Quinta entrega. El lobo estepario 5
de Hermann Hesse

Quinta entrega. El lobo estepario 5.

 

 

Fuente bibliotecasvirtuales. -Ahora podrías volver a bailar conmigo, Harry. ¿O no quieres bailar más?

 

También con ella bailé ahora más fácil, más libre y más alegremente, aun cuando no tan ingrávido y olvidado de mi mismo como con aquella otra. Armanda dejó que yo la llevara y se plegaba a mí delicada y suavemente, como la hoja de una flor, y también en ella encontré y sentí ahora todas aquellas delicias que unas veces venían a mi encuentro y otras se me alejaban; también ella olía a mujer y a amor, también su baile cantaba delicada e íntimamente la atrayente canción deliciosa del sexo; y, sin embargo, a todo esto no podía yo responder con plena libertad y alegría, no podía olvidarme y entregarme por completo. Armanda me estaba demasiado cerca, era mi camarada, mi hermana, era mi igual, se parecía a mi mismo y se parecía a mi amigo de la juventud, Armando, el soñador, el poeta, el compañero de mis ejercicios y correrías espirituales.

 

-Lo sé -dijo ella después, cuando hablamos de esto-; lo sé bien. Yo he de hacer desde luego todavía que te enamores de mi, pero no hay prisa. Primero, somos camaradas, somos personas que esperan llegar a ser amigos, porque nos hemos conocido mutuamente. Ahora queremos los dos aprender el uno del otro y jugar uno con otro. Yo te enseño mi pequeño teatro, te enseño a bailar y a ser un poquito alegre y tonto, y tú me enseñas tus ideas y algo de tu ciencia.

 

-Ah, Armanda, en eso no hay mucho que enseñar; tú sabes muchísimo más que yo.

 

¡Qué persona tan extraordinaria eres, muchacha! En todo me comprendes y te me adelantas. ¿Soy yo, acaso, algo para ti? ¿No te resulto aburrido?

 

Ella miraba al suelo con la vista nublada.

 

-Así no me gusta oírte. Piensa en la noche en que maltrecho y desesperado, saliendo de tu tormento y de tu soledad, te interpusiste en mi camino y te hiciste mi compañero.

 

¿ Por qué crees tú, pues, que pude entonces conocerte y comprenderte?

 

¿Por qué, Armanda? ¡Dímelo!

 

-Porque yo soy como tú. Porque estoy precisamente tan sola como tú y como tú no puedo amar ni tomar en serio a la vida ni a las personas ni a mi misma. Siempre hay alguna de esas personas que pide a la vida lo más elevado y a quien no puede satisfacer la insulsez y rudeza de ambiente.

 

-¡Tú, tú! -exclamé hondamente admirado-. Te comprendo, camarada; nadie te comprende como yo. Y, sin embargo, eres para mí un enigma. Tú te las arreglas con la vida jugando, tienes esa maravillosa consideración ante las cosas y los goces minúsculos, eres una artista de la vida. ¿Cómo puedes sufrir con el mundo? ¿Cómo puedes desesperar?

 

-No desespero, Harry. Pero sufrir por la vida, oh, sí; en eso tengo experiencia. Tú te asombras de que yo soy feliz porque sé bailar y me arreglo tan perfectamente en la superficie de la vida. Y yo, amigo mío, me admiro de que tú estés tan desengañado del mundo, hallándote en tu elemento precisamente en las cosas más bellas y profundas, en el espíritu, en el arte, en el pensamiento. Por eso nos hemos atraído mutuamente, por eso somos hermanos. Yo te enseñaré a bailar y a jugar y a sonreír y a no estar contento, sin embargo. Y aprenderé de ti a pensar y a saber y a no estar satisfecha, a pesar de todo. ¿Sabes que los dos somos hijos del diablo?

 

-Sí, lo somos. El diablo es el espíritu; nosotros sus desgraciados hijos. Nos hemos salido de la naturaleza y pendemos en el vacío. Pero ahora se me ocurre una cosa: en el tratado del lobo estepario, del que te he hablado, hay algo acerca de que es sólo una fantasía de Harry el creer que tiene una o dos almas, que consiste en una o dos personalidades. Todo hombre, dice, consta de diez, de cien, de mil almas.

 

-Eso me gusta mucho -exclamó Armanda-. En ti, por ejemplo, lo espiritual está altamente desarrollado, y a cambio de eso te has quedado muy atrás en toda clase de pequeñas artes de la vida. El pensador Harry tiene cien anos, pero el bailarín Harry apenas tiene medio día. A éste vamos a ver ahora silo sacamos adelante, y a todos sus pequeños hermanitos, que son tan chiquitines, inexpertos e incautos como él.

 

Sonriente, me miró ella. Y preguntó bajito, con la voz alterada:

 

-Y dime, ¿te ha gustado Mana?

 

-¿María? ¿Quién es María?

 

-Esa con la que has bailado. Una muchacha hermosa, una muchacha muy hermosa.

 

Estabas un tanto entusiasmado con ella, a lo que pude ver.

 

-¿Es que la conoces?

 

-Oh, ya lo creo, nos conocemos muy bien. ¿Te importa mucho?

 

-Me ha gustado, y estoy contento de que haya sido tan indulgente con mi baile.

 

-¡Bah! Y eso es todo... Debieras hacerle un poco la corte, Harry. Es muy bonita y baila tan bien, y un poco enamorado de ella sí que estás. Creo que tendrás un éxito.

 

-Ah, no es esa mi ambición.

 

-Ahora mientes un poquito. Yo ya sé que en alguna parte del mundo tienes una querida y que la ves cada medio año para pelearte con ella. Es muy bonito por tu parte que quieras guardar fidelidad a esta amiga maravillosa, pero permíteme, no tomes esto tan completamente en serio. Ya tengo de ti la sospecha de que tomas el amor terriblemente en serio. Puedes hacerlo, puedes amar a tu manera ideal cuanto quieras, eso es cosa tuya. Pero de lo que yo tengo que cuidar es de que aprendas las pequeñas y fáciles artes y juegos de la vida un poco mejor; en este terreno soy tu profesora y he de serte una profesora mejor que lo ha sido tu querida ideal; de eso, descuida. Tú tienes una gran necesidad de volver a dormir una noche con una muchacha bonita, lobo estepario.

 

-Armanda -exclamé martirizado-, mírame bien, soy un viejo.

 

-Un joven muy niño eres. Y lo mismo que eras muy comodón para aprender a bailar, hasta el punto de que casi ya era tarde, así eras también muy comodón para aprender a amar. Amar ideal y trágicamente, oh amigo, eso lo sabes con seguridad de un modo magnífico, no lo dudo, todo mi respeto ante ello. Pero ahora has de aprender a amar también un poco a lo vulgar y humano. El primer paso ya está dado, ya se te puede dejar pronto ir a un baile. El boston tienes que aprenderlo antes todavía; mañana empezamos con él. Yo voy a las tres. Bueno, ¿y qué te ha parecido por lo demás esta música de aquí?

 

- Excelente.

 

-¿Ves? Esto es ya un progreso; te han servido las lecciones. Hasta ahora no podías sufrir toda esta música de baile y de jazz, te resultaba demasiado poco seria y poco profunda, y ahora has visto que no es preciso tomarla en serio, pero que puede ser muy linda y encantadora. Por lo demás, sin Pablo no sería nada toda la orquesta. El la lleva, la caldea.

 

Como el gramófono echaba a perder en mi cuarto de estudio el aire de ascética espiritualidad, como los bailes americanos irrumpían extraños y perturbadores, hasta destructores, en mi cuidado mundo musical, así penetraba de todos lados algo nuevo, temido, disolvente en mi vida hasta entonces de trazos tan firmes y tan severamente delimitada. El tratado del lobo estepario y Armanda tenían razón con su teoría de las mil almas; diariamente se mostraban en mí, junto a todas las antiguas, algunas nuevas almas más; tenían aspiraciones, armaban ruido, y yo veía ahora claramente, como una imagen ante mi vista, la quimera de mi personalidad anterior. Había dejado valer exclusivamente el par de facultades y ejercicios en los que por casualidad estaba fuerte y me había pintado la imagen de un Harry y había vivido la vida de un Harry, que en realidad no era más que un especialista, formado muy a la ligera, de poesía, música y filosofía; todo lo demás de mi persona, todo el restante caos de facultades, afanes, anhelos, me resultaba molesto y le había puesto el nombre de «lobo estepario».

 

A pesar de todo, esta conversión de mi quimera, esta disolución de mi personalidad, no era en modo alguno sólo una aventura agradable y divertida; era, por el contrario, a veces amargamente dolorosa, con frecuencia casi insoportable. El gramófono sonaba a menudo de una manera verdaderamente endiablada en medio de este ambiente, donde todo estaba templado a otros tonos tan distintos. Y alguna vez, al bailar mis onesteps en cualquier restaurante de moda entre todos los elegantes hombres de mundo y caballeros de industria, me resultaba yo a mí mismo un traidor de todo lo que durante la vida entera me había sido respetable y sagrado. Si Armanda me hubiera dejado solo, aunque no hubiera sido más que una semana, me hubiese vuelto a escapar muy pronto de estos penosos y ridículos ensayos de mundología. Pero Armanda estaba siempre ahí, aunque no la veía todos los días, siempre era yo observado, dirigido, custodiado, sancionado por ella; hasta mis furiosas ideas de rebeldía y de huida me las leía ella, sonriente, de mi cara.

 

Con la progresiva destrucción de aquello que yo había llamado antes mi personalidad, empecé también a comprender por qué, a pesar de toda la desesperación, había tenido que temer de modo tan terrible a la muerte, y empecé a notar que también este horrible y vergonzoso miedo a la muerte era un pedazo de mi antigua existencia burguesa y fementida. Este señor Haller de hasta entonces, el escritor de talento, el conocedor de Mozart y de Goethe, el autor de observaciones dignas de ser leídas sobre la metafísica del arte, sobre el genio y sobre lo trágico, el melancólico ermitaño en su celda abarrotada de libros, iba siendo entregado por momentos a la autocrítica y no resistía por ninguna parte. Es verdad que este inteligente e interesante señor Haller había predicado buen sentido y fraternidad humana, había protestado contra la barbarie de la guerra, pero durante la guerra no se había dejado poner junto a una tapia y fusilar, como hubiera sido la consecuencia apropiada de su ideología, sino que había encontrado alguna clase de acomodo, un acomodo naturalmente muy digno y muy noble, pero de todas formas, un compromiso. Era, además, enemigo de todo poder y explotación, pero guardaba en el Banco varios valores de empresas industriales, cuyos intereses iba consumiendo sin remordimientos de conciencia. Y así pasaba con todo. Ciertamente que Harry Haller se había disfrazado en forma maravillosa de idealista y despreciador del mundo, de anacoreta lastimero y de iracundo profeta, pero en el fondo era un burgués, encontraba reprobable una vida como la de Armanda, le molestaban las noches desperdiciadas en el restaurante y los duros malgastados allí mismo, y le remordía la conciencia y suspiraba no precisamente por su liberación y perfeccionamiento, sino por el contrario, suspiraba con afán por volver a los tiempos cómodos, cuando sus jugueteos espirituales aún le divertían y le habían proporcionado renombre. Exactamente lo mismo los lectores de periódicos desdeñados y despreciados por él suspiraban por volver a la época ideal de antes de la guerra, porque ello era más cómodo que sacar consecuencias de lo sufrido. ¡Ah, demonio, daba asco este señor Haller! Y, sin embargo, yo me aferraba a él y a su larva que ya iba disolviéndose, a su coqueteo con lo espiritual, a su miedo burgués a lo desordenado y casual (entre lo que había que contar también la muerte) y comparaba con sarcasmo y lleno de envidia al nuevo Harry que se estaba formando, a este algo tímido y cómico diletante de los salones de baile, con aquella imagen de Harry antigua y pseudoideal, en la cual, entretanto, había descubierto todos los rasgos fatales que tanto le habían atormentado entonces cuando el grabado de Goethe en casa del profesor. El mismo, el viejo Harry había sido un Goethe así burguesmente idealizado, un héroe espiritual de esta clase con nobilísima mirada, radiante de sublimidad, de espíritu y de sentido humano, lo mismo que de brillantina, y emocionado casi de su propia nobleza de alma. Diablo, a este lindo retrato le habían hecho, sin duda, grandes agujeros, lastimosamente había sido desmontado el ideal señor Haller. Parecía un dignatario saqueado en la calle por bandidos, con los pantalones hechos jirones, que hubiese debido aprender ahora el papel de andrajoso, pero que llevaba sus andrajos como si aún colgaran órdenes de ellos y siguiera pretendiendo lastimeramente conservar la dignidad perdida.

 

Una y otra vez hube de coincidir con Pablo, el músico, y tuve que revisar mi juicio acerca de él, porque a Armanda le gustaba y buscaba con afán su compañía. Yo me había pintado a Pablo en mi imaginación como una bonita nulidad, como un pequeño Adonis un tanto vanidoso, como un niño alegre y sin preocupaciones, que toca con placer su trompeta de feria y es fácil de gobernar con unas palabras de elogio y con chocolate. Pero Pablo no preguntaba por mis juicios, le eran indiferentes, como mis teorías musicales. Cortés y amable, me escuchaba siempre sonriente, pero no daba nunca una verdadera respuesta. En cambio, parecía que, a pesar de todo, había yo excitado su interés. Se esforzaba ostensiblemente por agradarme y por demostrarme su amabilidad. Cuando una vez, en uno de estos diálogos sin resultado, me irrité y casi me puse grosero, me miró consternado y triste a la cara, me cogió la mano izquierda y me la acarició, y me ofreció de una pequeña cauta dorada algo para aspirar, diciéndome que me sentaría bien. Pregunté con los ojos a Armanda, ésta me dijo que sí con la cabeza y yo lo tomé y aspiré por la nariz. En efecto, pronto me refresqué y me puse más alegre, probablemente había algo de cocaína en polvo. Armanda me contó que Pablo poseía muchos de estos remedios, que recibía clandestinamente y que a veces los ofrecía a los amigos y en cuya mezcla y dosificación era maestro: remedios para aletargar los dolores, para dormir, para producir bellos sueños, para ponerse de buen humor, para enamorarse.

 

 

 

Un día lo encontré en la calle, en el malecón, y se me agregó en seguida. Esta vez logré por fin hacerlo hablar.

 

-Señor Pablo -le dije; iba jugando con un bastoncito delgado, negro y con adornos de plata-. Usted es amigo de Armanda; éste es el motivo por el cual yo me intereso por usted. Pero he de decir que usted no me hace la conversación precisamente fácil.

 

Muchas veces he intentado hablar con usted de música; me hubiera interesado oír su opinión, sus contradicciones, su juicio; pero usted ha desdeñado darme ni siquiera la más pequeña respuesta.

 

Me miró riendo cordialmente, y en esta ocasión no me dejó a deber la contestación, sino que dijo con toda tranquilidad:

 

-¿Ve usted? A mi juicio no sirve de nada hablar de música. Yo no hablo nunca de música. ¿Qué hubiese podido responderle yo a sus palabras tan inteligentes y apropiadas? Usted tenía tanta razón en todo lo que decía... Pero vea usted, yo soy músico y no erudito, y no creo que en música el tener razón tenga el menor valor. En música no se trata de que uno tenga razón, de que se tenga gusto y educación y todas esas cosas.

 

-Bien; pero, entonces, ¿de qué se trata?

 

-Se trata de hacer música, señor Haller, de hacer música tan bien, tanta y tan intensiva, como sea posible. Esto es, monsieur. Si yo tengo en la cabeza todas las obras de Bach y de Haydn y sé decir sobre ellas las cosas más juiciosas, con ello no se hace un servicio a nadie. Pero si yo cojo mi tubo y toco un shimmy de moda, lo mismo da que sea bueno o malo, ha de alegrar sin duda a la gente, se les entra en las piernas y en la sangre. De esto se trata nada más. Observe usted en un salón de baile las caras en el momento en que se desata la música después de un largo descanso; ¡cómo brillan entonces los ojos, se ponen a temblar las piernas, empiezan a reír los rostros! Para esto se toca la música.

 

-Muy bien, señor Pablo. Pero no hay sólo música sensual, la hay también espiritual.

 

No hay sólo aquella que se toca precisamente para el momento, sino también música inmortal, que continúa viviendo, aun cuando no se toque. Cualquiera puede estar solo tendido en su cama y despertar en sus pensamientos una melodía de La Flauta encantada o de la Pasión de San Mateo; entonces se produce música sin que nadie sople en una flauta ni rasque un violín.

 

-Ciertamente, señor Haller. También el Yearning y el Valencia son reproducidos calladamente todas las noches por personas solitarias y soñadoras; hasta la más pobre mecanógrafa en su oficina tiene en la cabeza el último onestep y teclea en las letras llevando su compás. Usted tiene razón, todos estos seres solitarios, yo les concedo a todos la música muda, sea el Yearning o La Flauta encantada o el Valencia. Pero, ¿de dónde han sacado, sin embargo, estos hombres su música solitaria y silenciosa? La toman de nosotros, de los músicos, antes hay que tocarla y oírla y tiene que entrar en la sangre, para poder luego uno en su casa pensar en ella en su cámara y soñar con ella.

 

-Conformes -dije secamente-. Sin embargo, no es posible colocar en un mismo plano a Mozart y al último fox-trot. Y no es lo mismo que toque usted a la gente música divina y eterna, o barata música del día.

 

Cuando Pablo percibió la excitación en mi voz puso en seguida su rostro más delicioso, me pasó la mano por el brazo, acariciándome, y dio a su voz una dulzura increíble.

 

-Ah, caro señor; con los planos puede que tenga usted razón por completo. Yo no tengo ciertamente nada en contra de que usted coloque a Mozart y a Haydn y al Valencia en el plano que usted guste. A mí me es enteramente lo mismo; yo no soy quien ha de decidir en esto de los planos, a mí no han de preguntarme sobre el particular. A Mozart quizá lo toquen todavía dentro de cien años, y el Valencia acaso dentro de dos ya no se toque; creo que esto se lo podemos dejar tranquilamente al buen Dios, que es justo y tiene en su mano la duración de la vida de todos nosotros y la de todos los valses y todos los fox-trots y hará seguramente lo más adecuado. Pero nosotros los músicos tenemos que hacer lo nuestro, lo que constituye nuestro deber y nuestra obligación; hemos de tocar precisamente lo que la gente pide en cada momento, y lo hemos de tocar tan bien, tan bella y persuasivamente como sea posible.

 

Suspirando, hube de desistir. Con este hombre no se podían atar cabos.

 

En algunos instantes aparecía revuelto de una manera enteramente extraña lo antiguo y lo nuevo, el dolor y el placer, el temor y la alegría. Tan pronto estaba yo en el cielo como en el infierno, la mayoría de las veces en los dos sitios a un tiempo. El viejo Harry y el nuevo vivían juntos ora en paz, ora en la lucha encarnizada. De cuando en cuando el viejo Harry parecía estar totalmente inerte, muerto y sepultado, y surgir luego de pronto dando órdenes tiránicas y sabiéndolo todo mejor, y el Harry nuevo, pequeño y joven, se avergonzaba, callaba y se dejaba apretar contra la pared. En otras horas cogía el nuevo Harry al viejo por el cuello y le apretaba valientemente, había grandes alaridos, una lucha a muerte, mucho pensar en la navaja de afeitar.

 

Pero con frecuencia se agolpaban sobre mi en una misma oleada la dicha y el sufrimiento. Un momento así fue aquel en que, pocos días después de mi primer ensayo público de baile, al entrar una noche en mi alcoba, encontré, para mi inenarrable asombro y extrañeza, para mi temor y mi encanto, a la bella María acostada en mi cama.

 

De todas las sorpresas a las que me había expuesto Armanda hasta entonces, fue ésta la más violenta. Porque no dudé ni un instante de que era «ella» la que me había enviado este ave del paraíso. Por excepción aquella tarde no había estado con Armanda, sino que había ido a la catedral a oír una buena audición de música religiosa; había sido una bella excursión melancólica a mi vida de otro tiempo, a los campos de mi juventud, a las comarcas del Harry ideal. En el alto espacio gótico de la iglesia, cuyas hermosas bóvedas de redes oscilaban de un lado para otro como espectros vivos en el juego de las contadas luces, había oído piezas de Buxtehude, de Pachebel, de Bach y de Haydn, había marchado otra vez por los viejos senderos amados, había vuelto a oír la magnífica voz de una cantante de obras de Bach, que había sido amiga mía en otro tiempo y me había hecho vivir muchas audiciones extraordinarias. Los ecos de la vieja música, su infinita grandeza y santidad me habían despertado todas las sublimidades, delicias y entusiasmos de la juventud; triste y abismado estuve sentado en el elevado coro de la iglesia, huésped durante una hora de este mundo noble y bienaventurado que fue un día mi elemento. En un dúo de Haydn se me habían saltado de pronto las lágrimas, no esperé el fin del concierto, renuncié a volver a ver a la cantante (¡oh, cuántas noches radiantes había pasado yo en otro tiempo con los artistas después de conciertos así!), me escurrí de la catedral y anduve corriendo hasta cansarme por las oscuras callejas, en donde aquí y allá, tras las ventanas de los restaurantes tocaban orquestas de jazz las melodías de mi existencia presente. ¡Oh, en qué siniestro torbellino se había convertido mi vida...!

 

Mucho tiempo estuve reflexionando también durante aquel paseo nocturno acerca de mi extraña relación con la música, y reconocí una vez más que esta relación tan emotiva como fatal para con la música era el sino de toda la intelectualidad alemana. En el espíritu alemán domina el derecho materno, el sometimiento a la naturaleza en forma de una hegemonía de la música, como no lo ha conocido nunca ningún otro pueblo.

 

Nosotros, las personas espirituales, en lugar de defendernos virilmente contra ellos y de prestar obediencia y procurar que se preste oídos al espíritu, al logos, al verbo, soñamos todos con un lenguaje sin palabras, que diga lo inexpresable, que refleje lo irrepresentable. En lugar de tocar su instrumento lo más fiel y honradamente posible, el alemán espiritual ha vituperado siempre a la palabra y a la razón y ha mariposeado con la música. Y en la música, en las maravillosas y benditas obras musicales, en los maravillosos y elevados sentimientos y estados de ánimo, que no fueron impelidos nunca a una realización, se ha consumido voluptuosamente el espíritu alemán, y ha descuidado la mayor parte de sus verdaderas obligaciones. Nosotros los hombres espirituales todos no nos hallábamos en nuestro elemento dentro de la realidad, le éramos extraños y hostiles; por eso también era tan deplorable el papel del espíritu en nuestra realidad alemana, en nuestra historia, en nuestra política, en nuestra opinión pública. Con frecuencia en otras ocasiones había yo meditado sobre estas ideas, no sin sentir a veces un violento deseo de producir realidad también en alguna ocasión, de actuar alguna vez seriamente y con responsabilidad, en lugar de dedicarme siempre sólo a la estética y a oficios artísticos espirituales. Pero siempre acababa en la resignación, en la sumisión a la fatalidad. Los señores generales y los grandes industriales tenían razón por completo: no servíamos para nada los «espirituales», éramos una gente inútil, extraña a la realidad, sin responsabilidad alguna, de ingeniosos charlatanes. ¡Ah, diablo! ¡La navaja de afeitar!

 

Saturado así de pensamientos y del eco de la música, con el corazón agobiado por la tristeza y por el desesperado afán de vida, de realidad, de sentido y de las cosas irremisiblemente perdidas, había vuelto al fin a casa, había subido mis escaleras, había encendido la luz en mi gabinete e intentado en vano leer un poco, había pensado en la cita que me obligaba a ir al día siguiente por la noche al bar Cecil a tomar un whisky y a bailar, y había sentido rencor y amargura no sólo contra mí mismo, sino también contra Armanda. No hay duda de que su intención había sido buena y cordial, de que era una maravilla de criatura; pero hubiera sido preferible que aquel primer día me hubiese dejado sucumbir, en lugar de atraerme hacia el interior y hacia la profundidad de este mundo de la broma, confuso, raro y agitado, en el cual yo de todos modos habría de ser siempre un extraño y donde lo mejor de mi ser se derrumbaba y sufría horriblemente.

 

Y en este estado de ánimo apagué, lleno de tristeza, la luz de mi gabinete; lleno de tristeza, busqué la alcoba, empecé a desnudarme lleno de tristeza; entonces me llamó la atención un aroma desusado, olía ligeramente a perfume, y al volverme, vi acostada dentro de mi cama a la hermosa María, sonriendo algo asustada con sus grandes ojos azules.

 

-¡María! -dije.

 

Y mi primer pensamiento fue que mi casera me despediría cuando se enterara de esto.

 

-He venido -dijo ella en voz baja-. ¿Se ha enfadado usted conmigo?

 

-No, no. Ya sé que Armanda le ha dado a usted la llave. Bien esta.

 

-Oh, usted se ha enfadado. Me voy otra vez...

 

-No, hermosa María, quédese usted. Sólo que yo precisamente esta noche estoy muy triste, hoy no puedo estar alegre; acaso mañana pueda volver a estarlo.

 

Me había inclinado un poco hacia ella, entonces cogió mi cabeza con sus dos manos grandes y firmes, la atrajo hacia sí y me dio un beso largo. Luego me senté en la cama a su lado, cogí su mano, le rogué que hablara bajo, pues no debían oírnos, y le miré a la cara hermosa y plena. ¡Qué extraña y maravillosa descansaba allí sobre mi almohada, como una flor grande! Lentamente llevó mi mano a su boca, la metió debajo de la sábana y la puso sobre su cálido pecho, que respiraba tranquilamente.

 

-No es preciso que estés alegre -dijo-; ya me ha dicho Armanda que tienes penas. Ya puede una hacerse cargo. Oye, ¿te gusto todavía? La otra noche, al bailar, estabas muy entusiasmado.

 

La besé en los ojos, en la boca, en el cuello y en los pechos. Precisamente hacía poco había estado pensando en Armanda con amargura y en son de queja. Y ahora tenía en mis manos su presente y estaba agradecido. Las caricias de María no hacían daño a la música maravillosa que había escuchado yo aquella tarde, eran dignas de ella y como su realización. Lentamente fui levantando la sábana de la bella mujer, hasta llegar a sus pies con mis besos. Cuando me acosté a su lado, me sonreía omnisciente y bondadosa su cara de flor.

 

Aquella noche, junto a María, no dormí mucho tiempo, pero dormí profundamente y bien, como un niño. Y entre los ratos de sueño sorbí su hermosa y alegre juventud y aprendí en la conversación a media voz una multitud de cosas dignas de saberse acerca de su vida y de la de Armanda. Sabía muy poco de esta clase de criaturas y de vidas; sólo en el teatro había encontrado antes alguna vez existencias semejantes, hombres y mujeres, semiartistas, semimundanos. Ahora por vez primera miraba yo un poco en estas vidas extrañas, inocentes de una manera rara y de un modo raro pervertidas.

 

Estas muchachas, pobres la mayor parte por su casa, demasiado inteligentes y demasiado bellas para estar toda su vida entregadas a cualquier ocupación mal pagada y sin alegría, vivían todas ellas unas veces de trabajos ocasionales, otras de sus gracias y de su amabilidad. En ocasiones se pasaban un par de meses tras una máquina de escribir, alguna temporada eran las entretenidas de hombres de mundo con dinero, recibían propinas y regalos, a veces vivían con abrigos de pieles en hoteles lujosos y con autos, en otras épocas en buhardillas, y para el matrimonio podía alguna vez ganárselas por medio de algún gran ofrecimiento, pero en general no llevaban esa idea. Algunas de ellas no ponían en el amor grandes afanes y sólo daban sus favores de mala gana y regateando el elevado precio. Otras, y a ellas pertenecía María, estaban extraordinariamente dotadas para lo erótico y necesitadas de cariño, la mayoría experimentadas también en el trato con los dos sexos; vivían exclusivamente para el amor, y al lado del amigo oficial, que pagaba, sostenían florecientes aún otras relaciones amorosas. Afanosas y ocupadas, llenas de preocupaciones y al mismo tiempo ligeras, inteligentes y a la vez inconscientes, vivían estas mariposas su vida tan pueril como refinada, con independencia, no en venta para cualquiera, esperando lo suyo de la suerte y del buen tiempo, enamoradas de la vida, y, sin embargo, mucho menos apegadas a ella que los burgueses, dispuestas siempre a seguir a su castillo a un príncipe de hadas y ciertas siempre de manera semiconsciente de un fin triste y difícil.

 

María me enseñó -en aquella primera noche singular y en los días siguientes- muchas cosas, no sólo lindos jugueteos desconocidos para mí y arrobamientos de los sentidos, sino también nueva comprensión, nuevos horizontes, amor nuevo. El mundo de los locales de baile y de placer, de los cines, de los bares y de las rotondas de los hoteles, que para mí, solitario y estético, seguía teniendo siempre algo de inferior, prohibido y degradante, era para María, Armanda y sus compañeras, sencillamente el mundo, ni bueno ni malo, ni odiado ni apetecible; en este mundo florecía su vida breve y llena de deseos; en él estaban ellas en su elemento y tenían experiencia. Les gustaba un champaña o un plato especial en el grill-room, como a uno de nosotros puede gustarnos un compositor o un poeta, y en un nuevo baile de moda o en la canción sentimental y pegajosa de un cantante de jazz ponían y derrochaban ellas el mismo entusiasmo, la misma emoción y ternura que uno de nosotros en Nietzsche o en Hamsun. María me hablaba de aquel guapo tocador de saxofón, Pablo, y de su song americano, que él les había cantado alguna vez, y hablaba de esto con un arrobamiento, una admiración y un cariño, que me emocionaba y conmovía mucho más que los éxtasis de cualquier gran erudito sobre goces artísticos elegidos con exquisito gusto. Yo estaba dispuesto a entusiasmarme con ella, fuese como quisiera el song; las frases amorosas de María, su mirada voluptuosamente radiante abrían amplias brechas en mi estética. Ciertamente que había algo bello, poco y escogido, que me parecía por encima de toda duda y discusión, a la cabeza de todo Mozart, pero ¿dónde estaba el límite? ¿No habíamos ensalzado de jóvenes todos nosotros, los conocedores y críticos, a obras de arte y artistas, que nos resultaban hoy muy dudosas y absurdas? ¿No nos había ocurrido esto con Liszt, con Wagner, a muchos hasta con Beethoven? ¿No era la floreciente emoción infantil de María por el song de América una impresión artística tan pura, tan hermosa, tan fuera de toda duda como la emoción de cualquier profesor por el Tristán o el éxtasis de un director de orquesta ante la Novena Sinfonía? ¿Y no se acomodaba todo esto a los puntos de vista del señor Pablo y le daba la razón?

 

A este Pablo, al hermoso Pablo, parecía también querer mucho María.

 

-Es guapo -decía yo-; también a mí me gusta mucho. Pero dime, María, ¿cómo puedes al propio tiempo quererme a mí también, que soy un tipo viejo y aburrido, que no soy bello y tengo ya canas y no sé tocar el saxofón ni cantar canciones inglesas de amor?

 

-No hables de esa manera tan fea -corregía ella-. Es completamente natural. También tú me gustas, también tienes tú algo bonito, amable y especial; no debes ser de otra manera más que como eres. No hace falta hablar de estas cosas ni pedir cuentas de todo esto. Mira, cuando me besas el cuello o las orejas, entonces me doy cuenta de que me quieres, de que te gusto; sabes besar de una manera..., un poco así como tímidamente, y esto me dice: te quiere, te está agradecido porque eres bonita. Esto me gusta mucho, muchísimo. Y otras veces, con otro hombre, me gusta precisamente lo contrario, que parece no importarle yo nada y me besa como si fuera una merced por su parte.

 

Nos volvimos a dormir. Me desperté de nuevo, sin haber dejado de tener abrazada a mi hermosa, hermosísima flor.

 

¡Y qué extraño! Siempre la hermosa flor seguía siendo el regalo que me había hecho Armanda. Constantemente estaba ésta detrás, encerrada en ella como una máscara. Y de pronto, en un intermedio, pensé en Erica, mi lejana y malhumorada querida, mi pobre amiga. Apenas era menos bonita que María, aun cuando no tan floreciente y fresca y más pobre en pequeñas y geniales artes amatorias, y un rato tuve ante mí su imagen, clara y dolorosa, amada y entretejida tan hondamente con mi destino, y volvió a esfumarse en el sueño, en olvido, en lejanía medio deplorada.

 

Y de este mismo modo surgieron ante mí en esta noche hermosa y delicada muchas imágenes de mi vida, llevada tanto tiempo de una manera pobre y vacua y sin recuerdos. Ahora, alumbrado mágicamente por Eros, se destacó profundo y rico el manantial de las antiguas imágenes, y en algunos momentos se me paraba el corazón de arrobamiento y de tristeza, al pensar qué abundante había sido la galería de mi vida, cuán llena de altos astros y de constelaciones había estado el alma del pobre lobo estepario. Mi niñez y mi madre me miraban tiernas y radiantes como desde una alta montaña lejana y confundida con el azul infinito; metálico y claro resonaba el coro de mis amistades, al frente el legendario Armando, el hermano espiritual de Armanda; vaporosos y supraterrenos, como húmedas flores marinas que sobresalían de la superficie de las aguas, venían flotando los retratos de muchas mujeres, que yo había amado, deseado y cantado, de las cuales sólo a pocas hube conseguido e intentado hacerlas mías. También apareció mi mujer, con la que había vivido varios años y la cual me enseñara camaradería, conflicto y resignación y hacia quien, a pesar de toda su incomprensión personal, había quedado viva en mí una profunda confianza hasta el día en que, enloquecida y enferma, me abandonó en repentina huida y fiera rebelión, y conocí cuánto tenía que haberla amado y cuán profundamente había tenido que confiar en ella, para que su abuso de confianza me hubiera podido alcanzar de un modo tan grave y para toda la vida.

 

Estas imágenes -eran cientos, con y sin nombre- surgieron todas otra vez; subían jóvenes y nuevas del pozo de esta noche de amor, y volví a darme cuenta de lo que en mi miseria hacía tiempo había olvidado, que ellas constituían la propiedad y el valor de mi existencia, que seguían viviendo indestructibles, sucesos eternizados como estrellas que había olvidado y, sin embargo, no podía destruir, cuya serie era la leyenda de mi vida y cuyo brillo astral era el valor indestructible de mi ser. Mi vida había sido penosa, errabunda y desventurada; conducía a negación y a renunciamiento, había sido amarga por la sal del destino de todo lo humano, pero había sido rica, altiva y señorial, hasta en la miseria una vida regia. Y aunque el poquito de camino hasta el fin la desfigurase por entero de un modo tan lamentable, la levadura de esta vida era noble, tenía clase y dignidad, no era cuestión de ochavos, era cuestión de mundos siderales.

 

Ya hace de esto nuevamente una temporada, muchas cosas han  ocurrido desde entonces y se han modificado, sólo puedo recordar algunas concretas de aquella noche, palabras sueltas cambiadas entre los dos, momentos y detalles eróticos de profunda ternura, fugaces claridades de estrellas al despertar del pesado sueño de la extenuación amorosa. Pero aquella noche fue cuando de nuevo por vez primera desde la época de mi derrota me miraba mi propia vida con los ojos inexorablemente radiantes, y volví a reconocer a la casualidad como destino y a las ruinas de mi vida como fragmento celestial. Mi alma respiraba de nuevo, mis ojos veían otra vez, y durante algunos instantes volví a presentir ardientemente que no tenía más que juntar el mundo disperso de imágenes, elevar a imagen el complejo de mi personalísima vida de lobo estepario, para penetrar a mi vez en el mundo de las figuras y ser inmortal. ¿No era éste, acaso, el fin hacia el cual toda mi vida humana significaba un impulso y un ensayo?

 

Por la mañana, después de compartir conmigo mi desayuno María, tuve que sacarla de contrabando de la casa, y lo logré. Aun en el mismo día alquilé para ella y para mí en sitio próximo de la ciudad un cuartito, destinado sólo para nuestras citas.

 

Mi profesora de baile, Armanda, compareció fiel a su obligación, y hube de aprender el boston. Era severa e inexorable y no me perdonaba ni una lección, pues estaba convenido que yo había de ir con ella al próximo baile de máscaras. Me había pedido dinero para su disfraz, acerca del cual, sin embargo, me negaba toda noticia. Y aún seguía estándome prohibido visitarla o saber dónde vivía.

 

Esta temporada hasta el baile de máscaras, unas tres semanas, fue extraordinariamente hermosa. María me parecía que era la primera querida verdadera que yo hubiera tenido en mi vid a. Siempre había exigido de las mujeres, a las que amara, espiritualidad e ilustración, sin darme cuenta por completo nunca de que la mujer, hasta la más espiritual y la relativamente más ilustrada, no respondía jamás al logos dentro de mí, sino que en todo momento estaba en contradicción con él; yo les llevaba a las mujeres mis problemas y mis ideas, y me hubiese parecido de todo punto imposible amar más de una hora a una muchacha que no había leído un libro, que apenas sabia lo que era leer y no hubiese podido distinguir a un Tchaikowski de un Beethoven; María no tenía ninguna ilustración, no necesitaba estos rodeos y estos mundos de compensación; sus problemas surgían todos de un modo inmediato de los sentidos. Conseguir tanta ventura sensual y amorosa como fuera humanamente posible con las dotes que le habían sido dadas, con su figura singular, sus colores, su cabello, su voz, su piel y su temperamento, hallar y producir en el amante respuesta, comprensión y contrajuego animado y embriagador a todas sus facultades, a la flexibilidad de sus líneas, al delicadísimo modelado de su cuerpo, era lo que constituía su arte y su cometido. Ya en aquel primer tímido baile con ella había yo sentido esto, había aspirado este perfume de una sensualidad genial y encantadoramente refinada y había sido fascinado por ella. Ciertamente, que tampoco había sido por casualidad por lo que Armanda, la omnisciente, me había escogido a esta María. Su aroma y todo su sello era estival, era rosado.

 

No tuve la fortuna de ser el amante único o preferido de María, yo era uno de varios.

 

A veces no tenía tiempo para mi; algunos días, una hora por la tarde; pocas veces, una noche entera. No quería tomar dinero de mí; detrás de esto se conocía a Armanda. Pero regalos, aceptaba con gusto. Y si le regalaba un nuevo portamonedas pequeño de piel roja acharolada, podía poner dentro también dos o tres monedas de oro. Por lo demás, a causa del bolsillito encarnado, se burló bien de mí. Era muy bonito, pero era una antigualla, pasado de moda. En estas cosas, de las cuales yo entendía y sabía hasta entonces menos que de cualquier lengua esquimal, aprendí mucho de María. Aprendí ante todo que estos pequeños juguetes, objetos de moda y de lujo, no sólo son bagatelas y una invención de ambiciosos fabricantes y comerciantes, sino justificados, bellos, variados, un pequeño, o mejor dicho, un gran mundo de cosas, que todas tienen la única finalidad de servir al amor, refinar los sentidos, animar el mundo muerto que nos rodea, y dotarlo de un modo mágico de nuevos órganos amatorios, desde los polvos y el perfume hasta el zapato de baile, desde la sortija a la pitillera; desde la hebilla del cinturón hasta el bolso de mano. Este bolso no era bolso, el portamonedas no era portamonedas, las flores no eran flores, el abanico no era abanico; todo era materia plástica del amor, de la magia, de la seducción; era mensajero, intermediario, arma y grito de combate.

 

Muchas veces pensé a quién querría María realmente. Más que a ninguno creo que quería al joven Pablo del saxofón, con sus negros ojos perdidos y las manos alargadas, pálidas, nobles y melancólicas. Yo hubiera tenido a este Pablo por un poco soporífero, caprichoso y pasivo en el amor, pero María me aseguró que, en efecto, sólo muy lentamente se conseguía ponerlo al rojo, pero que entonces era más pujante, más fuerte y varonil y más retador que cualquier as de boxeo o maestro de equitación. Y de esta manera aprendí y supe secretos de muchos individuos, del músico del jazz, del actor, de más de cuatro mujeres, de muchachas y de hombres de nuestro medio ambiente; supe toda suerte de secretos, vi bajo la superficie relaciones y enemistades, fui haciéndome poco a poco confidente e iniciado (yo, que en esta clase de mundo había sido un cuerpo extraño completamente sin conexión). También aprendí muchas cosas referentes a Armanda. Pero ahora me reunía con frecuencia preferentemente con el señor Pablo, a quien María quería mucho. A menudo empleaba ella también sus remedios clandestinos, y a mí mismo me proporcionaba alguna vez estos goces, y siempre se mostraba Pablo especialmente servicial. Una vez me lo dijo sin circunloquios.

 

-Usted es tan desgraciado... Eso no está bien. No hay que ser así. Me da mucha pena.

 

Fúmese usted una pequeña pipa de opio...

 

Mi juicio sobre este hombre alegre, inteligente, aniñado y a la vez insondable, cambiaba continuamente; nos hicimos amigos. Con alguna frecuencia aceptaba yo alguno de sus remedios. Un tanto divertido, asistía él a mi enamoramiento de María. Una vez organizó una «fiesta» en su cuarto, la buhardilla de un hotel de las afueras. No había allí más que una silla; Maria y yo tuvimos que sentarnos en la cama. Nos dio a beber un licor misterioso, maravilloso, mezclado de tres botellitas. Y luego, cuando me hube puesto de muy buen humor, nos propuso con las pupilas brillantes celebrar una orgía erótica los tres juntos. Yo rehusé con brusquedad; a mí no me era posible una cosa así; mas a pesar de todo miré un momento a María, para ver qué actitud adoptaba, y aunque inmediatamente asintió a mi negativa, vi, sin embargo, el fulgor de sus ojos y me di cuenta de su pena por mi renuncia. Pablo sufrió una decepción con mi negativa, pero no se molestó.

 

-Es lástima -dijo-; Harry tiene muchos escrúpulos morales. No se puede con él.

 

¡Hubiera sido, sin embargo, tan hermoso, tan hermosísimo! Pero tengo un sustitutivo.

 

Tomamos cada uno una chupada de opio, y sentados inmóviles, con los ojos abiertos, vivimos los tres la escena por él sugerida; María, en ese tiempo, temblando de delicia.

 

Cuando al cabo de un rato me sentí un poco mareado, me colocó Pablo en la cama, me dio unas gotas de una medicina, y al cerrar yo por algunos minutos los ojos, sentí sobre cada uno de los párpados como el aliento de un beso fugitivo. Lo admití como si creyera que me lo había dado María. Pero sabia perfectamente que era de él.

 

Y una tarde me sorprendió aún más. Apareció en mi casa, me contó que necesitaba veinte francos y me rogaba que le diera este dinero. Me ofrecía, en cambio, que aquella noche dispusiera de María en su lugar.

 

-Pablo -dije asustado-, usted no sabe lo que está diciendo. Ceder su querida a otro por dinero, eso es entre nosotros lo más indigno que cabe. No he oído su proposición, Pablo.

 

Me miró compasivo.

 

-¿No quiere usted, señor Harry? Bien. Usted no hace más que proporcionarse dificultades a sí mismo. Entonces no duerma usted esta noche con María, si así lo prefiere, y deme usted el dinero; ya se lo devolveré sin falta. Me es absolutamente preciso.

 

-¿Para qué lo quiere?

 

-Para Agostino, ¿sabe usted? Es el pequeño del segundo violín. Lleva ocho días enfermo, y nadie se ocupa de él, no tiene un céntimo, y mi dinero se ha acabado también ya.

 

Por curiosidad y un poco también por autocastigo, fui con él a casa de Agostino. Le llevó a la buhardilla leche y unas medicinas, una bien miserable buhardilla; le arregló la cama, le aireó la habitación y le puso en la cabeza calenturienta una artística compresa, todo rápida y delicadamente y bien hecho, como una buena hermana de la Caridad.

 

Aquella misma noche lo vi tocar la música en el City-Bar hasta la madrugada.

 

Con Armanda hablaba yo a menudo larga y objetivamente acerca de María, de sus manos, de sus hombros, de sus caderas, de su manera de reír, de besar, de bailar.

 

-¿Te ha enseñado ya esto? -me preguntó Armanda una vez, y me describió un juego especial de la lengua al dar un beso. Yo le pedí que me lo enseñara ella misma, pero ella rehusó con seriedad-. Eso viene después -dijo-; aún no soy tu querida.

 

Le pregunté de qué conocía las artes del beso en María y algunas otras secretas particularidades de su cuerpo, sólo conocidas del hombre amante.

 

-¡Oh! -exclamó-. Somos amigas. ¿Crees acaso que nosotras tenemos secretos entre las dos? He dormido y he jugado bastantes veces con ella. Tienes suerte, has atrapado una hermosa muchacha, que sabe más que otras.

 

-Creo, sin embargo, Armanda, que aún tendréis algunos secretos entre vosotras. ¿O le has dicho también acerca de milo que sabes?

 

-No; esas son otras cosas que no entendería ella. María es maravillosa, puedes estar satisfecho; pero entre tú y yo hay cosas de las cuales ella no tiene ni noción. Le he dicho muchas cosas acerca de ti, naturalmente mucho más de lo que a ti te hubiera gustado entonces; me importaba seducirla para ti. Pero comprenderte, amigo, como yo te comprendo, no te comprenderá María nunca, ni ninguna otra. Por ella he adquirido también algunos conocimientos; estoy al corriente acerca de ti, en lo que María sabe. Ya te conozco casi tan perfectamente como si hubiéramos dormido juntos con frecuencia.

 

Cuando volví a reunirme con María, me resultaba extraño y misterioso saber que ella había tenido a Armanda junto a su corazón lo mismo que a mí, que había palpado, besado, gustado y probado sus miembros, sus cabellos, su piel exactamente igual que los míos. Ante mi surgían relaciones y nexos nuevos, indirectos, complicados, nuevas modalidades de amor y de vida, y pensé en las mil almas del tratado del lobo estepario.

 

En aquella corta temporada entre mi conocimiento con María y el gran baile de máscaras, era yo francamente feliz, pero no tenía por ello el presentimiento de que aquello fuera una redención, una lograda bienaventuranza, sino que me daba cuenta claramente de que todo era preludio y preparación, de que todo se afanaba con violencia hacia adelante y que lo verdadero venía ahora.

 

Del baile había aprendido ya tanto que me parecía posible concurrir a la fiesta, de la cual se hablaba más cada día. Armanda tenía un secreto, se empeñó en no revelarme con qué disfraz iba a presentarse. Pensaba que yo ya la reconocería, y si me equivocaba, entonces me ayudaría ella; pero que con anticipación, yo no debía saberlo.

 

Así tampoco tenía ella curiosidad por mis planes de disfraz, y yo resolví no disfrazarme.

 

María, cuando quise invitarla al baile, me declaró que para esta fiesta tenía ya un caballero, poseía ya en efecto una entrada, y yo me di cuenta un poco descorazonado de que iba a tener que ir solo a la fiesta. Era el baile de trajes más distinguido de la ciudad, que se organizaba todos los años por elementos artísticos en los salones del Globo.

 

En aquellos días veía poco a Armanda, pero la víspera del baile estuvo un rato en mi casa; vino para recoger su entrada, de la que yo me había encargado, y estuvo sentada conmigo pacíficamente en mi cuarto, y allí se llegó a un diálogo que me fue muy singular y me produjo una impresión profunda.

 

-Ahora estás realmente muy bien - dijo ella-; te prueba el baile. Quien no te haya visto desde hace un mes, apenas te reconocería.

 

- Sí - asentí-; desde hace años no me he encontrado tan perfectamente. Esto proviene todo de ti, Armanda.

 

-Oh, ¿no de tu hermosa María?

 

-No. Esa también es un regalo tuyo. Es maravilloso.

 

-Es la amiga que necesitabas, lobo estepario. Bonita, joven, alegre, muy inteligente en amor, y sin que puedas disponer de ella todos los días. Si no tuvieras que compartirla con otros, si no fuese para ti siempre un huésped fugitivo, no irían las cosas tan bien.

 

Sí; también esto tenía que concedérselo.

 

-Entonces, ¿tienes ahora, realmente, todo lo que necesitas?

 

-No, Armanda, no es así. Tengo algo muy bello y delicioso, una gran alegría, un amable consuelo. Soy verdaderamente feliz...

 

-Bien, entonces, ¿qué más quieres?

 

-Quiero más. No estoy contento con ser feliz, no he sido creado para ello, no es mi sino. Mi determinación es lo contrario.

 

-Entonces, ¿es ser desdichado? ¡Ah! Esto ya lo has sido con exceso antes, cuando a causa de la navaja de afeitar no podías ir a tu casa.

 

-No, Armanda; se trata de otra cosa. Entonces era yo muy desdichado, concedido.

 

Pero era una desventura estúpida, estéril.

 

-¿Por qué?

 

-Porque de otro modo, no hubiese debido tener aquel miedo a la muerte, que, sin embargo, me estaba deseando. La desventura que necesito y anhelo, es otra; es de tal clase que me hiciera sufrir con afán y morir con voluptuosidad. Esa es la desventura o la felicidad que espero.

 

-Te comprendo. En esto somos hermanos. Pero ¿qué tienes contra la dicha que has encontrado ahora con María? ¿Por qué no estás contento?

 

-No tengo nada contra esta dicha, ¡oh, no!; la quiero, le estoy agradecido. Es hermosa como un día de sol en medio de una primavera lluviosa. Pero me doy cuenta de que no puede durar. También esta dicha es estéril. Satisface, pero la satisfacción no es alimento para mí. Adormece al lobo estepario, lo sacia. Pero no es felicidad para morir por ella.

 

-Entonces, ¿hay que morir, lobo estepario?

 

-¡Creo que sí! Yo estoy muy satisfecho de mi ventura, aún puedo soportarla durante una temporada. Pero cuando la dicha me deja alguna vez una hora de tiempo para estar despierto, para sentir anhelos íntimos, entonces todo mi anhelo no se cifra en conservar por siempre esta ventura, sino en volver a sufrir, aunque más bella y menos miserablemente que antes.

 

Armanda me miró con ternura a los ojos, con la sombría mirada que tan repentinamente podía aparecer en ella. ¡Ojos magníficos, terribles! Lentamente, eligiendo una a una las palabras y colocándolas con cuidado, dijo... en voz tan baja, que tuve que esforzarme para oírlo:

 

-Voy a decirte hoy una cosa, algo que sé hace ya tiempo, y tú también lo sabes ya, pero quizá no te lo has dicho a ti mismo todavía. Ahora te digo lo que sé acerca de ti y de mi y de nuestra suerte. Tú, Harry, has sido un artista y un pensador, un hombre lleno de alegría y de fe, siempre tras la huella de lo grande y de lo eterno, nunca satisfecho con lo bonito y lo minúsculo. Pero cuanto más te ha despertado la vida y te ha conducido hacia ti mismo, más ha ido aumentando tu miseria y tanto más hondamente te has sumido hasta el cuello en pesares, temor y desesperanza, y todo lo que tú en otro tiempo has conocido, amado y venerado como hermoso y santo, toda tu antigua fe en los hombres y en nuestro alto destino, no ha podido ayudarte, ha perdido su valor y se ha hecho añicos. Tu fe ya no tenía aire para respirar. Y la asfixia es una muerte muy dura. ¿Es exacto Harry? ¿Es ésta tu suerte?

 

Yo asentía y asentía.

 

-Tú llevabas dentro de ti una imagen de la vida, estabas dispuesto a hechos, a sufrimientos y sacrificios, y entonces fuiste notando poco a poco que el mundo no exigía de ti hechos ningunos, ni sacrificios, ni nada de eso, que la vida no es una epopeya con figuras de héroes y cosas por el estilo, sino una buena habitación burguesa, en donde uno está perfectamente satisfecho con la comida y la bebida, con el café y la calceta, con el juego de tarot y la música de la radio. Y el que ama y lleva dentro de silo otro, lo heroico y bello, la veneración de los grandes poetas o la veneración de los santos, ése es un necio y un quijote. Bueno. ¡Y a mí me ha ocurrido exactamente lo mismo, amigo mío!

 

Yo era una muchacha de buenas disposiciones y destinada a vivir con arreglo a un elevado modelo, a tener para conmigo grandes exigencias, a cumplir dignos cometidos.

 

Podía tomar sobre mí un gran papel, ser la mujer de un rey, la querida de un revolucionario, la hermana de un genio, la madre de un mártir. Y la vida no me ha permitido más que llegar a ser una cortesana de mediano buen gusto; ¡ya esto solo se ha hecho bastante difícil! Así me ha sucedido. Estuve una temporada inconsolable, y durante mucho tiempo busqué en mí la culpa. La vida, pensé, ha de tener al fin razón siempre; y si la vida se burlaba de mis hermosos sueños, habrán sido necios mis sueños, decía yo, y no habrán tenido razón. Pero esta consideración no servía de nada absolutamente. Y como yo tenía buenos ojos, y buenos oídos y era además un tanto curiosa, me fijé con todo interés en la llamada vida, en mis vecinos y en mis amistades, medio centenar largo de personas y de destinos, y entonces vi, Harry, que mis sueños habían tenido razón, mil veces razón, lo mismo que los tuyos. Pero la vida, la realidad, no la tenía. Que una mujer de mi especie no tuviera otra opción que envejecer pobre y absurdamente junto a una máquina de escribir al servicio de un ganadineros, o casarse con uno de estos ganadineros por su posición, o si no, convertirse en una especie de meretriz, eso era tan poco justo como que un hombre como tú tenga, solitario, receloso y desesperado, que echar mano de la navaja de afeitar. En mí era la miseria quizá más material y moral; en ti, más espiritual; la senda era la misma. ¿Crees que no soy capaz de comprender tu terror ante el fox-trot, tu repugnancia hacia los bares y los locales de baile, tu resistencia contra la música de jazz y todas estas cosas? Demasiado bien lo comprendo, y lo mismo tu aversión a la política, tu tristeza por la palabrería y el irresponsable hacer que hacemos de los partidos y de la Prensa, tu desesperación por la guerra, por la pasada y por la venidera, por la manera cómo hoy se piensa, se lee, se construye, se hace música, se celebran fiestas, se promueve la cultura. Tienes razón, lobo estepario, mil veces razón, y, sin embargo, has de sucumbir. Para este mundo sencillo de hoy, cómodo y satisfecho con tan poco, eres tú demasiado exigente y hambriento; el mundo te rechaza, tienes para él una dimensión de mas. El que hoy quiera vivir y alegrarse de su vida, no ha de ser un hombre como tú ni como yo. El que en lugar de chinchín exija música, en lugar de placer alegría, en lugar de dinero alma, en vez de loca actividad verdadero trabajo, en vez de jugueteo pura pasión, para ése no es hogar este bonito mundo que padecemos...

 

Ella miraba al suelo meditando.

 

-¡Armanda -exclamé conmovido-, hermana! ¡Qué ojos tan buenos tienes! Y, sin embargo, tú me enseñaste el fox-trot. ¿ Cómo te explicas esto, que hombres como nosotros, hombres con una dimensión de más, no podamos vivir aquí? ¿En qué consiste? ¿No pasa esto más que en nuestra época actual? ¿O fue siempre lo mismo?

 

-No sé. Quiero admitir en honor del mundo, que sólo sea nuestra época, que sólo sea una enfermedad, una desdicha momentánea. Los jefes trabajan con ahínco y con resultado preparando la próxima guerra, los demás bailamos fox-trots entretanto, ganamos dinero y comemos pralinés; en una época así ha de presentar el mundo un aspecto bien modesto. Esperamos que otros tiempos hayan sido y vuelvan a ser mejores, más ricos, más amplios, más profundos. Pero con eso no vamos ganando nada nosotros. Y acaso haya sido siempre igual...

 

-¿Siempre así como hoy? ¿Siempre sólo un mundo para políticos, arribistas, camareros y vividores, y sin aire para las personas?

 

-No lo sé, nadie lo sabe. Además, da lo mismo. Pero yo pienso ahora en tu favorito, amigo mío, del cual me has referido a veces muchas cosas y hasta que has leído sus cartas: de Mozart. ¿Qué ocurriría con él? ¿Quién gobernó el mundo en su época, quién se llevó la espuma, quién daba el tono y representaba algo: Mozart o los negociantes, Mozart o los hombres adocenados y superficiales? ¿Y cómo murió y fue enterrado? Y así, pienso yo que ha sido acaso siempre y que siempre será lo mismo, y lo que en los colegios se llama «Historia Universal» y allí hay que aprendérselo de memoria para la cultura, con todos los héroes, genios, grandes acciones y sentimientos, eso es sencillamente una superchería, inventada por los maestros de escuela, para fines de ilustración y para que los niños durante los años prescritos tengan algo en qué ocuparse.

 

Siempre ha sido así y siempre será igual, que el tiempo y el mundo, el dinero y el poder, pertenecen a los mediocres y superficiales, y a los otros, a los verdaderos hombres, no les pertenece nada. Nada más que la muerte.

 

-¿Fuera de eso, nada en absoluto?

 

-Si, la eternidad.

 

-¿Quieres decir el nombre, la fama para edades futuras?

 

-No, lobito; la fama, no. ¿Tiene ésta, acaso, algún valor? ¿Y crees tú por ventura que todos los hombres realmente verdaderos y completos han alcanzado la celebridad y son conocidos de las generaciones posteriores?

 

-No; naturalmente que no.

 

-Por consiguiente, la fama no es. La fama sólo existe también para la ilustración, es un asunto de los maestros de escuela. La fama no lo es, ¡ oh, no! Lo es lo que yo llamo la eternidad. Los místicos lo llaman el reino de Dios. Yo me imagino que nosotros los hombres todos, los de mayores exigencias, nosotros los de los anhelos, los de la dimensión de más, no podríamos vivir en absoluto si para respirar, además del aire de este mundo, no hubiese también otro aire, si además del tiempo no existiese también la eternidad, y ésta es el reino de lo puro. A él pertenecen la música de Mozart y las poesías de los grandes poetas; a él pertenecen también los santos, que hicieron milagros y sufrieron el martirio y dieron un gran ejemplo a los hombres. Pero también pertenece del mismo modo a la eternidad la imagen de cualquier acción noble, la fuerza de todo sentimiento puro, aun cuando nadie sepa nada de ello, ni lo vea, ni lo escriba, ni lo conserve para la posteridad. En lo eterno no hay futuro, no hay más que presente.

 

-Tienes razón -dije.

 

-Los místicos -continuó ella con aire pensativo- son los que han sabido más de estas cosas. Por eso han establecido los santos y lo que ellos llaman la «comunión de los santos». Los santos son los hombres verdaderos, los hermanos menores del Salvador.

 

Hacia ellos vamos de camino nosotros durante toda nuestra vida, con toda buena acción, con todo pensamiento audaz, con todo amor. La comunión de los santos, que en otro tiempo era representada por los pintores dentro de un cielo de oro, radiante, hermosa y apacible, no es otra cosa que lo que yo antes he llamado la «eternidad». Es el reino más allá del tiempo y de la apariencia. Allá pertenecemos nosotros, allí está nuestra patria, hacia ella tiende nuestro corazón, lobo estepario, y por eso anhelamos la muerte. Allí volverás a encontrar a tu Goethe y a tu Novalis y a Mozart, y yo a mis santos, a San Cristóbal, a Felipe Neri y a todos. Hay muchos santos que en un principio fueron graves pecadores; también el pecado puede ser un camino para la santidad, el pecado y el vicio, Te vas a reír, pero yo me imagino con frecuencia que acaso también mi amigo Pablo pudiera ser un santo. ¡Ah, Harry, nos vemos precisados a taconear por tanta basura y por tanta idiotez para poder llegar a nuestra casa! Y no tenemos a nadie que nos lleve; nuestro único guía es nuestro anhelo nostálgico.

 

Sus últimas palabras las pronunció otra vez en voz muy queda, y luego hubo un silencio apacible en la estancia; el sol estaba en el ocaso y hacía brillar las letras doradas en el lomo de los muchos libros de mi biblioteca. Cogí en mis manos la cabeza de Armanda, la besé en la frente y puse fraternal su mejilla junto a la mía; así nos quedamos un momento. Así hubiera deseado quedarme y no salir aquel día a la calle.

 

Pero para esta noche, la última antes del gran baile, se me había prometido María.

 

Pero en el camino no iba pensando en María, sino en lo que Armanda había dicho. Me pareció que todos estos no eran tal vez sus propios pensamientos, sino los míos, que la clarividente había leído y aspirado y me devolvía, haciendo que ahora se concretaran y surgieran nuevos ante mí. Por haber expresado la idea de la eternidad le estaba especial y profundamente agradecido. La necesitaba; sin esa idea no podía vivir, ni morir tampoco. El sagrado más allá, lo que está fuera del tiempo, el mundo del valor imperecedero, de la sustancia divina me había sido regalado hoy por mi amiga y profesora de baile. Hube de pensar en mi sueño de Goethe, en la imagen del viejo sabio, que se había reído de un modo tan sobrehumano y me había hecho objeto de su broma inmortal. Ahora es cuando comprendí la risa de Goethe, la risa de los inmortales. No tenía objetivo esta risa, no era más que luz y claridad; era lo que queda cuando un hombre verdadero ha atravesado los sufrimientos, los vicios, los errores, las pasiones y las equivocaciones del género humano y penetra en lo eterno, en el espacio universal. Y la «eternidad» no era otra cosa que la liberación del tiempo, era en cierto modo su vuelta a la inocencia, su retransformación en espacio.

 

Busqué a María en el sitio en donde solíamos comer en nuestras noches, pero aún no había llegado. En el callado cafetín del suburbio estuve sentado esperando ante la mesa preparada, con mis ideas todavía en nuestro diálogo. Todas estas ideas que habían surgido allí entre Armanda y yo, me parecieron tan profundamente familiares, tan conocidas de siempre, tan sacadas de mi más íntima mitología y mundo de imágenes.

 

Los inmortales, en la forma en que viven en el espacio sin tiempo, desplazados, hechos imágenes, y la eternidad cristalina como el éter en torno de ellos, y la alegría serena, radiante y sidérea de este mundo extraterreno, ¿de dónde me era todo esto tan familiar? Medité y se me ocurrieron trozos de las Casaciones, de Mozart; del Piano bien afinado, de Bach, y por doquiera en esta música me parecía brillar esta serena claridad de estrellas, flotar este etéreo resplandor. Sí; eso era; esta música era algo así como tiempo congelado y convertido en espacio, y por encima, flotando, infinita, una alegría sobrehumana, una eterna risa divina. ¡Oh, y a esto se acomodaba tan perfectamente el viejo Goethe de mi sueño! Y de pronto oí en torno mío esta insondable risa, oí reír a los inmortales. Encantado, estuve sentado allí; encantado, saqué mi lápiz del bolsillo del chaleco, busqué papel, hallé la carta de los vinos ante mí, le di media vuelta y escribí al dorso, escribí versos, que al día siguiente me los encontré en el bolsillo. Decían:

 

Hasta nosotros sube de los confines

del mundo el anhelo febril de la vida:

con el lujo la miseria confundida,

vaho sangriento de mil fúnebres festines,

espasmos de deleite, afanes, espantos,

manos de criminales, de usureros, de santos;

la humanidad con sus ansias y temores,

a la vez que sus cálidos y pútridos olores,

transpira santidades y pasiones groseras,

se devora ella misma y devuelve después lo tragado,

incuba nobles artes y bélicas quimeras,

y adorna de ilusión la casa en llamas del pecado;

se retuerce y consume y degrada

en los goces de feria de su mundo infantil,

a todos les resurge radiante y renovada,

y al final se les trueca en polvo vil.

Nosotros, en cambio, vivimos las frías

mansiones del éter cuajado de mil claridades,

sin horas ni días,

sin sexos ni edades.

Y vuestros pecados y vuestras pasiones

y hasta vuestros crímenes nos son distracciones,

igual y único es para nosotros el menor momento.

Viendo silenciosos vuestras pobres vidas inquietas,

mirando en silencio girar los planetas,

gozamos del gélido invierno espacial.

Al dragón celeste nos une amistad perdurable;

es nuestra existencia serena, inmutable,

nuestra eterna risa, serena y astral.