Sin sponsor no hay performance
De interés general

Sin sponsor no hay performance. De interés general

 

 

15/10/2013 Fuente revistaenie. Estética. Los eventos del arte contemporáneo parecen estar invadidos por elementos antes extraños a su propio mundo. Lo peor de la performatividad –dice Lynch– es que apesta a “alegoría barata”.

 

En la inauguración de una feria de arte contemporáneo, doy con una artista cubana que me invita a asistir al día siguiente a una performance de su invención. Al parecer la performance trata acerca de Nietzsche. Su insistencia en que vaya al evento se debe probablemente a que quien nos ha introducido me ha presentado de forma harto imprudente como “filósofo”. Quizá por eso la cubana me trata con un inusitado tono de respeto: siempre de “usted”. Hablamos unos minutos acerca del estatuto de los artistas en Cuba y yo le pregunto cómo ha hecho para salir de la isla puesto que, según se dice, el régimen castrista tiene a todo el mundo engrillado. Me aclara que no, que la política del régimen con relación a los artistas ha cambiado y que ella puede entrar y salir de Cuba con relativa facilidad, con solo demostrar que tiene compromisos de trabajo en el extranjero. Lo dicho basta para que yo piense que, o bien estoy ante un agente de los servicios de inteligencia cubanos o, si no, que esta cubana es una persona muy ingrata. Si puede dedicarse full-time a la práctica del arte contemporáneo en Europa ¿Qué es lo que tiene en contra del régimen de Castro? La misma perplejidad me suscitan las baladronadas de ese otro artista performativo chino que aparece a cada rato en la prensa internacional en interminable denuncia de la situación en su país, sacándose fotos bobas con el dedo mayor de la mano en ristre, gesto que además de ser vulgar es lo más tópico del repertorio de gestos posibles. Abomino de este individuo con estatuto de perseguido avalado por Reuter y Associated Press.

 

¿Y por qué piensa la cubana que su performance va a interesarme? Parece clara su asociación de ideas, es muy simple ya que que soy “filósofo”, Nietzsche será de mi interés, de manera que no me adelanta nada acerca de su proyecto, cosa lógica, porque no hay performance que no sea además por sorpresa, breve reflexión banal que me da para pensar que, en realidad, todas las performances son variantes de las llamadas fiestas-sorpresa. Es más, creo que las performances tienen más de guateque que de obra de arte.

 

En cualquier caso, el encuentro con la artista cubana basta para despertar mi curiosidad; o quizás ha sido como gesto de correspondencia por haber sido tratado de usted. lo cierto es que al día siguiente voy puntualmente a la performance que está programada para tener lugar en los jardines de un palacete madrileño. En la entrada me reciben varias azafatas, con ese aire característico de no tener ni idea de lo que pasa allí. Hay mucha gente (demasiada, para tratarse de un acontecimiento artístico de vanguardia): mucho joven vestido de sábado por la noche, mucha secretaria, becarios, padres de familia y unos cuantos personajes corrientes sin traza evidente de estar al día de lo que se montan las vanguardias. Tengo la impresión de que no estoy en el lugar correcto, sobre todo porque veo cómo se forma una larga cola en dirección al sitio donde se supone que tendrá lugar el evento; y veo además instalados en dos puntos del jardín unos mostradores atendidos por camareros musculosos, que parecen recién llegados de Benidorm: sirven vodka con agua tónica de la marca Absolut. Enseguida comprendo que la performance tiene un sponsor: Vodka Absolut. La marca de esta bebida siempre me ha parecido inquietante y hasta genuinamente performativa: usar el nombre sagrado de lo Absoluto para una bebida espirituosa. El publicitario que lo inventó era sin duda un artista brillante: con semejante nombre, no hay manera de olvidar la marca del vodka.

 

Miro a mi alrededor y no veo a nadie conocido; y con “conocido” no me refiero a ver a un allegado sino simplemente a alguien que yo sepa quién es; y de nuevo siento que estoy fuera de mi lugar natural. Disimulo mi incomodidad y me acerco a uno de los mostradores, pido mi vodka con tónica y enseguida, vaso en mano, me pongo en la cola, no vaya a ser que con esa multitud me quede sin ver la performance. A mis espaldas, en la cola, dos chicas comentan animadamente la circunstancia: una becaria mexicana, muy puesta y discreta, y su amiga, una abogada italiana que se queja largamente de otra invitada a la performance –una japonesa– que, según cuenta insistentemente, se escabulló a la hora de pagar la cuenta del taxi en que las tres han llegado. Escucho la historia de la japonesa bribona no menos de siete veces en la media hora que permanecemos de pie, a la intemperie, esperando que abran las puertas del escenario de la performance, en los altos del jardín. La italiana no puede contener su ansiedad y con razón, porque no es justo que lo dejen a uno teniendo que pagar la cuenta del taxi y, por otra parte, el evento estaba programado a las 20:00 y ha pasado ya una hora...

 

Al rato se forma una segunda cola, lo que hace que la italiana proteste por la falta de urbanidad de los advenedizos y colados: “Seguro que la japonesa está entre esos caraduras que se están colando”.

 

Pero la confusión dura unos pocos minutos: de pronto suenan los acordes iniciales del poema sinfónico de Strauss sobre Zaratustra, se encienden unos focos potentes que iluminan una escena donde alcanzo a ver a lo lejos a la artista cubana que se sienta delante de un piano, dícese que para poder ejecutar una obra compuesta por Nietzsche. Mientras tanto se sugiere a los invitados que irrumpan en el área iluminada y se pongan a hurgar entre los anaqueles de una biblioteca y que abran los libros: escondidos entre las páginas hay bocadillos y canapés que la turba, naturalmente, se zampa. Vaya, la cultura es un festín.

 

Hay tanta gente que no llego al sitio de la performance, pero ni falta que me hace: lo peor de la performatividad es que siempre apesta a alegoría barata, como las que ejecutaba Salvador Dalí, con la diferencia de que las suyas tenían su punto delirante.

 

No lo pienso más, abandono toda esperanza de asistir al meollo de la performance, doy media vuelta, dejo mi puesto en la cola que ya se parece a una feria de barrio y enfilo rápidamente hacia la puerta que da a la calle Serrano pensando que algo muy grave está pasando en el llamado arte contemporáneo; bastante más grave que lo que pasa en la Cuba de Castro.