La literatura ha aprendido a hablar de la masturbación
De interés general

La literatura ha aprendido a hablar de la masturbación

 

 

24/09/2014 Fuente elpais. Esta temporada, las apuestas de jóvenes promesas coinciden en romper el último gran tabú: ver el onanismo desde una perspectiva madura y poliédrica

 

Una vez en 2010, el periódico The Guardian declaró que a la literatura le quedaba un último gran tabú. Uno que era imposible reflejar en la página porque la literatura le sobraba. Un acto en el cual uno se convertía en autor, público y crítico, de tal forma que tal forma que no aporta ni el interés épico de una relación entre dos personas. Era lo que Shakespeare llamó traffic with thyself alone en uno de sus sonetos. La masturbación.

 

Entre septiembre parece que las cosas han cambiado. En dos de las grandes apuestas más jóvenes de la temporada incluyen respectivas reflexiones originales y más directas del onanismo. En uno de ellos, How to build a girl, de la periodista musical Caitlin Moran, la protagonista es una onanista en serie, como el Portnoy de Philip Roth. En la sexta frase del libro ya confiesa que está entregada al acto. (Más tarde desarrolla la idea sobre elementos como un cepillo para el pelo que usa toda la familia y al cual describe como “un pony para fornicar”. Ese cepillo en realidad era un poco como Bruce Wayne y Batman, prosigue, en tanto que desarrolla dos vidas totalmente separadas: por un lado, ordenar el pelo de un montón de miembros de la familia y por el otro darle placer a ella). El otro, 10:04, de Ben Lerner, apoya su trama en una brillante escena central donde el protagonista tiene que entregar esperma en una clínica de fertilidad. En ella, se mezclan contrastse. Comedia con drama, con referencias a la alta literatura y al porno más zafio, al egoísmo que supone, en cierta medida, la masturbación, con la sensación del deber cumplido que da obedecer las órdenes del médico.

 

Dos muestras, en definitiva, de una perspectiva madurada, poliédrica, del asunto. Sin la culpa católica, sin la comedia de quien se dedica a algo que no debe. El acto, despojado de sus connotaciones culturales, y visto solo por lo que simboliza de sus personajes. Y algunos más ejemplos recientes y de próxima publicación en España van a atacar el tema del autoplacer con nuevas cimas cómicas y líricas y, si era preciso, normalizándolo aún más en el terreno femenino. Todo esto podría preconizar la conquista de un enésimo tabú en el arte. O, cuanto menos, un trato mejor que el que ha recibido la masturbación a lo largo de la historia. Al acto se ha referido con licencias poéticas (James Joyce usó bengalas), con épica patibularia (según Sartre, “la épica de la masturbación”), con desespero prohibido (el Portnoy de Roth, de nuevo), o con cripticismo insondable (especialmente en la novela realista femenina decimonónica).

 

 

La evolución de los pasajes onanistas, a partir del siglo XX

 

Miqui Otero

 

Por el camino de Swann, de Marcel Proust (1913)

 

El título de todas las entregas de la novela de Proust, En busca del tiempo perdido, resume de forma escalofriantemente precisa lo que piensa cualquier adolescente cuando descubre el autoplacer y se emplea para repetir la sensación. En este caso, incluso buscando inspiración en un edificio fálico…

 

“Me había parecido ver su torre, enmarcada en el cuadrado de la ventana medio abierta, mientras, con los heroicos escrúpulos de un viajero preparándose para climas desconocidos, o de un miserable desesperado dudando en el borde de la autodestrucción, desmayado con emoción, exploro, a través de las fronteras de mi propia experiencia, un camino inédito que, creía, podría llevarme a la muerte, incluso -hasta que la pasión se consumió y me dejó estremeciéndome entre los rayos de uva floreciente…”

 

Ulises, de James Joyce (1922)

 

 

El legendario Leopold Bloom observa a la adolescente Gerty MacDowell, con la que flirtea…

 

“Y entonces subió un cohete y pam un estallido cegador y ¡Ah! luego estalló la bengala y hubo como un suspiro de ¡Ah! y todo el mundo gritó ¡Ah! ¡Ah! en arrebatos y se desbordó de ella un torrente de cabellos de oro en lluvia y se dispersaron y ¡Ah! eran todos como estrellas de rocío verdoso cayendo con doradas. ¡Ah, qué bonito! ¡Ah qué tierno, dulce, tierno!"

 

Mientras agonizo, de William Faulkner (1930)

 

Nunca un título tan descriptivo para esa situación. He aquí una masturbación asistida por la brisa.

 

“Entonces esperaría hasta que se fueran adormir para poder estirarme con mis faldones subidos, escuchándolos dormir, sintiéndome sin tocarme, sintiendo el frío silencio soplando hacia mis partes…”.

 

Lolita, de Vladimir Nabokov (1959)

 

 

Quizá la omisión más importante de esta novela sea el momento en el que Dolores Haze elude mencionar la felación abiertamente, pero esto no le quita importa al acto privado. La luz de su vida y el fuego de sus entrañas debía encontrar alguna fuga. Humbert Humbert busca el peor momento: con ella presente, con Dolores en su regazo. Quiere aliviarse, pero debe distraerla para que no se percate.

 

“Recité la letra de una canción muy tonta que entonces era popular: 'Oh, mi Carmen, mi pequeña Carmen, algo, algo, algunas noches, y las estrellas, y los coches, y los bares, y los camareros…' Seguí repitiendo esta cantinela y sosteniéndola bajo su especial hechizo”.

 

El lamento de Portnoy, de Philip Roth (1969)

 

Este clásico de la literatura tragicómica judía es el Moby Dick del onanismo. La histeria por la ultraprotección y el miedo canalizados mediante el toqueteo íntimo preñado de culpa. Contiene infinidad y gran variedad de ejemplos. Como este: la madre del protagonista lo incordia porque sospecha que está comiendo hamburguesas a sus espaldas (comida no kosher) y se lo recrimina con histrionismo de actriz antigua (“dice hamburguesas con rencor, como si estuviera diciendo Hitler”).

 

“Y salgo corriendo de la cocina. ¿A dónde voy tan deprisa? A cualquier otro sitio que no sea éste.

 

Me arranco los pantalones, ruidosamente, y me agarro a la aporreada porra de mi libertad, mi polla de adolescente, mientras oigo los gritos que da mi madre al otro lado de la puerta:

 

–¡Esta vez no tires de la cadena! ¿Me estás oyendo, Alex? ¡Tengo que ver lo que hay en el váter!

 

¿Comprende usted con qué me enfrentaba, doctor? La minga eres lo único que podía considerar mío en este mundo”.

 

Los detectives salvajes, de Roberto Bolaño (1998)

 

 

Algunos, sin embargo, saben conciliar su pasión por la literatura con su pasión a secas. Incluso son capaces de masturbarse con un poema (y algo de imaginación).

 

“Tus pupilas caóticas y hurañas

 

destellan cuando escuchan el suspiro

 

que sale desgarrando las entrañas,

 

y mientras yo agonizo, tú sedienta,

 

finges un negro y pertinaz vampiro

 

que de mi sangre ardiente se sustenta.

 

La primera vez que lo leí (hace unas horas) no pude evitar encerrarme con llave en mi cuarto y proceder a masturbarme mientras lo recitaba una, dos, tres, hasta diez o quince veces, imaginando a Rosario, la camarera, a cuatro patas encima de mí, pidiéndome que le escribiera un poema para ese ser querido y añorado o rogándome que la clavara sobre la cama con mi verga ardiente.

 

Ya aliviado, he tenido ocasión de reflexionar sobre el poema.

 

El raudal crespo y sombrío no ofrece, creo, ninguna duda de interpretación”.

 

Cosas que hacen Bum, de Kiko Amat (2007)

 

No sólo la muerte nos iguala. También lo hace la masturbación adolescente. Este personaje obsesionado con los ismos de las vanguardias artísticas de repente se ve arrebatado por uno solo: el onanismo. Ni surrealismo ni dadaísmo ni situacionismo.

 

“Hubo un hormigueo en la columna vertebral, un calor en las mejillas, como si alguien las estuviera preparando a la brasa.

 

Mi nuevo secreto de urraca, dejé atrás el futurismo, el dadaísmo y el surrealismo para dedicarme a él, voluntarioso. No era un movimiento cultural rebelde de principios de siglo, eso es cierto, pero era muy agradable”.

 

Hasta que, después de estudiar toda la carrera de solfeo de la zambomba, de explorar técnicas cada vez más raras, quien lo descubre es su tía abuela:

 

Una tarde se me olvidó cerrar el pestillo del lavabo mientras practicaba el octavo grado, y mi tía abuela me descubrió sentado en el wáter con una pirámide de papel en el pene. Lo que vio se parecía a un piloto de helicópteros con los ojos semicerrados, firmemente agarrado a una seta triangular.

 

Dinero gratis, de Carlo Padial (2010)

 

En el momento en el que uno empieza, nada puede detenerlo. ¿Nada? El escritor y monologuista Carlo Padial plantea una disyuntiva crucial en la forja de la personalidad.

 

“Un segundo avión impacta contra la otra torre. Parece claro que se trata de un ataque terrorista.

 

Su erección pierde fuerza, como avergonzada. Sigue un rato así, concentrado en las imágenes que se suceden en el televisor. Humo y boquetes, y el avión estrellándose una y otra vez contra la torre. Lo repetitivo de las imágenes comienza a adormecerlo y, aun consciente de su falta de sensibilidad, se descubre evocando de nuevo a Britney y tratando de resucitar su erección. Sabe que lo correcto sería subirse los pantalones, dejar de tocar la zambomba y prestar atención a los detalles que siguen llegando desde Nueva York, pero pronto tiene una erección (como un piano) que le sobrepasa el ombligo. Es una cuestión de prioridades. ¿Qué es más importante? ¿Su erección o la más que posible muerte de miles de inocentes? Se trata de una tragedia, sí, pero ¿Qué puede hacer él por ayudarlos?”.

 

Tampa, de Allisa Nutting (2013)

 

No siempre la masturbación femenina se aborda con el tono ultracómico de Caitlin Moran. El de esta especie de respuesta femenina a Lolita, novela sobre Celeste, una profesora de inglés con un Corvette rojo que se deja seducir por los chicos de 14 años, es bien diferente. Más lírico y arrebatado, por así decirlo.

 

“Pronto me sentí tan mareada que tuve que arrodillarme en el suelo de la bañera; extraje torpemente la alcachofa de la ducha y lo guié entre mis piernas, del mismo modo que alguien se pondría la máscara de oxígeno que cae del techo del avión debido a un espeluznante cambio en la presión de la cabina, sintiendo solo una esperanza asustada de supervivencia”.

 

10:04, de Ben Lerner (2014)

 

Un subgénero en sí mismo: el personaje se presenta en una clínica de fertilidad, en ese no-lugar erótico en el que paradójicamente la gran misión es eyacular, con el fin de donar semen para su mejor amigo. Porno a la carta ordenado alfabéticamente (sí), kleenex (sí), vergüenza (también). Se le ha advertido que no debe contaminar la muestra, así que acude con más miedo al gatillazo que en la primera cita de su vida: se mete en harina pero se da cuenta de que ha tocado el mando a distancia, así que vuelve al lavabo a lavarse; regresa y se baja los pantalones (sospecha que están mucho más socios, así que regresa al lavabo, esta vez con los pantalones por los bolsillos), ahora, con los pantalones bajados y la televisión sintonizada en una escena asiática de amor a tergo, se pone los cascos para escuchar mejor y…. Claro, también podrían estar contaminados. Así que…

 

“Pensé en poner un final a este drama beckettiano e intentar simplemente continuar, pero entonces me imaginé recibiendo la llamada de que mi muestra no era válida, así que volví arrastrarme (ahora con los cascos puestos, escuchando los gemidos y chillidos de los aventureros) hacia el baño a lavarme las manos una vez más. Gracias a dios, el lavabo no tenía espejo”.

 

How to build a girl, de Caitlin Moran (2014)

 

Una reseñista de The Observer observó que “Moran corre el peligro de representar para la masturbación femenina lo que Keats para los ruiseñores”. Así, en un pasaje cuenta cómo, a los 14 años, su alter-ego Johanna, descubre en el lavabo de casa un desodorante femenino, en tonos rosa,

 

“Con su tapón abovedado de color rosa y la botella cuidadosamente contorneada, la idea detrás del desodorante más popular para las adolescentes británicas de finales de los ochenta era una verdad escondida a primera vista: Proctor and Gamble estaba vendiendo a chicas adolescentes Consoladores para Principiantes por 79 peniques. ¿Lo sabían? Pues claro que lo sabían. En el envase pone Mamá…. Era su forma de jodernos la cabeza, juegos de la mente. El verdadero test para saber hasta qué punto estabas cachonda. ¿Estás lo suficientemente desesperada como para tener sexo con tu Mamá? A lo que mi respuesta, simple, era -echando el pestillo de la habitación y estirándome en el suelo- sí”.