Escándalo en Bohemia 3. Tercera Entrega
de Arthur Conan Doyle

Escándalo en Bohemia 3. Tercera Entrega

 

 

Fuente bibliotecasvirtuales. Para tratarse de una calle pequeña de un barrio tranquilo, resultaba notablemente animada. Había en una esquina un grupo de hombres mal vestidos que fumaban y se reían, dos soldados de la guardia flirteando con una niñera, un afilador con su rueda y varios jóvenes bien trajeados que se paseaban tranquilamente con el cigarro en la boca.

 

-Esta boda -me dijo Holmes mientras íbamos y veníamos por la calle -simplifica bastante el asunto. La fotografía resulta ahora un arma de doble filo. Es probable que ella sienta la misma aversión a que sea vista por el señor Godfrey Norton, como nuestro cliente a que la princesa la tenga delante de los ojos. Ahora bien: la cuestión que se plantea es ésta: ¿dónde encontraremos la fotografía?

 

-Eso es, ¿dónde?

 

-Es muy poco probable que se la lleve de un lado para otro en su viaje. Es de tamaño de exposición. Demasiado grande para poder ocultarla entre el vestido. Sabe, además, que el rey es capaz de tenderle una celada y hacerla registrar, y, en efecto, lo ha intentado un par de veces. Podemos, pues, dar por sentado que no la lleva consigo.

 

-¿Dónde la tiene, entonces?

 

-Puede guardarla su banquero o puede guardarla su abogado. Existe esa doble posibilidad. Pero estoy inclinado a pensar que ni lo uno ni lo otro. Las mujeres son por naturaleza aficionadas al encubrimiento, pero les gusta ser ellas mismas las encubridoras. ¿Por qué razón habría de entregarla a otra persona?. Podía confiar en sí misma como guardadora; pero no sabía qué influencias políticas, directas o indirectas, podrían llegar a emplearse para hacer fuerza sobre un hombre de negocios. Tenga usted, además, en cuenta que ella había tomado la resolución de servirse de la fotografía dentro de unos días. Debe, pues, encontrarse en un lugar en que le sea fácil echar mano de la misma. Debe de estar en su propio domicilio.

 

-Pero la casa ha sido asaltada y registrada por dos veces.

 

-¡ Bah! No supieron registrar debidamente.

 

-Y ¿cómo lo hará usted?

 

-Yo no haré registros.

 

-¿Qué hará, pues?

 

-Haré que ella misma me indique el sitio.

 

-Se negará.

 

-No podrá. Pero ya oigo traqueteo de ruedas. Es su coche. Ea, tenga cuidado con cumplir mis órdenes al pie de la letra.

 

Mientras él hablaba aparecieron, doblando la esquina de la avenida las luces laterales de un coche. Era este un bonito y pequeño landó, que avanzo con estrépito hasta detenerse delante de la puerta del Pabellón Briony. Uno de los vagabundos echó a correr para abrir la puerta del coche y ganarse de ese modo una moneda, pero otro, que se había lanzado a hacer lo propio, lo aparto violentamente. Esto dio lugar a una furiosa riña, que atizaron aún más los dos soldados de la guardia, que se pusieron de parte de uno de los dos vagabundos, y el afilador, que tomó con igual calor partido por el otro. Alguien dio un puñetazo, y en un instante la dama, que se apeaba del coche, se vio en el centro de un pequeño grupo de hombres que reñían acaloradamente y que se acometían de una manera salvaje con puños y palos. Holmes se precipitó en medio del zafarrancho para proteger a la señora; pero, en el instante mismo en que llegaba hasta ella, dejó escapar un grito y cayó al suelo con la cara convertida en un manantial de sangre. Al ver aquello, los soldados de la guardia pusieron pies en polvorosa por un lado y los vagabundos hicieron lo propio por el otro, mientras que cierto número de personas bien vestidas, que habían sido testigos de la trifulca, sin tomar parte en la misma, se apresuraron a acudir en ayuda de la señora y en socorro del herido. Irene Adler - seguiré llamándola por ese nombre- se había apresurado a subir la escalinata de su casa pero se detuvo en el escalón superior y se volvió para mirar a la calle, mientras su figura espléndida se dibujaba sobre el fondo de las luces del vestíbulo.

 

-¿Es importante la herida de ese buen caballero?-preguntó.

 

-Está muerto- gritaron varias voces.

 

-No, no, aún vive -gritó otra; pero si se le lleva al hospital, fallecerá antes que

llegue.

 

-Se ha portado valerosamente -dijo una mujer-. De no haber sido por él, se habrían llevado el bolso y el reloj de la señora. Formaban una cuadrilla, y de las violentas, además. ¡Ah! Miren cómo respira ahora.

 

-No se le puede dejar tirado en la calle. ¿Podemos entrarlo en la casa, señora?

 

-¡Claro que sí! …Éntrenlo al cuarto de estar, donde hay un cómodo sofá. Por aquí, hagan el favor.

 

Lenta y solemnemente fue metido en el Pabellón Briony, y tendido en la habitación principal, mientras yo me limitaba a observarlo todo desde mi puesto junto a la ventana. Habían encendido las luces, pero no habían corrido las cortinas, de modo que veía a Holmes tendido en el sofá. Yo no sé si él se sentiría en ese instante arrepentido del papel que estaba representando, pero si sé que en mi vida me he sentido yo tan sinceramente avergonzado de mí mismo, como cuando pude ver a la hermosa mujer contra la cual estaba yo conspirando, y la gentileza y amabilidad con que cuidaba al herido. Sin embargo, el echarme atrás en la representación del papel que Holmes me había confiado equivaldría a la más negra traición. Endurecí mi sensibilidad y saqué de debajo de mi amplio gabán el cohete de humo. Después de todo pensé no le causamos a ella ningún perjuicio. Lo único que hacemos es impedirle que ella se lo cause a otro.

 

Holmes se había incorporado en el sofá, y le vi que accionaba como si le faltase el aire. Una doncella corrió a la ventana y la abrió de par en par. En ese mismo instante le vi levantar la mano y, como respuesta a esa señal, arrojé yo al interior el cohete y di la voz de ¡fuego!. No bien salió la palabra de mi boca cuando toda la muchedumbre de espectadores, bien y mal vestidos, caballeros, mozos de cuadra y criadas de servir, lanzaron a coro un agudo grito de ¡fuego! Se alzaron espesas nubes ondulantes de humo dentro de la habitación y salieron por la ventana al exterior. Tuve una visión fugaz de figuras humanas que echaban a correr, y oí dentro la voz de Holmes que les daba la seguridad de que se trataba de una falsa alarma. Me deslicé por entre la multitud vociferante, abriéndome paso hasta la esquina de la calle, y diez minutos más tarde tuve la alegría de sentir que mi amigo pasaba su brazo por el mío, alejándonos del escenario de aquel griterío.

 

Caminamos rápidamente y en silencio durante algunos minutos, hasta que doblamos por una de las calles tranquilas que desembocan en Edgware Road.

 

-Lo hizo usted muy bien, doctor -me dijo Holmes-. No hubiera sido posible mejorarlo. Todo ha salido perfectamente.

 

-¿Tiene ya la fotografía?

 

-Sé dónde está.

 

-¿Y cómo lo descubrió?

 

-Ya le dije a usted que ella me lo indicaría.

 

-Sigo a oscuras.

 

-No quiero hacer del asunto un misterio -exclamó, riéndose-. Era una cosa sencilla. Ya se daría usted cuenta de que todos cuantos estaban en la calle eran cómplices. Los había contratado para la velada.

 

-Lo barrunté.

 

-Pues cuando se armó la trifulca, yo ocultaba en la mano una pequeña cantidad de pintura roja, húmeda Me abalancé, caí, me di con fuerza en la cara con la palma de la mano, y ofrecí un espectáculo que movía a compasión. Es un truco ya viejo.

 

-También llegué a penetrar en ese detalle.

 

-Luego me metieron en la casa. Ella no tenía más remedio que recibirme. ¿Qué otra cosa podía hacer? Y tuvo que recibirme en el cuarto de estar, es decir, en la habitación misma en que yo sospechaba que se encontraba la fotografía. O allí o en su dormitorio, Y yo estaba resuelto a ver en cuál de los dos. Me tendieron en el sofá, hice como que me ahogaba, no tuvieron más remedio que abrir la ventana, y tuvo usted de ese modo su oportunidad.

 

-¿Y de qué le sirvió mi acción?

 

-De ella dependía todo. Cuando una mujer cree que su casa está ardiendo, el instinto la lleva a precipitarse hacia el objeto que tiene en más aprecio. Es un impulso irresistible, del que más de una vez me he aprovechado. Recurrí a él cuando el escándalo de la suplantación de Darlington y en el del castillo de Arnsworth. Si la mujer es casada, corre a coger en brazos a su hijito; si es soltera, corre en busca de su estuche de joyas. Pues bien: era evidente para mí que nuestra dama de hoy no guardaba en casa nada que fuese más precioso para ella que lo que nosotros buscábamos. La alarma, simulando que había estallado un fuego, se dio admirablemente. El humo y el griterío eran como para sobresaltar a una persona de nervios de acero. Ella actuó de manera magnífica. La fotografía está en un escondite que hay detrás de un panel corredizo, encima mismo de la campanilla de llamada de la derecha. Ella se plantó allí en un instante, y la vi medio sacarla fuera.

 

Cuando yo empecé a gritar que se trataba de una falsa alarma, volvió a colocarla en su sitio, echó una mirada al cohete, salió corriendo de la habitación, y no volví a verla. Me puse en pie y, dando toda clase de excusas, huí de la casa. Estuve dudando si apoderarme de la fotografía entonces mismo; pero el cochero había entrado en el cuarto de estar y no quitaba de mí sus ojos. Me pareció, pues, más seguro esperar. Con precipitarse demasiado quizá se echase todo a perder.

 

-¿Y ahora? -le pregunté.

 

-Nuestra investigación está prácticamente acabada. Mañana iré allí de visita con el rey, y usted puede acompañarnos, si le agrada. Nos pasarán al cuarto de estar mientras avisan a la señora, pero es probable que cuando ella se presente no nos encuentre ni a nosotros ni a la fotografía. Quizá constituye para su majestad una satisfacción el recuperarla con sus propias manos.

 

-¿A qué hora irán ustedes?

 

-A las ocho de la mañana. Ella no se habrá levantado todavía, de modo que tendremos el campo libre. Además, es preciso que actuemos con rapidez, porque quizá su matrimonio suponga un cambio completo en su vida y en sus costumbres. Es preciso que yo telegrafíe sin perder momento al rey.

 

Habíamos llegado a Baker Street, y nos habíamos detenido delante de la puerta. Mi compañero rebuscaba la llave en sus bolsillos cuando alguien le dijo al pasar:

 

-Buenas noches, señor Sherlock Holmes.

 

Había en ese instante en la acera varias personas, pero el saludo parecía proceder de un Joven delgado que vestía ancho gabán y que se alejó rápidamente. Holmes dijo mirando con fijeza hacia la calle débilmente alumbrada:

 

-Yo he oído antes esa voz. ¿Quién diablos ha podido ser?

 

III

Dormí esa noche en Baker Street, y nos hallábamos desayunando nuestro café con tostada cuando el rey de Bohemia entró con gran prisa en la habitación

 

-¿De verdad que se apoderó usted de ella? -exclamó agarrando a Sherlock Holmes por los dos hombros, y clavándole en la cara una ansiosa mirada.

 

-Todavía no.

 

-Pero ¿confía en hacerlo?

 

-Confío.

 

-Vamos entonces. Ya estoy impaciente por ponerme en camino.

 

-Necesitamos un carruaje.

 

-No, tengo esperando mi brougham

 

-Eso simplifica las cosas.

 

Bajamos a la calle, y nos pusimos una vez más en marcha hacia el Pabellón Briony.

 

-Irene Adler se ha casado -hizo notar Holmes.

 

-¡Que se ha casado! ¿Cuándo?

 

-Ayer.

 

-¿Y con quién?

 

-Con un abogado inglés apellidado Norton.

 

-Pero no es posible que esté enamorada de él.

 

-Yo tengo ciertas esperanzas de que lo esté.

 

-Y ¿por qué ha de esperarlo usted?

 

-Porque ello le ahorraría a su majestad todo temor de futuras molestias. Si esa dama está enamorada de su marido, será que no lo está de su majestad. Si no ama a su majestad, no habrá motivo de que se entremeta en vuestros proyectos.

 

-Eso es cierto. Sin embargo... ¡Pues bien: ojalá que ella hubiese sido una mujer de mi misma posición social! ¡Qué gran reina habría sabido ser!

 

El rey volvió a caer en un silencio ceñudo, que nadie rompió hasta que nuestro coche se detuvo en la Serpentine Avenue.

 

La puerta del Pabellón Briony estaba abierta y vimos a una mujer anciana en lo alto de la escalinata. Nos miró con ojos burlones cuando nos apeamos del coche del rey, y nos dijo:

 

-El señor Sherlock Holmes, ¿verdad?

 

-Yo soy el señor Holmes -contestó mi compañero alzando la vista hacia ella con mirada de interrogación y de no pequeña sorpresa.

 

-Me lo imaginé. Mi señora me dijo que usted vendría probablemente a visitarla. Se marchó esta mañana con su esposo en el tren que sale de Charing Cross a las cinco horas quince minutos con destino al Continente.

 

-¡Cómo! -exclamó Sherlock Holmes retrocediendo como si hubiese recibido un golpe, y pálido de pesar y de sorpresa-. ¿Quiere usted decirme con ello que su señora abandonó ya Inglaterra?

 

-Para nunca más volver.

 

-¿Y esos documentos? -preguntó con voz ronca el rey-. Todo está perdido.

 

-Eso vamos a verlo.

 

Sherlock Holmes apartó con el brazo a la criada, y se precipitó al interior del cuarto de estar, seguido por el rey y por mí. Los muebles se hallaban desparramados en todas direcciones; los estantes, desmantelados; los cajones, abiertos, como si aquella dama lo hubiese registrado y saqueado todo antes de su fuga. Holmes se precipitó hacia el cordón de la campanilla, corrió un pequeño panel, y, metiendo la mano dentro del hueco, extrajo una fotografía y una carta. La fotografía era la de Irene Adler en traje de noche, y la carta llevaba el siguiente sobrescrito: -Para el señor Sherlock Holmes.-La retirará él en persona.- Mi amigo rasgó el sobre, y nosotros tres la leímos al mismo tiempo. Estaba fechada a medianoche del día anterior, y decía así:

 

-Mi querido señor Sherlock Holmes: La verdad es que lo hizo usted muy bien. Me la pegó usted por completo. Hasta después de la alarma del fuego no sospeché nada. Pero entonces, al darme cuenta de que yo había traicionado mi secreto, me puse a pensar. Desde hace meses me habían puesto en guardia contra usted, asegurándome que si el rey empleaba a un agente, ése sería usted, sin duda alguna.

 

Me dieron también su dirección. Y sin embargo, logró usted que yo le revelase lo que deseaba conocer. Incluso cuando se despertaron mis recelos, me resultaba duro el pensar mal de un anciano clérigo, tan bondadoso y simpático. Pero, como usted sabrá, también yo he tenido que practicar el oficio de actriz. La ropa varonil no resulta una novedad para mí, y con frecuencia aprovecho la libertad de movimientos que ello proporciona. Envié a John, el cochero, a que lo vigilase a usted, eché a correr escaleras arriba, me puse la ropa de paseo, como yo la llamo, y bajé cuando usted se marchaba.

 

Pues bien: yo le seguí hasta su misma puerta comprobando así que me había convertido en objeto de interés para el célebre señor Sherlock Holmes. Entonces, y con bastante imprudencia, le di las buenas noches, y marché al Temple en busca de mi marido.

 

Nos pareció a los dos que lo mejor que podríamos hacer, al vernos perseguidos por tan formidable adversario, era huir; por eso encontrará usted el nido vacío cuando vaya mañana a visitarme. Por lo que hace a la fotografía, puede tranquilizarse su cliente. Amo y soy amada por un hombre que vale más que él. Puede el rey obrar como bien le plazca, sin que se lo impida la persona a quien él lastimó tan cruelmente. La conservo tan sólo a título de salvaguardia mía, como arma para defenderme de cualquier paso que él pudiera dar en el futuro. Dejo una fotografía, que quizá le agrade conservar en su poder, y soy de usted, querido señor Sherlock Holmes, muy atentamente, Irene Norton, nacida Adler.-

 

-¡Qué mujer; oh, qué mujer! -exclamó el rey de Bohemia una vez que leímos los tres la carta-. No le dije lo rápida y resuelta que era? ¿No es cierto que habría sido una reina admirable? ¿No es una lástima que no esté a mi mismo nivel?

 

-A juzgar por lo que de esa dama he podido conocer, parece que, en efecto, ella y su majestad están a un nivel muy distinto -dijo con frialdad Holmes-. Lamento no haber podido llevar a un término más feliz el negocio de su majestad.

 

-Todo lo contrario, mi querido señor -exclamó el rey-. No ha podido tener un término más feliz. Me consta que su palabra es sagrada. La fotografía es ahora tan inofensiva como si hubiese ardido en el fuego.

 

-Me felicito de oírle decir eso a su majestad.

 

-Tengo contraída una deuda inmensa con usted. Dígame, por favor, de qué manera puedo recompensarle. Este anillo...

 

Se saco del dedo un anillo de esmeralda en forma de serpiente, y se lo presentó en la palma de la mano.

 

-Su majestad está en posesión de algo que yo valoro en mucho más -dijo Sherlock Holmes.

 

-No tiene usted más que nombrármelo.

 

-Esta fotografía.

 

El rey se le quedó mirando con asombro, y exclamó:

 

-¡La fotografía de Irene! Suya es, desde luego, si así lo desea.

 

-Doy las gracias a su majestad. De modo, pues, que ya no queda nada por tratar de este asunto. Tengo el honor de dar los buenos días a su majestad.

 

Holmes se inclinó, se volvió sin darse por enterado de la mano que el rey le alargaba, y echó a andar, acompañado por mí, hacia sus habitaciones.

 

Y así fue como se cernió, amenazador, sobre el reino de Bohemia un gran escándalo, y cómo el ingenio de una mujer desbarató los planes mejor trazados de Sherlock Holmes. En otro tiempo, acostumbraba este bromear a propósito de la inteligencia de las mujeres; pero ya no le he vuelto a oír expresarse de ese modo en los últimos tiempos. Y siempre que habla de Irene Adler, o cuando hace referencia a su fotografía, le da el honroso título de la mujer.