La señora Dalloway 2 Segunda entrega
de Virginia Woolf

La señora Dalloway 2 Segunda entrega

 

 

Fuente valvanera. De repente la señora Coates miró al cielo. El sonido de un aeroplano penetró en tremendo zumbido en los oídos de la multitud. Por allí venía, sobre los árboles, dejando tras sí una estela de humo blanco, que se ondulaba y retorcía, ¡escribiendo algo!, ¡trazando letras en el cielo! Todos alzaron la vista.

 

Después de dejarse caer como muerto, el aeroplano se alzó rectamente, dibujó un arco, aceleró, se hundió; se alzó e, hiciera lo que hiciera, fuera a donde fuera, detrás iba dejando una gruesa y alborotada línea de humo blanco, que se rizaba y retorcía en el cielo formando letras. Pero, ¿qué letras? ¿Era acaso una C? ¿Una E y después una L? Sólo un instante se quedaban las letras quietas; luego se movían y se mezclaban y se borraban del cielo, y el aeroplano veloz se alejaba todavía más, y de nuevo, en un nuevo espacio del cielo, comenzaba a escribir, una K y una E y una Y quizá.

 

—Blaxo—dijo la señora Coates, en voz tensa, maravillada, fija la vista en lo alto, con el niño rígido y blanco en sus brazos.

 

—Kreemo—murmuró como una sonámbula la señora Bletchley.

 

Sosteniendo el sombrero con la mano perfectamente quieta, el señor Bowley miró a lo alto. A lo largo del Mall la gente parada miraba el cielo. Y, mientras miraban, el mundo entero quedó en total silencio, y una bandada de gaviotas cruzó el cielo, primero una, en cabeza, y después otra, y en este extraordinario silencio y paz, en esta palidez, en esta pureza, las campanas sonaron doce veces, y el sonido fue muriendo entre las gaviotas.

 

El aeroplano giraba y corría y trazaba curvas exactamente en el lugar deseado, aprisa, libremente, como un patinador...

 

—Esto es una E—dijo la señora Bletchley... O como un bailarín...

 

—Es caramelo —murmuró el señor Bowley...

 

(y el automóvil cruzó la verja, y nadie lo miró), y cerrando la salida de humo se alejó de prisa más y más, y el humo se adelgazó y fue a juntarse con las anchas y blancas formas de las nubes.

 

Había desaparecido; estaba detrás de las nubes. No había sonido. Las nubes a las que las letras E, G o L se habían unido se movían libremente, como si estuvieran destinadas a ir de oeste a este, en cumplimiento de una misión de la mayor importancia que jamás podría ser revelada, aun cuando, ciertamente, era esto: una misión de la mayor importancia. De repente, tal como un tren sale del túnel, de las nubes salió otra vez el aeroplano el sonido penetró en los oídos de toda la gente del Mall, de Green Park, de Piccadilly, de Regent Street, de Regent's Park, y la barra de humo se curvó tras él y el aeroplano descendió, y se elevó y escribió letra tras letra, pero ¿qué palabra escribía?

 

Lucrezia Warren Smith, sentada junto a su marido en un asiento del Sendero Ancho de Regent's. Park, alzó la vista y gritó:

 

—¡Mira, mira, Septimus!

 

Sí, porque el doctor Holmes le había dicho que debía procurar que su marido (que no padecía nada serio, aunque estaba algo delicado) se tomara interés en cosas ajenas a su persona.

 

Septimus levantó la vista y pensó: parece que me dirigen un mensaje. Aunque no en palabras propiamente dichas; es decir, todavía no podía leer aquel mensaje; sin embargo aquella belleza, aquella exquisita belleza era evidente, y las lágrimas llenaron los ojos de Septimus mientras contemplaba cómo las palabras de humo se debilitaban y se mezclaban con el cielo y le otorgaban su inagotable caridad, su riente bondad, forma tras forma de inimaginable belleza, dándole a entender su propósito de darle, a cambio de nada, para siempre, sólo con mirar, belleza, ¡más belleza! Las lágrimas se deslizaban por las mejillas de Septimus.

 

Era caramelo; anunciaban caramelos, dijo una niñera a Rezia. Las dos juntas comenzaron a deletrear C. . .a. . .r. . .

 

"K...R...", dijo la niñera, y Septimus la oyó pronunciar junto a su oído: "Cay. . . Arr. . ." con voz profunda, suave, como un dulce órgano, pero con una cierta brusquedad de saltamontes, que rascó deliciosamente la espina dorsal de Septimus, y mandó a su cerebro oleadas de sonido que, al chocar, se rompieron. Fue un maravilloso descubrimiento: la voz humana, dadas ciertas condiciones atmosféricas (ante todo hay que ser científico, muy científico), ¡puede dar vida a los árboles! Afortunadamente Rezia puso su mano, con tremendo peso, sobre la rodilla de Septimus, con lo que éste quedó aplomado, ya que de lo contrario la excitación de ver a los olmos levantándose y cayendo, levantándose y cayendo, con todas sus hojas encendidas y el color debilitándose y fortificándose del azul al verde de una ola traslúcida, como plumeros de caballos, como plumas en la cabeza de una señora, tan altiva era la manera en que se alzaban y descendían tan soberbia, le hubiera hecho perder la razón. Pero Septimus no estaba dispuesto a enloquecer. Cerraría los ojos; no vería nada más.

 

Pero por señas le llamaban; las hojas estaban vivas; los árboles estaban vivos. Y las hojas, por estar conectadas mediante millones de fibras con el cuerpo de Septimus, allí sentado, lo abanicaban de arriba abajo; cuando la rama se alargaba, también Septimus se expresaba así. Los gorriones revoloteando, alzándose y descendiendo sobre melladas fuentes formaban parte de aquel dibujo; del blanco y el azul rayado por las negras ramas. Con premeditación los sonidos componían armonías, y los espacios entre ellas eran tan expresivos como los sonidos. Un niño lloraba. A la derecha y a lo lejos sonó un cuerno. Todo ello, juntamente considerado, significaba el nacimiento de una nueva religión.

 

—¡Septimus!—dijo Rezia.

 

Septimus sufrió un violento sobresalto. La gente forzosamente tuvo que darse cuenta.

 

—Voy a la fuente y vuelvo—dijo Rezia.

 

Sí, porque no podía aguantarlo más. El doctor Holmes podía decir que a Septimus no le ocurría nada. ¡Pero Rezia hubiera preferido verle muerto! Era incapaz de seguir sentada a su lado, cuando le daban aquellos sobresaltos, y cuando no la veía, y cuando lo transformaba todo en algo terrible; cielo y árbol, niños jugando, carros rodando, silbatos silbando, todo cayendo: todo era terrible. Y Septimus no se mataría, y Rezia no podía explicarlo a nadie. "Septimus ha estado trabajando demasiado", esto era cuanto Rezia podía decir a su propia madre. Pensó que amar la convierte a una en un ser solitario. No podía hablar con nadie, ahora ni siquiera con Septimus, y, volviendo la vista atrás, le vio sentado, envuelto en su deslucido abrigo, solo y encorvado, fija la vista en el vacío. Indicaba cobardía el que un hombre dijera que quería matarse, pero Septimus había luchado; era valiente, ahora ya no era Septimus. Rezia se ponía su nuevo cuello de encaje. Se ponía el sombrero nuevo, y Septimus ni se daba cuenta; y era feliz sin ella. ¡Pero, sin Septimus, no había nada que pudiera hacer feliz a Rezia! ¡Nada! Septimus era un egoísta. Todos los hombres lo son. Y no estaba enfermo. El doctor Holmes decía que Septimus no tenía nada. Rezia extendió la mano ante su vista. ¡Mira! La alianza le resbalaba; tanto había adelgazado. Era ella quien sufría, pero no podía contárselo a nadie.

 

Lejos estaba Italia y las blancas casas y la habitación en que sus hermanas confeccionaban sombreros, y las calles atestadas todos los atardeceres de gente que iba de paseo, que reía sonoramente, de gente que no estaba tan sólo medio viva, ¡como la gente de aquí que, sentada en tristes sillas, contemplaba unas flores, pocas y feas, que crecían en tiestos!

 

—Me gustaría que vierais los jardines de Milán —dijo Rezia en voz alta. Pero, ¿a quién?

 

No había nadie. Sus palabras se desvanecieron. Como se extingue un cohete. Brilla, después de haberse abierto paso en la noche, se rinde a la noche, desciende la oscuridad, cubre los perfiles de casas y torres, se suavizan las laderas de las colinas, y se hunden. Pero pese a que todo desaparece, la noche está repleta; privado de color, en la ceguera de las ventanas, todo existe de manera más grave, todo da lo que la franca luz del día no puede transmitir, la inquietud y la intriga de las cosas conglomeradas en las tinieblas, apiñadas en las tinieblas, carentes del relieve que les da el alba cuando, pintando los muros de blanco y de gris, rebrillando en los cristales de las ventanas, levantando la niebla de los campos mostrando las vacas pardirrojas que pastan en paz, todo queda de nuevo amarrado a los ojos, todo existe otra vez. Estoy sola, ¡estoy sola!, gritó junto a la fluente de Regent's Park (contemplando al indio con su cruz), quizá como lo estoy a medianoche cuando, borrados todos los límites, el país recupera su antigua forma, tal como los romanos lo vieron, envuelto en nubes, cuando desembarcaron, y las colinas carecían de nombre, y los ríos serpenteaban hacia no sabían ellos dónde. Tal era la oscuridad en que Rezia se hallaba, cuando de repente, cual si hubiera aparecido una plataforma y Rezia se encontrara en ella, se dijo que era la esposa de Septimus, casada con él hacía años en Milán, sí, su esposa, ¡y nunca, nunca, diría que Septimus estaba loco! ¡Y, ahora, se había ido, se había ido a matarse, tal como había amenazado, a arrojarse al paso de un carro! Pero no, allí estaba, aún sentado solo, con su deslucido abrigo, cruzadas las piernas, fija la vista, hablando para sí en voz alta.

 

Los hombres no deben cortar los árboles. Hay un Dios. (Septimus anotaba estas revelaciones al dorso de sobres.) Cambia el mundo. Nadie mata por odio. Hazlo saber (lo escribió). Esperó. Escuchó. Un gorrión, encaramado en la verja ante él, pió Septimus, Septimus, cuatro o cinco veces, y siguió emitiendo notas para cantar con lozanía y penetración, en griego, que el crimen no existe, y se le unió otro gorrión, y ambos cantaron en voces prolongadas y penetrantes, en griego, en los árboles del valle de la vida, más allá del río por el que los muertos caminan, que la muerte no existe.

 

Allí estaba la mano de Septimus, allí estaban los muertos. Cosas blancas se congregaban al otro lado de la verja frente a él. Pero no osaba mirar. ¡Evans estaba detrás de la verja!

 

—¿Qué dices? —preguntó Rezia de repente, sentándose a su lado.

 

¡Interrumpido de nuevo! Rezia le estaba interrumpiendo siempre.

 

Lejos de la gente, debían alejarse de la gente, dijo Septimus (levantándose de un salto), e irse allá inmediatamente, al lugar en que había sillas bajo la copa de un árbol, y la larga ladera del parque descendía como una pieza de verde lana, con un cielo de tela azul y humo rosado muy en lo alto, y había un conglomerado de casas lejanas e irregulares envueltas en humo y el tránsito murmuraba en círculo, y a la derecha animales de sombríos colores alargaban el largo cuello sobre la empalizada del zoo, ladrando y aullando. Allí se sentaron, bajo la copa del árbol.

 

Indicando una reducida tropa de muchachos con palos de jugar al cricket, uno de los cuales arrastraba los pies y daba giros sobre un talón y arrastraba los pies, como si imitara a un payaso, Rezia imploró:

 

—Mira.

 

Rezia imploró "mira", debido a que el doctor Holmes le había dicho que debía procurar que Septimus se fijara en cosas reales, que fuera al music hall, que jugara al cricket. Sí, dijo el doctor Holmes, no hay juego como el cricket, juego al aire libre, el más indicado para su marido.

 

—Mira—repitió Rezia.

 

Mira, le invitaba lo no visto, la voz que ahora comunicaba con él, que era el ser más grande de la humanidad, Septimus, últimamente transportado de la vida a la muerte, el Señor que había venido para renovar la sociedad, el que yacía como una colcha, como una capa de nieve sólo tocada por el sol sin consumirse jamás sufriendo siempre, el chivo expiatorio, el sufriente eterno, pero él no quería ser esto, gimió, apartando de sí con un ademán aquel eterno sufrir, aquella eterna soledad.

 

Para evitar que hablara en voz alta, para sí, fuera de casa, Rezia repitió:

 

—Mira.

 

Y volvió a implorar:

 

—Oh, mira.

 

Pero, ¿qué podía mirar? Unos cuantos corderos. Esto era todo.

 

Cómo ir a la estación del metro de Regent's Park, sí, podían decirle cómo ir a la estación del metro de Regent's Park, preguntó Maisie Johnson. Hacía sólo dos días que hábía llegado de Edimburgo.

Para que no viera a Septimus, Rezia la echó a un lado con un ademán, y exclamó:

 

—¡No es por aquí! ¡Es por allá!

 

Los dos parecen raros, pensó Maisie Johnson. Todo le parecía muy raro. Era la primera vez que estaba en Londres, y había venido para trabajar a las órdenes de su tío en Leadenhall Street, y ahora, al cruzar Regent's Park por la mañana, aquella pareja la había sobresaltado. La joven parecía extranjera, y el hombre parecía raro; hasta el punto de que, cuando fuera vieja, aún los recordaría, y entre otros recuerdos haría sonar el recuerdo de la hermosa mañana de verano en que habia cruzado Regent's Park cincuenta años atrás. Sí, ya que ella sólo contaba diecinueve años, y por fin había alcanzado su propósito de ir a Londres; y ahora, qué rara era aquella pareja a quien había preguntado cómo ir a la estación del metro; la chica se había sobresaltado y había agitado la mano, y el hombre parecía terriblemente raro; quizá se estaban peleando; quizá se estaban separando para siempre; le constaba que algo les ocurría; y ahora toda esa gente (había vuelto al Sendero Ancho), los estanques de piedra, las lindas flores, los hombres viejos y las mujeres, inválidos casi todos ellos, sentados en sillas, todo parecía, después de Edimburgo, muy raro. Y Maisie Johnson se unió a la gente que arrastraba suavemente los pies, miraba con vaguedad, a la gente besada por la brisa, mientras las ardillas se subían a las ramas y se acicalaban, los gorriones revoloteaban abandonando las fuentes para pedir migajas, y los perros se entretenían en la barandilla y se entretenían los unos a los otros, bañados por el suave y cálido aire que daba al mirar fijo y sin sorprese con el que recibían la vida cierta expresión caprichosa y dulcificada, y Maisie Johnson supo, sin la menor duda, que debía gritar ¡oh! (ya que aquel joven sentado la había sobresaltado mucho; le constaba que allí pasaba algo).

 

¡Horror! ¡horror!, deseaba gritar. (Había abandonado a los suyos; le habían advertido lo que podía ocurrir.)

 

¿Por qué no se había quedado en casa?, gritó crispando la mano en la bola de hierro de la verja.

 

Esta chica, pensó la señora Dempster (que guardaba restos de pan para las ardillas y a menudo almorzaba en Regent's Park), no sabe nada de nada; y realmente la señora Dempster consideraba que más valía ser un poco robusta, un poco desaliñada, un poco moderada en las ambiciones. Percy bebía. Bueno, mejor tener un hijo, pensó la señora Dempster. Fue duro para la señora Dempster, y no pudo evitar una sonrisa al ver a aquella chica. Te casarás, porque eres lo bastante linda para ello, pensó la señora Dempster. Cásate, pensó, y verás. Oh, las cocineras y todo lo demás. Cada hombre tiene su manera de ser. Pero no sé si hubiera decidido lo mismo que decidí, si hubiera estado enterada de antemano, pensó la señora Dempster, y no pudo evitar el deseo de decirle unas palabras al oído a Maisie Johnson, de sentir en la arrugada piel de su cara vieja y marchita el beso de la piedad. Sí, porque ha sido una vida dura, pensó la señora Dempster. ¿Qué no he dado yo a esta vida? Rosas; la figura; y también los pies. (Escondió los pies deformes y abollados bajo la falda.)

 

Rosas, pensó con sarcasmo. Basura, querida. Sí, porque realmente, entre comer, beber, cohabitar, entre días buenos y días malos, la vida no había sido cuestión de rosas, y digamos también, lo cual es más importante todavía, que Carrie Dempster no sentía el menor deseo de cambiar su sino por el de otra mujer, fuere quien fuese, de Kentish Town. Pero imploraba piedad. Piedad por la pérdida de las rosas. Pedía la piedad de Maisie Johnson, en pie junto a los prados de jacintos.

 

Pero, ¡ah, el aeroplano! ¿Acaso la señora Dempster no había ansiado siempre ver países extranjeros? Tenía un sobrino misionero. El aeroplano se elevaba veloz. Siempre se hacía a la mar, en Margate, aunque sin perder de vista la tierra, y no aguantaba a las mujeres que temían al agua. El aeroplano giró y descendió. La señora Dempster tenía el estómago en la boca. Hacia arriba otra vez. Dentro va un guapo muchacho, apostó la señora Dempster; y se alejó y se alejó, deprisa, desvaneciéndose, más y más lejos, el aeroplano, pasando muy alto sobre Greenwich y todos los mástiles, sobre la islilla de grises iglesias, San Pablo y las demás, hasta que a uno y otro lado de Londres, se extendieron llanos los campos y los bosques castaño oscuro en donde aventureros tordos, saltando audazmente, rápida la mirada, atrapaban al caracol y lo golpeaban contra una piedra, una, dos, tres veces.

 

El aeroplano se alejó más y más hasta que sólo fue una brillante chispa, una aspiración, una concentración, un símbolo (tal le pareció al señor Bentley, que vigorosamente segaba el césped de su jardín en Greenwich) del alma del hombre; de su decisión, pensó el señor Bentley segando el césped alrededor del cedro, de escapar de su propio cuerpo, salir de su casa, mediante el pensamiento, Einstein, la especulación, las matemáticas, la teoría de Mendel. Veloz se alejaba el aeroplano.

 

Entonces, mientras un hombre andrajoso y estrambótico con una cartera de cuero, permanecía en pie en la escalinata de la catedral de St. Paul, y dudaba, porque dentro estaba el bálsamo, una gran bienvenida, innumerables tumbas con banderas ondeando encima, trofeos de victorias conseguidas, no contra ejércitos, sino, pensaba el hombre, sobre este enojoso espíritu de búsqueda de la verdad que me ha dejado en la situación en que me encuentro, y, más aún, la catedral ofrecía compañía, pensaba el hombre, porque le invita a uno a ser miembro de una sociedad; grandes hombres pertenecen a ella; hay mártires que han muerto por ella; por qué no entrar, pensó, y poner esta cartera de cuero repleta de folletos ante un altar, una cruz, el símbolo de algo que se ha elevado por encima de la búsqueda, la persecución y la unión de palabras, y se ha convertido en puro espíritu, sin cuerpo, etéreo, ¿por qué no entrar?, pensó, y mientras el hombre dudaba el aeroplano se alejó sobre Ludgate Circus.

 

Era raro; era silencioso. Ni un sonido se oía por encima del tránsito. Parecía que nadie lo guiara, que volara por obra de su propia voluntad. Y ahora se alzó en una curva, y subía rectamente, como algo que se elevara en éxtasis, en puro deleite, y de su parte trasera surgía el humo que, retorciéndose, escribió una C y una A y una R.

 

—¿Qué miran? —preguntó Clarissa Dalloway a la doncella que le abrió la puerta de su casa.

 

El vestíbulo de su casa era fresco como una cripta. La señora Dalloway se llevó la mano a los ojos, y, mientras la doncella cerraba la puerta, la señora Dalloway oyó el rumor de las faldas de Lucy, y se sintió como una monja que se ha apartado del mundo y nota la sensación de los familiares velos que la envuelven, y su reacción a las viejas devociones. La cocinera silbaba en la cocina. Oyó el tecleo de una máquina de escribir. Era su vida, y, bajando la cabeza sobre la mesa del vestíbulo, se inclinó bajo aquella influencia, se sintió bendita y purificada, diciéndose, en el momento de coger el bloc con el mensaje telefónico escrito en él, que momentos como aquél eran brotes del árbol de la vida, flores de tinieblas, pensó (como si una hermosa rosa hubiera florecido sólo para sus ojos). Y ni por un momento creyó en Dios, pero, pensó, levantando el bloc, precisamente por ello una debe recompensar en el vivir cotidiano a los domésticos, sí, a los perros y a los canarios, y sobre todo a Richard, su marido, que era la base de todo—de los alegres sonidos, de las verdes luces, del silbar de la cocinera, ya que la señora Walker era irlandesa y se pasaba el día silbando—, una debe pagar este secreto depósito de exquisitos instantes, pensó, y levantó más el bloc; mientras Lucy estaba en pie junto a ella intentando explicarle:

 

—El señor Dalloway, señora...

 

Clarissa leyó en el bloc: "Lady Bruton desea saber si el señor Dalloway puede almorzar con ella hoy."

 

—El señor Dalloway, señora, me ha encargado que le dijera que hoy no almorzará en casa.

 

—¡Vaya!

 

Y Lucy, tal como Clarissa deseaba, participó en su desilusión (aunque no en el dolor); Lucy sintió la concordia entre las dos; obedeció a la insinuación; pensó en el modo en que las gentes de la clase media aman; doró con calma su propio futuro; y, cogiendo la sombrilla de la señora Dalloway, la transportó como si fuera un arma sagrada que una diosa, después de haberse comportado honrosamente en el campo de batalla, abandona, y la colocó en el paragüero.

 

Clarissa dijo: "No temas más." No temas más el ardor del sol; porque la desagradable sorpresa de que Lady Bruton hubiera invitado a almorzar a Richard sin ella hizo que el momento en que Clarissa se hallaba se estremeciera, tal como la planta en el cauce del río siente el golpe del remo y se estremece: así se estremeció, así tembló Clarissa.

 

Millicent Bruton, cuyos almuerzos, según se decía, eran extremadamente divertidos, no la había invitado. Los celos vulgares no podían separar a Clarissa de Richard. Pero Clarissa temía al tiempo en sí mismo, y había leído en el rostro de Lady Bruton, como si fuera un círculo tallado en impasible piedra, que la vida iba acabándose, que año tras año quedaba recortada su participación en ella, que el margen que le quedaba poco podía ya ampliarse, poco podía absorber, como en los años juveniles, los colores, las sales, los tonos de la existencia, de manera que Clarissa llenaba la habitación en que entraba, y sentía a menudo, en el momento de quedar dubitativa ante la entrada de su sala de estar, la exquisita sensación de estar en suspenso, cual la siente el nadador que se dispone a arrojarse al mar, mientras éste se oscurece y se ilumina bajo su cuerpo, y las olas amenazan con romper, pero sólo rasgan suavemente la superficie, y, al parecer, hacen rodar, ocultan e incrustan de perlas las algas.

 

Dejó el bloc en la mesa del vestíbulo. Comenzó a subir despacio la escalera, como si hubiera salido de una fiesta en la que ahora este amigo, luego aquél, hubieran reflejado su propia cara, hubieran sido el eco de su voz; como si hubiera cerrado la puerta y hubiera salido y hubiera quedado sola, solitaria figura contra una noche terrible, o mejor, para ser exactos, contra la objetiva mirada de esta mañana de junio; esta mañana que tenía para algunos la suavidad del pétalo de rosa, según sabía y según sintió en el momento en que se detuvo junto a la ventana abierta en la escalera, cuyas cortinas ondeaban, dejando entrar los ladridos de los perros, dejando entrar, pensó, sintiéndose repentinamente marchita, avejentada, sin pecho, la barahúnda, el aliento y el florecer del día fuera de la casa, fuera de la ventana, fuera de su propio cuerpo y de su cerebro que ahora vacilaba, porque Lady Bruton, cuyos almuerzos, se decía, eran extraordinariamente divertidos, no la había invitado.

 

Como una monja retirándose, o como un niño explorando una torre, fue hasta el piso superior, se detuvo ante una ventana, se dirigió al baño. Allí estaba el linóleo verde y un grifo que goteaba. Había un vacío alrededor del corazón de la vida; una estancia de ático. Las mujeres deben despojarse de sus ricos atavíos. Al llegar el mediodía deben quitarse las ropas. Pinchó la almohadilla y dejó el amarillo sombrero con plumas sobre la cama. Las sábanas estaban limpias, tensamente estiradas en una ancha banda que iba de un lado al otro. Su cama se haria más y más estrecha. La vela se había consumido hasta su mitad, y Clarissa estaba profundamente inmersa en las Memorias del Barón Marbot. Hasta muy avanzada la noche había leído la retirada de Moscú. Debido a que la Cámara deliberaba hasta muy tarde, Richard había insistido en que Clarissa, después de su enfermedad, durmiera sin ser molestada. Y realmente ella prefería leer la retirada de Moscú. Richard lo sabía. Por esto el dormitorio era una estancia de ático; la cama, estrecha; y mientras yacía allí leyendo, ya que dormía mal, no podía apartar de sí una virginidad conservada a través de los partos, pegada a ella como una sábana. Bella en la adolescencia, llegó bruscamente el instante—por ejemplo, en el río, bajo los bosques de Clieveden—en que, en méritos de una contracción de este frío espíritu, Clarissa había frustrado a Richard. Y después en Constantinopla, y una y otra vez. Clarissa sabía qué era lo que le faltaba. No era belleza, no era inteligencia. Era algo central y penetrante; algo cálido que alteraba superficie y estremecía el frío contacto de hombre y mujer, o de mujeres juntas. Porque esto era algo que ella podía percibir oscuramente. Le dolía, sentía escrúpulos cuyo origen sólo Dios conocía, o, quizás, eso creía, enviados por la Naturaleza (siempre sabia); sin embargo, a veces no podía resistir el encanto de una mujer, no de una muchacha, de una mujer confesando, cual a menudo le confesaban, un mal paso, una locura. Y, tanto si se debía a piedad, o a la belleza de estas mujeres, o a que era mayor que ellas, o a una causa accidental, como un débil aroma o un violín en la casa contigua (tan extraño es el poder de los sonidos en ciertos momentos), Clarissa sentía sin lugar a dudas lo que los hombres sienten. Sólo por un instante; pero bastaba. Era una súbita revelación, un placer cual el del rubor que una intenta contener y que después, al extenderse, hace que una ceda a su expansión, y el rubor llega hasta el último confín, y allí queda temblando, y el mundo se acerca, pletórico de pasmoso significado, con la presión del éxtasis, rompiendo su fina piel y brotando, manando, con extraordinario alivio, sobre las grietas y las llagas. Entonces, durante este momento, Clarissa había visto una iluminación, una cerilla ardiendo en una planta de azafrán, un significado interior casi expresado. Pero la cercanía desaparecía; lo duro se suavizaba. Había terminado el momento. Contra tales momentos (también con mujeres), contrastaba (en el momento de dejar el sombrero) la cama, el Barón Marbot y la vela medio consumida. Mientras yacía despierta, el suelo gemía; la casa iluminada se oscurecía de repente, y si levantaba la cabeza podía oír el seco sonido de la manecilla de la puerta que Richard devolvía con la mayor suavidad posible a su posición originaria, y Richard subía la escalera en calcetines, y entonces, a menudo, ¡se le caía la botella de agua caliente y lanzaba una maldición! ¡Y cómo reía Clarissa!

 

Pero esta cuestión de amar (pensó, guardando la chaqueta), este enamorarse de mujeres. Por ejemplo, Sally Seton; su relación en los viejos tiempos con Sally Seton. ¿Acaso no había sido amor, a fin de cuentas?

 

Estaba sentada en el suelo—ésta era su primera impresión de Sally—, estaba sentada en el suelo con los brazos alrededor de las rodillas, fumando un cigarrillo. ¿Dónde pudo ocurrir? ¿En casa de los Manning? ¿De los Kinloch-Jones? En una fiesta (aun cuando no sabía con certeza dónde), ya que recordaba claramente haber preguntado al hombre en cuya compañía estaba: "¿Quién es ésta?" Y él se lo dijo, y añadió que los padres de Sally no se llevaban bien (¡cuánto la escandalizó que los padres se pelearan!). Pero en el curso de la velada no pudo apartar la vista de Sally. Era una extraordinaria belleza, la clase de belleza que más admiraba Clarissa, morena, ojos grandes, con aquel aire que, por no tenerlo ella, siempre envidiaba, una especie de abandono, cual si fuera capaz de decir cualquier cosa, de hacer cualquier cosa, un aire mucho más frecuente en las extranjeras que en las inglesas. Sally siempre decía que por sus venas corría sangre francesa, que un antepasado suyo que había estado con María Antonieta y al que cortaron la cabeza, dejó un anillo con un rubí. Quizá fue aquel verano en que Sally se presentó en Bourton, para pasar unos días, y entró totalmente por sorpresa, sin un penique en el bolsillo, después de la cena, sobresaltando de tal manera a la pobre tía Helena que nunca la perdonó. En su casa se había producido una terrible pelea. Literalmente, no tenía ni un penique aquella noche en que recurrió a ellos; había empeñado un broche para ir a Bourton. Había ido allá en un brusco impulso, en un arrebato. Y estuvieron hablando hasta altas horas de la noche. Sally fue quien le hizo caer en la cuenta, por vez primera, de lo plácida y resguardada que era la vida en Bourton. Clarissa no sabía nada acerca de sexualidad, nada acerca de problemas sociales. En una ocasión vio a un viejo caer muerto en un campo; había visto vacas inmediatamente después de tener cría. Pero a tía Helena nunca le gustaron las discusiones, fueran del tema que fueren (cuando Sally le dio a Clarissa el William Morris, tuvo que forrarlo con papel color pardo). Hora tras hora estuvieron sentadas, hablando, en el dormitorio del último piso de la casa, hablando de la vida, de cómo iban a reformar el mundo. Querían fundar una sociedad que aboliera la propiedad privada, y realmente escribieron una carta, aunque no la mandaron. Las ideas eran de Sally, desde luego, pero muy pronto Clarissa quedó tan entusiasmada como la propia Sally, y leía a Platón en cama antes del desayuno, leía a Morris, leía a Shelley a todas horas.

 

La fuerza de Sally, sus dones, su personalidad eran pasmosas. Por ejemplo, estaba lo que hacía con las flores. En Bourton siempre tenían pequeños y rígidos jarrones a lo largo de la mesa. Pues Sally salió, cogió malvas, dalias—todo género de flores que jamás habían sido vistas juntas—, les cortó la cabeza, y las arrojó a unos cuencos con agua, donde quedaron flotando. El efecto fue extraordinario, al entrar a cenar, al ocaso. (Desde luego, tía Helena consideró cruel tratar así a las flores.) Después Sally olvidó la esponja, y corrió por el pasillo desnuda. Y aquella lúgubre y vieja criada, Ellen Atkins, anduvo quejándose: "¿Y si algún caballero la hubiera visto, qué?" Sally, realmente, escandalizaba. Era desaliñada, decía papá.

 

Lo raro ahora, al recordarlo, era la pureza, la integridad, de sus sentimientos, hacia Sally. No eran como los sentimientos hacia un hombre. Se trataba de un sentimiento completamente desinteresado, y además tenía una característica especial que sólo puede darse entre mujeres, entre mujeres recién salidas de la adolescencia. Era un sentimiento protector, por parte de Clarissa; nacía de cierta sensación de estar las dos acordes, aliadas, del presentimiento de que algo forzosamente las separaría (siempre que hablaban de matrimonio, lo hacían como si se tratara de una catástrofe, lo cual conducía a aquella actitud de caballeroso paladín, a aquel sentimiento de protección, más fuerte en Clarissa que en Sally). En aquellos días, Sally se comportaba como una total insensata; por alarde, hacia las cosas más idiotas: recorría en bicicleta el parapeto que limitaba la terraza; fumaba cigarros. Absurda, era muy absurda. Pero su encanto resultaba avasallador, al menos para Clarissa, y recordaba los momentos en que, de pie en su dormitorio, en el último piso de la casa, con la botella de agua caliente en las manos, decía en voz alta: "¡Sally está bajo este techo. . . ! ¡Está bajo este techo!"

 

No, ahora las palabras no significaban nada para ella. Ni siquiera podía percibir el eco de su antigua emoción. Pero recordaba los escalofríos de excitación, y el peinarse en una especie de éxtasis (ahora la vieja sensación comenzó a regresar a ella, en el momento en que se quitaba las horquillas del pelo y las dejaba en la mesa tocador para arreglarse el peinado), con las cornejas ascendiendo y descendiendo en la luz rosada del atardecer, y bajar la escalera, y al cruzar la sala, sentir que "si muriera ahora, seria sumamente feliz". Este era su sentimiento, el sentimiento de Otelo, y lo sentía, estaba convencida de ello, con tanta fuerza como Shakespeare quiso que Otelo lo sintiera, ¡todo porque había bajado a cenar, con un vestido blanco, para encontrarse con Sally Seton!

 

Ella iba vestida de tul color rosado, ¿era posible? De todos modos, parecía todo luz, todo esplendor, como un pájaro o como un levísimo plumón que, llevado por el viento, se posa un instante en una zarza. Pero nada hay tan raro, cuando se está enamorada (¿y qué era aquello sino amor?), como la total indiferencia de los demás. La tía Helena desapareció después de la cena; papá leía el periódico. Peter Walsh quizás estuviera allí, y la vieja señorita Cummings; Joseph Breitkopf sí estaba, sin la menor duda, ya que iba todos los veranos, pobre viejo, para pasar allí semanas y semanas, y fingía enseñar alemán a Clarissa, aunque en realidad se dedicaba a tocar el piano y a cantar obras de Brahms con muy poca voz.

 

Todo lo anterior era como un paisaje de fondo para Sally. Estaba en pie, junto al hogar, hablando con aquella voz tan hermosa que cuanto decía sonaba como una caricia, y se dirigía a papá, que había comenzado a sentirse atraído un tanto en contra de su voluntad (nunca pudo olvidar que, después de prestar uno de sus libros a Sally, lo encontró empapado en la terraza), cuando de repente Sally dijo: "¡Qué vergüenza estar sentados dentro!", y todos salieron a la terraza y pasearon arriba y abajo. Peter Walsh y Joseph Breitkopf siguieron hablando de Wagner. Clarissa y Sally les seguían, un poco rezagadas. Entonces se produjo el momento más exquisito de la vida de Clarissa, al pasar junto a una hornacina de piedra con flores. Sally se detuvo; cogió una flor; besó a Clarissa en los labios. ¡Fue como si el mundo entero se pusiera cabeza abajo! Los otros habían desaparecido; estaba a solas con Sally. Y tuvo la impresión de que le hubieran hecho un regalo, envuelto, y que le hubieran dicho que lo guardara sin mirarlo, un diamante, algo infinitamente precioso, envuelto, que mientras hablaban (arriba y abajo, arriba y abajo) desenvolvió, o cuyo envoltorio fue traspasado por el esplendor, la revelación, el sentimiento religioso, hasta que el viejo Joseph y Peter Walsh aparecieron frente a ellas.

 

—¿Contemplando las estrellas?—dijo Peter.

 

¡Fue como darse de cara contra una pared de granito en la oscuridad! ¡Fue vergonzoso! ¡Fue horrible!

 

No por ella. Sólo sintió que Sally era ahora maltratada, sintió la hostilidad de Peter, sus celos, su decisión de entrometerse en la camaradería de ellas dos. Vio todo lo anterior como se ve un paisaje a la luz de un relámpago. Y Sally (¡jamás la admiró tanto!) siguió valerosamente invicta. Rió. Invitó al viejo Joseph a que le dijera el nombre de las estrellas, y él lo hizo con toda seriedad. Sally quedó allí, en pie, prestando atención. Oyó los nombres de las estrellas.

 

"¡Qué horror!", se dijo Clarissa, como si hubiera sabido en todo momento que algo interrumpiría, amargaría, su instante de felicidad.

 

Sin embargo fue mucho lo que después llegó a deberle a Peter Walsh. Siempre que pensaba en él recordaba sus peleas suscitadas por cualquier causa, quizá motivadas por lo mucho que Clarissa deseaba la buena opinión de Peter. Le debía palabras como "sentimental", "civilizado". Todos los días de Clarissa comenzaban como si Peter fuera su guardián. Un libro era sentimental; una actitud ante la vida era sentimental. "Sentimental", quizá Clarissa fuera "sentimental" por pensar en el pasado. ¿Qué pensaría Peter, se preguntó Clarissa, cuando regresara?

 

¿Qué había envejecido? ¿Lo diría, o acaso Clarissa vería, cuando Peter regresara, que pensaba que había envejecido? Era cierto. Desde su enfermedad se había quedado con el cabello casi blanco.

 

Al dejar el broche sobre la mesa, sintió un súbito espasmo, como si, mientras meditaba, las heladas garras hubieran tenido ocasión de clavarse en ella. Todavía no era vieja. Acababa de entrar en su quincuagésimo segundo año. Le quedaban meses y meses de aquel año, intactos. ¡Junio, julio, agosto! Todos ellos casi enteros, y, como si quisiera atrapar la gota que cae, Clarissa (acercándose a la mesa de vestirse) se sumió en el mismísimo corazón del momento, lo dejó clavado, allí, el momento de esta mañana de junio en la que había la presión de todas las otras mañanas, viendo el espejo, la mesilla, y todos los frascos, concentrando todo su ser en un punto (mientras miraba el espejo), viendo la delicada cara rosada de la mujer que aquella misma noche daría una fiesta, de Clarissa Dalloway, de sí misma.

 

¡Cuántos millones de veces había visto su rostro y siempre con la misma imperceptible contracción! Oprimía los labios, cuando se miraba al espejo. Lo hacía para dar a su cara aquella forma puntiaguda. Así era ella: puntiaguda, aguzada, definida. Así era ella, cuando un esfuerzo, una invitación a ser ella misma, juntaba las diferentes partes—sólo ella sabía cuán diferentes, cuán incompatibles—, y quedaban componiendo ante el mundo un centro, un diamante, una mujer que estaba sentada en su sala de estar y constituía un punto de convergencia, un esplendor sin duda en algunas vidas aburridas, quizás un refugio para los solitarios; había ayudado a gente joven que le estaba agradecida. Había intentado ser siempre la misma, no mostrar jamás ni un signo de sus otras facetas, deficiencias, celos, vanidades, sospechas, cual esta de Lady Bruton que no la había invitado a almorzar; lo cual, pensó (peinándose por fin), ¡era de una bajeza sin nombre! Bueno, ¿y dónde estaba el vestido?

 

Sus vestidos de noche colgaban en el armario. Clarissa hundió la mano en aquella suavidad, descolgó cuidadosamente el vestido verde y lo llevó a la ventana. Estaba rasgado. Alguien le había pisado el borde de la falda. En la fiesta de la embajada había notado que el vestido cedía en la parte de los pliegues. A la luz artificial el verde brillaba, pero ahora, al sol, perdía su color. Lo arreglaría ella misma. Las criadas tenían demasiado trabajo. Se lo pondría esta noche. Cogería las sedas, las tijeras, el —¿qué?—el dedal, naturalmente, y bajaría a la sala de estar, porque también tenía que escribir, y vigilar para que todo estuviera más o menos en orden.

 

Es raro, pensó deteniéndose en lo alto de la escalera y reuniendo aquella forma de diamante, aquella persona unida, es raro el modo en que la dueña de una casa conoce el instante por el que la casa pasa, su humor del momento. Leves sonidos se elevaban en espiral por el hueco de la escalera: el murmullo de un paño mojado, un martilleo, golpes con la mano, cierta sonoridad cuando la puerta principal se abría, tintineo de la plata sobre una bandeja. Plata limpia para la fiesta. Todo era para la fiesta.

 

(Y Lucy, entrando en la sala con la bandeja en las manos, puso los gigantescos candelabros en la repisa del hogar, con la urna de plata en medio, y orientó el delfín de cristal hacia el reloj. Acudirían; estarían en pie; hablarían en el tono pulido que Lucy sabía imitar, las damas y los caballeros. Y, de entre todos, su ama era la más bella; ama de plata, de lencería, de porcelana; y el sol, la plata, las puertas desmontadas, los empleados de Rumpelmayer, todo le daba la sensación, mientras dejaba la daga de cortar papel en la mesa con incrustaciones, de algo logrado. ¡Mirad! ¡Mirad!, dijo, dirigiéndose a sus viejas amigas de la panadería, en donde trabajó por vez primera en su vida, en Caterham, mientras se contemplaba disimuladamente en el espejo. Lucy era Lady Ángela atendiendo a la Princesa Mary, en el instante en que entró la señora Dalloway.)

 

—¡Oh, Lucy —dijo Clarissa—, qué limpia está la plata!

 

—¿Les gustó la comedia de anoche?—dijo, mientras volvía a poner en postura vertical el delfín—. Tuvieron que irse antes de que terminara—dijo—. ¡Tenían que estar de vuelta a las diez!—dijo—. No saben cómo termina—dijo. Es un poco duro realmente—dijo (sus sirvientas podían llegar más tarde, si pedían permiso)—. Qué lástima—dijo, cogiendo el almohadón raído que estaba en medio del sofá, y poniéndolo en manos de Lucy, y dándole un leve empujón, y gritando—: ¡Lléveselo! ¡Déselo a la señora Walker de mi parte! ¡Lléveselo!

 

Y Lucy se detuvo en la puerta de la sala, sosteniendo el almohadón, y preguntó muy tímidamente, poniéndose ligeramente colorada, si podía ayudarla quizás a remendar la rotura del vestido.

 

—Muchas gracias, Lucy, oh, muchas gracias—contestó la señora Dalloway.

 

Y gracias, gracias, siguió diciendo (sentándose en el sofá con el vestido sobre las rodillas, con las tijeras y las sedas), gracias, gracias, siguió diciendo, agradecida en términos generales a sus sirvientas por ayudarla a ser así, a ser como deseaba, dulce y generosa. Las sirvientas le tenían simpatía. Y luego este vestido, ¿dónde estaba la rotura? y ahora tenía que enhebrar la aguja. Era uno de sus vestidos favoritos, hecho por Sally Parker, casi el último que confeccionó, porque Sally se había retirado, vivía en Ealing, y si tengo un momento, pensó Clarissa (pero ya no volvería a tener un momento), iré a verla a Ealing. Sí, porque era todo un personaje, pensó Clarissa, una verdadera artista. Un poco excéntricos, sí, eran sus pensamientos, pero sus vestidos nunca fueron raros. Una podía llevarlos en Hatfield; en el Palacio de Buckingham. Los había llevado en Hatfield; en el Palacio de Buckingham.

 

La paz envolvió a Clarissa, la calma, la satisfacción, mientras la aguja, juntando suavemente la seda de elegante caída, unía los verdes pliegues y los cosía, muy lentamente, a la cintura. De la misma manera en los días de verano las olas se juntan, se abalanzan y caen; se juntan y caen; y el mundo entero parece decir "esto es todo" con más y más gravedad, hasta que incluso el corazón en el cuerpo que yace al sol en la playa también dice esto es todo. No temas más, dice el corazón. No temas más, dice el corazón, confiando su carga a algún mar que suspira colectivamente por todas las penas, y renueva, comienza, junta, deja caer. Y sólo el cuerpo presta atención a la abeja que pasa; la ola rompiendo; el perro ladrando, ladrando y ladrando a lo lejos.

 

—¡El timbre de la puerta principal! exclamó Clarissa, deteniendo la aguja. Y, alertada, escuchó.

 

—La señora Dalloway me recibirá—dijo en el vestíbulo el hombre de mediana edad—. Sí, sí, a mí me recibirá—repitió, mientras con benevolencia echaba a Lucy a un lado, y muy de prisa, corriendo, empezaba a subir la escalera—. Sí, sí, sí—murmuraba mientras subía corriendo la escalera—. Me recibirá. Después de haber pasado cinco años en la India, Clarissa me recibirá.

 

—¿Quién puede. . .? ¿Quién puede. . .? —preguntó Clarissa.

 

(Lo dijo pensando que era indignante que la interrumpieran a las once de la mañana del día en que daba una fiesta.) Había oído pasos en la escalera. Oyó una mano en la puerta. Intentó ocultar el vestido, como una virgen protegiendo la castidad, resguardando su intimidad. Ahora la manecilla de bronce giró. Ahora la puerta se abrió, y entró. . . ¡durante un segundo no pudo recordar cómo se llamaba!, tan sorprendida quedó al verle, tan contenta, tan intimidada, ¡tan profundamente sorprendida de que Peter Walsh la visitara inesperadamente aquella mañana! (No había leído su carta.)

 

—¿Qué tal, cómo estás? —dijo Peter Walsh, temblando de veras, cogiendo las dos manos de Clarissa, besándole ambas manos.

 

Ha envejecido, pensó Peter Walsh sentándose. No le diré nada, pensó, porque ha envejecido. Me está mirando, pensó, bruscamente dominado por la timidez, a pesar de que le había besado las manos. Se metió la mano en el bolsillo, sacó un cortaplumas grande y lo abrió a medias.

 

Exactamente igual, pensó Clarissa; el mismo extraño aspecto; el mismo traje a cuadros; su cara parece un poco alterada, un poco más delgada, un poco más seca quizá, pero tiene un aspecto magnífico, y es el mismo de entonces.

 

—¡Qué maravilloso volverte a ver!—exclamó.

 

Peter abrió del todo el cortaplumas. Muy propio de él, pensó Clarissa.

 

Anoche llegó a la ciudad, dijo él; hubiera debido irse al campo inmediatamente; ¿y qué novedades había?, ¿cómo estaban todos?, ¿Richard?, ¿Elizabeth?

 

—¿Qué significa esto?—dijo, indicando con el cortaplumas el vestido verde.

 

Va muy bien vestido, pensó Clarissa; sin embargo, siempre me critica.

 

Aquí está, remendando un vestido; remendando un vestido, como de costumbre, pensó Peter Walsh; aquí ha estado sentada todo el tiempo que yo he estado en la India; remendando el vestido; entreteniéndose; yendo a fiestas; corriendo a la Cámara y regresando y todo lo demás, pensó, mientras iba irritándose más y más, agitándose más y más, porque nada hay en el mundo tan malo para algunas mujeres como el matrimonio, pensó y la política; y tener un marido conservador, como el admirable Richard. Así es, así es, pensó, cerrando el cuchillo con un seco sonido.

 

—Richard está muy bien—dijo Clarissa—. Richard está en un comité.

 

Abrió las tijeras y le preguntó si le molestaba que terminara de hacer lo que estaba haciendo con el vestido, ya que aquella noche daba una fiesta.

 

—¡A la que no te invitaré, mi querido Peter!

 

Pero fue delicioso oírle decir aquello: ¡mi querido Peter! En realidad, todo era delicioso: la plata, las sillas... ¡todo era tan delicioso!

 

¿Y por qué no iba a invitarle a la fiesta?, preguntó.