Werther 5. Quinta parte
de Wolfgang Johan von Goethe

Werther 5. Quinta parte

 

 

Fuente  ciudadseva. Autor: Wolfgang Johan von Goethe

 

25 de mayo

 

Me rondaba una idea en la cabeza de la que no quería hablar sino después de llevarla a cabo; ahora que no sucederá puedo hablar de ella. Quería ir a la guerra y este deseo ha ocupado mi corazón mucho tiempo; motivo primordial que me llevó a acompañar al príncipe, que es general al servicio de Prusia. Un día que paseábamos, le revelé mi intención y el se esforzó en disuadirme; si no hubiera escuchado sus razones, hubiera habido en mí más pasión que capricho.

 

 

11 de junio

 

Di lo que quieras, no puedo permanecer más tiempo. ¿Qué haría aquí? El príncipe me trata muy bien, como puede tratarse a un hombre y, sin embargo, no estoy a gusto; el tiempo se me hace eterno. En el fondo, no tenemos nada en común. Es hombre de talento, pero adocenado. Su plática no tiene para mí mayor atractivo que la lectura de un libro bien escrito. En ocho días volveré a ir a vagar de un lado a otro. Lo mejor que he hecho han sido mis dibujos. El príncipe es aficionado al arte y hasta llegaría a ser inteligente si no estuviera tan atado al principio pedantesco de las reglas y la terminología. Me molesta a veces y me impacienta cuando enardecido por la inspiración, le hago recorrer los campos de la naturaleza y del arte, y él cree actuar de maravilla intercalando una palabra teórica o un término de ciencia.

 

 

16 de julio

 

No soy más que un peregrino que vaga por el mundo. ¿Eres tú diferente?

 

 

18 de julio

 

¿Adónde deseo ir? Te lo diré con confianza. Estaré aquí unos 15 días y luego haré creer que deseo visitar las ruinas de ***, aunque en realidad no hay nada de ello; sólo quiero acercarme a Carlota, ésa es la verdad. Me río de mi propio corazón y al fin concluyo por hacer lo que él quiere.

 

 

29 de julio

 

No, ¡todo está en orden! ¡Todo está de maravilla! ¡Yo, su marido! ¡Oh, Dios mío, si me hubieras destinado tanta dicha, mi vida sólo habría sido una adoración continua! No quiero discutir. Perdóname las lágrimas; perdóname los deseos ilusorios. ¡Ella mi esposa! ¡Estrechar en mis brazos a la criatura más peregrina que vive bajo el Sol! Un temblor mortal se apodera de mí, Guillermo, cuando Alberto se permite ceñir con su brazo su cintura pequeña.

 

¿Y me atreveré a decirlo? ¿Por qué no? Sí, amigo mío, ella había sido más feliz conmigo de lo que es con él. ¡Oh! No es hombre propicio para satisfacer todos los anhelos de un corazón como el de ella. Carece de cierta sensibilidad, no tiene… ¡Tómalo como quieras! Su corazón no simpatiza con los nuestros al leer el pasaje de un libro querido, en que el mío y el de Carlota se unen y laten al mismo tiempo juntos, ni en otros cien casos en que llegamos a decir nuestros sentimientos sobre la acción de un tercero. Pero, Guillermo, ¿es verdad que él la ama con toda el alma y que no merece semejante amor? Un hombre insoportable ha venido a interrumpir. Mi llanto se ha agotado. Estoy trastornado. Adiós, amigo.

 

 

4 de agosto

 

No es sólo a mí a quien sucede esto. Todos los hombres se ven frustrados en sus esperanzas, engañados en lo que esperan. Visité a la buena campesina bajo los tilos; el mayor de sus hijos corrió hacia mí; los alegres gritos que daba atrajeron a la madre, que pasaba triste, abatida.

 

-Mi buen señor! -fue su primera frase al verme. ¡El pobre Juanito se me murió!

 

Juan era el menor de sus hijos.

 

Yo guardé silencio.

 

-Mi marido -siguió-, ha vuelto a Suiza y no ha traído nada; sin las buenas almas, se habría visto reducido a mendigar para volver y en el camino ha tenido fiebres.

 

No atiné a decir nada. Le di alguna cosa al niño y ella me rogó que aceptara unas manzanas. Las tomé y me alejé de un lugar con tan tristes recuerdos.

 

 

21 de agosto

 

En un abrir y cerrar de ojos, todo cambia para mí. A veces, un agradable rayo de la vida arroja una vislumbre, una media claridad en la oscuridad de mi alma y desaparece al momento. Si me pierdo en mis sueños, no puedo sino detenerme en este pensamiento: “Si se muriera Alberto… tú serías… ella sería… Y yo…” Entonces me echo a correr, persigo a un fantasma, hasta que me conduce al borde del abismo cuya vista me estremece.

 

Si salgo de la ciudad y me encuentro en ese camino que seguí la primera vez para ir a buscar a Carlota y llevarla al baile, ¡cuán cambiado luce todo a la vista! ¡Todo se ha desvanecido! Ya no queda ni un rasgo de ese mundo que ha pasado, ni una emoción de los sentimientos que entonces me agitaron. Soy semejante a la sombra de un príncipe con poder, que al salir de la tumba para ver de nuevo el lujoso palacio que para su amado hijo construyó y alhajó con todo el esplendor y magnificencia, no encuentra más que escombros, tristes ruinas llenas de polvo y sepultadas bajo cenizas.

 

 

3 de septiembre

 

Muchas veces no alcanzo a comprender cómo puede amarla otro, cómo se atreve a hacerlo, ¡siendo mi amor por ella tan inmenso, profundo y único! ¡No conozco, no siento, no veo más que a ella!

 

 

4 de septiembre

 

Sí, así es. Al mismo tiempo que la naturaleza anuncia la cercanía del otoño, siento el otoño dentro de mí y a mi alrededor. Mi hojas amarillean y las de los árboles vecinos se han caído ya. ¿He vuelto a hablarte de aquel joven de la aldea que conocí cuando vine por primera vez a este lugar? He pedido en Wahlheim noticias tuyas y me han dicho que después de echarle de la casa donde servía, nadie ha vuelto a saber de él. Ayer le encontré casualmente, camino a otra aldea; le hablé y me contó su historia, que me ha causado gran impresión, como comprenderás fácilmente cuando te la transmita. ¿Pero a qué llevan estos detalles? ¿No debía yo guardar para mí lo que me aflige y angustia? ¿Por qué he de entristecerte también? ¿Por qué he de darte sin parar ocasión para que me compadezcas y regañes? ¡Bah! Acaso no es mía la culpa, sino de mi estrella.

 

Este hombre contestó a mis primeras preguntas con sombría tristeza, en la que me pareció ver alguna confusión; pero en breve, como si entendiera con quién hablaba y me reconociera, me confesó con franqueza sus errores y deploró su infelicidad. ¡Que no pueda yo, amigo, recordar una a una sus palabras! Confesaba (sintiendo al hacer memoria de ello un tipo de alegría y placer) que su amor hacia su ama fue aumentando cada vez más, al grado de no saber lo que hacía ni, hablándote en su lenguaje, dónde tenía la cabeza. No podía beber, comer ni dormir; esto lo martirizaba y hacía lo que no debía hacer, y olvidaba lo que le habían ordenado; parecía que tuviera un demonio en el cuerpo y, por último, un día que ella estaba en una habitación de un piso alto, la siguió o, más bien, se sintió arrastrado en su busca. Rogó sin resultado y pretendió usar la fuerza. Ignoraba cómo pudo llegar a tal extremo y ponía a Dios como testigo de que siempre había pensado en ella con total pureza y de que su más vehemente deseo había sido casarse para pasar la vida entera con ella. Después de platicar un rato, titubeó, como al que le falta algo que decir y no se atreve a seguir. Al final, me confesó tímido que ella le solía tolerar ciertas confianzas y le había concedido algunos favores ligeros. Interrumpió dos o tres veces el relato para repetirme que no decía esto “por ponerla en mal”, que la quería tanto como antes; que jamás había hablado con nadie de estas cosas y que sólo me las decía para que me convenciera de que él no era un malvado ni un insensato.

 

Y ahora, amigo mío, vuelvo a mi eterna frase: ¡si pudiera pintarte a este muchacho tal como estaba, tal como lo veían mis ojos! ¡Si pudiera decirte todo a la perfección, para que comprendieras cómo me interesa, cómo debo interesarme por él! Basta; sabes lo que me pasa, sabes cómo soy y sabes demasiado bien cuánto me atraen los desdichados y, sobre todo, éste de quien te hablo.

 

Al releer lo escrito observo que se me olvidaba mencionar el fin de la historia, que se adivina con facilidad. La viuda se defendió; llegó su hermano, que hacía mucho odiaba al sirviente y deseaba sacarle de la casa por temor de que un nuevo matrimonio de la hermana dejara a sus hijos sin una herencia que esperaban con vehemencia, pues aquélla no tenía sucesión directa; este hermano puso al criado en la calle y armó tal escándalo sobre lo sucedido, que aunque la viuda hubiera deseado recibir de nuevo al joven, no se hubiera atrevido. Dicen que también ahora está que trina el hermano con otro criado que tiene la susodicha, respecto al cual aseguran que se casará con ella, cosa que el antiguo está decidido a no sufrir mientras viva.

 

No he exagerado ni retocado esta historia; hasta puedo decir que la he contado tenue, muy tenuemente, y que ha perdido mucho de su sencillez, porque la he encerrado en el modelo de nuestro lenguaje usual y muy circunspecto.

 

Esta pasión, que encarna tanto amor y fidelidad, no es una ficción de poeta; vive, centellea en toda su pureza en estos hombre que apellidamos incultos y groseros; nosotros, gente civilizada hasta el punto de no ser ya nada.

 

Lee esta historia con recogimiento; te lo ruego. Yo, escribiéndote hoy estas cosas, estoy calmado, ya lo ves; ni me precipito ni me confundo como suelo hacer. Lee, querido Guillermo, y piensa bien que ésta es además la historia de tu amigo. Si, esto es lo que ha pasado; esto es lo que me ocurrirá a mí, que no tengo la mitad del valor y de la resolución de este pobre diablo, con el que apenas me atrevo a compararme.

 

 

5 de septiembre

 

Carlota escribió una carta a su marido, que estaba en el campo, donde lo detenían los negocios. La carta comenzaba así: “Querido, queridísimo: vuelve lo más pronto que puedas; te espero con impaciencia…” Uno que llegó trajo la noticia de que algunas ocupaciones impedirían a Alberto volver pronto. La carta quedó sin concluir sobre la mesa y por la noche vino a dar a mis manos. La leí y sonreí. Carlota me preguntó qué me causaba hilaridad. “La imaginación es una cosa divina”, dije; “por un momento me he imaginado que este texto es para mí”. No contestó; creo que le molestó mi ocurrencia. Yo permanecí callado.

 

 

6 de septiembre

 

Mucho trabajo me ha costado decidirme a dejar el frac azul que llevaba cuando bailé con Carlota por primera vez; pero ya estaba inservible.

 

Me he encargado otro idéntico, con cuello y vuelos iguales, y una chupa y unos calzones amarillos, como los que tenía. Bien sé que no es lo mismo llevar uno que otro; sin embargo… ¿quién sabe? Imagino que con el tiempo, le tocará al nuevo su turno y será el favorito.

 

 

12 de septiembre

 

Como Carlota fue a ver a Alberto, ha estado ausente algunos días. Hoy, al entrar en su habitación, salió a mi encuentro y le besé la mano con gran júbilo.

 

Sobre un espejo había un canario que voló a sus hombros. Tomándole entre los dedos, me dijo:

 

-Es un nuevo amigo que destino a mis niños. Es muy bonito, míralo. Cuando le doy pan, entretiene ver cómo agita la alas y picotea. También me besa; velo.

 

Acercó su boca al pajarito y éste se plegó con tanto amor contra sus dulces labios, como si entendiera la felicidad que gozaba.

 

-Quiero también que te dé un beso -dijo ella-, acercando el pájaro a mi boca.

 

Éste trasladó su piquito desde los labios de Carlota hasta los míos y sus picotazos eran como un soplo de felicidad inefable.

 

-Sus besos -dije-, no son del todo desinteresados; busca comida y cuando no la encuentra en las caricias que le hacen, se retira triste.

 

-También como en mi boca -exclamó Carlota-, dándole algunas migajas de pan en sus labios entreabiertos, sobre los que sonreía con voluptuosidad el placer de un inocente amor correspondido.

 

Volví la cabeza. Ella no debía hacer lo que hacía; ella no debía inflamar mi imaginación con estos transportes candorosos de alegría pura, ni despertar mi corazón del sueño en que lo arrulla a veces la indiferencia de la vida. ¿Y por qué no? Es que confía en mí, es que sabe de qué modo la amo.

 

 

15 de septiembre

 

En verdad, Guillermo, que hay para darse al diablo cuando se ven personas tan desprovistas de razón y de sentimiento que desconocen lo poco que de valioso tiene este mundo. Tú recordarás aquellos nogales del presbiterio a cuya sombra me sentaba con Carlota. ¡Cuánto me alegraba el corazón la vista de estos magníficos árboles y cuánto embellecían el patio! ¡Cuánta frescura había en su sombra y cuánta majestad en su follaje! Eran recuerdos vivos de los respetables párrocos que en un tiempo ya lejano, los habían plantado.

 

El maestro de escuela nos ha citado muchas veces el nombre de uno de ellos, nombre que había oído a su abuela, y parece que era una persona dignísima. Por eso, cuando me sentaba debajo de estos árboles, en este recuerdo había algo querido y sagrado para mí.

 

Ayer deplorábamos que los hayan cortado; el maestro de escuela lloraba. ¡Cortado! Tengo tal indignación, que sería capaz de matar al miserable que les dio el primer hachazo.

 

Si yo fuera dueño de dos árboles parecidos, sería suficiente ver a uno secarse de viejo para desesperarme. Juzga por esto lo que me afecta el sacrilegio cometido. ¿De qué sirve la conciencia a los hombres? Todo el pueblo murmura y la mujer del cura actual comprenderá la herida que ha abierto en los instintos de los buenos aldeanos, cuando recoja la manteca, los huevos y los demás tributos. Porque ella, esposa del nuevo párroco (el que conocí también falleció), es la autora; ella, criatura flacucha y enclenque, que hace muy bien en no interesarse por nadie en el mundo, porque nadie comete la sandez de preocuparse por ella; marisabidilla que se atreve a disertar sobre los cánones de la iglesia y a trabajar para la reforma crítico-moral del cristianismo, encogiéndose de hombros antes las ideas de Lavater; mujer, en fin, cuya salud débil no resiste la más inocente diversión. Sólo un bicho así hubiera podido cortar los nogales. ¿Entiendes?

 

Parece que las hojas que se caían, además de ensuciar el patio de esta señora, lo llenaban de humedad. Además, las ramas quitaban la luz y cuando maduraban las nueces, los niños se entretenían en tirarlas a pedradas, lo cual alborotaba los nervios de la pobre, robándole la tranquilidad en sus profundas meditaciones, cuando examinaba y comparaba las opiniones de Kennicot, Semler y Michaelis. Al avistar con la gente de la aldea, después de tan lindo descubrimiento, le pregunté, sobre todo a los ancianos, por qué lo habían permitido.

 

-¿Y qué quieres? -me respondieron-; cuando el alcalde manda una cosa, ¿quién puede oponerse?

 

Hay, sin embargo, en este negocio un lado cómico. El alcalde y el cura (porque éste pensaba sacar algún provecho del disparate cometido por su mujer, que a menudo le quema la sangre) pensaban repartirse el producto de los árboles cortados; pero el administrador de rentas lo supo y tiro el plan, haciendo valer antiguos derechos sobre el patio del presbiterio donde estaban los nogales, que fueron vendidos en subasta pública.

 

En resumen, ya no hay nogales… ¡Oh, si fuera príncipe! Diría a la mujer del cura, al alcalde y al administrador… ¡Príncipe! ¡Bah! Si yo fuera príncipe, ¿qué me importarían los árboles de mi país?

 

 

10 de octubre

 

Me es suficiente ver sus ojos negros para ser feliz. Lo que me apena es que Alberto no parece tan feliz como él esperaba y como él mismo creía. ¡Ah! Si yo… No me gusta emplear reticencias; pero aquí no puedo expresarme en otra forma… y creo que me hago entender con completa claridad.

 

 

12 de octubre

 

Ossian ha desbancado a Homero en mi espíritu. ¡A qué mundo nos transportan los sublimes cantos de aquel poeta! ¡Vagar por los matorrales, aspirar el viento de tormenta, que columpia en las nubes las sombras de los antepasados a los pálidos rayos de luna; oír quejarse en la montaña la voz del torrente de la selva y el gemido sordo de los espíritus en sus cavernas y los lamentos de la joven agonizante al pie de cuatro piedras cubiertas de musgo, bajos la cuales descansa el héroe glorioso que fue su amante! ¡Oh!, cuando en aquel desierto contemplo el bardo encanecido por los años, que busca las huellas de sus padres y sólo halla sus sepulcros y sollozante voltea hacia la estrella de la tarde, medio escondida entre el oleaje de una mar intranquila; cuando veo que renace el pasado en el alma del héroe, como en los tiempos en que la misma estrella brillaba sobre los bravos guerreros o la Luna contribuía con su propia luz al regreso de sus naves victoriosas; cuando leo en su frente su hondo pesar y le veo solo en el mundo andando trémulo hacia la tumba, saboreando una suprema y dolorosa alegría en la aparición de los fantasmas inmóviles de sus padres; cuando le oigo gritar, absorto en la tierra seca y la hierba doblada por el viento: “El viajero vendrá; vendrá quien me ha conocido en mi esplendor y preguntará por el hijo de Fingal. Y su pie hundirá en mi tumba mientras su voz llamará en vano…” Entonces, amigo mío, quisiera, como un leal escudero, sacar la espada y librar a mi príncipe de las penas de una vida que es una muerte lenta, hiriéndome después a mí mismo, para enviar mi ser en pos del alma del héroe liberado.

 

 

19 de octubre

 

¡Ay de mí! ¡Este vacío, horrible vacío que siente mi alma! Muchas veces me digo: “Si pudiera tan sólo un momento estrecharla contra mi pecho, todo este vacío quedaría cubierto”.

 

 

26 de octubre

 

Sí, mi amigo; cada día estoy más convencido de que la vida de una criatura vale muy poco. Ayer fue Carlota a ver a una amiga suya. Entré a una pieza inmediata y tomé un libro para distraerme; pero no tenía la cabeza tan despejada como para atender la lectura. Tomé la pluma para escribir. Oí que hablaban en voz baja. Platicaron de cosas irrelevantes, de las novedades que se daban en el pueblo, de que tal persona se había casado y otra había caído muy enferma.

 

-Tiene una tos seca -dijo la amiga-; las mejillas hundidas, la cara más larga. A veces, pierde el conocimiento. No daría yo mucho por su vida.

 

-M. N. -dijo Carlota-, está también muy echado a perder.