Moby Dick 7. Séptima entrega
de Herman Melville

Moby Dick 7. Séptima entrega

 

 

Fuente bibliotecasvirtuales. Autor: Herman Melville

 

-¡Perth! ¿Es que quieres señalarme más?

 

-Capitán, este hierro, ¿es para la Ballena Blanca?

 

-Para el Demonio Blanco, sí. Pero vamos con las púas. Ésas las harás tú mismo. Aquí tienes mis navajas de afeitar. El mejor acero que existe. Quiero unas púas tan afiladas como las agujas de hielo de Groenlandia.

 

Cuando el herrero terminó de soldar las púas al arpón, le pidió al capitán que le acercase el barril con el agua.

 

-¡No, Perth! Nada de agua para esto. La quiero con el temple de la muerte. ¡Eh!, aquí, Tashtego, Queequeg y Daggoo. ¿Qué os parece, infieles? ¿No me daréis la sangre suficiente como para templar este arpón?

 

Las cabezas salvajes se inclinaron en señal de asentimiento. Se pincharon los tres en diversas partes del cuerpo y luego ofrecieron su sangre para la templanza del acero.

 

-¡Ego non baptizo te in nomine patris, sed in nomine diaboli! -aullaba Acab como un vesánico, mientras el hierro candente consumía la sangre bautismal.

 

Luego escogió entre un puñado de astiles uno de nogal americano y lo montó en el hierro. Se trajo in rollo nuevo de cuerda y algunas brazas de ella se probaron a la máxima tensión en el chigre, y Acab les puso el pie encima: vibraban como cuerdas de arpa.

 

-Bien, y ahora, al amarre.

 

Se deshizo un extremo del cabo y las cuerdas sueltas se entretejieron en torno al mango del arpón, quedando inseparable con astil y hierro, como las tres Parcas. Acab se marchó con el arma, pero antes de que llegara a la cámara, se oyó un ligero pero sobrenatural rumor, entre burlón y lastimero. ¡Era Pip, que se reía!

 

CAPÍTULO XVI

 

Poco después de forjar su arpón el capitán Acab, nos tropezamos con el Bachelor, matrícula de Nantucket, que acababa de estibar su último barril y cerrado las escotillas atestadas. Los vigías de sus calcés llevaban en los sombreros tiras de lanilla roja, y de la popa pendía una ballena cabeza abajo. Por todas partes ondeaban gallardetes, pabellones y banderines de señales.

 

El Bachelor había tenido mucha suerte, al tiempo que muchos buques habían pescado en las mismas aguas sin apenas conseguir resultados. Incluso habían tenido que desprenderse de barricas de carne y pan para hacer sitio a la valiosa esperma, y llevaban barriles hasta en cubierta.

 

Al acercarse al Pequod, salió el capitán Acab de la cámara. Desde el otro barco llegaban hasta el nuestro el salvaje redoblar de tambores, y un grupo de tripulantes bailaba una jiga infernal, en la que intervenían oficiales y marineros, e incluso algunas muchachas recogidas en las islas de la Polinesia. Otra parte de la tripulación se afanaba en la obra de fábrica de las calderas.

 

Como supremo señor de aquel aquelarre, reinaba el capitán, muy tieso en el alcázar, contemplando aquella comedia que parecía preparada para él. También Acab contemplaba la escena, pero él con el ceño fruncido y la cara oscurecida. Al cruzarse ambos navíos, el comandante del Bachelor gritó:

 

-¡Sube a bordo! -y agitaba en el aire una botella.

 

-¿Has visto la Ballena Blanca? -preguntó Acab.

 

-No, me han hablado de ella, pero no creo ni una palabra de lo que han contado. Vamos, sube a bordo.

 

-No quiero privaros de vuestra diversión -dijo Acab-. ¿Perdiste algún tripulante?

 

-Bah, nada que valga la pena: un par de isleños. Pero, sube a bordo, viejo, y te haré desarrugar el ceño. Tengo el barco abarrotado y vuelvo a casa. ¡Hay que celebrarlo!

 

-Maravilla lo campechano que puede ser un necio -murmuró Acab. Y en voz alta, agregó: Tú vas cargado y a casa. Yo, vacío y en ruta. Conque sigue tu camino y yo seguiré el mío. ¡Izad todo el trapo y avante!

 

Y cuando el barco se alejaba, sacó del bolsillo un frasquito y lo contempló pensativamente: estaba lleno de tierra de Nantucket.

 

Al parecer, el encuentro con el Bachelor nos dio suerte, porque al día siguiente encontramos ballenas y matamos cuatro, una de ellas por Acab. Un poco aplacado en su mal humor, Acab, en la proa de su ballenera, contemplaba los últimos espasmos de la ballena que acababa de matar y parecía hasta apacible.

 

Las cuatro sacrificadas aquella tarde habían muerto a mucha distancia del Pequod y también a mucha distancia entre sí. A tres de ellas se las remolcó hasta el costado del buque, y a la cuarta se le clavó la pértiga de mostrenca en el orificio del surtidor, con un farol que brillaba tenuemente en la oscuridad de la noche.

 

Acab y su tripulación parecían dormir. Todos, excepto el parsi Fedallah, que sentado en cuclillas a proa, contemplaba los tiburones que pululaban en el mar. Un momento después, Acab se reunía con él.

 

-Lo he vuelto a soñar -dijo el capitán.

 

-¿Lo de los coches de muerto? ¿No te he dicho, viejo, que no tendrás ni coche ni siquiera ataúd?

 

-Ninguno que muera en el mar los tiene.

 

-Pero te digo, viejo, que antes de que mueras en esta travesía, tendrás que ver personalmente dos coches de muertos sobre el mar. El primero no será obra del hombre y las maderas visibles del segundo tienen que haber crecido en Norteamérica.

 

-Extraño espectáculo ése, parsi. Una carroza fúnebre flotando sobre el océano. No veremos pronto semejante cosa.

 

-Lo creas o no, viejo, no puedes morir hasta que las veas.

 

-Y la predicción, ¿qué dice respecto a ti?

 

-Que ocurra lo que ocurra, yo iré siempre delante de ti, como piloto.

 

-Y una vez que hayas partido primero, tendrás que aparecérteme para seguir guiándome. Si sucediera lo que tú crees, serían dos garantías de que aún he de matar a Moby Dick y sobreviviría.

 

-Pues escucha esta otra, viejo -respondió el parsi con los ojos relampagueantes-. Sólo te puede matar la cuerda.

 

-¿La horca, quieres decir? Entonces soy inmortal en la tierra y en el mar -respondió Acab riendo burlonamente.

 

Quedaron ambos en silencio. Llegaba ya el amanecer. Antes de mediodía, la última ballena estaba ya acostada al buque.

 

Se acercaba por fin la temporada de caza en la línea del Ecuador. Acab tomaba todos los días la altura del sol. En aquel mar del Japón, los días de verano son maravillosos. El cielo parece de laca, no hay nubes y el sol brilla de tal manera que el sextante de Acab tenía vidrios de colores para poder mirarlo. Pero Acab parecía no necesitar siquiera su instrumento. Incluso en cierta ocasión lo rompió contra el suelo. A veces se dejaba guiar solamente por la brújula. El parsi lo contemplaba con aire un poco burlón. Plantado junto al bauprés, Starbuck contemplaba la marcha del buque.

 

Pero esos cielos plácidos encierran en su seno el germen de terribles tormentas. Hacia el anochecer de un día, el Pequod perdió su velamen, y con las vergas desnudas hubo de afrontar un tifón que cogió de proa. Al llegar la noche, el cielo y el mar bramaban, desgarrados por el rayo. Estaba Starbuck en el alcázar, mirando hacia arriba a cada relámpago para ver qué nueva catástrofe sobrevendría en el aparejo, en tanto que Stubb y Flask dirigían a los marineros, que amarraban sólidamente las balleneras. Izada en lo más alto de sus pescantes, la ballenera de Acab no pudo escapar. Una ola enorme que se lanzó sobre el costado, la desfondó por la popa y la dejó goteando como una criba.

 

-Mala faena, señor Starbuck -dijo Stubb mirando la avería-. Pero no importa, cuando uno no puede hacer otra cosa, se pone a cantar.

 

Y lo hizo: una canción de pescador. Starbuck le hizo callar.

 

-¡Basta! Si es usted valiente se quedará callado, señor Stubb.

 

-Pues no soy valiente. Soy un cobarde y canto para animarme.

 

-¡Loco! Mire por mis ojos si no le sirven los suyos.

 

-¿Es que puede usted ver mejor que yo?

 

-¡Venga! -y cogiendo a Stubb por un brazo, lo llevó a barlovento-. ¿No ve que la tormenta viene del Este, la misma derrota que lleva Acab detrás de Moby Dick? La ruta misma que tomó a mediodía. Y ahora, fíjese en la ballenera. ¿Por dónde se desfondó? ¡Por la popa, muchacho, por el propio lugar en que suele colocarse! Y ahora, cante si es que puede.

 

-Pero, ¿qué es lo que piensa usted?

 

-El camino más corto para Nantucket es doblando el Cabo de Buena Esperanza. La borrasca que amenaza hacernos zozobrar la podríamos transformar en viento fresco que nos llevase a casa. En cambio, a barlovento, sólo hay vientos de perdición.

 

En ese momento oyeron a su lado una voz que hablaba al tiempo que retumbaba el trueno.

 

-¿Quién va? -preguntó Starbuck.

 

-¡El Viejo Trueno! -replicó Acab, avanzando a tientas para encontrar el agujero en que meter el pie.

 

-¡Mire arriba! -dijo Starbuck de pronto-. ¡El fuego de San Telmo en lo alto del palo mayor!

 

En efecto, los brazos de las vergas estaban rodeados de un fuego lívido, y las triples agujas de los pararrayos lucían con tres lenguas de fuego. Los mástiles enteros parecían arder.

 

-¡Fuego de San Telmo, ten piedad de nosotros! -gritó Stubb.

 

La tripulación estaba petrificada y se apretujaba en montón en el castillo de proa, con los ojos fijos en aquella pálida fosforescencia. Destacándose en la luz espectral, el gigantesco Daggoo parecía tres veces más alto y semejante a la misma nube negra en que se fraguaba el rayo. La boca abierta de Tashtego enseñaba sus blancos dientes de tiburón, en tanto que los tatuajes de la piel de Queequeg parecían arder como llamas infernales.

 

Toda la escena duró poco tiempo y se borró al desaparecer la luz de arriba. El Pequod y todos sus tripulantes quedaron envueltos en una especie de patio mortuorio.

 

-¿Y qué dices ahora? -preguntó Starbuck a su compañero-. He oído tu invocación: no era la canción que cantabas antes.

 

-No, dije que el Fuego de San Telmo tuviera piedad de nosotros, y sigo esperando que la tenga...

 

En ese momento, Starbuck vio que el semblante de Stubb volvía a aparecer en la sombra, comenzando a destacarse lentamente en la oscuridad.

 

-¡Mira, mira!

 

Y nuevamente vieron las lenguas de fuego, con una claridad que parecía redoblada.

 

-¡Que el fuego de San Telmo tenga piedad de nosotros! -replicó Stubb.

 

Al pie del palo mayor, exactamente debajo del doblón de oro y de las llamitas de San Telmo, estaba el parsi Fedallah arrodillado delante de Acab, pero con la cabeza vuelta hacia un lado. Muy próximo a ellos, pendía del aparejo un grupo de marineros que aferraban una vela y se habían detenido en su labor ante el resplandor.

 

Todas las miradas se dirigían hacia arriba.

 

-¡Eso, eso, muchachos! -clamaba Acab-. ¡Mirad para arriba y que no se os olvide: la llama blanca alumbra el camino hacia la Ballena Blanca! Dadme esos eslabones de los pararrayos del mayor, me gustaría sentir su pulso y dejar que el mío latiera sobre ellos: ¡Sangre contra fuego! -y volviéndose con el último eslabón en la mano izquierda, le puso encima al parsi el pie y se quedó plantado y erguido ante las llamitas trífidas, con la mirada hacia arriba y el brazo extendido alto.

 

-¡Oh, tú, pálido espíritu del fuego, a quien adorara en estos mares un tiempo, cuando yo era persa, hasta que en la ceremonia ritual me quemaste de tal modo que aún conservo la cicatriz! Ahora ya te conozco, y sé que el mejor modo de adorarte es desafiarte. No es un temerario necio quien te enfrenta ahora, reconozco tu poderío, pero negaré hasta el último aliento de mi vida tu dominio absoluto sobre mí. Si llegas a mí humildemente, doblaré la rodilla y te besaré, pero si vienes orgulloso, me encontrarás indiferente. ¡Tú, pálido espíritu, me hiciste de tu fuego, y como verdadero hijo del fuego, te lo devuelvo con mi aliento!

 

Acab cerró los ojos, mientras las llamas parecían crecer.

 

-Reconozco tu poderío. Me puedes cegar, pero andaré a tientas. Me puedes abrasar, pero seré cenizas. Acepta el homenaje de estos pobres ojos cerrados y la mano que los tapa. Me enorgullezco de mi ascendencia. Tú eres mi furioso padre, pero a mi madre no la conozco. ¿Qué hiciste con ella?

 

-¡La ballenera, la ballenera! -gritó Stubb-. ¡Mire la ballenera, capitán!

 

El arpón que Perth forjara para el capitán seguía plantado en la roda, el mar se había llevado la funda de cuero y de la aguda punta de acero salía una llama bífida. Starbuck cogió del brazo al capitán.

 

-¡Dios está contra usted! Déjeme bracear las vergas mientras hay aún tiempo y aprovechemos el viento fresco para virar hacia casa.

 

Al oír a Starbuck, toda la tripulación corrió a las brazas, aunque arriba no quedaba vela alguna. Pero Acab, soltando en cubierta los eslabones del pararrayos, y empuñando el arpón flamígero, lo blandió como una tea ante ellos, jurando que atravesaría con él al primero que tocase un cabo. La gente se echó atrás, espantada, y Acab habló de nuevo:

 

-¡Todos vuestros juramentos de cazar a la Ballena Blanca os atan a mí! Y el viejo Acab está atado en cuerpo, alma, entrañas y vida. Y para que veáis, observad cómo apago el último temblor ígneo.

 

Y de un soplo apagó la llama.

 

Al oír las últimas palabras y ver lo que acababa de hacer, la mayor parte de los marineros huyó de su capitán, presa de un desolado terror.

 

CAPÍTULO XVII

 

-¡Hay que arriar la verga de gavia alta, señor! El recamiento está flojo y la braza de sotavento rota. ¿La arrío?

 

-¡No arríes nada! Amarradla. Es más, si tuviera mastelerillos, los izaría.

 

-¡Señor! ¡Por Dios bendito, señor!

 

-¿Qué ocurre ahora?

 

-Las anclas golpean. ¿Las izo a bordo?

 

-Ni arriar ni izar, sino asegurarlo todo. El viento arrecia, pero aún no se me ha subido a la barba. ¡Con cien mil legiones de demonios! ¿Me tomas por el patrón de una barca de sabotaje? ¡Vamos, lo que os hace falta es un buen cordial, ya que no tenéis tripas para aguantar!

 

Stubb y Flask comenzaron a amarrar las anclas.

 

-Vamos, machaca ese nudo para pasarlo, pero no creo en lo que me decías. ¿No dijiste una vez que alguien que navegara con Acab debía pagar más por su póliza de seguro? Bien, pues he cambiado de idea. ¿Qué diferencia hay entre tener en la mano el pararrayos de un palo durante la tormenta, que estar junto a un palo que no lo tenga? Apenas si hay un barco entre cien que lleve pararrayos. No corrimos ningún peligro entonces, no más que el de mil tripulaciones que navegan en este momento.

 

-Eso lo dices ahora, pero bien que temblabas cuando el fuego parecía atravesarlo todo. ¡Bah! Aunque digan que cambiar de opinión es de sabios, no lo es el cambiar de una manera tan radical.

 

Mientras, en la verga de gavia alta, Tashtego pasaba una driza para asegurarla.

 

-¡Cuánto trueno! ¡Basta de truenos! Hay demasiados truenos allá arriba. ¿Para qué sirven? No queremos truenos, sino que queremos ron. Un buen vaso de ron. Aprieta fuerte, que nos espera un buen vaso de ron.

 

 

 

Durante los momentos más agudos del tifón, el timonel del Pequod había ido a parar varias veces al suelo, a pesar de habérsele atado al gobernalle. En tormentas tan fuertes como ésta, cuando el barco no es más que una lanzadera al viento, no es raro ver las agujas de la brújula comenzar a dar vueltas y vueltas a intervalos. El timonel no había dejado de observarlo, con una emoción fácil de comprender.

 

Unas horas después de medianoche, el tifón cedió y gracias a los esfuerzos de Starbuck y Stubb se pudo arrancar de las vergas lo que quedaba del foque, el velacho y la gavia mayor.

 

Se bracearon las vergas al compás de una alegre canción que la tripulación entera entonaba con gozo.

 

De acuerdo con las órdenes de Acab de dar la novedad en el acto, Starbuck, tras de hacer bracear las vergas, fue a dar cuenta al capitán de lo que sucedía.

 

Antes de llamar a la puerta, se detuvo un instante. El farol de la cámara se balanceaba de un lado a otro, ardiendo vivamente, y echaba sus sombras cambiantes sobre el rostro del viejo. Reinaba en la cámara un silencio que contrastaba con la confusión de fuera. En su armero, brillaban los mosquetes.

 

«Una vez estuve a punto de matarme con uno -pensó Starbuck-. Qué raro, que yo que he manejado tantas veces el arpón en medio del mar, tenga ahora miedo. ¿No sería mejor quitarle las armas? Vengo a darle cuenta de que hay viento favorable, pero favorable, ¿para qué y para quién? Favorable para Moby Dick, pienso, favorable para ese maldito animal.

 

A este hombre no le importaría matar a toda su tripulación, con tal de cumplir una promesa que se hizo a sí mismo, la promesa de su venganza maldita. ¿No llegó a tirar el sextante en estos mares peligrosos, y quedándose sólo con la brújula, que algunas veces enloquece? Y en medio de la tempestad, ¿no anunció que no quería pararrayos?

 

Pero, ¿es que vamos a sufrir hasta siempre a este viejo loco? ¿Es que va a dejar que muera toda la tripulación? Sí, porque si nos hundimos, eso le haría asesino de treinta hombres, y el buque ahora corre un peligro mortal.

 

Entonces, si en este mismo momento... se suprimiese al viejo, no podría cometer él ese crimen. Sí, ahora que está ahí dentro dormido. No atiende a razones, ni a súplicas. Todo lo desprecia, no quiere más que obediencia ciega. ¿No podríamos ponerlo preso y llevarlo a casa, como se lleva a los locos? ¿Qué hacer? La tierra está a cientos de leguas y lo más próximo es el Japón, cuyos puertos están cerrados a los barcos occidentales.»

 

Cogió el mosquete y lo apuntó a la puerta. Un ligero toque en el gatillo, y él podría volver junto a su mujer y sus hijos...

 

-¿Lo hago? -se preguntó-. ¿Lo hago...?

 

Llamó a la puerta y dijo:

 

-El viento ha amainado, señor, y ha cambiado de rumbo. Se han izado y rizado las gavias del trinquete y el mesana. Seguimos rumbo.

 

-¡Todos a popa, pues! Oh, Moby Dick, por fin te tengo -oyó.

 

Pero estas palabras no procedían de la boca de un hombre despierto, sino de la de un hombre dormido. Starbuck parecía luchar contra un ángel rebelde, que le insinuaba al oído que él podría salvarse a sí mismo y salvar la tripulación. El mosquete tropezó contra la puerta. Con el rostro bañado en sudor, Starbuck volvió pasos tras de sí.

 

-Está profundamente dormido, señor Stubb. Baje usted y dígaselo. Tengo que hacer ahora en cubierta. Ya sabe usted lo que hay que decirle.

 

A la mañana siguiente el mar estaba aún revuelto y levantaba olas que empujaban al Pequod como gigantescas manos extendidas. Sin romper su silencio, Acab se mantenía apartado, y cada vez que el barco hundía el bauprés en la espuma volvía la mirada hacia los brillantes rayos del sol.

 

-Ah, barco mío -se le oyó murmurar-. Se te tomaría ahora por el propio carro del sol.

 

Súbitamente corrió al timón y preguntó qué rumbo llevaba el buque.

 

-Estesudeste, señor -respondió el atemorizado timonel.

 

-¡Mientes! -Acab le dio un puñetazo-. ¿Rumbo hacia el Este a esta hora de la mañana y con el sol a popa?

 

Todo el mundo quedó azorado al oírlo, pues inexplicablemente se les había escapado aquel detalle. Metiendo la cabeza en la bitácora, Acab le echó una mirada a la brújula y dejó caer lentamente el brazo, al tiempo que se tambaleaba. Plantado tras de él, Starbuck miraba también y, ¡oh!, la brújula señalaba al Este, cuando el Pequod, con toda evidencia, seguía rumbo al Oeste.

 

Pero antes de que cundiese la alarma entre los tripulantes, el viejo soltó una risa agria y estridente.

 

-Ya lo tengo. Esto ya ha ocurrido otras veces, señor Starbuck. El rayo de anoche ha cambiado el sentido de la aguja. Eso es todo. Usted tiene que haber oído hablar de ello.

 

-Sí, pero jamás me ocurrió a mí, señor.

 

Este accidente no es raro en los buques que han tenido que atravesar una tormenta. En casos en los que el rayo ha caído directamente en el barco, llegando a destruir parte del aparejo, los efectos aún han sido más funestos, perdiéndose por completo el carácter de imán, de modo que el acero imantado no tiene más valor que una aguja de hacer calceta.

 

El viejo tomó con el canto de la mano la posición exacta del sol, y convencido de que las agujas estaban al revés, dio a gritos la orden de cambiar el rumbo. Braceadas las vergas, el Pequod puso proa contra el viento.

 

Entre tanto, y fueran cuales fuesen sus sentimientos, Starbuck dio fríamente las órdenes necesarias, y sus dos oficiales obedecieron sin rechistar. Entre los marineros hubo algunos rezongos, pero los arponeros siguieron impávidos.

 

Acab estuvo paseando un rato por la cubierta, hasta que al escurrírsele el talón de marfil, acertó a ver los visores de cobre del sextante que antes tirase al suelo.

 

-Ayer te destrocé yo -murmuró-, y hoy por poco la brújula me destroza a mí. Pero Acab no ha perdido aún su dominio del imán. Señor Starbuck, una lanza sin astil, una mandarria y la aguja de coser más pequeña que pueda encontrar.

 

Probablemente intentaba demostrar a la tripulación que aún se podía confiar en él, en un asunto tan misterioso como el de las agujas imantadas y las brújulas al revés.

 

Sabía además que gobernar la derrota sirviéndose de ellas aunque fuera someramente posible, no era cosa que los marineros supersticiosos pudieran soportar sin temores y presagios funestos.

 

-Muchachos -dijo volviéndose hacia la tripulación cuando Starbuck le trajo lo que había pedido-. Hijos míos, el rayo volvió del revés las agujas, pero con estos trozos de acero puede vuestro capitán hacer otra que señalará el rumbo tan seguramente como otra cualquiera.

 

Entre los marineros se cruzaron miradas de asombro y de admiración. En cambio, Starbuck apartó la vista.

 

De un golpe de la mandarria, le quitó Acab la punta a la lanza, y entregándole a su segundo la larga barra de hierro que quedaba, le ordenó que la sostuviera verticalmente en el aire, sin apoyarla en la cubierta. Y luego de aplastar con golpes de mandarria la extremidad superior de la barra, colocó encima la aguja roma, martilleándola con menos fuerza, varias veces. Y haciendo luego algunos movimientos extraños, para impresionar más aún a su tripulación, pidió un hilo y se encaminó a la bitácora.

 

Sacó las agujas estropeadas y colgó horizontalmente la aguja de coser sobre la rosa de los vientos. El acero comenzó a dar vueltas convulsivamente, pero al cabo de un instante quedó parado en su sitio. Acab se separó de la bitácora:

 

-¡Vedlo por vosotros mismos! Acab no ha perdido su dominio sobre el imán. El sol está al Este y la aguja lo confirma.

 

Y uno tras otro contemplaron lo que para ellos era un milagro. Mientras, Acab los observaba con endemoniado orgullo.

 

Aunque el Pequod llevaba ya tanto tiempo en aquel viaje, rara vez se había empleado la «corredera». Creyendo ciegamente en los demás medios de comprobar el rumbo, muchos mercantes no se cuidan de largar la tablilla de la corredera, aunque no dejen de anotar en la pizarra habitual la derrota del barco y su velocidad media por hora. Así había ocurrido con el Pequod. La barquilla y el carretel pendían intactos del cairel en la amurada de popa. La lluvia, el sol y el viento los retorcieron y estropearon. Pero, pese a saberlo, aquello puso de mal humor a Acab.

 

-Largadme la barquilla -ordenó-. Coged el carretel uno de vosotros y yo largaré la cuerda.

 

Uno de los marineros, un viejo de la isla de Man, dijo:

 

-No me fío mucho de esto, señor. El cabo parece gastado por los elementos.

 

-Pero aguantará, abuelo. ¿Es que acaso a ti te han estropeado el sol y la lluvia?

 

-Como usted mande, señor. Con un superior no se discute, especialmente si nunca cede.

 

-Bueno, ahora me has salido profesor. ¿De dónde eres?

 

-De la isla de Man, señor.

 

-Pues... ¡alza el carretel! ¡Vamos!

 

Largóse la barquilla, los anillos de la cuerda se deshicieron rápidamente y aquélla quedó tensa. En el acto comenzó a girar el carretel, pero la resistencia que la barquilla ofrecía a las olas hacía tambalearse al viejo.

 

-¡Tenlo firme!

 

La cuerda se aflojó de pronto en el agua. La barquilla había desaparecido.