LOS VIAJES DE GULLIVER 1
de Jonathan Swift

LOS VIAJES DE GULLIVER. DE INTERÉS GENERAL

 

PRIMERA ENTREGA

 

 

Fuente Wikipedia. Los viajes de Gulliver (en inglés Travels into Several Remote Nations of the World, in Four Parts. By Lemuel Gulliver, First a Surgeon, and then a Captain of Several Ships, o de forma abreviada Gulliver's Travels) es una novela de Jonathan Swift, publicada en 1726. Aunque se la ha considerado con frecuencia una obra infantil, en realidad es una sátira feroz de la sociedad y la condición humana, camuflada como un libro de viajes por países pintorescos (un género bastante común en la época). El capitán Lemuel Gulliver, se encuentra en situaciones paradójicas: es un gigante entre enanos, un enano entre gigantes y un ser humano avergonzado de su condición en una tierra poblada por caballos sabios que son más humanos que los propios hombres y desconfían, con razón, de éstos.

 

La obra se considera un clásico de la literatura universal y ha inspirado numerosas adaptaciones y versiones. El libro se volvió famoso tan pronto como fue publicado; John Gay dijo en una carta en 1726 a Swift que «es universalmente leído, desde el Gabinete del Consejo hasta la guardería»;1 desde entonces, nunca ha dejado de imprimirse.

 

Argumento []

 

El libro se nos presenta como la narración de un viajero con el falso título Viajes a varias remotas Naciones del Mundo, su autoría solo se asigna a Lemuel Gulliver, siendo «al principio un cirujano, y luego un capitán de diversos barcos». El texto es presentado como una narración en primera persona por el supuesto autor, y el nombre «Gulliver» no aparece en el libro más que en el título. Diferentes versiones del libro contienen diferentes versiones del material introductorio que son casi los mismos en los libros modernos. El libro propiamente dicho está dividido en cuatro partes, cada una representando un viaje.

 

Estructura []

 

 

 

El libro comienza con un pequeño preámbulo en el que Gulliver, en el estilo de los libros de la época, da una pequeña reseña sobre su vida e historia antes de sus viajes. Le gusta viajar, aunque es este amor por los viajes lo que le lleva a naufragar.

 

En su primer viaje, Gulliver es llevado a la costa por las olas después de un naufragio y se despierta siendo prisionero de una raza de gente de un tamaño doce veces menor que un ser humano, menos de 15 cm de altura, que son los habitantes de los estados vecinos y rivales de Liliput y Blefuscu. Después de asegurar que se comportaría bien, le dan una residencia en Liliput y se convierte en el favorito en la corte. Desde este momento, el libro sigue las observaciones de Gulliver en la Corte del soberano de Liliput, modelada sobre la contemporánea de Jorge I de Gran Bretaña. Gulliver ayuda a Liliput robando la flota de los blefuscudianos. Sin embargo, se niega a convertir a la nación en una provincia de Liliput, disgustando al Rey y a la corte. Gulliver es acusado de traición y condenado a ser cegado por los liliputienses. Con la ayuda de un buen amigo, Gulliver consigue escapar hasta Blefuscu, donde arregla un bote abandonado y consigue ser rescatado por un barco que lo lleva de vuelta a su hogar. El edificio que sirve como residencia de Gulliver en Liliput es descrito como un templo en el que algunos años atrás hubo un asesinato y por esto el edificio fue destinado a usos profanos. Algunos comentaristas consideran que Swift, de este modo, se revela como francmasón aludiendo al asesinato del legendario gran maestro, Hiram Abif.

 

Parte II: Viaje a Brobdingnag []

 

 

El barco «Adventure» es desviado por las tormentas y forzado a ir a una isla por agua dulce, allí el grupo de desembarco es perseguido por seres de gigantesca estatura. Gulliver, abandonado por sus compañeros, huye hasta un campo de cereal y allí es encontrado por un granjero perteneciente a esta raza. El granjero lo trata como una curiosidad y lo exhibe por dinero. De este modo Gulliver recorre el país, que recibe el nombre de Brobdingnag, aislado del resto del mundo por grandes montañas. En su viaje a través de Brobdingnag, llegan a la capital: Lorbrulgrud y el espectáculo es presentado en la Corte. La Reina, fascinada por la personalidad de Gulliver, lo compra para llevárselo como favorito. Como Gulliver es demasiado pequeño para usar sus sillas, camas, cuchillos y tenedores, la Reina manda construir una pequeña casa en la que puede ser transportado de un lugar a otro. El viajero queda expuesto a diversas aventuras en razón de su pequeño tamaño. En una excursión a la costa, la casa de Gulliver es atrapado por un águila que termina soltándole sobre el mar, de donde es rescatado por un navío con el que retorna a Inglaterra.

 

 

Parte III: Viaje a Laputa, Balnibarbi, Luggnagg, Glubbdubdrib y Japón []

 

 

5 de agosto de 1706 — 16 de abril de 1710

 

Después de ser atacado por piratas, el navío de Gulliver llega cerca de una rocosa isla desierta, cerca de la India. Afortunadamente es rescatado por la isla flotante de Laputa, un reino dedicado a las artes de la música y las matemáticas pero absolutamente incapaz de utilizarlas de modo práctico.

 

El método de Laputa de tirar rocas sobre las ciudades rebeldes parece también una de las primeras veces en las que el bombardeo aéreo fue concebido como un método de guerra. Mientras está allí, visita la ciudad como un invitado de un cortesano de baja graduación y ve la ruina provocada por la búsqueda ciega de la ciencia sin resultados prácticos en una sátira sobre la Royal Society de la época y sus experimentos.

 

A la espera de aprobación, Gulliver hace un pequeño viaje a la isla de Glubbdubdrib, dónde visita la vivienda de un mago y habla de historia con los fantasmas de hombres célebres, metáfora del tema de los «antiguos contra los modernos» en el libro. También se encuentra con los struldbrugs, inmortales aunque desfortunadamente no jóvenes por siempre, al contrario, viejos y con las enfermedades de la vejez. Gulliver es entonces llevado a Balnibarbi para esperar a un comerciante holandés que puede llevarlo a Japón. Mientras está allí, Gulliver pide al Emperador que le exima de pisotear el crucifijo, ceremonia impuesta a los extranjeros, a lo que el monarca accede. Gulliver vuelve a casa determinado a pasar allí el resto de sus días.

 

 

Parte IV: Viaje al país de los Houyhnhnms []

 

7 de septiembre de 1710 – 2 de julio de 1715

 

A pesar de su intención de quedarse en su hogar, Gulliver vuelve a la mar como el capitán de un mercante de 35 toneladas ya que se aburre como cirujano. En este viaje se ve forzado a encontrar a nueva tripulación, y cree que estos nuevos tripulantes vuelven contra él al resto de la tripulación. Éstos se amotinan y, después de mantenerlo a bordo contra su voluntad, deciden dejarlo en el primer pedazo de tierra que ven y continuar su viaje como piratas. Es abandonado en un bote salvavidas y llega primero ante una raza de lo que parecen horribles criaturas deformes a las que concibe una antipatía violenta.

 

Pronto conoce a un caballo y se da cuenta de que estos animales -en su lenguaje Houyhnhnm, que quiere decir de naturaleza perfecta- son los gobernantes y las deformes criaturas llamadas Yahoos, son seres humanos salvajes. Gulliver se convierte en miembro de la compañía de los caballos y llega tanto a emular como a admirar a los Houyhnhnms y su estilo de vida, rechazando a los humanos como seres dotados de una apariencia de razón que sólo utilizan para exacerbar los vicios que la Naturaleza les dio. Sin embargo, una asamblea de los Houyhnhnms resuelve que Gulliver, un yahoo con algo de razón, es un peligro para su civilización y es expulsado. Es rescatado, contra su voluntad, por unos portugueses, y se sorprende al ver que el capitán Pedro Méndez, al cual llama un yahoo, es una persona generosa. Vuelve a su hogar en Inglaterra. Sin embargo, es incapaz de reconciliarse con la vida entre los humanos y se convierte en un ermitaño, evitando en lo posible a su familia y su esposa, para pasar varias horas al día hablando con los caballos en sus establos.

 

 

Fuente bibliotecasvirtuales. Resumen Primera parte: El autor da algunas referencias de sí y de su familia y de sus primeras inclinaciones a viajar. Naufraga, se salva a nado y toma tierra en el país de Liliput, donde es hecho prisionero e internado...

 

     Mi padre tenía una pequeña hacienda en Nottinghamshire. De cinco hijos, yo era el tercero. Me mandó al Colegio Emanuel, de Cambridge, teniendo yo catorce años, y allí residí tres, seriamente aplicado a mis estudios; pero como mi sostenimiento, aun siendo mi pensión muy corta, representaba una carga demasiado grande para una tan reducida fortuna, entré de aprendiz con míster James Bates, eminente cirujano de Londres, con quien estuve cuatro años, y con pequeñas cantidades que mi padre me enviaba de vez en cuando fuí aprendiendo navegación y otras partes de las Matemáticas, útiles a quien ha de viajar, pues siempre creí que, más tarde o más temprano, viajar sería mi suerte. Cuando dejé a míster Bates, volví al lado de mi padre; allí, con su ayuda, la de mi tío Juan y la de algún otro pariente, conseguí cuarenta libras y la promesa de treinta al año para mi sostenimiento en Leida. En este último punto estudié Física dos años y siete meses, seguro de que me sería útil en largas travesías.

 

     Poco después de mi regreso de Leida, por recomendación de mi buen maestro míster Bates, me coloqué de médico en el Swallow, barco mandado por el capitán Abraham Panell, con quien en tres años y medio hice un viaje o dos a Oriente y varios a otros puntos. Al volver decidí establecerme en Londres, propósito en que me animó míster Bates, mi maestro, por quien fuí recomendado a algunos clientes. Alquilé parte de una casa pequeña en la Old Jewry; y como me aconsejasen tomar estado, me casé con mistress Mary Burton, hija segunda de míster Edmund Burton, vendedor de medias de Newgate Street, y con ella recibí cuatrocientas libras como dote.

 

     Pero como mi buen maestro Bates murió dos años después, y yo tenía pocos amigos, empezó a decaer mi negocio; porque mi conciencia me impedía imitar la mala práctica de tantos y tantos entre mis colegas. Así, consulté con mi mujer y con algún amigo, y determiné volverme al mar. Fui médico sucesivamente en dos barcos y durante seis años hice varios viajes a las Indias Orientales y Occidentales, lo cual me permitió aumentar algo mi fortuna. Empleaba mis horas de ocio en leer a los mejores autores antiguos y modernos, y a este propósito siempre llevaba buen repuesto de libros conmigo; y cuando desembarcábamos, en observar las costumbres e inclinaciones de los naturales, así como en aprender su lengua, para lo que me daba gran facilidad la firmeza de mi memoria.

 

     El último de estos viajes no fue muy afortunado; me aburrí del mar y quise quedarme en casa con mi mujer y demás familia. Me trasladé de la Old Jewry a Fatter Lane y de aquí a Wapping, esperando encontrar clientela entre los marineros; pero no me salieron las cuentas. Llevaba tres años de aguardar que cambiaran las cosas, cuando acepté un ventajoso ofrecimiento del capitán William Pritchard, patrón del Antelope, que iba a emprender un viaje al mar del Sur. Nos hicimos a la mar en Bristol el 4 de mayo de 1699, y la travesía al principio fue muy próspera.

 

     No sería oportuno, por varias razones, molestar al lector con los detalles de nuestras aventuras en aquellas aguas. Baste decirle que en la travesía a las Indias Orientales fuimos arrojados por una violenta tempestad al noroeste de la tierra de Van Diemen. Según observaciones, nos encontrábamos a treinta grados, dos minutos de latitud Sur. De nuestra tripulación murieron doce hombres, a causa del trabajo excesivo y la mala alimentación, y el resto se encontraba en situación deplorable. El 15 de noviembre, que es el principio del verano en aquellas regiones, los marineros columbraron entre la espesa niebla que reinaba una roca a obra de medio cable de distancia del barco; pero el viento era tan fuerte, que no pudimos evitar que nos arrastrase y estrellase contra ella al momento. Seis tripulantes, yo entre ellos, que habíamos lanzado el bote a la mar, maniobramos para apartarnos del barco y de la roca. Remamos, según mi cálculo, unas tres leguas, hasta que nos fue imposible seguir, exhaustos como estábamos ya por el esfuerzo sostenido mientras estuvimos en el barco. Así, que nos entregamos a merced de las olas, y al cabo de una media hora una violenta ráfaga del Norte volcó la barca. Lo que fuera de mis compañeros del bote, como de aquellos que se salvasen en la roca o de los que quedaran en el buque, nada puedo decir; pero supongo que perecerían todos. En cuanto a mí, nadé a la ventura, empujado por viento y marea. A menudo alargaba las piernas hacia abajo, sin encontrar fondo; pero cuando estaba casi agotado y me era imposible luchar más, hice pie. Por entonces la tormenta había amainado mucho.

 

     El declive era tan pequeño, que anduve cerca de una milla para llegar a la playa, lo que conseguí, según mi cuenta, a eso de las ocho de la noche. Avancé después tierra adentro cerca de media milla, sin descubrir señal alguna de casas ni habitantes; caso de haberlos, yo estaba en tan miserable condición que no podía advertirlo. Me encontraba cansado en extremo, y con esto, más lo caluroso del tiempo y la media pinta de aguardiente que me había bebido al abandonar el barco, sentí que me ganaba el sueño. Me tendí en la hierba, que era muy corta y suave, y dormí más profundamente que recordaba haber dormido en mi vida, y durante unas nueve horas, según pude ver, pues al despertarme amanecía. Intenté levantarme, pero no pude moverme; me había echado de espaldas y me encontraba los brazos y las piernas fuertemente amarrados a ambos lados del terreno, y mi cabello, largo y fuerte, atado del mismo modo. Asimismo, sentía varias delgadas ligaduras que me cruzaban el cuerpo desde debajo de los brazos hasta los muslos. Soló podía mirar hacia arriba; el sol empezaba a calentar y su luz me ofendía los ojos. Oía yo a mi alrededor un ruido confuso; pero la postura en que yacía solamente me dejaba ver el cielo. Al poco tiempo sentí moverse sobre mi pierna izquierda algo vivo, que, avanzando lentamente, me pasó sobre el pecho y me llegó casi hasta la barbilla; forzando la mirada hacia abajo cuanto pude, advertí que se trataba de una criatura humana cuya altura no llegaba a seis pulgadas, con arco y flecha en las manos y carcaj a la espalda. En tanto, sentí que lo menos cuarenta de la misma especie, según mis conjeturas, seguían al primero. Estaba yo en extremo asombrado, y rugí tan fuerte, que todos ellos huyeron hacia atrás con terror; algunos, según me dijeron después, resultaron heridos de las caídas que sufrieron al saltar de mis costados a la arena. No obstante, volvieron pronto, y uno de ellos, que se arriesgó hasta el punto de mirarme de lleno la cara, levantando los brazos y los ojos con extremos de admiración, exclamó con una voz chillona, aunque bien distinta: Hekinah degul. Los demás repitieron las mismas palabras varias veces; pero yo entonces no sabía lo que querían decir. El lector me creerá si le digo que este rato fue para mí de gran molestia. Finalmente, luchando por libertarme, tuve la fortuna de romper los cordeles y arrancar las estaquillas que me sujetaban a tierra el brazo izquierdo -pues llevándomelo sobre la cara descubrí el arbitrio de que se habían valido para atarme-, y al mismo tiempo, con un fuerte tirón que me produjo grandes dolores, aflojé algo las cuerdecillas que me sujetaban los cabellos por el lado izquierdo, de modo que pude volver la cabeza unas dos pulgadas. Pero aquellas criaturas huyeron otra vez antes de que yo pudiera atraparlas.

 

     Sucedido esto, se produjo un enorme vocerío en tono agudísimo, y cuando hubo cesado, oí que uno gritaba con gran fuerza: Tolpo phonac. Al instante sentí más de cien flechas descargadas contra mi mano izquierda, que me pinchaban como otras tantas agujas; y además hicieron otra descarga al aire, al modo en que en Europa lanzamos por elevación las bombas, de la cual muchas flechas me cayeron sobre el cuerpo -por lo que supongo, aunque yo no las noté- y algunas en la cara, que yo me apresuré a cubrirme con la mano izquierda. Cuando pasó este chaparrón de flechas oí lamentaciones de aflicción y sentimiento; y hacía yo nuevos esfuerzos por desatarme, cuando me largaron otra andanada mayor que la primera, y algunos, armados de lanzas, intentaron pincharme en los costados. Por fortuna, llevaba un chaleco de ante que no pudieron atravesar.

 

     Juzgué el partido más prudente estarme quieto acostado; y era mi designio permanecer así hasta la noche, cuando, con la mano izquierda ya desatada, podría libertarme fácilmente. En cuanto a los habitantes, tenía razones para creer que yo sería suficiente adversario para el mayor ejército que pudieran arrojar sobre mí, si todos ellos eran del tamaño de los que yo había visto. Pero la suerte dispuso de mí en otro modo. Cuando la gente observó que me estaba quieto, ya no disparó más flechas; pero por el ruido que oía conocí que la multitud había aumentado, y a unas cuatro yardas de mí, hacia mi oreja derecha, oí por más de una hora un golpear como de gentes que trabajasen. Volviendo la cabeza en esta dirección tanto cuanto me lo permitían las estaquillas y los cordeles, vi un tablado que levantaba de la tierra cosa de pie y medio, capaz para sostener a cuatro de los naturales, con dos o tres escaleras de mano para subir; desde allí, uno de ellos, que parecía persona de calidad, pronunció un largo discurso, del que yo no comprendí una sílaba.

 

     Olvidaba consignar que esta persona principal, antes de comenzar su oración, exclamó tres veces: Langro dehul san. (Estas palabras y las anteriores me fueron después repetidas y explicadas.) Inmediatamente después, unos cincuenta moradores se llegaron a mí y cortaron las cuerdas que me sujetaban al lado izquierdo de la cabeza, gracias a lo cual pude volverme a la derecha y observar la persona y el ademán del que iba a hablar. Parecía el tal de mediana edad y más alto que cualquiera de los otros tres que le acompañaban, de los cuales uno era un paje que le sostenía la cola, y aparentaba ser algo mayor que mi dedo medio, y los otros dos estaban de pie, uno a cada lado, dándole asistencia. Accionaba como un consumado orador y pude distinguir en su discurso muchos períodos de amenaza y otros de promesas, piedad y cortesía. Yo contesté en pocas palabras, pero del modo más sumiso, alzando la mano izquierda, y los ojos hacia el sol, como quien lo pone por testigo; y como estaba casi muerto de hambre, pues no había probado bocado desde muchas horas antes de dejar el buque, sentí con tal rigor las demandas de la Naturaleza, que no pude dejar de mostrar mi impaciencia -quizá contraviniendo las estrictas reglas del buen tono -llevándome el dedo repetidamente a la boca para dar a entender que necesitaba alimento. El hurgo -así llaman ellos a los grandes señores, según supe después- me comprendió muy bien. Bajó del tablado y ordenó que se apoyasen en mis costados varias escaleras; más de un centenar de habitantes subieron por ellas y caminaron hacia mi boca cargados con cestas llenas de carne, que habían sido dispuestas y enviadas allí por orden del rey a la primera seña que hice. Observé que era la carne de varios animales, pero no pude distinguirlos por el gusto. Había brazuelos, piernas y lomos formados como los de carnero y muy bien sazonados, pero más pequeños que alas de calandria. Yo me comía dos o tres de cada bocado y me tomé de una vez tres panecillos aproximadamente del tamaño de balas de fusil. Me abastecían como podían buenamente, dando mil muestra de asombro y maravilla por mi corpulencia y mi apetito. Hice luego seña de que me diesen de beber. Por mi modo de comer juzgaron que no me bastaría una pequeña cantidad, y como eran gentes ingeniosísimas, pusieron en pie con gran destreza uno de sus mayores barriles y después lo rodaron hacia mi mano y le arrancaron la parte superior; me lo bebí de un trago, lo que bien pude hacer, puesto que no contenía media pinta, y sabía como una especie de vinillo de Burgundy, aunque mucho menos sabroso. Trajéronme un segundo barril, que me bebí de la misma manera, e hice señas pidiendo más; pero no había ya ninguno que darme. Cuando hube realizado estos prodigios, dieron gritos de alborozo y bailaron sobre mi pecho, repitiendo varias veces, como al principio hicieron: Hekinah degul. Me dieron a entender que echase abajo los dos barriles, después de haber avisado a la gente que se quitase de en medio gritándole: Borach mivola; y cuando vieron por el aire los toneles estalló un grito general de: Hekinah degul. Confieso que a menudo estuve tentado, cuando andaban paseándoseme por el cuerpo arriba y abajo, de agarrar a los primeros cuarenta o cincuenta que se me pusieran al alcance de la mano y estrellarlos contra el suelo; pero el recuerdo de lo que había tenido que sufrir, y que probablemente no era lo peor que de ellos se podía temer, y la promesa que por mi honor les había hecho -pues así interpretaba yo mismo mi sumisa conducta-, disiparon pronto esas ideas. Además, ya entonces me consideraba obligado por las leyes de la hospitalidad a una gente que me había tratado con tal esplendidez y magnificencia. No obstante, para mis adentros no acababa de maravillarme de la intrepidez de estos diminutos mortales que osaban subirse y pasearse por mi cuerpo teniendo yo una mano libre, sin temblar solamente a la vista de una criatura tan desmesurada como yo debía de parecerles a ellos. Después de algún tiempo, cuando observaron que ya no pedía más de comer, se presentó ante mí una persona de alto rango en nombre de Su Majestad Imperial. Su Excelencia, que había subido por la canilla de mi pierna derecha, se me adelantó hasta la cara con una docena de su comitiva, y sacando sus credenciales con el sello real, que me acercó mucho a los ojos, habló durante diez minutos sin señales de enfado, pero con tono de firme resolución. Frecuentemente, apuntaba hacia adelante, o sea, según luego supe, hacia la capital, adonde Su Majestad, en consejo, había decidido que se me condujese. Contesté con algunas palabras, que de nada sirvieron, y con la mano desatada hice seña indicando la otra -claro que por encima de la cabeza de Su Excelencia, ante el temor de hacerle daño a él o a su séquito-, y luego la cabeza y el cuerpo, para dar a entender que deseaba la libertad. Parece que él me comprendió bastante bien, porque movió la cabeza a modo de desaprobación y colocó la mano en posición que me descubría que había de llevárseme como prisionero. No obstante, añadió otras señas para hacerme comprender que se me daría de comer y beber en cantidad suficiente y buen trato. Con esto intenté una vez más romper mis ligaduras; pero cuando volví a sentir el escozor de las flechas en la cara y en las manos, que tenía llenas de ampollas, sobre las que iban a clavarse nuevos dardos, y también cuando observé que el número de mis enemigos había crecido, hice demostraciones de que podían disponer de mí a su talante. Entonces el hurgo y su acompañamiento se apartaron con mucha cortesía y placentero continente. Poco después oí una gritería general, en que se repetían frecuentemente las palabras Peplom Selan y noté que a mi izquierda numerosos grupos aflojaban los cordeles, a tal punto que pude volverme hacia la derecha. Antes me habían untado la cara y las dos manos con una especie de ungüento de olor muy agradable y que en pocos minutos me quitó por completo el escozor causado por las flechas. Estas circunstancias, unidas al refresco de que me habían servido las viandas y la bebida, que eran muy nutritivas, me predispusieron al sueño. Dormí unas ocho horas, según me aseguraron después; y no es de extrañar, porque los médicos, de orden del emperador, habían echado una poción narcótica en los toneles de vino.

 

     A lo que parece, en el mismo momento en que me encontraron durmiendo en el suelo, después de haber llegado a tierra, se había enviado rápidamente noticia con un propio al emperador, y éste determinó en consejo que yo fuese atado en el modo que he referido -lo que fue realizado por la noche, mientras yo dormía-, que se me enviase carne y bebida en abundancia y que se preparase una máquina para llevarme a la capital.

 

     Esta resolución quizá parezca temeraria, y estoy cierto de que no sería imitada por ningún príncipe de Europa en caso análogo; sin embargo, a mi juicio, era en extremo prudente, al mismo tiempo que generosa. Suponiendo que esta gente se hubiera arrojado a matarme con sus lanzas y sus flechas mientras dormía, yo me hubiese despertado seguramente a la primera sensación de escozor, sensación que podía haber excitado mi cólera y mi fuerza hasta el punto de hacerme capaz de romper los cordeles con que estaba sujeto, después de lo cual, e impotentes ellos para resistir, no hubiesen podido esperar merced.

 

    

     Hacía unas cuatro horas que habíamos empezado nuestro viaje, cuando vino a despertarme un accidente ridículo. Habiéndose detenido el carro un rato para reparar no sé qué avería, dos o tres jóvenes naturales tuvieron la curiosidad de recrearse en mi aspecto durante el sueño; se subieron a la máquina y avanzaron muy sigilosamente hasta mi cara. Uno de ellos, oficial de la guardia, me metió la punta de su chuzo por la ventana izquierda de la nariz hasta buena altura, el cual me cosquilleó como una paja y me hizo estornudar violentamente. En seguida se escabulleron sin ser descubiertos, y hasta tres semanas después no conocí yo la causa de haberme despertado tan de repente.

 

     Hicimos una larga marcha en lo que quedaba del día y descansé por la noche, con quinientos guardias a cada lado, la mitad con antorchas y la otra mitad con arcos y flechas, dispuestos a asaetearme si se me ocurría moverme. A la mañana, siguiente, al salir el sol, seguimos nuestra marcha, y hacia el mediodía estábamos a doscientas yardas de las puertas de la ciudad. El emperador y toda su corte nos salieron al encuentro; pero los altos funcionarios no quisieron de ninguna manera consentir que Su Majestad pusiera en peligro su persona subiéndose sobre mi cuerpo.

 

     En el sitio donde se paró el carruaje había un templo antiguo, tenido por el más grande de todo el reino, y que, mancillado algunos años hacía por un bárbaro asesinato cometido en él, fue, según cumplía al celo religioso de aquellas gentes, cerrado como profano. Se destinaba desde entonces a usos comunes, y se habían sacado de él todos los ornamentos y todo el moblaje. En este edificio se había dispuesto que yo me alojara. La gran puerta que daba al Norte tenía cuatro pies de alta y cerca de dos de ancha. Así que yo podía deslizarme por ella fácilmente. A cada lado de la puerta había una ventanita, a no más que seis pulgadas del suelo. Por la de la izquierda, el herrero del rey pasó noventa y una cadenas como las que llevan las señoras en Europa para el reloj, y casi tan grandes, las cuales me ciñeron a la pierna izquierda, cerradas con treinta y seis candados. Frente a este templo, al otro lado de la gran carretera, a veinte pies de distancia, había una torrecilla de lo menos cinco pies de alta. A ella subió el emperador con muchos principales caballeros de su corte para aprovechar la oportunidad de verme, según me contaron, porque yo no los distinguía a ellos. Se advirtió que más de cien mil habitantes salían de la ciudad con el mismo proyecto, y, a pesar de mis guardias, seguramente no fueron menos de diez mil los que en varias veces subieron a mi cuerpo con ayuda de escaleras de mano. Pero pronto se publicó un edicto prohibiéndolo bajo pena de muerte.

 

     Cuando los trabajadores creyeron que ya me sería imposible desencadenarme, cortaron todas las cuerdas que me ligaban, y acto seguido me levanté en el estado más melancólico en que en mi vida me había encontrado. El ruido y el asombro de la gente al verme levantar y andar no pueden describirse. Las cadenas que me sujetaban la pierna izquierda eran de unas dos yardas de largo, y no sólo me dejaban libertad para andar hacia atrás y hacia adelante en semicírculo, sino que también, como estaban fijas a cuatro pulgadas de la puerta, me permitían entrar por ella deslizándome y tumbarme a la larga en el templo.

 

 Capítulo II

 

El emperador de Liliput, acompañado de gentes de la nobleza, acude a ver al autor en su prisión. -Descripción de la persona y el traje del emperador.- Se designan hombres de letras para que enseñen el idioma del país al autor.- Éste se gana el favor por su condición apacible.- Le registran los bolsillos y le quitan la espada y las pistolas.

 

     Cuando me vi de pie miré a mi alrededor, y debo confesar que nunca se me ofreció más curiosa perspectiva. La tierra que me rodeaba parecía toda ella un jardín, y los campos, cercados, que tenían por regla general cuarenta pies en cuadro cada uno, se asemejaban a otros tantos macizos de flores. Alternaban con estos campos bosques como de media pértica; los árboles más altos calculé que levantarían unos siete pies. A mi izquierda descubrí la población, que parecía una decoración de ciudad de un teatro.

 

     Ya había descendido el emperador de la torre y avanzaba a caballo hacia mí; lo que estuvo a punto de costarle caro, porque la caballería, que, aunque perfectamente amaestrada, no tenía en ningún modo costumbre de ver lo que debió de parecerle como si se moviese ante ella una montaña, se encabritó; pero el príncipe, que es jinete excelente, se mantuvo en la silla, mientras acudían presurosos sus servidores y tomaban la brida para que pudiera apearse Su Majestad. Cuando se hubo bajado me inspeccionó por todo alrededor con gran admiración, pero guardando distancia del alcance de mi cadena. Ordenó a sus cocineros y despenseros, ya preparados, que me diesen de comer y beber, como lo hicieron adelantando las viandas en una especie de vehículos de ruedas hasta que pude cogerlos. Tomé estos vehículos, que pronto estuvieron vaciados; veinte estaban llenos de carne y diez de licor. Cada uno de los primeros me sirvió de dos o tres buenos bocados, y vertí el licor de diez envases -estaba en unas redomas de barro- dentro de un vehículo, y me lo bebí de un trago, y así con los demás. La emperatriz y los jóvenes príncipes de la sangre de uno y otro sexo, acompañados de muchas damas, estaban a alguna distancia, sentados en sus sillas de manos; pero cuando le ocurrió al emperador el accidente con su caballo descendieron y vinieron al lado de su augusta persona, de la cual quiero en este punto hacer la prosopografía. Es casi el ancho de mi uña más alto que todos los de su corte, y esto por sí solo es suficiente para infundir pavor a los que le miran. Sus facciones son firmes y masculinas; de labio austríaco y nariz acaballada; su color, aceitunado; su continente, derecho; su cuerpo y sus miembros, bien proporcionados; sus movimientos, graciosos, y majestuoso su porte. No era joven ya, pues tenía veintiocho años y tres cuartos, de los cuales había reinado alrededor de siete con toda felicidad y por lo general victorioso. Para considerarle mejor, me eché de lado, de modo que mi cara estuviese paralela a la suya, mientras él se mantenía a no más que tres yardas de distancia; pero como después lo he tenido en la mano muchas veces, no puedo engañarme en su descripción. Su traje era muy liso y sencillo, y hecho entre la moda asiática y la europea; pero llevaba en la cabeza un ligero yelmo de oro adornado de joyas y con una pluma en la cresta. Tenía en la mano la espada desenvainada para defenderse si acaso yo viniera a escaparme; la espada era de unas tres pulgadas de largo, y la guarnición y la vaina eran de oro, avalorado con diamantes. Su voz era aguda, pero muy clara y articulada; yo no podía oírla estando de pie. Las damas y los cortesanos vestían con la mayor magnificencia; tanto, que el espacio en que se encontraban podía compararse a un guardapiés bordado de figuras de oro y plata que se hubiera extendido en el suelo. Su Majestad Imperial me hablaba con frecuencia, y yo le respondía; pero ni uno ni otro entendíamos palabra.

 

     Estaban presentes varios sacerdotes y letrados -por lo que yo colegí de sus vestidos-, a quienes se encargó que se dirigiesen a mí. Yo les hablé en todos los idiomas de que tenía algún conocimiento, tales como alto y bajo alemán, latín, francés, español, italiano y lengua franca; pero de nada sirvió. Después de unas dos horas se retiró la corte y me dejaron con una fuerte guardia, para evitar la impertinencia y probablemente la malignidad de la plebe, que se apiñaba muy impaciente a mi alrededor todo lo cerca que su temor le permitía, y entre la cual no faltó quien tuviera la desvergüenza de dispararme flechas estando yo sentado en el suelo junto a la puerta de mi casa. Con una de ellas estuvo en nada que me atinase al ojo izquierdo. Entonces el coronel hizo coger a seis de los cabecillas, y pensó que ningún castigo sería tan apropiado como entregarlos atados en mis manos, lo que ejecutaron, en efecto, algunos de sus soldados, empujándolos con los extremos de las picas hasta que estuvieron a mi alcance. Los cogí a todos en la mano derecha, me metí cinco en el bolsillo de la casaca, y en cuanto al sexto hice como si fuese a comérmelo vivo. El pobre hombre gritó despavorido, y el coronel y sus oficiales mostraron gran disgusto, especialmente cuando me vieron sacar mi cortaplumas; pero pronto les tranquilicé, pues mirando amablemente y cortando en seguida las cuerdas con que el hombre estaba atado, lo dejé suavemente en el suelo, donde él al punto echó a correr. Hice lo mismo con los otros, sacándolos del bolsillo uno por uno, y observé que tanto los soldados como el pueblo se consideraron muy obligados por este rasgo de clemencia, que se refirió en la corte muy en provecho mío.

 

     Llegada la noche encontré algo incómoda mi casa, donde tenía que echarme en el suelo, y así tuve que seguir un par de semanas; en este tiempo el emperador dio orden de que se hiciese una cama para mí. Se llevaron a mi casa y se armaron seiscientas camas de la medida corriente. Ciento cincuenta de estas camas, unidas unas con otras, daban el ancho y el largo; a cada una se superpusieron tres más, y, sin embargo, puede creerme el lector si le digo que no me preocupaba en absoluto la idea de caerme al suelo, que era de piedra pulimentada. Según el mismo cálculo se me proporcionaron sábanas, mantas y colchas, bastante buenas para quien de tanto tiempo estaba hecho a penalidades.

 

     La noticia de mi llegada, conforme fue extendiéndose por el reino, atrajo a verme número tan enorme de personas ricas, desocupadas y curiosas, que las poblaciones quedaron casi vacías; y se hubiera llegado a un gran descuido en la labranza y en los asuntos domésticos si Su Majestad Imperial no hubiese proveído por diversos edictos y decretos de gobierno contra esta dificultad. Dispuso que los que ya me hubiesen visto se volviesen a sus casas y que nadie se acercase a la mía en un radio de cincuenta yardas sin permiso de la corte, con lo cual obtuvieron los secretarios de Estados considerables emolumentos.

 

     En tanto, el emperador celebraba frecuentes consejos para discutir qué partido había de tomarse conmigo, y después me aseguró un amigo particular -persona de gran calidad que estaba, según fama, tanto como el que más, en los secretos de Estado- que la corte tenía numerosas preocupaciones respecto de mí. Temían que me libertase, que mi dieta, demasiado costosa, fuera causa de carestías. Algunas veces determinaron matarme de hambre, o, por lo menos, dispararme a la cara y a las manos flechas envenenadas que me despacharían pronto; pero luego consideraban que el hedor de un tan gran cuerpo muerto podía desatar una peste en la metrópoli y probablemente extenderla a todo el reino. En medio de estas consultas, varios oficiales del ejército llegaron a la puerta de la gran Cámara del Consejo, y dos de ellos, que fueron admitidos, dieron cuenta de mi conducta con los seis criminales antes mencionados, conducta que produjo impresión tan favorable para mí en el corazón de Su Majestad y en el de toda la Junta, que se despachó una comisión imperial para obligar a todos los pueblos situados dentro de un radio de novecientas yardas en torno de la ciudad a entregar todas las mañanas seis bueyes, cuarenta carneros y otras vituallas para mi manutención, junto con una cantidad proporcionada de pan, de vino y de otros licores. En pago de todo ello, Su Majestad entregaba asignados contra su tesoro; porque sépase que este príncipe vive especialmente de su fortuna personal y sólo rara vez, en grandes ocasiones, levanta subsidios entre sus vasallos, que están obligados a auxiliarle en las guerras a expensas de sí propios. Se dictó también un estatuto para que se pusieran a mi servicio seiscientas personas, que disfrutaban dietas para su mantenimiento y pabellones convenientemente edificados para ellas a ambos lados de mi puerta. Asimismo se ordenó que trescientos sastres me hiciesen un traje a la moda del país; que seis de los más eminentes sabios de Su Majestad me instruyesen en su lengua, y, por último, que a los caballos del emperador y a los de la nobleza y tropas de guardia se los llevase a menudo a verme para que se acostumbrasen a mí. Todas estas disposiciones fueron debidamente cumplidas, y en tres semanas hice grandes progresos en el estudio del idioma, tiempo durante el cual el emperador me honraba frecuentemente con sus visitas y se dignaba auxiliar a mis maestros en la enseñanza. Ya empezamos a conversar en cierto modo, y las primeras palabras que aprendí fueron para expresar mi deseo de que se sirviese concederme la libertad, lo que todos los días repetía puesto de rodillas. Su respuesta, por lo que pude comprender, era que el tiempo lo traería todo, que no podía pensar en tal cosa sin asistencia de su Consejo, y que antes debía yo Lumos Kelmin peffo defmar lon Emposo: esto es, jurar la paz con él y con su reino. No obstante, yo sería tratado con toda amabilidad; y me aconsejaba conquistar, con mi paciencia y mi conducta comedida, el buen concepto de él y de sus súbditos. Me pidió que no tomase a mal que diese orden a ciertos correctos funcionarios de que me registrasen, porque suponía él que llevaría yo conmigo varias armas que por fuerza habían de ser cosas peligrosísimas si correspondían a la corpulencia de persona tan prodigiosa. Dije que Su Majestad sería satisfecho, porque estaba dispuesto a desnudarme y a volver las faltriqueras delante de él. Esto lo manifesté, parte de palabra, parte por señas. Replicó él que, de acuerdo con las leyes del reino, debían registrarme dos funcionarios; y aunque él sabia que esto no podría hacerse sin mi consentimiento y ayuda, tenía tan buena opinión de mi generosidad y de mi justicia que confiaba en mis manos las personas de sus funcionarios añadiendo que cualquier cosa que me fuese tomada me sería devuelta cuando saliera del país o pagada al precio que yo quisiera ponerle. Tomé a los funcionarios en mis manos y los puse primeramente en los bolsillos de la casaca y luego en todos los demás que el traje llevaba, excepto los dos de la pretina y un bolsillo secreto que no quise que me registrasen y en que guardaba yo alguna cosilla de mi uso que a nadie podía interesar sino a mí. Por lo que hace a los bolsillos de la pretina, en uno llevaba un reloj de plata, y en el otro una pequeña cantidad de oro en una bolsa. Aquellos caballeros, provistos de pluma, tinta y papel, hicieron un exacto inventario de cuanto vieron, y cuando hubieron terminado me pidieron que los bajase para ir a entregárselo al emperador. Este inventario, vertido por mí más tarde dice literalmente como sigue:

 

     «Imprimis. En el bolsillo derecho de la casaca del «Gran-Hombre-Montaña» (así traduzco  Quinbus Flestrin), después del más detenido registro, encontramos sólo una gran pieza de tela ordinaria, de bastante tamaño para servir de alfombra en la gran sala del trono de Vuestra Majestad. En el bolsillo izquierdo vimos una enorme arca de plata, con tapa del mismo metal, que nosotros los comisionados no pudimos alzar. Expresamos nuestro deseo de que fuese abierta, y uno de nosotros se metió en ella, y se encontró hasta media pierna en una especie de polvo, parte del cual nos voló a la cara y nos obligó a estornudar varias veces a los dos. En el bolsillo derecho del chaleco encontramos un enorme envoltorio de objetos blancos, delgados, doblados unos sobre otros, del grandor aproximado de tres hombres, atado con un fuerte cable y marcado con cifras negras, que nosotros, con todos los respetos, suponemos que son escrituras, de letras casi como la mitad de nuestra palma de la mano cada una. En el izquierdo había una especie de artefacto, del dorso del cual se elevaban veinte largas pértigas -algo así como la estacada que hay ante el palacio de Vuestra Majestad-, y con lo cual conjeturamos que el Hombre-Montaña se peina la cabeza, pues no siempre nos decidimos a molestarle con preguntas, a causa de las grandes dificultades que encontrábamos para hacernos comprender de él. En el gran bolsillo del lado derecho de su cubierta media -así traduzco la palabra Ranfu-lo, con que designaban mis calzones- vimos una columna de hierro hueca, de la altura de un hombre, sujeta a un sólido trozo de viga mayor que la columna; de un lado de ésta salían enormes pedazos de hierro, de formas extrañas, que no sabemos para qué puedan servir. En el bolsillo izquierdo, otra máquina de la misma clase. En el bolsillo más pequeño del lado derecho había varios trozos redondos y planos de metal blanco y rojo, de tamaños diferentes; algunos de los trozos blancos, que parecían ser de plata, eran tan grandes y pesados que apenas pudimos levantarlos entre los dos. En el bolsillo izquierdo había dos columnas negras de forma irregular; con dificultad alcanzábamos a su extremo superior desde el fondo del bolsillo. Una de ellas estaba tapada y parecía toda de una pieza; pero en la parte alta de la otra aparecía un objeto redondo, blanco, dos veces como nuestra cabeza de grande, aproximadamente. Dentro de cada uno había cerradas la presión de su vientre. Del de la derecha minado por nuestras órdenes, tuvo que enseñarnos el Gran-Hombre-Montaña, pues sospechábamos que pudieran ser máquinas peligrosas. Las sacó de sus cajas y nos dijo que en su país tenía por costumbre afeitarse la barba con una de ellas y cortar la carne con la otra. Había dos bolsillos en que no pudimos entrar: los llamaba él sus bolsillos de pretina, y eran dos grandes rajas abiertas en la parte superior de su media cubierta, pero que mantenía cerradas la presión de su vientre. Del de la derecha colgaba una gran cadena de plata, con una extraordinaria suerte de máquina al extremo. Le ordenamos sacar lo que hubiese sujeto a esta cadena, que resultó ser una esfera la mitad de plata y la otra mitad de un metal transparente, porque en el lado transparente vimos ciertas extrañas cifras, dibujadas en circunferencia, y que creímos poder tocar, hasta que notamos que nos detenía los dedos aquella substancia diáfana. Nos acercó a los oídos este aparato, que producía un ruido incesante, como el de una aceña. Imaginamos que es, o algún animal desconocido, o el dios que él adora; aunque nos inclinamos a la última opinión, porque nos aseguró -si es que no le entendimos mal, ya que se expresaba muy imperfectamente- que rara vez hacía nada sin consultarlo. Le llamaba su oráculo, y dijo que señalaba cuándo era tiempo para todas las acciones de su vida. De la faltriquera izquierda sacó una red que casi bastaría a un pescador, pero dispuesta para abrirse y cerrarse como una bolsa, y de que se servía justamente para este uso. Dentro encontramos varios pesados trozos de metal amarillo, que, si son efectivamente de oro, deben tener incalculable valor.

 

   

     Después mostró su deseo de que desenvainase la cimitarra, la cual, aunque algo enmohecida por el agua del mar, estaba en su mayor parte en extremo reluciente. Lo hice así, e inmediatamente todas las tropas lanzaron un grito entre de terror y sorpresa, pues al sol brillaba con fuerza, y les deslumbró el reflejo que se producía al flamear yo la cimitarra de un lado para otro. Su Majestad, que es un príncipe por demás animoso, se intimidó mucho menos de lo que yo podía esperar; me ordenó volverla a la vaina y arrojarla al suelo lo más suavemente que pudiese, a unos seis pies de distancia del extremo de mi cadena. Pidió después una de las columnas huecas de hierro, como llamaban a mis pistoletes. Lo saqué, y, conforme a su deseo, le expliqué como pude para qué servía; y cargándolo sólo con pólvora, la cual, gracias a lo bien cerrado de mi bolsa, se libró de mojarse en el mar -percance contra el cual tiene buen ciudado de precaverse todo marinero avisado-, advertí primero al emperador que no se asustara y luego tiré al aire. Aquí el asombro fue mucho mayor que a la vista de la cimitarra. Cientos de hombres cayeron como muertos de repente, y hasta el emperador, aunque no cedió el terreno, no pudo recobrarse en un rato. Entregué los dos pistoletes del mismo modo que había entregado la cimitarra, y luego la bolsa de la pólvora y las balas, previniéndole que pusiese aquélla lejos del fuego, pues con la más pequeña chispa podía inflamarse y hacer volar por los aires su palacio imperial. De la misma manera entregué mi reloj, al que el emperador tuvo tan gran curiosidad por ver, que mandó a dos de los más corpulentos soldados de su guardia que lo sostuvieran sobre un madero en los hombros, como hacen en Inglaterra los carreteros con los barriles de cerveza. Se asombró del continuo ruido que hacía y del movímiento del minutero, que él podía fácilmente percibir -porque la vista de ellos es mucho más perspicaz que la nuestra-, y requirió la opinión de algunos de sus sabios que tenía próximos, opiniones que fueron varias y apartadas, como el lector puede bien imaginar sin que yo se las repita, aunque, desde luego, no pude entenderlas muy perfectamente. Luego entregué las monedas de plata y de cobre, la bolsa, con nueve piezas grandes de oro y algunas más pequeñas; el cuchillo y la navaja de afeitar; el peine, la tabaquera, el pañuelo y el libro diario. La cimitarra, los pistoletes y la bolsa de la carga fueron llevados en carro a los almacenes de Su Majestad; pero las demás cosas me fueron devueltas.

 

     Tenía yo, como antes indiqué, un bolsillo secreto que escapó del registro, donde guardaba unos lentes -que algunas veces usaba por debilidad de la vista-, un anteojo de bolsillo y otros cuantos útiles que, no importando para nada al emperador, no me creí en conciencia obligado a descubrir, y que temía que me rompiesen o estropeasen si me arriesgaba a soltarlos.

 

Capítulo III

 

El autor divierte al emperador y a su nobleza de ambos sexos de modo muy extraordinario. -Descripción de las diversiones de la corte de Liliput. -El autor obtiene su libertad bajo ciertas condiciones.

 

     Mi dulzura y buen comportamiento habían influído tanto en el emperador y su corte, y sin duda en el ejército y el pueblo en general, que empecé a concebir esperanzas de lograr mi libertad en plazo breve.Yo recurría a todos los métodos para cultivar esta favorable disposición. Gradualmente, los naturales fueron dejando de temer daño alguno de mí. A veces me tumbaba y dejaba que cinco o seis bailasen en mi mano, y, por último, los chicos y las chicas se arriesgaron a jugar al escondite entre mi cabello. A la sazón había progresado bastante en el conocimiento y habla de su lengua. Un día quiso el rey obsequiarme con algunos espectáculos del país, en los cuales, por la destreza y magnificencia, aventajan a todas las naciones que conozco. Ninguno me divirtió tanto como el de los volatineros, ejecutado sobre un finísimo hilo blanco tendido en una longitud aproximada de dos pies y a doce pulgadas del suelo. Y acerca de él quiero, contando con la paciencia del lector, extenderme un poco.

 

     Esta diversión es solamente practicada por aquellas personas que son candidatos a altos empleos y al gran favor de la corte. Se les adiestra en este arte desde su juventud y no siempre son de noble cuna y educación elevada. Cuando hay vacante un alto puesto, bien sea por fallecimiento o por ignominia -lo cual acontece a menudo-, cinco o seis de estos candidatos solicitan del emperador permiso para divertir a Su Majestad y a la corte con un baile de cuerda, y aquel que salta hasta mayor altura sin caerse se lleva el empleo. Muy frecuentemente se manda a los ministros principales que muestren su habilidad y convenzan al emperador de que no han perdido sus facultades. Flimnap, el tesorero, es fama que hace una cabriola en la cuerda tirante por lo menos una pulgada más alta que cualquier señor del imperio. Yo le he visto dar el salto mortal varias veces seguidas sobre un plato trinchero, sujeto a la cuerda, no más gorda que un bramante usual de Inglaterra. Mi amigo Reldresal, secretario principal de Negocios Privados, es, en opinión mía -y no quisiera dejarme llevar de parcialidades-, el que sigue al tesorero. El resto de los altos empleados se van allá unos con otros.

 

     Estas distracciones van a menudo acompañadas de accidentes funestos, muchos de los cuales dejan memoria. Yo mismo he visto romperse miembros a dos o tres candidatos. Pero el peligro es mucho mayor cuando se ordena a los ministros que muestren su destreza, pues en la pugna por excederse a sí mismos y exceder a sus compañeros llevan su esfuerzo a tal punto, que apenas existe uno que no haya tenido una caída, y varios han tenido dos o tres. Me aseguraron que un año o dos antes de mi llegada, Flimnap se hubiera desnucado infaliblemente si uno de los cojines del rey, que casualmente estaba en el suelo, no hubiese amortiguado la fuerza de su caída.

 

     Hay también otra distracción que sólo se celebra ante el emperador y la emperatriz y el primer ministro, en ocasiones especiales. El emperador pone sobre la mesa tres bonitas hebras de seda de seis pulgadas de largo: una es azul, otra roja y la tercera verde. Estas hebras representan los premios que aquellas personas a quienes el emperador tiene voluntad de distinguir con una muestra particular de su favor. La ceremonia se verifica en la gran sala del trono de Su Majestad, donde los candidatos han de sufrir una prueba de destreza muy diferente de la anterior, y a la cual no he encontrado parecido en otro ningún país del viejo ni del nuevo mundo. El emperador sostiene en sus manos una varilla por los extremos, en posición horizontal, mientras los candidatos, que se destacan uno a uno, a veces saltan por encima de la varilla y a veces se arrastran serpenteando por debajo de ella hacia adelante y hacia atrás repetidas veces, según que la varilla avanza o retrocede. En algunas ocasiones el emperador tiene un extremo de la varilla y el otro su primer ministro; en otras, el ministro la tiene solo.

 

     Aquel que ejecuta su trabajo con más agilidad y resiste más saltando y arrastrándose es recompensado con la seda de color azul; la roja se da al siguiente, y la verde al tercero, y ellos la llevan rodeándosela dos veces por la mitad del cuerpo. Se ven muy pocas personas de importancia en la corte que no vayan adornadas con un ceñidor de esta índole.

 

     Los caballos del ejército y los de las caballerizas reales, como los habían llevado ante mí diariamente, ya no se espantaban y podían llegar hasta mis mismos pies sin dar corcovos. Los jinetes los hacían saltar mi mano cuando yo la ponía en el suelo, Y uno de los monteros del emperador, sobre un corcel de gran alzada, pasó mi pie con zapato y todo, lo que fue, a no dudar, un formidable salto.

 

    

     Había enviado yo tantos memoriales y tantas solicitudes en demanda de libertad, que Su Majestad, por fin, llevó el asunto primero al Gabinete y luego al Consejo pleno, donde nadie se opuso, excepto Skyresh Bolgolam, quien se complacía, sin que yo le diese motivo alguno, en ser mi mortal enemigo. Pero fue aprobado, en contra de su voluntad, por toda la Junta, y confirmado por el emperador. Ese ministro a que me refiero era Galbet, o sea almirante del reino, persona muy de la confianza de su señor y muy versada en los asuntos, pero de temperamento rudo y agrio. Sin embargo, le persuadieron al fin para que consintiese, pero concediéndole que los artículos y condiciones bajo los cuales se me pusiera en libertad, y que yo debía jurar, fuese él mismo quien los redactase. Estos artículos me fueron presentados por Skyresh Bolgolam en persona, acompañado de los subsecretarios y varias personas significadas. Una vez que me fueron leídos, se me propuso que jurase su cumplimiento, primero a la usanza de mi propio país y luego según el procedimiento descrito por las leyes de allá, y que consistió en sostenerme en alto el pie derecho con la mano izquierda, al tiempo que me colocaba el dedo medio de la mano derecha en la coronilla y el pulgar en la punta de la oreja derecha. Pero como el lector puede que sienta curiosidad por tener una idea del estilo y modo de expresión peculiar de este pueblo, así como por conocer los artículos en virtud de los cuales recobré la libertad, he hecho la traducción de todo el documento, palabra por palabra, tan fielmente como he podido, y quiero sacarlo a luz en este punto:

 

     «Golbasto Momaren Evlame Gurdilo Shefin Mully Ully Gue, muy poderoso emperador de Liliput, delicia y terror del universo, cuyos dominios se extienden cinco mil blustrugs -unas doce millas en circunferencia- hacia los confines del globo; monarca de todos los monarcas, más alto que los hijos de los hombres, cuyos pies oprimen el centro del mundo y cuya cabeza se levanta hasta tocar el Sol; cuyo gesto hace temblar las rodillas de los príncipes de la tierra; agradable como la primavera, reconfortante como el verano, fructífero como el otoño, espantoso como el invierno. Su Muy Sublime Majestad propone al Hombre-Montaña, recientemente llegado a nuestros celestiales dominios, los artículos siguientes, que por solemne juramento él viene obligado a cumplir:

 

     »Primero. El Hombre-Montaña no saldrá de nuestros dominios sin una licencia nuestra con nuestro gran sello.

 

     »Segundo. No le será permitido entrar en nuestra metrópoli sin nuestra orden expresa. Cuando esto suceda, los habitantes serán avisados con dos horas de anticipación para que se encierren en sus casas.

 

     »Tercero. El citado Hombre-Montaña limitará sus paseos a nuestras principales carreteras, y no deberá pasearse ni echarse en nuestras praderas ni en nuestros sembrados.

 

     »Cuarto. Cuando pasee por las citadas carreteras pondrá el mayor cuidado en no pisar el cuerpo de ninguno de nuestros amados súbditos, así como sus caballos y carros, y en no coger en sus manos a ninguno de nuestros súbditos sin consentimiento del propio interesado.

 

     »Quinto. Si un correo requiriese extraordinaria diligencia, el Hombre-Montaña estará obligado a llevar en su bolsillo al mensajero con su caballo un viaje de seis días, una vez en cada luna, y, si fuese necesario, a devolver sano y salvo al citado mensajero a nuestra imperial presencia.

 

     »Sexto. Será nuestro aliado contra nuestros enemigos de la isla de Blefuscu, y hará todo lo posible por destruir su flota, que se prepara actualmente para invadir nuestros dominios.

 

     »Séptimo. El citado Hombre-Montaña, en sus ratos de ocio, socorrerá y auxiliará a nuestros trabajadores, ayudándoles a levantar determinadas grandes piedras para rematar el muro del parque principal y otros de nuestros reales edificios.

 

     »Octavo. El citado Hombre-Montaña entregará en un plazo de dos lunas un informe exacto de la circunferencia de nuestros dominios, calculada en pasos suyos alrededor de la costa.

 

     »Noveno. Finalmente, bajo su solemne juramento de cumplir todos los anteriores artículos, el citado Hombre-Montaña dispondrá de un suministro diario de comida y bebida suficiente para el mantenimiento de 1.724 de nuestros súbditos, y gozará libre acceso a nuestra real persona y otros testimonios de nuestra gracia. Dado en nuestro palacio de Belfaborac, el duodécimo día de la nonagésimaprimera luna de nuestro reinado.»

 

   

 Capítulo IV

 

 Descripción de Mildendo, metrópoli de Liliput, con el palacio del emperador. -Conversación entre el autor y un secretario principal acerca de los asuntos de aquel imperio. -El ofrecimiento del autor para servir al emperador en sus guerras.

 

     Lo primero que pedí después de obtener la libertad fue que me concediesen licencia para visitar a Mildendo, la metrópoli; licencia que el emperador me concedió fácilmente, pero con el encargo especial de no producir daño a los habitantes ni en las casas. Se notificó a la población por medio de una proclama mi propósito de visitar la ciudad. La muralla que la circunda es de dos pies y medio de alto y por lo menos de once pulgadas de anchura, puesto que puede dar la vuelta sobre ella con toda seguridad un coche con sus caballos, y está flanqueada con sólidas torres a diez pies de distancia. Pasé por encima de la gran Puerta del Oeste, y, muy suavemente y de lado, anduve las dos calles principales, sólo con chaleco, por miedo de estropear los tejados y aleros de las casas con los faldones de mi casaca. Caminaba con el mayor tiento para no pisar a cualquier extraviado que hubiera podido quedar por las calles, aunque había órdenes rigurosas de que todo el mundo permaneciese en sus casas, ateniendose a los riesgos los desobedientes. Las azoteas y los tejados estaban tan atestados de espectadores, que pensé no haber visto en todos mis viajes lugar más populoso. La ciudad es un cuadrado exacto y cada lado de la muralla tiene quinientos pies de longitud. Las dos grandes calles que se cruzan y la dividen en cuatro partes iguales tienen cinco pies de anchura. Las demás vías, en que no pude entrar y sólo vi de paso, tienen de doce a dieciocho pulgadas. La población es capaz para quinientas mil almas. Las casas son de tres a cinco pisos; las tiendas y mercados están perfectamente abastecidos.

 

     El palacio del emperador está en el centro de la ciudad, donde se encuentran las dos grandes calles. Lo rodea un muro de dos pies de altura, a veinte pies de distancia de los edificios. Obtuve permiso de Su Majestad para pasar por encima de este muro; y como el espacio entre él y el palacio es muy ancho, pude inspeccionar éste por todas partes. El patio exterior es un cuadrado de cuarenta pies y comprende otros dos; al más interior dan las habitaciones reales, que yo tenía grandes deseos de ver; pero lo encontré extremadamente difícil, porque las grandes puertas de comunicación entre los cuadros sólo tenían dieciocho pulgadas de altura y siete pulgadas de ancho. Por otra parte, los edificios del patio externo tenían por lo menos cinco pies de altura, y me era imposible pasarlo de una zancada sin perjuicios incalculables para la construcción, aun cuando los muros estaban sólidamente edificados con piedra tallada y tenían cuatro pulgadas de espesor. También el emperador estaba muy deseoso de que yo viese la magnificencia de su palacio; pero no pude hacer tal cosa hasta después de haber dedicado tres días a cortar con mi navaja algunos de los mayores árboles del parque real, situado a unas cien yardas de distancia de la ciudad. Con estos árboles hice dos banquillos como de tres pies de altura cada uno y lo bastante fuertes para soportar mi peso. Advertida la población por segunda vez, volví a atravesar la ciudad hasta el palacio con mis dos banquetas en la mano. Cuando estuve en el patio exterior me puse de pie sobre un banquillo, y tomando en la mano el otro lo alcé por encima del tejado y lo dejé suavemente en el segundo patio, que era de ocho pies de anchura. Pasé entonces muy cómodamente por encima del edificio desde un banquillo a otro y levanté el primero tras de mí con una varilla en forma de gancho. Con esta traza llegué al patio interior, y, acostándome de lado, acerqué la cara a las ventanas de los pisos centrales, que de propósito estaban abiertas, y descubrí las más espléndidas habitaciones que imaginarse puede. Allí vi a la emperatriz y a la joven princesa en sus varios alojamientos, rodeadas de sus principales servidores. Su Majestad Imperial se dignó dirigirme una graciosa sonrisa y por la ventana me dio su mano a besar.