Otra vuelta de tuerca 3. Tercera Entrega
de Henry James

Otra vuelta de tuerca 3. Tercera Entrega

 

 

Fuente bibliotecasvirtuales.  Autor: Henry James

 

En vez de responderme, la señora Grose se aproximó a la ventana y durante un momento aplicó el rostro al cristal.

 

—Usted ve ahora como él veía —añadí entonces.

 

Ella no hizo ningún movimiento.

 

—¿Cuánto tiempo permaneció aquí?

 

—Hasta mi salida. Vine a su encuentro.

 

La señora Grose se volvió en redondo, y vi en su rostro que seguía ocultando algo.

 

—Yo no hubiera sido capaz de salir —murmuró.

 

—¡Tampoco yo! —y volví a reír—. Pero salí. Tengo mis obligaciones.

 

—También yo tengo las mías —respondió; y luego añadió—: ¿A quién se parece?

 

—¿Me moriría por poder decírselo. Pero no se parece a nadie.

 

—¿A nadie? —repitió.

 

—No lleva sombrero —y, al ver por la expresión de su rostro que aquel detalle le resultaba significativo y, al parecer, agobiante, añadí rápidamente los siguientes datos—: Tiene un pelo rojo, muy rojo, rizado, y un rostro pálido, alargado, con facciones bastante regulares y pequeñas patillas, raras, tan rojas como sus cabellos. Las cejas son un poco más oscuras, tienen una forma particularmente arqueada y parece que suele moverlas bastante. Sus ojos son agudos, extraños... terribles; y su mirada es penetrante. Tiene la boca grande y los labios finos y, además de las pequeñas patillas, va completamente afeitado. Tuve la impresión, en cierto momento, de estar viendo a un actor.

 

—¿A un actor?

 

Y era imposible parecerse menos a una actriz que la señora Grose en ese momento.

 

—Nunca he visto a uno, pero me imagino que son así. Es alto, enérgico, erguido —continué— pero nunca, ¡jamás!, un caballero.

 

El rostro de mi compañera había ido palideciendo intensamente a medida que yo hablaba. Sus ojos parecían desencajados y tenía la boca abierta por el asombro.

 

—¿Un caballero? —musitó confusa y azorada—. ¿Un caballero, él?

 

—Entonces, ¿le conoce usted?

 

Trató visiblemente de dominarse.

 

—¿Es bien parecido?

 

Me di cuenta de cuál era la manera de ayudarla.

 

—¡Extraordinariamente!

 

—Y vestía...

 

—Con ropas de otra persona. Eran elegantes, pero no las suyas.

 

Ella me interrumpió con un gruñido ahogado y confirmador.

 

—¡Son del amo!

 

La tenía ya cogida.

 

—¿Así que lo conoce?

 

Vaciló un par de segundos; luego exclamó:

 

—¡Quint!

 

—¿Quint?

 

—Peter Quint, su criado, su ayuda de cámara cuando el amo estuvo aquí.

 

—¿Cuando el amo estuvo aquí?

 

Jadeando aún, pero decidida a hacerme frente, continuó:

 

—Nunca usó sombrero; sin embargo llevaba... Bueno, faltaron algunos chalecos. Ambos estuvieron aquí... el año pasado. Cuando el amo se marchó, Quint se quedó solo.

 

Yo la seguía, pero entonces la interrumpí.

 

—¿Solo?

 

—Solo con nosotros —y añadió, como si sus palabras surgieran de una profundidad aún mayor—: Se quedó a cargo del lugar.

 

—¿Y qué fue de él?

 

Tardó tanto en responderme, que me sentí todavía más desconcertada.

 

—También se marchó —dijo finalmente.

 

—¿Adónde?

 

La expresión de la señora Grose, en ese momento, se volvió extraordinaria.

 

—¡Sólo Dios puede saberlo! Murió.

 

Yo me estremecí.

 

—¿Murió?

 

Ella pareció adquirir aplomo, plantarse más firmemente para resistir al asombro.

 

—Sí. El señor Quint ha muerto.

 

VI

 

Desde luego, fue necesario algo más que aquel episodio para situarnos en presencia de lo que ahora tendríamos que soportar como pudiésemos; es decir, a pesar de mi poquísima capacidad para encajar impresiones del género de las que vívidamente acababa de experimentar; capacidad cuyo conocimiento suscitaba en mi compañera, mezclados, un poco de consternación y otro poco de lástima. Aquella misma tarde, después de la revelación que me dejó durante una hora enteramente postrada, no hubo para nosotras servicio religioso, sino un pequeño servicio de lágrimas y juramentos, de preces y promesas, una crisis de desafíos y ruegos mutuos que tuvo lugar en el salón destinado a las clases, en el que nos habíamos encerrado para tratar de definir la situación. El resultado fue que decidimos someter a ésta al máximo control de sus elementos. La señora Grose no había visto nada, ni la sombra de una sombra, y nadie más en la casa, salvo la institutriz, estaba en el caso de ésta. No obstante, aceptó la verdad tal como se la ofrecí, sin impugnar directamente mi salud mental; y terminó por demostrarme una ternura conmovedora y una deferencia a mi más que discutible privilegio, el recuerdo de las cuales perdura en mí como uno de los más dulces sentimientos humanos.

 

Aquella noche convinimos en que juntas podríamos soportar esas cosas, y yo no me daba cuenta de que a pesar de que ella parecía eximirse, era precisamente quien debía soportar casi toda la carga. Sabía en aquel momento, como lo sé ahora, que yo era capaz de afrontar cualquier cosa con tal de proteger a mis discípulos; pero tardé algún tiempo en estar segura de lo que mi honrada aliada sería capaz de hacer para mantenerse fiel a nuestro pacto. Yo resultaba una compañera muy extraña, tanto como lo era ella; pero, cuando recuerdo todo lo que tuvimos que pasar juntas, advierto cuánto de común habíamos hallado en la única idea que, por fortuna, podía unirnos. La idea que me hizo salir, como podría decirse, de la cárcel de mi espanto. Puedo recordar perfectamente lo que me fortaleció aquella noche, antes de separarme de la señora Grose. Habíamos discutido una y mil veces cada uno de los detalles de lo que había visto.

 

—¿Dice que buscaba a otra persona... a alguien que no era usted?

 

—Buscaba al pequeño Miles —en aquel momento me sentí poseída por una portentosa clarividencia—. Era a él a quien estaba buscando.

 

—Pero... ¿cómo puede saberlo?

 

—¡Lo sé, lo sé, lo sé! —mi exaltación iba en aumento—. ¡Y también usted lo sabe, querida!

 

No lo negó, pero advertí que no era necesario que yo dijera esas cosas. De cualquier manera, poco después replicó:

 

—¿Qué tiene de raro que quiera verlo?

 

—¿Al pequeño Miles? ¡No es precisamente lo que quiere!

 

Me pareció que de nuevo estaba intensamente asustada.

 

—¿El niño?

 

—No, el hombre. ¡Dios no lo permita! Quiere aparecer ante ellos.

 

El hecho de que era capaz de hacerlo, estaba probado. Yo tenía la absoluta certidumbre de que volvería a ver lo que ya había visto, pero algo en mi interior me decía que, si me ofrecía como sujeto único de la experiencia, aceptándola, invitándola, superándola del todo, podría servir de víctima expiatoria y proteger la tranquilidad de todos los demás. Especialmente, evitaría aquella experiencia a los niños. Me acuerdo de una de las últimas cosas que aquella noche dije a la señora Grose:

 

—Me sorprende que mis alumnos no hayan mencionado nunca...

 

La señora Grose me lanzó una mirada tan extraña, que me impidió terminar la frase, pero ella lo hizo por mí.

 

—¿La estancia de él aquí, y el tiempo que pasaron juntos?

 

—Sí, el tiempo que pasaron con él, y su nombre, su presencia, su historia, en fin...

 

—¡Oh!, la pequeña no lo recordará. Ella no llegó a enterarse.

 

—¿De las circunstancias de su muerte? —pregunté con intensidad—. Tal vez no. Pero Miles debería recordar... Miles debería saber...

 

—¡Ay!, mejor será que no le pregunte —exclamó la señora Grose.

 

Le devolví la mirada que me había dirigido.

 

—No tema —y luego murmuré—: Es bastante raro.

 

—¿Que no le haya hablado nunca de él?

 

—No ha hecho nunca la más pequeña alusión. ¿Y dice usted que eran grandes amigos?

 

—¡Oh!, Miles no era él mismo en esos momentos —declaró la señora Grose con énfasis—. Eran cosas de Quint. Jugaba con él.... Mejor dicho, lo echaba a perder —hizo una breve pausa y luego añadió—. Quint era demasiado atrevido.

 

Estas palabras me hicieron recordar su rostro, ¡aquel rostro!, y me sentí invadida por una sensación de disgusto.

 

—¿Demasiado atrevido con mi niño?

 

—Demasiado atrevido con todo el mundo.

 

Preferí no analizar por el momento su afirmación. Supuse que se refería a los miembros de la servidumbre, a la media docena de criados y sirvientes que constituían nuestra pequeña colonia. Pero se daba la feliz circunstancia de que el lugar no tenía una leyenda de escándalo, ni mala fama, cosas que resultan imposibles de ocultar, y la señora Grose, al parecer, deseaba que yo permaneciera en silencio. Al final de nuestra entrevista decidí someterla a una prueba. Era ya medianoche y mi compañera había puesto la mano en el pomo de la puerta dispuesta a marcharse.

 

—¿Debo entender, por lo que me ha dicho (y esto es para mí de la mayor importancia), que Quint era definitiva y deliberadamente malo?

 

—¡Oh, no abiertamente! Yo lo sabía... pero el amo no.

 

—¿Y nunca se lo dijo usted?

 

—Bueno, a él le disgustaban las habladurías, odiaba las quejas. Podía ser terrible cuando alguien se le acercaba con ese fin. Y si la gente se portaba correctamente con él...

 

—¿No se preocupaba de nada más?

 

Eso encajaba muy bien con la impresión que yo tenía de él: no era un caballero al que le gustara preocuparse, y tampoco un hombre demasiado cuidadoso con las relaciones que mantenía. Aun así, apremié a mi interlocutora, añadiendo:

 

—En su caso, ¡yo se lo habría dicho!

 

Advirtió mi reproche.

 

—Tal vez cometí un error. Pero la verdad es que estaba asustada.

 

—¿Asustada? ¿De qué?

 

—De las cosas que aquel hombre podía hacer. Quint era tan hábil... tan astuto...

 

Yo oía todo aquello, tal vez, con mayor atención de la que deseaba mostrar.

 

—¿No temía usted algo más? —insistí—. ¿Su efecto, por ejemplo?

 

—¿Su efecto? —repitió la señora Grose con un rostro angustiado y suplicante.

 

—Su efecto sobre esas vidas preciosas e inocentes. Usted estaba a cargo de los niños.

 

—¡No, no estaban a mi cargo! —exclamó rotundamente y con enojo—. El amo tenía confianza en él y lo trajo consigo; al parecer, no estaba bien de salud y el aire del campo le sentaba bien. Así que él se hizo cargo de todo —su tono era ahora sarcástico—. Incluso de los niños.

 

—¿De los niños... semejante individuo? —exclamé indignada—. ¿Y podía usted soportarlo?

 

—No, no podía... ¡Tampoco ahora puedo! —y la buena mujer estalló en sollozos.

 

Un estricto control, como ya he dicho, comenzó a regir a partir del siguiente día; sin embargo, ¡cuán a menudo y cuán apasionadamente volvimos durante una semana sobre el mismo tema! A pesar de lo mucho que habíamos discutido aquel domingo al atardecer, me sentí, sobre todo en las últimas horas de la noche —¿iba yo a poder dormir en tales condiciones?—, acosada por la sensación de que había algo que mi compañera no me había dicho. Yo no había reservado nada para mí; sin embargo, sabía que existían dos o más palabras que la señora Grose había retenido. Es más, por la mañana estaba convencida de que no se trataba de una falta de sinceridad, sino que su silencio estaba condicionado por el temor. En efecto, dando a la situación una mirada retrospectiva, me pareció que antes de que el sol estuviera en su cenit yo ya había leído, en los hechos que teníamos frente a nosotras, casi todo el significado que iban a adquirir por los posteriores y más crueles acontecimientos. Lo que los hechos me mostraron fue, sobre todo, la siniestra figura del hombre vivo —¡el muerto podía esperar un poco— y de los meses que él había pasado en Bly, los cuales, sumados, constituían un largo periodo. El término de aquella época malvada sólo llegó al amanecer de un día de invierno, cuando un jornalero, que se dirigía muy temprano al trabajo, halló a Peter Quint muerto al lado del camino que conducía al pueblo: una catástrofe que fue explicada, por lo menos superficialmente, por una herida visible en la cabeza. Una herida como ésa sólo podía haber sido producida (y, según el veredicto final de la encuesta, lo fue) por un resbalón fatal en la oscuridad, después de abandonar la taberna, en la pendiente cubierta de hielo en cuyo fondo yacía. La pendiente helada, el paso en falso en la noche y el licor, fueron todo lo que surgió en la encuesta y lo que se cuchicheó en posteriores comadreos; pero había en su vida otras cosas —extrañas y peligrosas acciones, desórdenes secretos, vicios más que sospechados— que, de haber sido investigadas, habrían explicado mejor su colapso.

 

Aunque me es difícil ahora referir la historia con palabras capaces de dar un cuadro verosímil de mi estado de ánimo, he de decir que en aquellos días yo era literalmente capaz de encontrar un motivo de alegría en el extraordinario heroísmo que la ocasión exigía de mí. Ahora puedo ver que se me había solicitado un servicio admirable y difícil; y que habría una indudable grandeza en el hecho de que se llegara a saber —¡sí, en el sitio indicado!— que yo había triunfado donde tantas otras muchachas hubiesen fracasado. Fue para mí una ayuda inmensa —y confieso que llego a envanecerme cuando miro hacia atrás— que concibiera mi labor como algo tan grande y tan sencillo. Estaba allí para proteger y defender a las dos criaturas más adorables que había en el mundo, de cuya falta de protección me había dado cuenta repentinamente y, con el corazón dolorido, había decidido subsanar. Estábamos unidos en nuestro peligro. Ellos no tenían a nadie más que a mí, y yo... Bueno, yo los tenía a ellos. Era, en resumen, una oportunidad magnífica. Esto se me mostró en una clara imagen material: yo era como una pantalla que debía permanecer delante de ellos. Cuanto más viera yo, menos verían ellos. Comencé a observarlos con extrema tensión, con una excitación disimulada que, de haberse prolongado demasiado, se hubiera convertido en algo semejante a la locura. Lo que me salvó, ahora puedo verlo, fue que la tensión perdió su razón de ser y fue reemplazada por una serie de pruebas horribles, y puedo llamarlas "pruebas" porque realmente pasé por ellas.

 

Ese momento se produjo una tarde en que salí al jardín con mi discípulo más joven. Habíamos dejado a Miles en casa, sobre el rojo almohadón de un sofá adosado a una ventana, porque había expresado su deseo de terminar de leer un libro, y yo me había sentido feliz de acceder a un propósito tan laudable en un jovencito cuyo único defecto podía ser, a veces, cierto exceso de actividad. Su hermana, por el contrario, se mostró encantada de poder salir, por lo que dimos un paseo de una media hora buscando la sombra, ya que el sol estaba aún muy alto y el día era excepcionalmente caluroso. Mientras estaba con ella, me di nuevamente cuenta de cómo, igual que su hermano —y era ésta una de las cualidades más encantadoras de ambos niños—, me dejaba sola sin que pareciera que me abandonara, y me acompañaba sin agobiarme con su presencia. Nunca me importunaban, ni tampoco se mostraban desatentos. Podían divertirse intensamente sin mí; y ello constituía un espectáculo que sabían preparar por sí mismos y en el que yo representaba el papel de una admiradora activa. Yo me movía en un mundo imaginado por ellos... que no tuvieron oportunidad de hacerlo en el mío. Así, mi tiempo se llenaba representando el personaje o el objeto que su juego requería en cada momento, y que era siempre para ellos, gracias a mi superioridad y entusiasmo, una feliz y enormemente distinguida colaboración. Olvidé de qué se trataba en aquella ocasión; sólo recuerdo que debía ser algo muy importante y silencioso, y que Flora estaba entusiasmada en el juego. Estábamos al borde del lago, y, como últimamente habíamos comenzado a estudiar geografía, el lago era el mar de Azof.

 

De pronto, en esas circunstancias, tuve la sensación de que al otro lado del mar de Azof teníamos a un interesado espectador. El conocimiento del hecho se produjo de la manera más extraña del mundo —es decir, aparte del hecho, mucho más extraño, constituido por la misma aparición—, porque yo era, en el juego, algo o alguien que podía sentarse, y lo hice en el viejo banco de piedra que dominaba el estanque; y en esa posición, de pronto, sin ninguna visión directa, comencé a tener la certidumbre de la presencia de una tercera persona. Los viejos árboles, los espesos matorrales, proyectaban una agradable sombra sumergida en el resplandor de aquella hora cálida y tranquila. No había en el escenario ninguna ambigüedad, como tampoco la había en la convicción que tuve de pronto de que con sólo alzar los ojos vería a alguien al otro lado del lago. Recuerdo el esfuerzo que hice para no moverme hasta que estuviera completamente tranquila y haber decidido qué hacer en tales circunstancias. Había un objeto extraño a la vista: una figura cuyo derecho a hacer acto de presencia negué instantánea y apasionadamente. Analicé cuidadosamente las posibilidades, diciéndome a mí misma que nada era más natural, por ejemplo, que la aparición de uno de los sirvientes en aquel lugar, o la de un mensajero, el cartero o el mozo de alguna tienda del pueblo. Pero aquel ejercicio mental tuvo muy poco efecto sobre la certidumbre que ya poseía —incluso antes de haberlo visto— acerca del carácter y la actitud de nuestro visitante. No me resultaba nada extraño que todo aquello fuese, en realidad, otra cosa de lo que parecía ser.

 

De la verdadera identidad de la aparición me aseguraría tan pronto como el pequeño reloj de mi valor marcase el instante adecuado; entretanto, con un esfuerzo que era ya bastante intenso, dirigí la mirada directamente a la pequeña Flora, quien en ese momento se hallaba a unas diez yardas de distancia de donde yo estaba. Mi corazón había permanecido inmóvil durante un momento por el asombro y terror que me producía pensar que también ella pudiera verlo. Contuve el aliento en espera de un grito suyo, algún signo de interés o alarma que me pudiera servir de indicación. Esperé, pero no obtuve nada. Luego —y en esto se oculta lo más terrible, creo yo, de lo que voy a relatar— experimenté la sensación de que, durante un minuto, todos los sonidos espontáneos procedentes de la niña habían cesado; y se dio la circunstancia de que en aquel mismo momento la niña, en su juego, se había vuelto y mirado hacia el agua. Esta era su actitud cuando, finalmente, la miré... la miré con la convicción, confirmada, de que ambas seguíamos estando bajo la mirada de otra persona. Ella había recogido un pequeño trozo plano de madera, con un estrecho agujero, que evidentemente le había sugerido la idea de buscar otro fragmento que pudiera servirle de mástil, y hacer así un barquito. Observé que estaba intensamente ocupada tratando de colocar el palo en su sitio. Mi temor ante lo que estaba haciendo me contuvo hasta que, después de unos segundos, sentí que podía enfrentarme ya con lo demás. Entonces levanté la mirada... y me encaré con lo que debía desafiar.

 

VII

 

Después de aquello, fui en busca de la señora Grose tan pronto como pude hacerlo; y me resultaba imposible relatar cómo pasé el intervalo. Todavía me parece oírme gritar, en cuanto me arrojé en sus brazos:

 

—¡Lo saben! ¡Oh, es demasiado monstruoso! ¡Ellos lo saben, lo saben!

 

—¿Qué es lo que saben...?

 

Advertí su incredulidad mientras me sostenía en sus brazos.

 

—Bueno, lo que nosotras sabemos... ¡Y sólo el cielo podría decirnos qué más!

 

Luego, soltándome de su abrazo y luchando por recobrar la coherencia, añadí:

 

—¡Hace un par de horas, en el jardín... —apenas podía articular las palabras—, Flora lo vio!

 

La señora Grose recibió la noticia como si le hubieran dado un golpe en el estómago.

 

—¿Se lo dijo ella? —gimió.

 

—Ni una palabra... Esto es lo monstruoso. ¡Se lo ha reservado! ¡Una niña de ocho años! ¡Esa niña!

 

Aún no salía de la estupefacción que aquello me había producido.

 

La señora Grose, por supuesto, se sorprendió aún más.

 

—Entonces, ¿cómo lo sabe usted?

 

—Yo estaba allí... Lo vi con mis propios ojos: vi que ella era perfectamente consciente de su presencia.

 

—¿Consciente de la presencia de él?

 

—No.... de ella.

 

Y, mientras hablaba, me di cuenta de que estaba asomándome a cosas prodigiosas, pues obtuve un tenue reflejo de ellas en el rostro de mi compañera.

 

—Esta vez era otra persona..., una figura de inconfundible maldad: una mujer vestida de negro, pálida y horrible... ¡Oh, qué aire el suyo, qué cara...! Estaba del otro lado del lago. Yo estaba allí con la niña, muy tranquila en ese momento, cuando de repente apareció.

 

—¿Apareció? ¿De dónde?

 

—¡De donde ellos aparecen! El hecho es que apareció y permaneció allí..., pero no muy cerca.

 

—¿Y no se aproximó un poco?

 

—¡Oh, por el efecto y la sensación producida, podía haber estado tan cerca como está usted!

 

Mi amiga dio un paso atrás con un extraño impulso.

 

—¿Era alguien a quien usted había visto antes?

 

—Nunca. Pero la niña sí. Y usted también —entonces expresé todo lo que había concebido—: Era mi predecesora..., la que murió.

 

—¿La señorita Jessel?

 

—La señorita Jessel. ¿No me cree usted? —la apremié.

 

La señora Grose se volvía de derecha a izquierda presa del desconcierto.

 

—¿Cómo puede estar usted tan segura?

 

Por el estado de mis nervios, aquella respuesta provocó un estallido de impaciencia.

 

—Pregúnteselo a Flora.., ella está segura —pero no bien hube dicho eso cuando logré recuperarme—. ¡No, por el amor de Dios, no lo haga! Diría que no vio nada... mentiría.

 

La señora Grose no estaba tan perturbada como para que instintivamente no protestara.

 

—¡Oh!, ¿cómo puede...?

 

—Estoy segura. Flora no quiere que yo sepa nada.

 

—¿Trata, pues, de ahorrarle...?

 

—¡No, no... esto es algo más profundo, más profundo! Mientras más ahondo, más lo veo así; y mientras más veo, más temo. ¡No sé qué es lo que no temo!

 

 La señora Grose hizo un esfuerzo por comprenderme.

 

—¿Quiere decir que teme volver a verla?

 

—¡Oh, no... eso ahora no es nada! —luego expliqué—: Lo que temería sería no verla.

 

Pero mi compañera me miró vacuamente.

 

—No la comprendo.

 

—Mire: lo que temo es que la niña pueda verla, y que logre hacerlo sin que yo lo sepa.

 

Ante la idea de aquella posibilidad, la señora Grose pareció por un momento anonadada; sin embargo, logró recuperarse una vez más, como si tuviera conciencia de que, si cedíamos una pulgada, estábamos perdidas.

 

—Querida, querida..., ¡no debemos perder la cabeza! Después de todo, si a ella no le importa... —su boca se torció en una mueca que pretendía ser una sonrisa—. Tal vez a ella le gusta.

 

—¡Gustar esas cosas... a una niña tan pequeña!

 

—¿No es ello una prueba de su bendita inocencia? —inquirió valientemente mi amiga.

 

Por un instante, me dejó casi sin aliento.

 

—¡Ay! Debemos aferrarnos a eso... Si no es una prueba de lo que usted dice... es entonces una prueba de... ¡Sólo Dios sabe de qué! Porque aquella mujer es el horror de los horrores.

 

La señora Grose clavó entonces la mirada en el suelo; después de unos instantes la levantó para pedirme:

 

—Dígame cómo lo supo.

 

—Entonces, ¿admite usted que lo era? —grité.

 

—Dígame cómo lo supo —repitió sencillamente mi compañera.

 

—¿Cómo lo supe? ¡Sólo con verla! Por la manera como miraba.

 

—¿Por la manera como la miraba a usted? ¿Malévolamente?

 

—No, no, querida... Eso lo hubiera podido soportar. No me dirigió siquiera una mirada. Tenía la vista fijada en la niña.

 

—¿Fijada en ella?

 

—¡Oh, sí, y con qué espantosos ojos!

 

La señora Grose contempló los míos como si realmente pudieran parecerse a los de la aparición.

 

—¿De disgusto, quiere usted decir?

 

—¡No, santo cielo, no! De algo mucho peor.

 

—¿Peor que el disgusto?

 

Aquello dejó completamente desorientada a la buena mujer.

 

—Con una determinación indescriptible; con una especie de furia en la intención...

 

Palideció ante mis palabras.

 

—¿En la intención?

 

—Sí, de apoderarse de ella.

 

Los ojos de la señora Grose se desorbitaron al contemplarme... Se estremeció y caminó hacia la ventana; y, mientras permanecía allí mirando hacia el exterior, yo terminé mi declaración:

 

—Y eso es lo que Flora sabe.

 

Al cabo de un rato dio media vuelta.

 

—¿Dice usted que esa persona vestía de negro?

 

—De luto... Bastante pobremente, casi de harapos. Pero, eso sí, su belleza era extraordinaria.

 

Reconozco ahora que, después de tantos golpes, debí de haber convencido a la víctima de mis confidencias, pues en esos momentos sopesaba ya visiblemente sus palabras.

 

—¡Oh, sí, era muy hermosa! —insistí—. Maravillosamente hermosa. Pero infame.

 

La señora Grose se me acercó lentamente.

 

—La señorita Jessel... era una mujer infame.

 

Una vez más tomó mi mano entre las suyas estrechándola con fuerza, como si quisiera fortalecerme contra el aumento de inquietud que podía producirme su discurso.

 

—Ambos eran infames —dijo finalmente.

 

Así, durante un rato, volvimos a contemplar juntas la situación; y sentí que con su valiosa ayuda podía ahora verla con mayor claridad.

 

—Aprecio su pudor al no hablarme hasta ahora de ellos; pero creo que ha llegado el momento de que me cuente todo —ella pareció asentir a mi petición, pero se mantuvo en silencio, por lo cual agregué—: Debo saberlo. ¿De qué murió? Dígame, ¿había algo entre ellos?

 

—Había todo lo que podía haber.

 

—¿A pesar de las diferencias...?

 

—A pesar de todo, de su rango, de su condición —exclamó—. Ella era una dama.

 

Creí comprender.

 

—Sí..., era una dama.

 

—Y él era atrozmente plebeyo —dijo la señora Grose.

 

Sentí que, indudablemente, no necesitaba precisar demasiado ante mi compañera el lugar de un sirviente en la escala social; pero no había nada que me impidiera aceptar por buena la opinión expresada por ella respecto al rebajamiento de mi predecesora. Había un medio de enfrentarse a la situación y yo la adopté; lo hice instantáneamente, pues tenía una completa visión, basada en pruebas del difunto hombre "de confianza" de mi patrón: un individuo astuto, bien parecido, impúdico, seguro de sí mismo, vicioso, depravado.

 

—Aquel individuo era un sinvergüenza.

 

La señora Grose consideró mi afirmación y luego, aceptándola, añadió:

 

—No he conocido a ninguno como él. Hacía lo que quería.

 

—¿Con ella?

 

—Con todos ellos.

 

Fue como si ante los ojos de mi amiga hubiera vuelto a aparecer la señorita Jessel. Por un instante, me pareció que la evocaba tan claramente como yo la había visto en el estanque; y entonces afirmé con decisión:

 

—¡Debió de ser también lo que ella deseaba!