El vodevil de la vida doméstica
De interés general

El vodevil de la vida doméstica. De interés general

 

 

13/09/2013 Fuente revistaenie. Melancolía, memoria, humor y lenguaje se conjugan en “Una muchacha muy bella”, primera novela de Julián López.

 

La vuelta a la torre de la infancia, la reconstrucción de ese edén evaporado en el que un niño y su madre hacen trinchera contra el mundo, atados con un amor que rebasa la filiación para tentar el absoluto. Y al recuperar esos escenarios y climas, esas emociones casi voltaicas, Julián López en Una muchacha muy bella hace uso de un lenguaje no digamos poético, que con eso no decimos nada, sino que empuña una herramienta con la que registra sin tacañerías los detalles de cada gesto para poder traer de vuelta aquella puesta en escena con la suntuosidad que la alegría y los excesos infantiles proporcionan. Metáforas desenvueltas, selváticas, insumisas, tocadas por una hipertelia en constante proliferación semántica.

 

Y el crochet, el plumetí, el licor de peperina o el Brylcreen, como objetos arrancados al vodevil de la vida doméstica. Porque esta novela es también un ensayo de la vida urbana doméstica, con las tareas y ritos de una burguesía humilde y sofisticada, con su vecina-hada-madrina completando el elenco sentimental, a falta de un padre por el que el niño “no debía preguntar”. Y las persianas de esa casa-refugio permanentemente cerradas por los peligros de un mundo exterior en los que interviene la madre hasta finalmente caer abatida. Afuera, la amenaza de bomba en el teatro infantil, el comboy del ejército, los soldados que viajan con sus fusiles listos para disparar; todo ese infierno de los 70 pasando en breve pero significativa romería para dejar huella en las retinas del niño y una sacudida que recorrerá toda la novela.

 

Y mientras tanto el hijo observa a su madre, esa muchacha bella de piel azulina. No piensa en otra cosa sino en ella, con la que se funde en abrazos cósmicos, y en la que parece adivinar una desgracia, como si el hijo pudiera presentir del destino fracturado del adulto, y por eso anticipa el dolor y ocupa sus días en celebrar esos lazos. Y a cambio recibe un gesto recíproco cargado de sentido metafísico y no menos tierno: “mi madre admiraba el hombre en estado de semilla que había en mí”. Porque como toda novela, esta habla del tiempo, del salto del niño al adulto, y viceversa. Restauración, pues, del sujeto a través de la memoria del adulto que prefigura lo que fue y modifica los eventos: es decir, hace ficción consigo mismo.

 

Como si en los pequeños episodios del niño que fuimos se encerrara la cifra opaca del adulto que tiembla. Pero sin psicologías, sin modelos de entendimiento. Solo la experiencia y la narración, y la inevitable pérdida que acontece en estas proezas. De ahí que la melancolía flote como la niebla encima de las páginas de este libro admirable, a pesar de que los sensores del niño-adulto que lo narra captan en todo momento el lado delirante, gracioso y burlón de la realidad de ese mundo de adultos en el que casi siempre se desenvuelve. Melancolía, memoria, humor y lenguaje, ese mismo que busca ocupar, con su registro casi táctil de las emociones, olores y texturas, la soledad con la que al final se enfrentan los personajes.