Libros desnudos
De interés general

Libros desnudos

 

 

31/05/2014 Fuente elpais. El arte de leer volúmenes prestados es costumbre, goce, y casi una especialidad en Cuba

 

En mi segunda novela, Nunca fui Primera Dama, cuento cómo la protagonista va desnudando uno a uno los libros forrados de la biblioteca materna, echando al fuego las falsas carátulas para dejarlos ser ellos mismos. Me refiero a los libros prohibidos en Cuba, aquellos que la gente forraba (con revistas soviéticas fundamentalmente) para despistar a quienes nos espiaban y así evitar que se supieran sus verdaderos nombres, temas u orígenes. Recordemos que aun hoy, aquí, en la aduana, te quitan ciertos libros "incómodos" para el sistema, tengamos en cuenta que en Cuba todavía no se publican todas nuestras obras y que existe una censura abstracta e irregular, sin rostro; pero el fantasma de la censura nos sigue secuestrando ciertos títulos o autores. A pesar de ello esos volúmenes van de mano en mano, se prestan por una noche o un fin de semana y no hay un cubano que no sepa quiénes son sus autores, en el exilio o en el in-xilionos leemos con respeto y, no sin temor, entregamos puntualmente al "prestamista", el preciado objeto de deseo literario.

 

 Cuando uno de nosotros edita un libro (me refiero a los autores cubanos vetados, o simplemente ignorados y/o censurados por las autoridades correspondientes) enseguida familiares o amigos envían desde todas partes alrededor de 50 volúmenes que deben ser pasados de mano en mano. Estos libros no terminan ni subrayados, ni doblados —para nada—, son ejemplares muy cuidados por quienes desean leerlos o difundirlos. El libro prohibido es un objeto de culto en mi país.

 

En la trama del filme Fresa y Chocolate, de Tomás Gutiérrez Alea, vemos cómo una de las primeras armas de seducción de Diego a David es, justamente, la promesa de prestarle varios libros “prohibidos”. Ésta es una de las carnadas que usara Senel Paz en su cuento.

 

En las primeras décadas de la revolución se editaron miles de volúmenes, como parte de una política cultural que comprendía en su centro la Campaña de Alfabetización, luego las crisis y los bajos presupuestos fueron modificando este gesto, y bajaron considerablemente los números de edición. Mi generación creció pues con el hábito de prestar y heredar los libros, por ejemplo, mis cuadernos escolares fueron el legado de dos o tres cursos anteriores. Aprendías así a ver en sus heridas o magulladuras, modificaciones o pintadas, la vida anterior que había tenido el manual del aprendiz. Manchas de tinta, borrones, trozos de comida, y hasta goticas de sangre narraban dos o tres batallas anteriores a las nuestras en los seminternados o becas donde crecimos rodeados de estas "cartillas mártires", resistentes a ciclones, escapadas al mar, cualquier tipo de transportación y trifulcas infantiles en campamentos de pioneros o en casas de familia.

 

Una mañana de domingo descubrí en la Plaza de Armas del casco histórico todo un ejército de libreros de segunda mano. Caminé con mi madre pisando la adoquinada calle de madera y los vi ante aquel banquete de pasado, presente y futuro…, fui tan feliz al darme cuenta de que habían autorizado este tipo de venta independiente que terminaría por hacer circular un conocimiento encerrado en las viejas mansiones clausuradas, o en bibliotecas desechas por el abandono. Entonces aparecieron los libros de Lezama, las cartas cruzadas con Pepe Rodríguez Feo y los primeros poemas de Flor Loynaz, un libro forrado de Milan Kundera, y ciertos tesoros que me reservo, pues correspondían a intercambios de dedicatorias entre célebres autores. ¿Quiénes se atrevían a vender un libro autografiado? ¿Quiénes arrancaban las páginas para evitar ser atrapados en el desprendimiento? Un libro de uso posee una leyenda añadida al propio texto. Un libro usado conserva el valor añadido de sus dueños.

 

La Habana está llena de estos libreros de segunda mano, a muchos de ellos les encargas un título que no tienen y luego te llaman a tu casa para decirte que lo han conseguido. En portales desvencijados, en bellos palacetes restaurados, corriendo bajo la lluvia para proteger sus libros, allí los ves. Completando todo lo que no tienes de primera mano.

 

A Cuba no ha llegado el libro electrónico, por eso muchas personas intentan fotocopiar los títulos que edita Anagrama, Alfaguara, Tusquets o Planeta. Muchos de los autores “inconseguibles” cobran vida en las fotocopiadoras de las empresas y los fines de semana pasan de mano en mano para ser devorados por un ávido número de exigentes lectores insulares.

 

Hay un tráfico de libros entre los cubanos, un flujo que comprende no sólo la ruta de fuera hacia dentro

 

Las ediciones cubanas de autores como Leonardo Padura y Pedro Juan Gutiérrez cobran gran valor para muchos amigos que viven en el exterior. Será por esto que llevarles una de estas ediciones a sus nuevas moradas fuera de la isla es uno de los mejores regalos que se les pueda hacer, comparado solamente con llevar música cubana actual, el añejo ron criollo, o el mejor tabaco cultivado en Pinar del Río. Esto significa que hay un tráfico de libros entre los cubanos, un flujo que comprende no sólo la ruta de fuera hacia dentro, sino que ciertos libros editados en Cuba se reciben con mucho agrado. Las ediciones no son buenas, ni hermosas, ni perfectas, pero tal vez en esa imperfección está la prueba de fidelidad de este objeto hecho en Cuba en tiempos de guerra caliente. ¿Cuántas veces he ayudado a sacar parte de las bibliotecas de mis amigos para que les acompañe fuera de Cuba? En el interior de esos libros hay otra historia, una intimidad que sólo conoce su dueño. El morbo que ya es hábito, ese vicio extraño de convivir en la promiscuidad de los libros manoseados antes por desconocidos. Hay ahí cierta enfermedad, cierta pasión en recuperar algo que ha sido de otros, poseerlo, guardarlo para sí, tenerlo para siempre como algo únicamente nuestro.

 

La Feria del Libro de La Habana es visitada anualmente por miles de cubanos que, al no tener Internet, cines de estreno semanal o la posibilidad de hacer turismo nacional, los fines de semana necesitan leer y así hacer otro tipo de viaje. En esta feria se consiguen volúmenes nuevos, muchos de ellos son parte de los libros que envían editoriales de todas partes del mundo a Cuba, donaciones o cesiones de volúmenes que, antes de ser molidos, se venden en este último reducto de lectura universal. En los próximos cinco años se seguirá leyendo en Cuba con el mismo interés, no creo que el país pueda cambiar de golpe, lo suficiente, como para sustituir las fuentes de recepción informativa. Abrir un libro es, para nosotros, entender el mundo, el cubano necesita transitar de esta manera. Celebro el gesto de todas aquellas editoriales internacionales que deseen acercarse y contribuir con este puente de información. El cubano promedio no es culto, quiere cultivarse, ansía estar al tanto, persigue la información, tiene una plataforma ilustrativa básica que le permite asimilar sin prejuicios, referentes, tópicos, formatos, estructuras y naturalezas disímiles que lo acompañen en su aislamiento.

 

Todos estos libros que se compran en las ferias pasan también a bibliotecas públicas, bibliotecas escolares y centros de referencia, pero lo que en realidad funciona aquí es el libro que viaja de contrabando, así lo hemos aprendido, no vamos a mentirnos, el arte de leer los libros prestados, abandonados o robados es nuestra costumbre, nuestro goce, y casi nuestra especialidad.

 

Wendy Guerra (La Habana, 1970) es cineasta y escritora. Su última novela publicada es Negra (Anagrama).