Werther 7. Septima y anteúltima parte
de Wolfgang Johan von Goethe

Werther 7. Septima y anteúltima parte

 

 

Fuente  ciudadseva. Autor: Wolfgang Johan von Goethe

 

Werther emprendió el camino al día siguiente, para ir a reunirse con Carlota y acompañarla a su casa, si Alberto no iba por ella.

 

El aire fresco y puro de la mañana no cambió su ánimo. Un peso enorme oprimía su pecho; su espíritu estaba atormentado por las más tristes imágenes y el movimiento de sus ideas le hacía vagar por crueles reflexiones. Como vivía en un eterno hartazgo de sí mismo, la situación de los demás la creía tan violenta y agitada como la suya. Imaginaba haber dañado la armonía de Alberto y Carlota, y se dirigía con este motivo los más ocultos reproches, mezclados de sorda indignación contra el marido. Durante el camino sus pensamientos tomaron este sentido: “¡Ah!”, se decía, apretando los dientes; “he ahí rota esa unión, tan íntima, tan cordial, tan auténtica. ¿Qué ha pasado con aquel tierno interés, con aquella confianza tranquila que se antojaba inalterable? Hoy es sólo hastío e indiferencia. El más pequeño asunto interesa a ese hombre más que su mujer. ¡Una mujer tan adorable! ¿Pero sabe él apreciarla? ¿Sospecha remotamente lo que vale? ¡Y ella le pertenece, es de su propiedad! ¡Oh!, lo sé de sobra. Debía haberme acostumbrado ya a esta idea y, no obstante, me desespera y acabará por darme muerte. Y la amistad que Alberto me había prometido, ¿qué ha sido de ella? ¿No ve en mi apego a Carlota un ataque a sus derechos, y en mis atenciones y cuidados, una censura de su falta de cuidado? Lo sé y lo siento: me ve con disgusto; quisiera me fuera muy lejos de aquí. Mi presencia es un peso para él”.

 

Hablando así, tan pronto aceleraba su paso como lo detenía. Algunas veces parecía querer volverse atrás, pero continuaba, sumido siempre en sombrías reflexiones que sólo se adivinaban por algunas palabras entrecortadas que salían de su boca. Así llegó a la casa sin notarlo. Entró preguntando por el anciano y por Carlota y encontró a toda la gente en conmoción. El mayor de los hermanos de Carlota le informó que había sido una desgracia en Wahlheim: que un aldeano había sido asesinado. Esta noticia no hizo mella en él y se dirigió a la sala contigua, donde encontró a Carlota esforzándose por retener a su padre que, enfermo y todo, quería marchar de inmediato al lugar del crimen, para instruir las primeras diligencias sobre aquel suceso, cuyo autor era una interrogante. Se había encontrado el cadáver muy temprano por la mañana, frente a la puerta de un cortijo y ya se sospechaba de alguien. La víctima había estado al servicio de una viuda, que poco antes había despedido a otro criado por un fuerte disgusto.

 

Cuando Werther supo esta información, se levantó de repente y exclamó:

 

-¿Es posible? Debo ir sin perder un instante.

 

Se dirigió a Wahlheim, convencido, luego que reunió todos sus recuerdos, de que el autor del asesinato era aquel joven a quien había hablado tantas veces y que le había producido gran simpatía. Como era indispensable pasar por los tilos para llegar al figón donde habían depositado el cadáver, no pudo menos que experimentar cierta turbación al ver aquellos lugares que en otra época había querido tanto. El umbral de la puerta donde los chicos iban con frecuencia estaba ensangrentado. Así el amor y la fidelidad, los más hermosos sentimientos humanos, habían degenerado en violencia y crimen. Los corpulentos árboles, sin follaje, se habían cubierto de escarcha; el seto vivo que rodeaba las tapias del cementerio había perdido su hermoso verde y dejaba ver, por los anchos agujeros, las piedras de los sepulcros llenas de nieve.

 

Al aparecer Werther en el lugar al que había acudido todo el pueblo, se dejó oír un grave murmullo.

 

A lo lejos se divisaba un pelotón de hombres armados y todos comprendieron que traían al asesino.

 

No bien dirigió Werther una mirada sobre el preso, se disiparon las dudas.

 

Sí, era él; aquel criado tan enamorado de su ama, a quien pocos días antes había visto víctima de una melancolía y luchando contra una secreta desesperación.

 

-¿Qué has hecho, desdichado? -le preguntó al acercarse.

 

El preso lo miró sin abrir la boca; luego dijo con frialdad.

 

-Ella no será de nadie, ni nadie será de ella.

 

Llevaron al asesino ante la presencia de su víctima y Werther se alejó precipitado. La extraña y violenta emoción que acababa de experimentar había confundido su mente: se sintió arrancado de su melancólica apatía por el irresistible interés que le despertaba aquel joven y por un deseo de salvarlo. Comprendía tan bien la desesperación que le había orillado al crimen; le encontraba tantas excusas y comprendía con tal profundidad la situación de aquel desafortunado, que se creía capaz de participar sus sentimientos a todo el mundo.

 

Ardía ya en deseos de defender a gritos al acusado; el discurso más elocuente pugnaba ya por brotar de sus labios. Corrió a casa del padre de Carlota, ordenando mentalmente los apasionados argumentos con que había de inclinar su ánimo a favor del prisionero.

 

Al entrar en el salón halló a Alberto, cuya presencia lo desconcertó por un momento, pero pronto se recuperó y manifestó al anciano su opinión sobre el trágico evento, con la convicción y calor que lo animaban.

 

El administrador movió varias veces la cabeza mientras hablaba; y aunque Werther empleó toda la energía, todo el arte de persuasión que se puede usar en defensa de un semejante, el magistrado, como era de esperarse, no dio signos de sensibilidad ni vacilación. Sin dejar terminar a nuestro amigo, rechazó brioso sus argumentos y le censuró por defender a un criminal con tanta decisión. Le demostró que con tal sistema, todas las leyes quedaban anuladas y la seguridad pública se vería comprometida en forma consistente. Añadió que en un asunto tan grave, no podía interceder sin incurrir en una responsabilidad enorme, y que era necesario que el proceso siguiera conforme a lo habitual.

 

Werther, sin embargo, no perdió el ánimo y suplicó al administrador que aceptara no poner atención a la evasión del prisionero; pero también en esto el magistrado no mostró flexibilidad alguna.

 

Alberto, que hasta entonces no había emitido juicio alguno, se incorporó a la discusión para apoyar al anciano. Werther, en vista de ellos, guardó silencio y se alejó con el corazón traspasado de amargura, mientras el administrador repetía:

 

-No, no; nada puede salvarlo.

 

No es difícil calcular la impresión que estas palabras tuvieron en el ánimo de Werther, conociendo alguna frases que escritas sin duda ese mismo día, hemos encontrado entre sus pertenencias.

 

-¡No es posible salvarte, desgraciado! Yo bien veo que nada puede salvarnos.

 

Lo que Alberto había dicho sobre el criminal ante el administrador causó a Werther una extrañeza mayor. Creyó descubrir en sus palabras una alusión a él y a sus sentimientos, y por más que algunas serias reflexiones le hicieron entender que aquellos tres hombres podían estar en lo correcto, se resistía a abandonar su intención y sus ideas, como si abandonarlas fuera renunciar a su propia y más íntima vida.

 

Entre sus papeles hemos hallado otra nota que habla de esta situación y que expresa quizá sus verdaderos sentimientos hacia Alberto.

 

-¿De qué sirve decirme y repetirme: es bueno y honrado? ¡Ah! Cuando así me desgarra el corazón, ¿puedo ser justo?

 

La tarde era apacible y el tiempo ayudaba al deshielo. Carlota y Alberto regresaron a pie. De vez en cuando volteaba ella la cabeza, como extrañando la compañía de Werther. Alberto dirigió la conversación a su amigo y le reprobó, haciéndole justicia. Habló de su desgraciada pasión y dijo que deseaba, si se pudiera, alejarlo por su propio bien.

 

-Lo deseo también por nosotros -agregó-; y te ruego, Carlota, que procures dar otra dirección a sus ideas y a sus relaciones contigo, decidiéndole a que limite sus visitas. La gente empieza ya a ocuparse de esto y yo sé que se ha hablado del tema varias veces.

 

Carlota guardó silencio y Alberto creyó entender el motivo de esta reserva. Desde ese momento no habló más de Werther: si ella, por casualidad o con intención, pronunciaba su nombre, él cambiaba o interrumpía la conversación. La vana tentativa de Werther para salvar al infeliz aldeano, fue como el último resplandor de una flama agonizante.

 

Cayó en un abatimiento más y más profundo y una desesperación mansa se apoderó de él cuando supo que tal vez lo llamarían para testificar en contra del asesino, que intentaba defenderse al negar su participación en el asesinato. Todo lo que había sufrido hasta entonces durante su vida activa, sus disgustos en la embajada, sus proyectos fallidos, todo lo que le había herido o contrariado, acudía a su memoria y le agitaba en forma terrible.

 

Creyéndose condenado a la inacción por tan consistentes contrariedades, todo lo veía cerrado a su paso y sentía incapacidad de soportar la vida. Así es que, encerrado para siempre en sí mismo, consagrado a la idea fija de una sola pasión, perdido en un laberinto sin salida por sus relaciones diarias con la mujer adorada cuyo descanso trastornaba, agotando inútilmente sus fuerzas y debilitándose sin esperanza, se iba acercando cada vez a su triste final.

 

Colocaremos aquí algunas cartas que dejó y que dan una idea precisa de su confusión, de su delirio, de sus crueles angustias, de sus luchas supremas y del desprecio que sentía por la vida.

 

 

12 de diciembre

 

Querido Guillermo: me encuentro en un estado que debe asemejarse al de los desgraciados que en la antigüedad se creían poseídos del espíritu maligno. No es el pesar; no es tampoco un deseo vehemente, sino una rabia sorda y sin nombre que me desgarra el pecho, me hace un nudo en la garganta y me sofoca. Sufro, me gustaría escapar de mí y paso las noches vagando por los parajes desiertos y sombríos en que abunda esta estación enemiga.

 

Anoche salí. Sobrevino de repente el deshielo y supe que el río había salido de madre, que todos los arroyos de Wahlheim corrían desbordados y que la inundación era completa en mi valle. Me dirigí a él cuando llegaba la medianoche y presencié un espectáculo aterrador. Desde la cima de una roca, con la claridad de la Luna, vi revolverse los torrentes por los campos, por las praderas y entre los vallados, devorando y sumergiendo todo; vi desvanecerse el valle; vi en su lugar un mar rugiente y espumoso, azotado por el soplo de los huracanes. Después, profundas tinieblas; más tarde, la Luna, que aparecía de nuevo para arrojar una siniestra claridad sobre aquel imponente cuadro. Las olas rodaban estrepitosas… se estrellaban a mis pies con gran fuerza. Un extraño temblor y una tentación inexplicable se apoderaron de mí. Me hallaba con los brazos estirados hacia el abismo, acariciando la idea de lanzarme a él. Sí, lanzarme y sepultar conmigo los dolores y sufrimientos. ¡Pero ay!, ¡qué desgraciado! No tuve fuerza para terminar de una vez por todas con mi pesar; mi hora no ha llegado aún, lo sé. ¡Ah, Guillermo! ¡Con qué gozo hubiera dado esta pobre vida para confundirme con el huracán, rasgar con él los mares y agitar sus olas! ¡Ah!, ¿no alcanzaremos nunca esta dicha los que nos consumimos en nuestra prisión? ¡Qué tristeza se apoderó de mí cuando mis ojos pasaron por el sitio donde había descansado con Carlota, bajo un sauce, después de un largo paseo! También había llegado ahí la inundación y a duras penas pude distinguir la copa del sauce.

 

Pensé entonces en la casa de Carlota, en sus jardines… El torrente debía haber arrancado también nuestros pabellones y destruido todos nuestros lechos de pasto. Un luminoso rayo del pasado brilló frente a mi alma, como brilla en los sueños de un cautivo una ola de luz que le crea praderas, ganados o grandezas de la vida. Yo estaba ahí, parado… ¡ah!, ¿es que no tengo valor para morir? Yo debía… Y sin embargo, aquí estoy como una pobre vieja que recoge del suelo sus andrajos y va, de puerta en puerta, pidiendo pan para sostener y prolongar un instante más su vida de miseria.

 

 

14 de diciembre

 

¿Qué es esto, mi amigo? Estoy asustado de mí. El amor que ella me inspira, ¿no es el más puro, el más santo y el más fraternal de los amores? ¿He cobijado en lo más hondo de mi alma un deseo culpable? ¡Ah! No me atrevería a asegurarlo. ¡Cuánta razón tienen quienes dicen que somos juguetes de fuerzas misteriosas y contrarias!

 

Anoche, temo decirlo, la tenía entre mis brazos, fuertemente estrechada contra mi corazón; sus labios expresaban palabras de cariño, interrumpidas por un millón de besos, y mis ojos se embriagaban con la dicha que brotaba de los suyos. ¿Soy culpable, Dios mío, por recordar tan dichoso y por desear soñar lo mismo? ¡Carlota! ¡Carlota! Hace una semana que mis sentidos se han trastornado; ya no tengo fuerzas ni para pensar; mis ojos se llenan de lágrimas. No estoy bien en ningún lugar y, no obstante, estoy en todas partes. No espero nada, nada deseo. ¿No sería mejor que partiera?

 

La decisión de abandonar este mundo había ido tomando fuerza en la mente de Werther. Desde su regreso al lado de Carlota, había contemplado la muerte como el fin de sus males y como una opción extrema a la cual recurrir. Se había propuesto, sin embargo, no acudir a ella con brusquedad y violencia. No quería dar este último paso más que con toda calma y animado por un total convencimiento. Sus incertidumbres, sus luchas se reflejan en algunas líneas que aparentan ser el principio de una carta a su amigo. El papel no está fechado.

 

“Su presencia…, su situación…, el interés que mi suerte le despierta, arrancan las últimas lágrimas de mi cerebro petrificado.

 

“Levantar el velo y seguir adelante; es todo… ¿Por qué tener miedo?, ¿por qué dudar? ¿Tal vez porque no se conozca lo que hay más allá, porque no se regresa o más bien porque es propio de nuestra naturaleza suponer que todo es confusión y oscuridad en lo desconocido?”

 

Cada vez se habituaba más a estos funestos pensamientos, que llegaron a ser familiares al extremo. Su proyecto fue al fin determinado de forma irrevocable. La prueba se halla en la siguiente carta, de doble sentido, que dirigió a su amigo.

 

 

20 de diciembre

 

Agradezco, querido Guillermo, que tu amistad haya entendido tan bien lo que yo quería decir. Tienes razón; lo mejor que puedo hacer es irme. Pero la invitación que me haces para que regrese a tu lado no corresponde mucho a mi pensamiento. Antes haré una breve excursión a la que convidan el frío continuado que es de esperar y los caminos que estarán en buen estado. Tu deseo de venir a verme me agrada mucho; pero te ruego que me concedas un plazo de 15 días y que esperes a recibir otra carta en la que te participe mis últimas noticias. Di a mi madre que pida a Dios por su hijo; dile también que le ofrezco disculpas por todos las angustias a las que la he sometido. Sin duda era mi destino apesadumbrar a las personas a quienes hubiera querido hacer felices. Adiós, mi queridísimo amigo; el cielo ponga en ti sus bendiciones. Adiós.

 

No intentamos revelar ahora lo que pasaba en el corazón de Carlota y los sentimientos que en él producían su esposo y su desdichado amigo, por más que el conocimiento que tenemos de su carácter nos permita formar una idea cercana.

 

Es seguro por lo menos que estaba decidida a hacer todo lo posible por alejar a Werther y si algo la hacía dudar, era sólo cierta consideración compasiva dictada por la amistad, sabiendo lo caro que le sería al desgraciado joven esta separación, pues un esfuerzo semejante era superior a su fuerza. No obstante, las circunstancias se hacían cada vez más críticas y aquella necesidad, más urgente. Su marido guardaba el más hondo silencio sobre el asunto, así como lo había guardado siempre ella misma, que sólo deseaba probar sinceramente con sus actos cuán dignos de los suyos eran sus sentimientos.

 

El mismo día que Werther escribió a su amigo la carta que recién copiamos, el domingo antes de Navidad, fue por la tarde a casa de Carlota y la encontró sola, arreglando los juguetes para sus hermanos y hermanas. Habló de la alegría que tendrían los niños y de los tiempos en que la aparición de una mesa cargada de manzanas y turrones eran también para ella las delicias del paraíso.

 

-Pues bien -le dijo Carlota-, ocultando su ofuscación con una cordial sonrisa, también tendrías regalos de Navidad si tuvieras juicio: una barra de turrón y algún otro detalle.

 

-¿Y qué entiende por tener juicio? -exclamó Werther-. ¿Cómo debo ser juicioso? ¿Cómo puedo serlo, querida Carlota?

 

-El jueves por la noche -repuso ella-, es Nochebuena; vendrán los niños, mi padre los acompañará y todos recibirán su regalito. Ven tú también, pero no antes.

 

Werther se sentía cohibido.

 

-Te lo ruego -agregó-; es necesario… porque esto no puede continuar así.

 

Al oír estas palabras, Werther apartó su vista de Carlota, se puso a caminar a grandes pasos por el cuarto, repitiendo entre dientes: “Esto no puede seguir”.

 

Percibiendo Carlota el estado de agitación que le habían causado sus palabras, trató de calmarlo y distraerle con algunas preguntas y diferentes temas de charla; nada dio resultado.

 

-No, Carlota; ya no volveré a verte.

 

-¿Y por qué no, Werther? Puedes y debes visitarnos si te moderas. ¿Por qué tienes ese carácter tan ardiente, esa pasión indomable que fuego devorador abrasa todo a su paso? Por Dios te suplico que te controles. ¡Qué de distracciones y de goces ofrecen tu talento, conocimientos e imaginación! ¡Sé un hombre! Aléjate de ese cariño fatal, de esa pasión por una criatura que no puede más que compadecerte.

 

Werther rechinó los dientes y la miró con un aire sombrío. Carlota sostenía en las manos la de su amigo.

 

-Ten calma -le dijo-. ¿No ves que corres por voluntad a tu perdición? ¿Por qué he de ser yo, justo yo, que soy de otro? ¡Ah! Temo que la imposibilidad de obtener mi amor sea lo que exalte tu pasión.

 

Werther quitó la mano y miró a Carlota disgustado.

 

-Está bien -dijo-; esa sabia observación la ha originado Alberto, sin duda. Es política, ¡muy política!

 

-Cualquiera puede hacerla -dijo ella-. ¿No habrá en todo el mundo una joven capaz de llenar los deseos de tu corazón? Búscala; te garantizo que la encontrarás. Hace mucho tiempo que deploro, por ti y por nosotros, el aislamiento al que te has condenado. Vamos, haz un esfuerzo; un viaje puede distraerte; si buscas bien, encontrarás una mujer digno de tu cariño y entonces podrás regresar para que disfrutemos todos esa tranquila felicidad que da la amistad sincera.

 

-Podrían imprimirse tus palabras -repuso Werther con una sonrisa amarga-, y recomendarlas a todos los que se dedican a la enseñanza. ¡Ah, querida Carlota!, dame un plazo corto y todo estará bien.

 

-Concedido; pero no vuelvas hasta la víspera de Navidad.

 

Werther iba contestar cuando llegó Alberto. Se saludaron con tono seco y ambos se pusieron a caminar, uno al lado del otro, con una carga evidente. Werther habló de cosas sin importancia que dejaba a medias; Alberto, después de hacer lo propio, preguntó a su mujer por algunos encargos que le había dado.

 

Al saber que no los había terminado, le dijo algunas cosas que parecieron a Werther no sólo frías, sino duras. Éste quiso marcharse y le faltaron fuerzas. Permaneció ahí hasta las ocho, su mal humor creció; cuando vio que alistaban la mesa, tomó su bastón y su sombrero. Alberto le invitó a quedarse; pero consideró él la invitación como una acto de cortesía forzada y se retiró, no sin antes agradecer con frialdad. Cuando llegó a su casa, tomó la luz de manos de su sirviente, que quería alumbrarle y subió solo a su cuarto. Una vez ahí, se puso a recorrerla con pasos grandes, sollozando y hablando solo pero en voz alta y con ardor; acabó por arrojarse vestido sobre la cama, donde el criado le encontró tendido a las 11, cuando fue a preguntar si quería que le quitara las botas. Werther aceptó y le prohibió que entrara a su habitación al día siguientes antes de que le llamará.

 

El lunes por la mañana, 21 de diciembre, escribió a Carlota la siguiente carta, que se encontró cerrada sobre su mesa y fue entregada a su amada.

 

La incluimos aquí por fragmentos, como parece que la escribió:

 

“Está decidido, Carlota: quiero morir y te lo informo sin ninguna intención romántica, con la cabeza tranquila, el mismo día en que te veré por última vez.

 

“Cuando leas estas líneas, amada Carlota, yacerán en la tumba los despojos del desdichado que en los últimos momentos de su vida, no encuentra placer más dulce que el de hablar contigo en la mente. He pasado una noche terrible; con todo, ha sido benéfica, porque me ha ayudado a resolverme. ¡Quiero morir!

 

“Al separarnos ayer, un frío inexplicable se apoderó de todo mi ser; volvía la sangre a mi corazón y respirando con angustiosa dificultad pensaba en mi vida, que se consume cerca de ti, sin alegría, sin esperanza. ¡Ah!, estaba helado de miedo. Apenas pude llegar a mi alcoba, donde caí arrodillado, loco por completo. ¡Oh, Dios mío! Tú me concediste por última vez el consuelo del llanto. ¡Pero qué lágrimas tan amargas! Mil ideas, mil proyectos agitaron mi espíritu, fundiéndose, al fin, todos en uno solo; pero firme, inquebrantable: ¡morir! Con esta decisión me acosté; con esta resolución, firme y terminante como ayer, he despertado: ¡quiero morir! No es desesperación, es convicción, mi carrera está terminada y me sacrifico por ti. Sí, Carlota, ¿por qué te lo debería ocultar? Es necesario que uno de los tres muera y deseo ser yo. ¡Oh, vida de mi vida! Más de una vez en mi alma desgarrada se ha introducido un horrible pensamiento: matar a tu esposo… a ti… a mí. Debo ser yo; así será.

 

“Cuando al anochecer de un día hermoso de verano, subas a la montaña, piensa en mí y recuerda que he recorrido el valle muchas veces; mira después hacia el cementerio y a los últimos rayos del sol poniente, ve cómo el viento azota la hierba de mi tumba. Estaba tranquilo al comenzar esta misiva y ahora lloro como niño. ¡Tanto martirizan estas ideas a mi pobre corazón!

 

Werther llamó a su criado cerca de las 10; mientras lo vestía le dijo que iba a hacer un viaje de algunos días y que debía por lo tanto arreglar la ropa y alistar maletas; también le ordenó arreglar las cuentas, recoger muchos libros prestados y dar a algunos pobres, a quienes socorría una vez a la semana, la donación de dos meses adelantados.

 

Pidió el almuerzo en su habitación y después de comer, se enfiló a casa del administrador, a quien no halló. Paseó por el jardín pensativo, lo que parecía indicar el deseo de fundir en una sola todas las ideas capaces de enardecer sus amarguras. Los niños no lo dejaron solo mucho tiempo: salieron en su busca saltando de gusto y le dijeron que los días siguientes Carlota les daría los regalos de Navidad; al respecto le dijeron todas las maravillas que la imaginación les ofrecía. “¡Mañana!”, dijo Werther, “¡y pasado mañana…, y el día siguiente!”

 

Los abrazó con cariño y se disponía a alejarse cuando el más pequeño mostró querer susurrarle algo. El secreto se redujo a informarle que sus hermanos mayores habían escrito felicitaciones para año nuevo: una para el papá, otra para Alberto y Carlota, y otra para el señor Werther. Todas las entregarían por la mañana temprano el 1 de enero. Estas palabras lo llenaron de ternura; hizo algunos regalos a todos y luego de encargarles que dieran memorias a su papá, montó su caballo y se marcho con lágrimas en los ojos.

 

A las cinco regresó a casa; recomendó a la criada que cuidara el fuego de la chimenea hasta la noche y pidió al sirviente que empacara los libros y la ropa blanca, y metiera los trajes a la maleta. Puede pensarse que después de esto fue cuando escribió el siguiente fragmento de su última carta a Carlota:

 

“Tú no esperas; crees que voy a obedecerte y a no volver a tu casa hasta nochebuena. ¡Oh, Carlota! Hoy o nunca. En la víspera de Navidad tendrás este papel en tus temblorosas manos y le humedecerás con tu precioso llanto. Lo quiero, es necesario. ¡Oh, qué contento estoy con mi decisión!”

 

Mientras tanto, Carlota estaba de un ánimo muy extraño. En su última entrevista con Werther había entendido lo difícil que sería instarlo a alejarse y había adivinado mejor que nunca los tormentos que él sufriría lejos de ella.

 

Después de informar a su marido, incidentalmente, que Werther no volvería hasta la nochebuena, Alberto se fue a ver a un funcionario de un distrito colindante para tratar un asunto que debía tomarle hasta el siguiente día.

 

Carlota estaba sola; ninguna de sus hermanas la acompañaba. Tomando ventaja de esta circunstancia, se perdió en sus ideas y dejó vagar su espíritu entre los afectos de su pasado y su presente.

 

Se miraba unida para siempre a un hombre cuyo amor y lealtad conocía bien y por el que sentía un gran cariño; a un hombre que por su carácter, tan íntegro como apacible, parecía formado para garantizar la felicidad de una mujer honrada. Entendía lo que este hombre era y debía ser siempre para ella y para su familia.

 

Por otro lado, le había simpatizado tanto Werther desde el momento de conocerlo y llegó a quererlo tanto; era tan auténtico el afecto que los unía y había creado tal intimidad el largo trato que hubo entre ellos, que el corazón de Carlota conservaba de ello impresiones imborrables. Se había habituado a contarle todo lo que sucedía, todo lo que sentía.

 

Su partida por lo tanto produciría en la vida de Carlota un vacío que nada llenaría. ¡Ah! Si ella hubiera podido hacerle su hermano, ¡qué feliz hubiera sido! ¡Si hubiera podido casarlo con una de sus amigas! ¡Si hubiera podido restablecer la buena inteligencia que antes hubo entre Alberto y él! Revisó en la mente a todas sus amigas y en todas hallaba defectos… ninguna le pareció digna del amor de Werther. Después de mucha reflexión, concluyó por sentir confusamente, sin atreverse a confesárselo, que el secreto deseo de su corazón era reservárselo para ella, por más que se decía que ni podía ni debía hacerlo. Su alma, tan pura y hermosa, y hasta ese momento tan inaccesible a la tristeza, recibió en aquel momento una herida cruel. Sintió su corazón saltar y una nube negra dilatarse ante ella.

 

A las 6:30 oyó a Werther, que subía la escalera y preguntaba por ella. En el acto reconoció sus pasos y su voz, y su corazón latió con viveza por primera vez, podemos decir, al acercarse el joven. De buena gana hubiera ordenado que le dijeran que no estaba en casa, y cuando lo vio entrar no pudo menos que exclamar, con visible carga y muy emocionada.

 

-¡Ah! Has faltado a tu palabra.

 

-Yo no hice promesa alguna -respondió.

 

-Pero debiste cuando menos escuchar mis ruegos, en consideración a que fueron para bien de los dos.