La oveja negra de los sesenta
De interés general

La oveja negra de los sesenta

 

 

02/06/2014 Fuente elpais. Sean elegantes y no esperen hasta que Tim Hardin nos llegue en versión Hollywood

 

 

Se cuenta en varias crónicas sobre Woodstock. La crema del festival se alojaba en un Holiday Inn cercano y las escenas de libertinaje que allí se contemplaron podrían dar materia para otra película. Pero un artista local dejó estupefactos a los arrogantes británicos y a los hippiescalifornianos: se inyectaba heroína en público, indiferente al repelús que provocaba.

 

Era Tim Hardin, autor de canciones primorosas, inmortalizadas por Bobby Darin, Johnny Cash, los Four Tops, Rod Stewart, Scott Walker. Conviene destacar la heterogeneidad de la subcultura yonqui de los sesenta: entre beats y jazzmen, también podía deslizarse Timothy James Hardin (Eugene, Oregón, 1941), antiguo deportista de élite que sufrió una lesión y descubrió los opiáceos.

 

Hardin prefería explicar que adquirió el hábito en Vietnam, durante su etapa con los marines (mentía, como siempre: ni siquiera estuvo en Vietnam). En 1961 llegó a Nueva York para estudiar arte dramático. Pero tropezó con Fred Neil, Karen Dalton y otros yonquis del mundillo folk; intuyó que aquel podía ser un oficio más cómodo que el teatro. Comenzó recreando blues y pronto estaba componiendo delicadas confesiones de amor total, que brillaban como gemas.

 

Temas como Reason to believe, Misty roses, If I were a carpenter o Lady came from Baltimore. Y había ciertamente una dama que vino de Baltimore: Susan Yardley, una actriz de buena familia que asumió la tarea hercúlea de enderezar a su hombre. Ya casados, con un niño, se instalaron en las montañas de Woodstock.

 

Grabar a Hardin tenía mucho de reto. En el estudio, se defendía bien con jazzmen y músicos altamente cualificados pero su estado oscilaba entre lo comatoso y lo inspirado. Columbia le financió una producción tan costosa como atípica: se colocaron micrófonos en cada habitación de su casa, con técnicos de guardia las 24 horas del día, para atrapar la inspiración cuando llegara; durante unas semanas, aquello atrajo a músicos de la zona y sanguijuelas variadas.

 

El resultado fue Suite for Susan Moore and Damion —We are— One, one, all in one (1969), un disco tramposo y terrorífico: proclamas de amor conyugal y devoción paternal que su comportamiento inmediato se encargaba de desmentir. Hardin nunca ganaría un concurso de popularidad: solía denigrar a Bobby Darin, que llevó su cancionero a lo alto de las listas; paradójicamente, sería una composición de Darin —A simple song of freedom— la que proporcionaría a Hardin el único éxito bajo su nombre.

 

Sus años setenta fueron horribles. Tras morir compañeros de jeringuilla, como el humorista Lenny Bruce, emigró a Londres. Quería beneficiarse del sistema de salud británico, que entonces cuidaba de los yonquis declarados; también le urgía esquivar a Hacienda, que había detectado que no pagaba impuestos.

 

Pero llevaba el demonio dentro. En Inglaterra, agotada la veta creativa, lanzó discos de versiones. La industria renunció a hacerse ilusiones cuando Hardin se quedó traspuesto en el escenario del Royal Albert Hall.

 

Nadie sabe dónde estuvo el resto de la década o qué fue de sus millonarios derechos de autor. Cuando finalmente compareció por los ambientes musicales estadounidenses, estaba tan deteriorado que no le reconoció gente que había trabajado con él. Con 39 años, falleció en diciembre de 1980, por una sobredosis; su desaparición quedó eclipsada por el asesinato de John Lennon.

 

Hay ahora intentos de revivir su legado. El grupo tejano Okkervill River partió de una de sus confesiones, Black sheep boy, para dedicarle un álbum de voluntad biográfica. El pasado año, salió un audaz homenaje, Reason to believe-The songs of Tim Hardin. También se habla insistentemente de un proyecto de biopic. Sean elegantes y no esperen hasta que nos llegue en versión Hollywood.