de popa, sacar un gran rollo arrugado de cartas marinas y extenderlo ante sí sobre la mesa atornillada al suelo.

 

Se sentó ante ella y se puso a estudiar con atención las diversas líneas que se ofrecían a su vista, y con un lápiz y mano segura aunque lenta, trazó nuevas rutas por espacios hasta entonces vacíos. En ocasiones echaba mano a unos derroteros que tenía a su lado, donde estaban apuntados los lugares y ocasiones en que se habían visto o cazado cachalotes en los viajes de otros barcos.

 

Mientras se entregaba a esta ocupación, el pesado farol de peltre, colgando con cadenas sobre su cabeza, se balanceaba siguiendo los movimientos del barco y proyectaba luces y sombras sobre la frente contraída.

 

Acab hacía lo mismo casi todas las noches, y casi siempre borraba algunos trazos de lápiz, sustituyéndolos por otros. Tejía las cartas de los cuatro océanos que tenía delante, con su laberinto de corrientes y remolinos, para asegurar la consecución de la idea fija que le roía el alma.

 

Para quien no esté al tanto de las costumbres de los cachalotes y las ballenas, podrá parecer una idea absurda buscar de ese modo a un animal solitario en el océano, pero no le parecía así a Acab, que conocía perfectamente las series de corrientes y mareas y podía calcular la deriva de los pasos del cachalote, y así calibrar las posibilidades de encontrarlo en tal lugar o tal fecha.

 

Es cosa conocida y probada la periodicidad de las visitas de los cachalotes a determinadas aguas, tanto que muchos cazadores piensan que sería posible establecerlas, como se hace con los bancos de bacalao o los de los arenques.

 

Los cachalotes, al desplazarse de unos «pastos» a otros, siguen casi siempre lo que se llama «vetas», sin desviarse ni un punto de determinadas direcciones marítimas, con exactitud tan precisa que no hubo jamás ningún buque que siguiera su derrota en mapa con tan maravillosa precisión.

 

De ahí que Acab confiara en encontrar su presa en pastos bien conocidos y pensara que podía incluso adelantarse a sus intenciones para esperarla en el instante preciso.

 

Había una circunstancia que podía trastornar el plan del capitán Acab. Aunque los cachalotes en manada tengan sus costumbres regulares, no se puede estar seguro de que las manadas que frecuenten un pasto sean

 

las mismas que lo hagan en la temporada siguiente. Esto mismo es aplicable sobre todo a los cachalotes solitarios, como era el caso de Moby Dick. Aunque a éste se le hubiera visto en las islas Seychelles, por ejemplo, no se podía deducir matemáticamente por ello que en la época posterior hubiera de encontrarse allí.

 

Ahora bien, el Pequod había zarpado de Nantucket precisamente al comienzo de la «temporada» en el Ecuador, de modo que de ninguna manera el capitán podía lograr hacer toda la travesía hacia el Sur, doblar el Cabo de Hornos y recorrer sesenta grados de latitud para llegar al Pacífico Ecuatorial a tiempo para la caza. Tenía, pues, que esperar a la temporada próxima. Pero por otra parte ello le daba tiempo para, aquellos trescientos sesenta y cinco días, dedicarse a la pesca, que al fin y al cabo era para lo que se había armado el Pequod, sin olvidar tampoco el buscar a Moby Dick por si alguna casualidad extraordinaria lo ponía a su alcance.

 

Sin embargo, aun admitido todo eso, resulta claramente insensato el que se pueda reconocer a una ballena solitaria, aunque la encontrara. Es decir, resultaría insensato para alguien que no tuviera como Acab, la pista del gigantesco morro blanco que resultaba sobre todas las demás ballenas.

 

Bien, el caso es que aunque consumido en la hoguera de sus ardientes propósitos de venganza, no debía olvidar su deber como capitán de un buque ballenero. Para ello necesitaba un instrumento tan propenso a estropearse como los hombres. Sabía, por ejemplo, que por mucho que fuera el ascendiente magnético que ejercía sobre Starbuck, temía no poder llegar a dominarlo por entero, ya que su primer oficial detestaba en el fondo de su alma los propósitos vengativos del capitán. Por  ello debía tratar de alternar su poder sobre él en lo relativo a su propósito, con el objetivo principal de la nave, que era el de cazar ballenas.

 

Sí, por mucho que Acab desease encontrar al monstruo que le había dejado lisiado y enfermo, debía también preocuparse por otras cosas.

 

Era una tarde brumosa y pesada. Los marineros reposaban perezosamente sobre cubierta y miraban sin ver las aguas plomizas. Queequeg y yo nos ocupábamos en trenzar lo que se llama una baderna para nuestra lancha.

 

 

 

En esta tarea hacía yo de criado de Queequeg. Pasaba y volvía a pasar la trama de la trincafia por entre los largos hilos de la urdimbre, sirviéndome de la mano como de una lanzadera, en tanto que Queequeg los estiraba y ajustaba a la perfección.

 

Estábamos en ello cuando me sorprendió un sonido tan extraño, alargado y desafinado, que me detuve, y me quedé mirando, como un tonto, boquiabierto, hacia las nubes, de donde parecía haber caído aquella voz.

 

Arriba, en las crucetas, estaba el indio loco, Tashtego, con el cuerpo echado hacia delante, la mano extendida como una batuta y lanzando sus extrañísimos gritos a intervalos. Parecía un profeta o un muecín, al verle gritar mientras miraba ávidamente al horizonte.

 

-¡Por allí resopla! ¡Por allí! ¡Allí resopla! ¡Resopla!

 

-¿Por dónde?

 

-¡A sotavento a dos millas! ¡Todo un colegio de ellos!

 

En el acto se produjo un enorme revuelo a bordo.

 

El cachalote lanza un surtidor a compás, con la uniformidad de un reloj, por lo cual los balleneros lo distinguen de los demás de su especie.

 

-¡Allá van las colas! -gritaba Tashtego-. ¡Ahora han desaparecido!

 

-¡Pronto! ¡Camarero! -gritó Acab-. ¡La hora! «Buñuelo» se precipitó escaleras abajo y miró el cronómetro. Le comunicó a Acab la hora exacta que marcaba.

 

Dejando la bolina, el buque cabeceaba ante la brisa. Y como Tashtego avisara que las ballenas se habían sumergido a sotavento, esperábamos confiadamente verlas surgir de nuevo a proa, pues no era de prever que recurrieran a la conocida argucia de los cachalotes, que sumergiéndose en una dirección, cambian el sentido de ésta debajo del agua. Y no era de esperar porque probablemente ellos no se sentían amenazados.

 

Inmediatamente, Tashtego fue relevado en el calcés por uno de los marineros de retén. Estaban ya en su sitio los carretes y los arpones. Se sacaron los pescantes, se cargó la vela mayor y las tres balleneras se balancearon sobre el agua. Sus tripulaciones, impacientes, aguardaban por fuera de la amurada, con una mano en la regala y el pie presto en la borda.

 

Pero en ese momento crítico se oyó una exclamación súbita que apartó de las ballenas todas las miradas. Todos se quedaron mirando el atezado rostro de Acab, el cual había aparecido en la cubierta rodeado de cinco fantasmas que parecían haberse materializado en el aire  junto a él.

 

Estos fantasmas corrían por la otra banda de la cubierta y con silenciosa rapidez soltaban las garruchas y ligaduras de la lancha que allí colgaba. Se la había considerado siempre como de repuesto, aunque oficialmente se la llamara la lancha del capitán, por colgar en la banda de estribor.

 

La primera silueta que se veía, el primer fantasma, era alta y atezada, con un diente que asomaba siniestramente por entre sus labios. Vestía una ajustada túnica china de algodón, de color negro, con unos amplios pantalones de la misma tela oscura.

 

Y coronando toda aquella ropa negra surgía un turbante de un blanco deslumbrador formado por los níveos cabellos del aparecido, y arrollados en la cabeza. De aspecto menos cetrino, los compañeros de aquel siniestro tipo tenían la tez de un amarillo moreno, peculiar de los indígenas de las Filipinas, raza conocida por su diabólica sutileza, y para algunos marineros blancos no otra sino demonios encarnados.

 

En tanto que la atónita tripulación del buque seguía mirando de hito en hito a aquellos desconocidos, Acab le gritó al viejo que los mandaba:

 

-¿Listos, Fedallah?

 

-¡Listos! -le contestaron con tono silbante.

 

-¡Arriad los botes! ¿Me oís? -gritó el capitán al otro lado de la cubierta-. ¡Que arriéis, os digo!

 

Su voz era tan atronadora que, a despecho de su asombro supersticioso, los marineros saltaron por encima de la regala, funcionaron las poleas y las tres balleneras cayeron al agua, en tanto que con una gran agilidad, saltaban los marineros como cabras desde las bordas a las chalupas.

 

Apenas se separaron de la banda de sotavento, cuando ya aparecía bajo la popa, viniendo de barlovento, otra cuarta lancha en la que se veía a los cinco desconocidos bogando, y a Acab, tieso a popa, que les gritaba estentóreamente a Starbuck, Stubb y Flask que se separaran cuanto pudieran para abarcar la mayor cantidad posible de espacio.