La sociedad opulenta
de John Kenneth Galbraith

La sociedad opulenta. DE INTERÉS GENERAL

 

 

Fuente evpitasociologia. Sociología, sociedad de consumo, estructura económica

 

 Resumen, comentarios y anotaciones por E.V.Pita (2011)

 

 Título: "La sociedad opulenta"

 Titulo original: "The affluent society"

 Autor: John Kenneth Galbraith

 Fecha de publicación: 1957

 

 Valoración personal: el libro está escrito en un lenguaje llano y comprensible, y es muy ameno. Explica cosas que todavía vemos 50 años después en relación a los recortes sociales para reducir el déficit público. Se anticipa a las doctrinas monetaristas de Milton Friedman que prevalecerán entre 1980 y 2008.

 

 Resumen: Galbraith observa en los años 50 que hasta los conservadores han abrazado la doctrina keynesiana de un estado que gasta en servicios públicos y estimula la demanda, la producción y el consumo. El problema es que los conservadores no protestan por la subida de impuestos porque el Estado se gasta el dinero en armas para proteger a los más ricos de la amenaza comunista. Guerras como la de Corea, o la futura de Vietnam, movilizaron millones de dólares del sector público, lo que no deja de ser pura doctrina keynesiana [nota del lector: es la misma receta keynesiana que aplicó la Alemania totalitaria entre 1933 y 1939 para reducir el paro mediante un programa de rearme y construcción de autopistas].

 

 Sin embargo, Galbraith considera que ese gasto en armas podría dedicarse a mejorar las escuelas públicas o la sanidad, porque en el país hay muchas bolsas de pobreza que no han sido eliminadas. "La gente cree que es una cuestión de si son blancos o negros, diferencias difíciles de arreglar, pero nadie piensa en que la solución es hacer una buena escuela", dice. [Nota del lector: últimamente, las propuestas de los recortes fiscales siempre inciden en la sanidad o la educación, raramente en el gasto militar. Galbraith considera que los altos costes armamentísticos que gasta el Estado, con el consiguiente aumento de impuestos, son aceptados por los ricos porque sirve para defender su sistema de libre mercado de otros].

 

 En los primeros capítulos de la obra, Galbraith analiza a los clásicos Adam Smith, Ricardo y Malthus y su explicación de la pobreza. Smith explica que la libre competencia es mejor que el control del Estado porque el mercado fija los precios reales y permite una distribución más racional de los recursos. Esta idea la aplica Ricardo a los salarios, que afirma que la ley de la oferta y la demanda hará bajar el salario del trabajador hasta el límite de subsistencia, lo que se ha denominado la Ley de Bronce de los salarios. O sea, ganar lo justo para vivir y un poco más para mantener a la familia. Por su parte, Smith explica que el crecimiento económico conllevará un aumento de la población, lo que volverá a ajustar los precios. Otros añaden que puesto que hay que maximizar el beneficio para formar capital y reinvertirlo, los salarios deben ir a la baja.

 Y Malthus advierte que el crecimiento exponencial de la población no se compagina con la producción alimentaria y, por tanto, el mundo está condenado al hambre. Galbraith explica que los economistas clásicos contagiaron su pesimismo a todo el siglo XIX al creer que no hay salida para la pobreza y suponiendo que la riqueza generada por los formadores de capital se extendería al resto de la población por filtración.

 Lo que ha ocurrido, según Galbraith, es que no se cumplíó la ley de bronce por tres motivos: porque los trabajadores que podían aportar un rendimiento marginal, aportar algo nuevo a la empresa, mejoraron su salario porque la empresa les reconoció sus costes de formación. Y, en todo caso, siempre habría un competidor dispuesto a contratar a un trabajador que va a producir más de lo que cuesta.

 En segundo lugar, los que eran incompetentes y su producción era baja, fueron despedidos, y ocuparon puestos en la economía sumergida o fuera del mercado. Un tercer motivo fue que era necesario que los trabajadores se reprodujesen porque si no, al cabo de una generación, quedarían extinguidos, motivo por el cual los salarios tenían que haber aumentado hasta el punto de permitir criar a un hijo. Estas fueron las razones por las que los salarios se mantuvieron siempre por encima del nivel de subsistencia y la ley de bronce.

 Lo que lamenta Galbraith es que a ningún economista clásico, que fueron quienes mejor interpretaron el mundo en que vivían, se le ocurrise dar una solución para reducir la pobreza, algo que consideraban inevitable.

 Respecto a Veber y su libro sobre "Teoría sobre la clase ociosa", Galbraith le critica que se limita a describir como los más afortunados despilfarran esos beneficios que tanto ha costado acumular y que se supone que iban destinados a la inversión.

 

 Otro clásico siniestro es Spencer, el que aplicó el darwinismo social a sus teorías de que solo sobreviven las empresas más fuertes y los trabajadores más competentes. Los negligentes y las empresas sin inicitiava serán inexorablemente barridas del mercado. No se debe alimentar con limosnas a los pobres porque eso es subvencionar la pereza. Los pobres también forman parte del sistema que no debe ser alterado. Los herederos de las grandes fortunas tienen derecho a ellas porque han heredado los genes triunfantes de sus padres. Galtbraith lamenta que la teoría de la economía clásica haya sido tan despiadada porque la realidad ha mostrado otra cara: monopolios que alteran el mercado, y personas compasivas que han fomentado políticas públicas de ayuda social a los más desfavorecidos.

 

 En el capítulo 6 dedicado a Karl Marx, Galbraith reconoce su gran influencia como economista porque interpretó la economía de su tiempo desde distintos puntos de vista: imperialismo, mercado, lucha de clases, Estado... Galbraith comenta que Marx supo prever los monopolios y las depresiones economicas, aunque esta última no llegó a poder estudiarla con detenimiento. Sin embargo, aclara que sus estudios no pueden ser tomados como un dogma ya que si bien acertó en su época eso no quiere decir que lo vaya a hacer en el futuro, algo que les cuesta entender a sus más ortodoxos seguidores.

 Hay algo que llama la atencion en Marx: este critica a Ricardo que vea inevitable que haya un ejército de parados expulsados del mercado. La solución es evidente: que el Estado cree puestos de trabajo, algo que luego pondría de actualidad Keynes.

 Marx también anticipa una revolución que cambiará las clases dirigentes. Galbraith responde que Marx siempre fue un teórico que llevaba mucha ira dentro.

 

 En el capítulo 7 sobre la desigualdad de la renta, Galbraith se pregunta por qué ningún pensador clásico ni actual se ha esforzado en buscar fórmulas para redistribuir la renta. Casualmente, la mayoría de las teorías se esfuerzan en explicar por qué es  buena la desigualdad, porque así maximiza los estímulos para mejorar y competir y dar todo de si. Cuando a alguien se le ocurre la idea de subir los impuestos a los ricos, siempre aparecen teorías que prueban que eso sería contraproducente para todos porque es bueno que una clase acapare el capital y el ahorro para invertir, etc... Galbraith sospecha que lo que hay detrás de estas teorías es la vulgar realidad de que a nadie le gusta desprenderse de su dinero.

 Galbraith indaga en las políticas redistributivas de la renta y recuerda que un pais como Noruega, bastante igualitario, goza de una alta renta media mientras que Oriente Medio, la zona más desigual, está lastrado por la miseria. No se cree la teoría de que la acaparaciòn de capital en pocas manos beneficia a todos. Y también examina los salarios y su evolución entre 1900 y 1960. También estudia la concentración de la riqueza entre los más ricos y el porcentaje de pobres a lo largo de los años.

 [Nota del lector: la redistribución de la renta es un concepto clave porque es un indicador de cómo se reparten los impuestos; si se dedican a eliminar la pobreza y aumentar el nivel de vida de la población o se gasta en otros asuntos que no mejoran la situación económica de los contribuyentes]

 

 Posteriormente, en el capítulo 8, Galbraith examina las razones que han llevado a implantar la seguridad social en muchos países. La principal razón es que las sociedades industriales avanzadas generan riesgos de alto desempleo o de obsolescencia técnica. Las empresas buscan seguridad mediante estudios de mercado e invierten en publicidad para asegurar sus ventas y compiten para no ser superadas técnicamente por novedosas innovaciones. Y los empleados reclaman seguros de desempleo por indemnizaciones por despido para mitigar el riesgo de acabar en la calle y no ingresar dinero. Tras la Gran Depresión, entre 1933 y 1938, los gobiernos se dieron cuenta de que los electores acogían muy favorablemente las políticas de seguridad social porque todos tenían algo que perder en un clima de incertidumbre y riesgo. [ nota del lector: justo lo contrario que en 2008-2012 donde el riesgo vuelve a estar presente].

 Galbraith dice que Ford no tenía nada que perder al construir un coche barato pero que su nieto sería un manirroto si se arriesgase con una aventura similar.

 Y como dice Galbraith, en los años 50 se pensaba que la aplicación de las recetas keynesianas suavizaron o eliminaron para siempre los efectos adversos de los ciclos económicos de producción y recesión. [nota del lector: los ciclos volvieron a ser una pesadilla a partir de los años 90, cuando se cuestionaron las recetas de Keynes].

 

 Los críticos de la protección social sostienen que el progreso tiene un doble estímulo: el éxito y el garrote (quedarse en paro, arruinarse). Dicen que los agricultores europeos, cebados con subvenciones y asegurados, tienen miedo a competir en precios, panorama que no estimula la producción. Según ellos, la inseguridad económica se supera mediante mejoras tecnológicas. Sin embargo, Galbraith replica que la eliminación o reducción de la incertidumbre ha disparado la producción. El conflicto entre progreso y seguridad ya no existe en los años 50 y 60 del siglo XX.El autor también cuestiona las criticas que dicen que la cobertura de paro genera trabajadores perezosos o aprovechados pero este tipo de ociosidad también se da en la universidad y, sobre todo, dice Galbraith, entre los altos directivos de las empresas.

 El escritor advierte que lo peor para la producción es caer en una depresión económica aunque sea ligera pues una leve disminución respecto al anterior ejercicio aboca a millones de empleados al paro forzoso. En un párrafo clave del libro, Galbraith recuerda el argumento keynesiano de que el subsidio del paro o la pensión de vejez también contribuye a sostener la producción. Los mismos efectos producen los subsidios a la agricultura o los gastos sociales. Dice que una alta producción beneficia a todos porque da seguridad económica y, por tanto, no deben permitirse las recesiones ni exponer a alguna gente al paro forzoso. Por eso, dice, las antiguas preocupaciones por la igualdad, la seguridad y la productividad se han reducido a una sola preocupación por la productividad y la producción. Pero de aquí surge una paradoja por la preocupación por la producción a metida que esta crece.

 

 En el capítulo 9, sobre la importancia de la producción de bienes, ya que con ella se mide la prosperidad de un país. A pesar de las quejas sobre la falta de espiritualidad, la producción sigue presente en las mentes. La producción se aunenta mediante cinco maneras: eliminando la ociosidad de los recursos disponibles, mayor eficiencia en la combinación de trabajo y capital, aumentando la oferta de trabajo y la de capital, y con innovaciones técnicas. Pero de estos cinco métodos, los economistas solo se concentran en aumentar uno o de pasada dos o tres. Raramente se concentran los esfuerzos en invertir en innovaciones técnicas o está mal repartida, con mejoras en las grandes industrias del petróleo o motor pero otras, pymes de construcción o textil, que apenas invierten. Nadie da importancia a que algunas industrias no innoven.

 Galbraith llama la atención sobre el distinto rasero con que se considera la producción. Si es privada, nadie cuestiona que esta sea eficiente y de calidad mientras que si es pública, siempre flota la duda sobre su calidad cuando no tiene por qué ser así. Le parece una percepción interesada para desprestigiar lo público y ensalzar cualquier producto que sea fabricado por el sector privado. [ nota del lector: diversos autores han estudiado la privatización del ferrocarril en Inglaterra durante el Gobierno de Thatcher y se vio que la gestión privada tampoco era más eficiente que la pública y en caso de pérdidas, el Estado acudía al rescate porque el tren es un servicio esencial]. Pero lo que interpreta Galbraith es que estos ataques tienen como objetivo reducir los niveles de tributación y pagar menos impuestos.

 

 Lo que viene a decir Galbraith en ese capítulo es que nadie debe olvidar que la producción también contribuye a aumentar la producción total, lo que aporta un crecimiento adicional de la producción es lo que actualmente se toma como referencia para evaluar la marcha de la economía de un país. [ nota del lector: hasta el momento Galbraith no menciona específicamente el PIB, que hoy en día determina la fortaleza económica de un país]. Además, señala que la producción no es ni mucho menos eficiente y que todavía se puede subir varios puntos con una mejor estrategia para distribuir los recursos, algunos de los cuales quedan ociosos. Pero esto no se hace ni se persigue de una forma total ni racional por unas razones que Galbraith expone en el resto de su libro. Cree que existe un gran mito respecto a la demanda de bienes y que no nos damos cuenta de necesidades que no tenemos mientras que damos importancia a cosas que tenemos pero que es producción marginal y superflua.

 

 En el capítulo 10, examina los imperativos de la demanda del consumidor. Según Galbraith la elevada producción ha garantizado una seguridad económica pero Galbraith destaca que esa producción no tiene por qué estar relacionada con la reducción de la desigualdad o el aumento del empleo. La urgencia es satisfacer las demandas del consumidor. Si antes las personas tenían interés es proveerse de alimentos, casa y vestido ahora la preocupación es tener coches más elegantes, vestidos más románticos o diversiones más sofisticadas. La moderna economía trata de abastecer eses deseos tan terrenales. Pero Galbraith dice que la teoría que defiende esos deseos de consumo y la producción que los fabrica quizás esté bien vista pero "es ilógica y descocada hasta extremos que llegan a ser peligrosos".

 

 Galbraith analiza la teoría de la demanda del consumidor (y la satisfacción de sus deseos más urgentes y luego los secundarios) y para ello retoma la definición de Adam Smith sobre valor de uso y de cambio. El agua tiene un alto valor de uso y el diamante ninguno pero las piedras preciosas son mucho más escasas que el agua y por tanto su precio es mayor, lo mismo que la satisfacción del comprador. Galbraith cree que la distinción fue finalmente aclarada por los economistas Menger, Jevons y Bates Clark a través de la utilidad de la  utilidad marginal decreciente  y que hace decrecer la producción en condiciones de abundancia creciente. Una vez que el abastastecimiento de pan llegó a todo el mundo, las preocupaciones de consumo se volvieron menos urgentes. Galbraith dice que esta es una teoría clave de la economía pero que, en el siglo XX, fue "convenientemente" olvidada porque científicamente no era posible asegurar que la satisfacción estaría completamente cubierta algún día y porque tal concepto contradecía el paradigma que abogaba por un consumo sin límites.

 

Galbraith dice que hay unas necesidades urgentes, como comer, y otras secundarias como ir al hipódromo una vez por semana. Las segundas solo son cubiertas con una combinación de las urgentes (renuncias a más calorías para gastar el dinero en el cine). Para Keynes, en sus Essays, era fácil en 1930 cubrir las necesidades básicas y resolver el problema económico. [ nota del lector: en 2012, en el libro Repensar la Pobreza, los autores descubren lo mismo: que un pobre que gana 1 dólar al día si gana un poco más no destina ese dinero a comer màs sino a ocio o bebida].

 

 Capítulo 11

 

 Galbraith dice que afirmar que repugna al sentido común que las necesidades no se hacen menos urgentes al aumentar el abastecimiento básico. Y lo que no se puede hacer es crear necesidades artificiales o crear otras nuevas con el único propósito de que la producción crezca más. La producción viene a crear un vacío que ella misma ha creado. Se trataría de un tipo de economía funciona como una noria impulsada por una ardilla. Se pregunta si es necesario un producto que necesita ser promocionado con millones para venderse. No hace falta publicidad para venderle comida a un hambriento pero sí para promocionar una marca de cereales del desayuno.

 

Ve una relación con "efecto dependencia" entre la producción y una demanda que ya no se basa en necesidades reales sino que es alimentada por un consumo avivado por la publicidad. Dice Galbraith que ahora da igual que la producción sea alta para que haya mayor bienestar porque las necesidades a satisfacer también son mayores.

 

 Galbraith recuerda que en el cspítulo 8 habló de que lo importante del crecimiento de la producción es que genera empleo. El consumo es instigado para elevar la demanda e incrementar la producción lo que quiere decir que si no hubiese publicidad el aumento de demanda sería cero. O sea, que la utilidad marginal del producto agregado actual menos la publicidad y la técnica de ventas es cero. El sistema consumista de la sociedad opulenta de los años 50 estaba afianzado en unas "raíces tortuosas". Termina con esta frase: "creo que se ha roto el lazo que nos ataba a la obra de Ricardo y nos enfrentamos con la economía de la opulencia propia del mundo en que vivimos".

 

 

Fuente zapateneo. Si la economía es la ciencia de las épocas sombrías, el estudio de las economías de la caza y la recolección debe ser su rama más importante. Nuestros manuales de economía, casi en su totalidad partidarios declarados de la idea de que la vida fue dura y difícil durante el paleolítico, coinciden en transmitir una sensación de fatalismo, dejando a la imaginación del lector que adivine no sólo cómo lograban subsistir los cazadores, sino también si aquello era vida, después de todo. El fantasma del hambre acecha al cazador a lo largo de estas páginas. Se dice que su incompetencia técnica le impone una labor continua que apenas le permite sobrevivir, y que por lo tanto no le proporciona excedentes ni le deja descansar, y mucho menos arribar al «ocio» para «crear cultura». Sin embargo, para todos sus esfuerzos, el cazador emplea los niveles termodinámicos más bajos: menos energía per cápita y por año que cualquier otro modo de producción. Y en los tratados sobre desarrollo económico está condenado a desempeñar el papel de mal ejemplo: la llamada «economía de subsistencia». El saber tradicional es siempre refractario. Se ve uno obligado a oponérsele de una manera polémica, a expresar las revisiones necesarias dialécticamente. En efecto, cuando se encara el análisis de la situación se desemboca en la certeza de que esa fue la sociedad opulenta primitiva. De manera paradójica, esta aseveración conduce a otra conclusión útil e inesperada. Para la opinión general, una sociedad opulenta es aquella en la que se satisfacen con facilidad todas las necesidades materiales de sus componentes. Asegurar que los cazadores eran opulentos significa negar entonces que la condición humana es una tragedia decretada donde el hombre está prisionero de la ardua labor que significa la perpetua disparidad entre sus carencias ilimitadas y la insuficiencia de sus medios. Es que a la opulencia se puede llegar por dos caminos diferentes. Las necesidades pueden ser «fácilmente satisfechas» o bien produciendo mucho, o bien deseando poco. La concepción más difundida, al modo de Galbraith, se basa en supuestos particularmente apropiados a la economía de mercado: que las necesidades del hombre son grandes, por no

 decir infinitas, mientras que sus medios son limitados, aunque pueden aumentar. Es así que la brecha que se produce entre medios y fines puede reducirse mediante la productividad industrial, al menos hasta hacer que los «productos de primera necesidad» se vuelvan abundantes. Pero existe también un camino Zen hacia la opulencia por parte de premisas algo diferentes de las nuestras: que las necesidades materiales humanas son finitas y escasas y los medios técnicos, inalterables pero por regla general adecuados. Adoptando la estrategia Zen, un pueblo puede gozar de una abundancia material incomparable... con un bajo nivel de vida. Esta es, a mi parecer, la mejor manera de describir a los cazadores y la que ayuda a explicar algunas de sus conductas económicas más curiosas: por ejemplo, su «prodigalidad», es decir, la inclinación a consumir rápidamente todas las reservas de que disponen como si no dudaran ni un momento de poder conseguir más. Libres de las obsesiones de escasez características del mercado, es posible hablar mucho más de abundancia respecto de las inclinaciones económicas de los cazadores que de las nuestras. Destutt de Tracy, con todo lo «burgués doctrinario de sangre de horchata» que haya podido ser, por lo menos obtuvo el acuerdo de Marx respecto de su observación acerca de que «en las naciones pobres las personas se sienten cómodas», mientras que en las naciones ricas «son pobres en su mayor parte». Esto no significa negar que una economía anterior a la agricultura opere bajo graves compulsiones, sino solamente insistir, basándonos en la evidencia que nos proporcionan los cazadores y recolectores modernos, que por lo general se logra una buena adecuación. Una vez reunida la evidencia volveré a las dificultades reales de una economía de caza y recolección, las cuales no se encuentran correctamente detalladas en las concepciones corrientes de la pobreza paleolítica. ORIGEN DEL ERROR «Una mera economía de subsistencia», «tiempo libre limitado salvo en circunstancias excepcionales», «demanda incesante de alimentos», recursos naturales «magros y en los que sólo se puede tener una confianza relativa», «ausencia de excedente económico», «máximo de energía por parte del mayor número de personas»: así reza, en general, la opinión antropológica respecto de la caza y la recolección.

 

Los aborígenes australianos constituyen un ejemplo clásico de pueblo cuyos recursos económicos figuran entre los más escasos. En muchos lugares su habitat es incluso más inhóspito que el de los bosquimanos, aunque puede resultar falso respecto de la parte norte... Una tabla de los alimentos que los aborígenes del noroeste de Queensland central obtienen en el lugar que habitan resultará ejemplificadora... La variedad de esta lista puede impresionar, pero no debemos dejarnos engañar pensando que la variedad indica abundancia, ya que las cantidades disponibles de cada elemento son tan escasas que únicamente una dedicación intensísima hace posible la supervivencia (Herskovits, 1958, págs. 68-69).

 

 O también, con referencia a los cazadores de Sudamérica:

Los cazadores nómadas y los recolectores, a duras penas cubren las necesidades mínimas de subsistencia y a menudo están muy por debajo del mínimo necesario. Un reflejo de ello es la escasa densidad de población que arroja la cifra de una persona por 250 o 500 kilómetros cuadrados. La constante movilización en busca de alimentos los privó, a todas luces, de horas de ocio para dedicarlas a actividades no relacionadas con la subsistencia que revistan cierta importancia, además, podían llevar consigo una cantidad exigua de lo que manufacturasen en los momentos de esparcimiento. La adecuación de la producción significaba para ellos la supervivencia física y rara vez tenían productos o tiempo de más (Steward and Faron, 1959, pág. 60; cf. Clark, 1953, págs. 27 y sigs.; Haury, 1962, página 113; Hoebel, 1958, pág. 188; Redfiel, 1953, pág. 5; White, 1959).

 

 Pero la sombría visión tradicional de la situación de los cazadores es también preantropológica y extraantropológica, es a la vez histórica y referible al más amplio contexto económico en el que opera la antropología. Se remonta a la época en la que escribió y teorizó Adam Smith, y probablemente a una época en la que todavía nadie escribía1. Es posible que sea uno de los prejuicios más claros del Neolítico, una apreciación ideológica acerca de la capacidad del cazador para explotar los recursos de la tierra lo cual está muy de acuerdo con el empeño histórico de privarlo de la misma. Nosotros heredamos sin duda este prejuicio de la descendencia de Jacob la cual «se dispersó hacia el oeste, hacía el este y hacia el norte», en desmedro de Esaú que era el primogénito y un ingenioso cazador, pero a quien, en una famosa escena, se priva de su primogenitura. Sin embargo, las pobres opiniones en boga que merece la economía de los cazadores y de los recolectores no es necesario atribuírselas al etnocentrismo neolítico. El egocentrismo burgués tuvo también su parte. La actual economía de mercado, en todo momento una trampa ideológica de la cual debe escapar la economía antropológica, alentó idén-

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1. Al menos en la época en que escribía Lucrecio (Harris, 1968, páginas 26-27).

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 ticas opiniones desfavorables con respecto a la vida de los cazadores. ¿Acaso es tan paradójico afirmar que los cazadores tenían economías opulentas a pesar de su extrema pobreza? Las modernas sociedades capitalistas, no obstante estar abundantemente provistas, se preocupan por la perspectiva de la escasez. La inadecuación de los recursos económicos es el principio fundamental de los pueblos más ricos del mundo. La aparente situación material de la economía no parece ser un indicador válido a la hora de los hechos; es necesario decir algo acerca del modo de organización económica (cf. Polanyi, 1947, 1957, 1959; Dalton 1961). El sistema industrial y de mercado instituye la pobreza de una manera que no tiene parangón alguno y en un grado que hasta nuestros días no se había alcanzado ni aproximadamente. Donde la producción y la distribución se rigen por el comportamiento de los precios, y toda la subsistencia depende de la ganancia y del gasto, la insuficiencia de recursos naturales se convierte en el claro y calculable punto de partida de toda la actividad económica 2. El capitalista se ve enfrentado a posibles inversiones de un capital finito, el trabajador (es de esperar) a opciones alternativas de empleo remunerado, y el consumidor... el consumo es una tragedia doble: lo que comienza en la inadecuación terminará en la privación. Reuniendo la producción de la división internacional del trabajo, el mercado pone a disposición de los consumidores un deslumbrante conjunto de productos: todas las cosas deseables al alcance del hombre, pero nunca enteramente al alcance de su mano. Lo que es peor, en este juego de libre elección del consumidor, cada adquisición es al mismo tiempo una privación, porque cada vez que se compra algo se deja de lado otra cosa, en general poco menos deseable, e incluso más deseable en otros aspectos, que podríamos haber tenido en lugar de la otra. (El hecho es que si compramos un automóvil, un Plymonuth por ejemplo, no podemos tener también un Ford, y a juzgar por las propagandas que aparecen en la televisión, las privaciones que ello traería aparejadas no serían sólo de índole material3. Aquella expresión, «la vida a costa de grandes sacrificios», nos fue transferida a nosotros con carácter de exclusividad. La escasez es el juicio dictado por nuestra economía y, por lo tanto, también el axioma que rige nuestra Economía: la aplicación de medios insuficientes frente a fines

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2. Sobre los requisitos históricamente particulares de este cálculo, véase Codere, 1968 (especialmente págs. 574-575).

3. Para la institucionalización complementaria de la «escasez», en las condiciones de la producción capitalista, véase Gorz, 1967, páginas 37-38.

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 alternativos para obtener la mayor satisfacción posible en determinadas circunstancias. Y es precisamente desde esta ansiosa perspectiva que volvemos la mirada hacia los cazadores Si el hombre moderno, con todas sus ventajas tecnológicas, carece todavía de recursos, ¿qué posibilidad tiene entonces este salvaje desnudo con su arco insignificante y sus flechas? Habiéndole atribuido al cazador impulsos burgueses y herramientas paleolíticas juzgamos su situación desesperada por adelantado4. Sin embargo, la escasez no es una propiedad intrínseca de los medios técnicos. Es una relación entre medios y fines. Deberíamos considerar la posibilidad empírica de que los cazadores trabajan para sobrevivir, un objetivo finito, y que el arco y la flecha son adecuados a ese fin 5. Pero aún hay otras ideas, endémicas para la teoría antropológica y la práctica etnográfica, que han conspirado para impedir una comprensión en este sentido. La predisposición antropológica a exagerar la ineficiencia económica de los cazadores aparece también de manera notoria bajo la forma de odiosas comparaciones con las economías neolíticas. Los cazadores, como Lowie afirma claramente, «deben trabajar mucho más para subsistir que los labradores y los pastores» (1946, pág. 13). Sobre este aspecto, la antropología evolucionista en particular encontró que le resultaba agradable, e incluso necesario desde el punto de vista teórico, adoptar el tono habitual de reproche. Los etnólogos y arqueólogos se habían vuelto revolucionarios neolíticos, y en su entusiasmo por la Revolución no dejaron de lado nada que pudiera servirles para denunciar al Viejo Régimen (de la Edad de Piedra), ni siquiera algún antiguo escándalo. No era la primera vez que los filósofos relegaban la etapa más antigua de la humanidad atribuyéndola más a la naturaleza que a la cultura. («Un hombre que pasa toda su vida persiguiendo a los animales con el solo objeto de matarlos para comerlos, o recolectando frutos por el bosque, vive en realidad como si él mismo fuera un animal» [Braidwood, 1957, pág. 122].) Así degradados los cazadores, la antropología se sintió

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4. Es digno de mención el hecho de que la teoría contemporánea europea-marxista está a menudo de acuerdo con las economías burguesas en lo que respecta a la pobreza de los primitivos. Cf. Boukharine, 1967; Mandel, 1962, vol. 1; y el manual de historia económica utilizado en la Universidad Lumumba, de Moscú (incluido en la bibliografía como «Anónimo, n. d.»).

5. Elman Service fue durante mucho tiempo casi el único entre los etnólogos que se opuso firmemente al tradicional punto de vista de la penuria de los cazadores. Este capítulo se inspiró en gran medida en sus puntualizaciones sobre el ocio de los Arunta (1963, pág. 9), así como también en las personales conversaciones mantenidas con él.

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 libre para ensalzar el gran salto hacia adelante del Neolítico: un adelanto tecnológico importantísimo que trajo aparejada una «posibilidad general de ocio al dejar de lado la consecución de comida como único fin» (Braidwood, 1952, página 5; cf. Boas, 1940, pág. 285). En un prestigioso ensayo sobre «La energía y la evolución de la cultura», Leslie White explica que el neolítico produjo un «gran adelanto en el desarrollo de la cultura... como consecuencia de un gran incremento en la cantidad de energía aprovechada y controlada per capita y por año como consecuencia de las artes de la agricultura y el pastoreo» (1949, pág. 372). White realzó aún más el contraste evolutivo señalando al esfuerzo humano como la fuente principal de energía de la cultura paleolítica, y oponiéndola a los recursos de plantas y animales domesticados de la cultura neolítica. Esta determinación de las fuentes de energía hizo inmediatamente posible una baja estimación del potencial termodinámico de los cazadores (desarrollado por el cuerpo humano: «recursos potenciales promedio» de 1/20 caballo de fuerza per capita [1949, pág. 369]) y, además, al eliminar el esfuerzo humano de la empresa cultural del neolítico, daba la impresión de que las personas habían sido liberadas por algún dispositivo ideado para ahorrar trabajo (las plantas y los animales domesticados). Pero la problemática de White está evidentemente fundada en concepciones falsas. La principal energía mecánica de que se disponía, tanto en la cultura paleolítica como en la neolítica, era proporcionada por los seres humanos, obtenida, en ambos casos, a partir de recursos vegetales y animales; es así que, salvo excepciones que ni vale la pena considerar (el empleo ocasional directo del potencial no humano), la cantidad de energía aprovechada per capita y por año es igual en las economías paleolítica y neolítica, y se mantiene bastante constante en la historia humana hasta el advenimiento de la revolución industrial.

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6.El error evidente de las leyes evolutivas de White es el uso de las mediciones «per capita». Las sociedades neolíticas, en su mayoría, aprovechan una cantidad total de energía mayor que las comunidades preagricultoras, debido al mayor número de seres humanos mantenidos por la domesticación que proporcionan su energía. Este aumento general del producto social, sin embargo, no es necesariamente el resultado de un aumento de la productividad del trabajo (que, según White, también acompañó a la revolución neolítica). Los datos etnológicos que ahora poseemos (véase lo que continúa en el texto) hacen surgir la posibilidad de que los simples regímenes de la agricultura no sean más eficaces desde el punto de vista termodinámico que la caza y la recolección; en otras palabras, me refiero a la energía producida por unidad de trabajo humano. Siguiendo los mismos lineamientos, una parte de la arqueología de los últimos años ha preferido valorar más la estabilidad de la vivienda que la productividad del trabajo para explicar el progreso neolítico (cf. Braidwood y Wiley, 1962).

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 Otra fuente específicamente antropológica de descontento respecto del paleolítico proviene del campo mismo, del contexto de la observación europea de los cazadores y recolectores que aún existen, tales como los nativos de Australia, los Bosquímanos, los Ona y los Yahgan. Este contexto etnográfico tiende a distorsionar de dos maneras nuestra comprensión de la economía de caza y recolección. En primer lugar ofrece oportunidades singulares a la ingenuidad. El ambiente remoto y exótico que ha llegado a ser el teatro cultural de los modernos cazadores produce en los europeos un efecto altamente desfavorable para que puedan evaluar la condición de aquéllos. Estando como están el desierto australiano o el de Kalahari marginados en lo que respecta a la agricultura y a todo lo que constituye la experiencia cotidiana de un europeo, el observador poco informado no puede dejar de asombrarse y preguntarse «cómo puede alguien vivir en un lugar como ése». La conclusión de que los nativos sólo se las ingenian para suplir las deficiencias de una vida de carencias puede verse reforzada por sus dietas de una variedad asombrosa (cf. Herskovits, 1958, anteriormente citado). Por lo general, incluyen elementos considerados repulsivos e incomibles por los europeos: la cocina local se presta a la suposición de que la gente se muere de hambre. Por supuesto, resulta más fácil encontrar conclusiones de este tipo en los informes más tempranos, y mucho más en los diarios de exploradores y misioneros que en las monografías de los antropólogos; pero precisamente por ser más antiguos y estar más cerca de la condición aborigen nos merecen un cierto respeto. No cabe duda de que ese respeto debe ser otorgado con discreción. Mayor atención merece un hombre como sir George Grey (1841), cuyas expediciones de la década de 1830 abarcaron algunos de los distritos más pobres de Australia occidental y cuya minuciosa observación de los habitantes locales lo llevó a desmentir las informaciones de sus colegas sobre este tema de la desesperación económica. Grey escribió que se trata de un error muy común el creer que los australianos nativos «tienen escasos medios de subsistencia o que se encuentran en ocasiones muy urgidos por la necesidad de alimento». Muchos y «casi ridículos» son los errores en que han incurrido los viajeros a este respecto: «Lamentan en sus diarios que los infortunados aborígenes se vean reducidos por el hambre a la miserable necesidad de alimentarse de ciertos tipos de alimentos que han encontrado cerca de sus chozas, siendo que en muchos casos esos artículos citados por ellos son los que los nativos aprecian más y en realidad no son deficientes ni en sabor ni en cualidades nutritivas.» Para poner en evidencia «la ignorancia que ha prevalecido con respecto a los hábitos y costumbres de este pueblo que se encuentra en estado salvaje», Grey menciona un ejemplo notable, una cita de otro explorador, el capitán Sturt, quien, al encontrarse con un grupo de aborígenes ocupados en recolectar grandes cantidades de resina de mimosa, llegó a la conclusión de que esas «infortunadas criaturas se veían reducidas al extremo de recolectar ese mucílago por carecer de otro tipo de alimento». Sir George observa, sin embargo, que esa resina es uno de los artículos alimenticios preferidos en esa zona, y que cuando llega la época de su recolección brinda la oportunidad para que grandes grupos se reúnan y acampen juntos, cosa que no pueden hacer en otras oportunidades. Para finalizar dice:

 

En términos generales los nativos viven bien; en algunas regiones puede haber insuficiencia de alimentos durante estaciones especiales, pero si eso sucede, esas zonas quedan desiertas durante ese tiempo. Sin embargo, resulta imposible de todo punto para un viajero o aun para un nativo forastero juzgar si una región proporciona o no alimentos en abundancia... Pero en su propia región un nativo se encuentra en situación totalmente distinta: sabe con exactitud lo que produce, conoce la época de recolección de los distintos artículos y el modo más eficaz para proporcionárselos. De acuerdo con estas circunstancias regula sus visitas a las diferentes regiones de su terreno de caza; y sólo puedo decir que siempre he encontrado la mayor abundancia en sus chozas (Grey, 1841, volumen 2, págs. 259-262, la cursiva fue colocada por mí; confróntese Eyre, 1845, vol. 2, pág. 244f)7.

 

 

 Al hacer esta feliz evaluación, sir George tiene especial cuidado en excluir al lupenproletariado aborigen que vive dentro y en las cercanías de las ciudades europeas (cf. Eyre, 1845, vol. 2, págs. 250, 254-55). La excepción es aleccionadora. Denuncia una segunda fuente de errores etnográficos; la antropología de los cazadores es en su mayor parte un estudio anacrónico de ex salvajes, una indagación en el cadáver de una sociedad, según lo dijo Grey en una oportunidad, dirigida por miembros de otra. Los recolectores de alimentos que sobreviven son, en cuanto clase, personas desplazadas. Representan el paleolítico privado de todos los derechos civiles y ocupan hábitats marginales con características que no corresponden a las modalidades de la producción: santuarios de una era, lugares tan alejados de la esfera de influencia de los principales centros del progreso cultural como para que se les permita

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7. Para un comentario similar referido a una interpretación equivocada por parte de un misionero de las curas por ingestión de sangre en Australia oriental, véase Hocgkinson, 1845, pág. 227.

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 un cierto respiro en la marcha planetaria de la evolución cultural, porque la pobreza ha sido su característica, más allá del interés y de la competencia de las economías más avanzadas. Excepción hecha de los recolectores de alimentos favorablemente situados, como es el caso de los indios de la costa noroeste de los Estados Unidos, acerca de cuyo bienestar (comparativamente) no se suscitan dudas, los demás cazadores, expulsados de las mejores tierras, primero por la agricultura y más tarde por las economías industriales, disfrutan de las ventajas ecológicas un poco menos todavía que los del paleolítico inferior, hablando en términos medios 8. Por otra parte, la desorganización que se produjo durante los dos últimos siglos de imperialismo europeo ha sido especialmente grave, hasta el punto de que muchos de los datos etnográficos que constituyen el fondo común del que echan mano los antropólogos son bienes de cultura adulterados. Incluso los relatos de exploradores y misioneros, además de sus tergiversaciones etnocéntricas, pueden reflejar la existencia de economías castigadas (cf. Service, 1962). Los cazadores del Este del Canadá, acerca de los cuales encontramos información en las Jesuit Relations, fueron obligados a dedicarse al comercio de las pieles a comienzos del siglo xvII. El medio natural de otros fue alterado selectivamente por los europeos antes de que pudiera hacerse un informe confiable de la producción indígena: los Esquimales que nosotros conocemos ya no cazan ballenas, los Bosquimanos han sido privados de la caza, los bosques de pinos de los Shoshoni han sido talados y sus campos de caza invadidos por el ganado9. Si estos pueblos se describen ahora en una situación de pobreza agobiante, con recursos «escasos e inseguros», ¿debe ello considerarse un indicador de su condición aborigen o de la compulsión colonial? Las enormes implicaciones (y problemas) que se suscitan para la interpretación evolutiva a causa de esta retirada global sólo recientemente han empezado a despertar interés (Lee y Devore, 1968). Lo que ahora tiene importancia es

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8. Tal como señala Cari Sauer, no deben juzgarse las condiciones de los primitivos pueblos cazadores «basándose en los que han sobrevivido hasta nuestros días y que están ahora restringidos a las regiones menos propicias de la tierra, tales como el interior de Australia, la Gran Cuenca Americana o la tundra y la taiga árticas. Las zonas que ellos ocupaban producían alimentación abundante» (citado en Clark y Haswell, 1964, pág. 23).

9. Detrás de las rejas de la aculturación uno puede imaginarse vagamente lo que deben haber sido la caza y la recolección en un apropiado medio por el relato que Alexander Henry hace de su magnífica permanencia como un Chippewa en el norte de Michigan: véase Qimby, 1962.

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