El extranjero 2. Segunda entrega
de Albert Camus

El extranjero 2. Segunda entrega

 

 

Fuente ciudadseva. Me preguntó si creía que le había engañado, y a mí me parecía, por cierto, que le había engañado. Me preguntó si encontraba que se la debía castigar y qué haría yo en su lugar. Le dije que era difícil saber, pero comprendí que quisiera castigarla. Bebí todavía un poco de vino. Encendió un cigarrillo y me descubrió su idea. Quería escribirle una carta «con patadas y al mismo tiempo cosas para hacerla arrepentir.» Después, cuando regresara, se acostaría con ella, y «justo en el momento de acabar» le escupiría en la cara y la echaría a la calle. Me pareció que, en efecto, de ese modo quedaría castigada. Pero Raimundo me dijo que no se sentía capaz de escribir la carta adecuada y que había pensado en mí para redactarla. Como no dijera nada, me preguntó si me molestaría hacerlo en seguida y respondí que no.

 

Bebió un vaso de vino y se levantó. Apartó los platos y la poca morcilla fría que habíamos dejado. Limpió cuidadosamente el hule de la mesa. Sacó de un cajón de la mesa de noche una hoja de papel cuadriculado, un sobre amarillo, un pequeño cortaplumas de madera roja y un tintero cuadrado, con tinta violeta. Cuando me dijo el nombre de la mujer vi que era mora. Hice la carta. La escribí un poco al azar, pero traté de contentar a Raimundo porque no tenía razón para no dejarlo contento. Luego leí la carta en alta voz. Me escuchó fumando y asintiendo con la cabeza, y me pidió que la releyera. Quedó enteramente contento. Me dijo: «Sabía que tú conocías la vida.» Al principio no advertí que me tuteaba. Sólo cuando me declaró: «Ahora eres un verdadero camarada, me llamó la atención. Repitió la frase, y dije: «Sí.» Me era indiferente ser su camarada y él realmente parecía desearlo. Cerró el sobre y terminamos el vino. Luego quedamos un momento fumando sin decir nada. Afuera todo estaba en calma y oímos deslizarse un auto que pasaba. Dije: «Es tarde.» Raimundo pensaba lo mismo. Hizo notar que el tiempo pasaba rápidamente, y, en cierto sentido, era verdad. Tenía sueño, pero me costaba levantarme. Debía de tener aspecto fatigado porque Raimundo me dijo que no había que dejarse abatir. En el primer momento no comprendí. Me explicó entonces que se había enterado de la muerte de mamá pero que era una cosa que debía de llegar un día u otro. Era lo que yo pensaba.

 

Me levanté. Raimundo me estrechó la mano con fuerza y me dijo que entre hombres siempre acaba uno por entenderse. Al salir de la pieza cerré la puerta y quedé un momento en el rellano, en la oscuridad. La casa estaba tranquila y de las profundidades de la caja de la escalera subía un soplo oscuro y húmedo. No oía más que los golpes de la sangre zumbándome en los oídos y quedé inmóvil. Pero en la habitación del viejo Salamano el perro gimió sordamente.

 

IV

 

Trabajé mucho toda la semana. Raimundo vino y me dijo que había enviado la carta. Fui dos veces al cine con Manuel, que nunca comprende lo que sucede en la pantalla. Siempre hay que darle explicaciones. Ayer era sábado, y María vino, como habíamos convenido. La deseé mucho porque tenía un lindo vestido a rayas rojas y blancas, y sandalias de cuero. Se adivinaban sus senos firmes, y el tostado del sol le daba un rostro de flor. Tomamos un autobús y fuimos a algunos kilómetros de Argel a una playa encerrada entre rocas y rodeada de cañaverales del lado de la ribera. El sol de las cuatro no calentaba demasiado, pero el agua estaba tibia, con pequeñas olas alargadas y perezosas. María me enseñó un juego. Al nadar había que beber en la cresta de las olas, conservar en la boca toda la espuma, y ponerse en seguida de espaldas para proyectarla hacia el cielo. Se formaba entonces un encaje espumoso que se desvanecía en el aire o caía como lluvia tibia sobre la cara. Pero al cabo sentí la boca quemada por la amargura de la sal. María se me acercó entonces y se estrechó contra mí en el agua. Puso su boca contra la mía. Su lengua refrescaba mis labios y rodamos entre las olas durante un momento.

 

Cuando nos vestimos nuevamente en la playa, María me miraba con ojos brillantes. La besé. A partir de ese momento no hablamos más. La estreché contra mí y nos apresuramos a buscar un autobús, regresar, ir a casa y arrojarnos sobre la cama. Había dejado la ventana abierta y era agradable sentir derramarse la noche de verano sobre nuestros cuerpos morenos.

 

Esa mañana María se quedó y le dije que almorzaríamos juntos. Bajé a comprar carne. Al subir oía una voz de mujer en la habitación de Raimundo. Poco después, el viejo Salamano regañó al perro, oímos ruido de suelas y uñas en los peldaños de madera de la escalera y luego: «¡Cochino! ¡Carroña!» Salieron a la calle. Conté a María la historia del viejo y se rió. Tenía puesto uno de mis pijamas cuyas mangas había recogido. Cuando rió, tuve nuevamente deseos de ella. Un momento después me preguntó si la amaba. Le contesté que no tenía importancia, pero que me parecía que no. Pareció triste. Mas al preparar el almuerzo, y sin motivo alguno, se echó otra vez a reír de tal manera que la besé. En ese momento el ruido de una disputa estalló en la habitación de Raimundo.

 

Se oyó al principio una voz aguda de mujer y luego a Raimundo que decía: «¡Me has engañado, me has engañado! Yo te voy a enseñar a engañarme.» Algunos ruidos sordos y la mujer aulló, pero de tan terrible manera que inmediatamente el pasillo se llenó de gente. También María y yo salimos. La mujer gritaba sin cesar y Raimundo pegaba sin cesar. María me dijo que era terrible y no respondí. Me pidió que fuese a buscar a un agente, pero le dije que no me gustaban los agentes. Sin embargo, llegó con el inquilino del segundo, que es plomero. Golpeó en la puerta y no se oyó nada más. Golpeó con más fuerza y, al cabo de un momento, la mujer lloró otra vez y Raimundo abrió. Tenía un cigarrillo en la boca y el aire dulzón. La muchacha se precipitó hacia la puerta y declaró al agente que Raimundo le había pegado. «Tu nombre», dijo el agente. Raimundo respondió. «Quítate el cigarrillo de la boca cuando me hablas», dijo el agente. Raimundo titubeó, me miró y se quedó con el cigarrillo. Entonces el agente le cruzó la cara al vuelo con una bofetada espesa y pesada, en plena mejilla. El cigarrillo cayó algunos metros más lejos. Raimundo se demudó, pero no dijo nada en seguida. Luego preguntó con voz humilde si podía recoger la colilla. El agente respondió que sí y agregó: «Pero la próxima vez sabrás que un agente no es un monigote.» Mientras tanto, la muchacha lloraba y repetía: «¡Me golpeó! ¡Es un rufián!» «Señor agente", preguntó entonces Raimundo, «¿permite la ley que se llame rufián a un hombre?» Pero el agente le ordenó «cerrar el pico.» Raimundo se volvió entonces hacia la muchacha y le dijo: «Espera, chiquita, ya nos volveremos a encontrar.» El agente le dijo que se callara, que la muchacha debía marcharse y él permanecer en la habitación aguardando que la comisaría lo citara. Agregó que Raimundo debería de sentirse avergonzado de estar borracho al punto de temblar como lo hacía. Entonces Raimundo le explicó: «No estoy borracho, señor agente. Estoy aquí, delante de usted, y tiemblo contra mi voluntad.» Cerró la puerta y todos se fueron. María y yo concluimos de preparar el almuerzo. Pero ella no tenía hambre; yo comí casi todo. A la una se fue y dormí un poco.

 

A eso de las tres llamaron a mi puerta y entró Raimundo. Me quedé acostado. Se sentó en el borde de la cama. Quedó un momento sin hablar y le pregunté cómo había ocurrido el asunto. Me contó que había hecho lo que quería, pero que ella le había dado un bofetón y entonces él le había pegado. En cuanto al resto, yo lo había visto. Le dije que me parecía que ahora estaba castigada y que debía de sentirse contento. Era también su Opinión, y observó que el agente había actuado bien, pero que no cambiaría en nada los golpes que ella había recibido. Agregó que conocía bien a los agentes y que sabía cómo había que manejarse con ellos. Me preguntó entonces si había esperado que respondiera al bofetón del agente. Contesté que no había esperado nada y que por otra parte no me gustaban los agentes. Raimundo pareció muy contento. Me preguntó si quería salir con él. Me levanté y comencé a peinarme. Me dijo entonces que era necesario que le sirviera como testigo. A mí me era indiferente, pero no sabía qué debía decir. Según Raimundo, bastaba declarar que la muchacha lo había engañado. Acepté servirle como testigo.

 

Salimos, y Raimundo me ofreció un aguardiente. Luego quiso jugar una partida de billar y perdí por un pelo. Después quería ir al burdel, pero le dije que no porque no tenía ganas. Regresamos lentamente mientras me decía cuánto celebraba haber logrado castigar a su amante. Estuvo muy amable conmigo y pensé que era un momento agradable.

 

Desde lejos divisé en el umbral de la puerta al viejo Salamano, que tenía aspecto agitado. Cuando nos acercamos vi que no tenía consigo al perro. Miraba para todos lados, se volvía sobre sí mismo, trataba de perforar la oscuridad del pasillo, mascullaba palabras sueltas y volvía a escudriñar la calle con los ojillos enrojecidos. Cuando Raimundo le preguntó qué le sucedía, no respondió inmediatamente. Oí vagamente que murmuraba: «¡Cochino! ¡Carroña!», y continuaba agitándose. Le pregunté dónde estaba el perro. Bruscamente me respondió que se había marchado. Luego, de golpe, habló con volubilidad: «Lo llevé al Campo de Maniobras como de costumbre. Había mucha gente en torno de los kioscos de saltimbanquis. Me detuve a mirar 'El rey de la evasión'. Y cuando quise seguir no estaba más allí. Hace tiempo que estaba por comprarle un collar menos grande. Pero jamás hubiera creído que esa carroña pudiera marcharse así.»

 

Raimundo le explicó entonces que el perro podía haberse perdido y que iba a volver. Le citó ejemplos de perros que habían hecho decenas de kilómetros para encontrar a su amo. A pesar de todo, el viejo pareció más agitado. «Pero ellos lo agarrarán, ¿comprende usted? Si por lo menos alguien lo recogiera. Pero no es posible, da asco a todo el mundo con las costras. Los agentes lo agarrarán es seguro.» Le dije entonces que debía ir a la perrera y que se lo devolverían mediante el pago de algunos derechos. Me preguntó si los derechos serían elevados. Yo no lo sabía. Entonces montó en cólera: «¡Dar dinero por esa carroña! ¡Ah, que reviente!» Y se puso a insultarlo. Raimundo rió y entró en la casa. Le seguí y nos separamos en el rellano del piso. Un momento después oí los pasos del viejo que golpeó en mi puerta. Cuando abrí quedó un momento en el umbral y me dijo: «¡Discúlpeme, discúlpeme! ...» Le invité a entrar, pero no quiso. Miraba la punta de los zapatos y le temblaban las manos costrosas. Sin mirarme de frente, me preguntó: «¿No me lo han de agarrar, diga, señor Meursault? ¡Tienen que devolvérmelo! Si no, ¿qué va a ser de mí?» Le dije que la perrera guardaba los perros tres días a disposición de los propietarios y que después hacía con ellos lo que le parecía. Me miró en silencio. Luego dijo: «Buenas noches.» Cerró la puerta. Le oí ir y venir. La cama crujió. Y por el extraño y leve ruido que atravesó el tabique comprendí que lloraba. No sé por qué pensé en mamá. Pero tenía que levantarme temprano al día siguiente. No tenía hambre y me acosté sin cenar.

 

V

 

Raimundo me telefoneó a la oficina. Me dijo que uno de sus amigos (a quien le había hablado de mí) me invitaba a pasar el día del domingo en su cabañuela, cerca de Argel. Contesté que me gustaría mucho ir, pero que había prometido dedicar el día a una amiga. Raimundo me dijo en seguida que también la invitaba a ella. La mujer de su amigo se sentiría muy contenta de no hallarse sola en medio de un grupo de hombres.

 

Quise cortar en seguida porque sé que al patrón no le gusta que nos telefoneen de afuera. Pero Raimundo me pidió que esperase y me dijo que hubiera podido trasmitirme la invitación por la noche, pero que quería advertirme de otra cosa. Había sido seguido todo el día por un grupo de árabes entre los cuales se encontraba el hermano de su antigua amante. «Sí lo ves cerca de casa avísame.» Dije que quedaba convenido.

 

Poco después el patrón me hizo llamar, y en el primer momento me sentí molesto porque pensé que iba a decirme que telefoneara menos y trabajara más. Pero no era nada de eso. Me declaró que iba a hablarme de un proyecto todavía muy vago. Quería solamente tener mi opinión sobre el asunto. Tenía la intención de instalar una oficina en París que trataría directamente en esa plaza sus asuntos con las grandes compañías, y quería saber si estaría dispuesto a ir. Ello me permitiría vivir en París y también viajar una parte del año. «Usted es joven y me parece que es una vida que debe de gustarle.» Dije que sí, pero que en el fondo me era indiferente. Me preguntó entonces si no me interesaba un cambio de vida. Respondí que nunca se cambia de vida, que en todo caso todas valían igual y que la mía aquí no me disgustaba en absoluto. Se mostró descontento, me dijo que siempre respondía con evasivas, que no tenía ambición y que eso era desastroso en los negocios.

 

Volví a mi trabajo. Hubiera preferido no desagradarle, pero no veía razón para cambiar de vida. Pensándolo bien, no me sentía desgraciado. Cuando era estudiante había tenido muchas ambiciones de ese género. Pero cuando debí abandonar los estudios comprendí muy rápidamente que no tenían importancia real.

 

María vino a buscarme por la tarde y me preguntó si quería casarme con ella. Dije que me era indiferente y que podríamos hacerlo si lo quería. Entonces quiso saber si la amaba. Contesté como ya lo había hecho otra vez: que no significaba nada, pero que sin duda no la amaba. «¿Por qué, entonces, casarte conmigo?», dijo. Le expliqué que no tenía ninguna importancia y que si lo deseaba podíamos casarnos. Por otra parte era ella quien lo pedía y yo me contentaba con decir que sí. Observó entonces que el matrimonio era una cosa grave. Respondí: «No.» Calló un momento y me miró en silencio. Luego volvió a hablar. Quería saber simplemente si habría aceptado la misma proposición hecha por otra mujer a la que estuviera ligado de la misma manera. Dije: «Naturalmente.» Se preguntó entonces a sí misma si me quería, y yo, yo no podía saber nada sobre este punto. Tras otro momento de silencio murmuró que yo era extraño, que sin duda me amaba por eso mismo, pero que quizá un día le repugnaría por las mismas razones. Como callara sin tener nada que agregar, me tomó sonriente del brazo y declaró que quería casarse conmigo. Respondí que lo haríamos cuando quisiera. Le hablé entonces de la proposición del patrón, y María me dijo que le gustaría conocer París. Le dije que había vivido allí en otro tiempo y me preguntó cómo era. Le dije: «Es sucio. Hay palomas y patios oscuros. La gente tiene la piel blanca.»

 

Luego caminamos y cruzamos la ciudad por las calles importantes. Las mujeres estaban hermosas y pregunté a María si lo notaba. Me dijo que sí y que me comprendía. Luego no hablamos más. Quería sin embargo que se quedara conmigo y le dije que podíamos cenar juntos en el restaurante de Celeste. A ella le agradaba mucho, pero tenía que hacer. Estábamos cerca de mi casa y le dije adiós. Me miró: «¿No quieres saber qué tengo que hacer?» Quería de veras saberlo, pero no había pensado en ello, y era lo que parecía reprocharme. Se echó a reír ante mi aspecto cohibido y se acercó con todo el cuerpo para ofrecerme la boca. Cené en el restaurante de Celeste. Había comenzado a comer cuando entró una extraña mujercita que me preguntó si podía sentarse a mi mesa. Naturalmente que podía. Tenía ademanes bruscos y ojos brillantes en una pequeña cara de manzana. Se quitó la chaqueta, se sentó y consultó febrilmente la lista. Llamó a Celeste y pidió inmediatamente todos los platos con voz a la vez precisa y precipitada. Mientras esperaba los entremeses, abrió el bolso, sacó un cuadradito de papel y un lápiz, calculó de antemano la cuenta, luego extrajo de un bolsillo la suma exacta, aumentada con la propina, y la puso delante de sí. En ese momento le trajeron los entremeses, que devoró a toda velocidad. Mientras esperaba el plato siguiente sacó además del bolso un lápiz azul y una revista que publicaba los programas radiofónicos de la semana. Con mucho cuidado señaló una por una casi todas las audiciones. Como la revista tenía una docena de páginas continuó minuciosamente este trabajo durante toda la comida. Yo había terminado ya y ella seguía señalando con la misma aplicación. Luego se levantó, se volvió a poner la chaqueta con los mismos movimientos precisos de autómata y se marchó. Como no tenía nada que hacer, salí también y la seguí un momento. Se había colocado en el cordón de la acera y con rapidez y seguridad increíbles seguía su camino sin desviarse ni volverse. Acabé por perderla de vista y volver sobre mis pasos. Me pareció una mujer extraña, pero la olvidé bastante pronto.

 

Encontré al viejo Salamano en el umbral de mi puerta. Le hice entrar y me enteró de que el perro estaba perdido, puesto que no se hallaba en la perrera. Los empleados le habían dicho que quizá lo hubieran aplastado. Había preguntado si no era posible que en las comisarías lo supiesen. Se le había respondido que no se llevaba cuenta de tales cosas porque ocurrían todos los días. Le dije al viejo Salamano que podría tener otro perro, pero me hizo notar con razón que estaba acostumbrado a éste.

 

Yo estaba acurrucado en mi cama y Salamano se había sentado en una silla delante de la mesa. Estaba enfrente de mí y apoyaba las dos manos en las rodillas. Tenía puesto el viejo sombrero. Mascullaba frases incompletas bajo el bigote amarillento. Me fastidiaba un poco, pero no tenía nada que hacer y no sentía sueño. Por decir algo le interrogué sobre el perro. Me dijo que lo tenía desde la muerte de su mujer. Se había casado bastante tarde. En su juventud tuvo intención de dedicarse al teatro; en el regimiento representaba en las zarzuelas militares. Pero había entrado finalmente en los ferrocarriles y no lo lamentaba porque ahora tenía un pequeño retiro. No había sido feliz con su mujer, pero, en conjunto, se había acostumbrado a ella. Cuando murió se había sentido muy solo. Entonces había pedido un perro a un camarada del taller y había recibido aquél, apenas recién nacido. Había tenido que alimentarlo con mamadera. Pero como un perro vive menos que un hombre habían concluido por ser viejos al mismo tiempo.

 

«Tenía mal carácter», me dijo Salamano. «De vez en cuando nos tomábamos del pico. Pero a pesar de todo era un buen perro.» Dije que era de buena raza y Salamano se mostró satisfecho. «Y eso», agregó, «que usted no lo conoció antes de la enfermedad. El pelo era lo mejor que tenía.» Todas las tardes y todas las mañanas, desde que el perro tuvo aquella enfermedad de la piel, Salamano le ponía una pomada. Pero según él su verdadera enfermedad era la vejez, y la vejez no se cura.

 

Bostecé y el viejo me anunció que iba a marcharse. Le dije que podía quedarse y que lamentaba lo que había sucedido al perro. Me lo agradeció. Me dijo que mamá quería mucho al perro. Al referirse a ella la llamaba «su pobre madre». Suponía que debía de sentirme muy desgraciado desde que mamá murió, pero no respondí nada. Me dijo entonces, muy rápidamente y con aire molesto, que sabía que en el barrio me habían juzgado mal porque había puesto a mi madre en el asilo, pero él me conocía y sabía que quería mucho a mamá. Respondí, aún no sé por qué, que hasta ese instante ignoraba que se me juzgase mal a este respecto, pero que el asilo me había parecido una cosa natural desde que no tenía bastante dinero para cuidar a mamá. «Por otra parte», agregué, «hacía mucho tiempo que no tenía nada que decirme y que se aburría sola.» «Sí», me dijo, «y en el asilo por lo menos se hacen compañeros». Luego se disculpó. Quería dormir. Su vida había cambiado ahora y no sabía exactamente qué iba a hacer. Por primera vez desde que le conocía, me tendió la mano con gesto furtivo y sentí las escamas de su piel. Sonrió levemente y antes de partir me dijo: «Espero que los perros no ladrarán esta noche. Siempre me parece que es el mío.»

 

VI

 

El domingo me costó mucho despertarme y fue necesario que María me llamara y me sacudiera. No habíamos comido porque queríamos bañarnos temprano. Me sentía completamente vacío y me dolía un poco la cabeza. El cigarrillo tenía gusto amargo. María se burló de mí porque decía que tenía «cara de entierro». Se había puesto un traje de tela blanca y se había soltado los cabellos. Le dije que estaba hermosa y rió de placer.

 

Al bajar golpeamos en la puerta de Raimundo. Nos respondió que bajaba. En la calle, por el cansancio y también porque no habíamos abierto las persianas, la claridad del día, lleno de sol, me golpeó como una bofetada. María saltaba de alegría y no se cansaba de decir que era un día magnífico. Me sentí mejor y me di cuenta de que tenía hambre. Se lo dije a María, quien me señaló el bolso de hule donde había puesto las dos mallas de baño y una toalla. Teníamos que esperar y oímos cómo Raimundo cerraba la puerta. Llevaba pantalones azules y camisa blanca de manga corta. Pero se había puesto sombrero de paja, lo que hizo reír a María, y sus antebrazos eran muy blancos debajo del vello oscuro. Yo estaba un poco repugnado. Silbaba al bajar y parecía muy contento. Me dijo: «Salud, viejo», y llamó «señorita» a María.

 

La víspera habíamos ido a la comisaría y yo había atestiguado que la muchacha había «engañado» a Raimundo. No le costó a éste más que una advertencia. No comprobaron mi afirmación. Delante de la puerta hablamos con Raimundo; luego resolvimos tomar el autobús. La playa no estaba muy lejos, pero así iríamos más rápidamente. Raimundo creía que su amigo se alegraría al vernos llegar temprano, íbamos a partir, cuando Raimundo, de golpe, me hizo una señal para que mirara enfrente. Vi un grupo de árabes pegados contra el escaparate de la tabaquería. Nos miraban en silencio, pero a su modo, ni más ni menos que si fuéramos piedras o árboles secos. Raimundo me dijo que el segundo a partir de la izquierda era el individuo y pareció preocupado. Sin embargo, agregó que la historia ya estaba concluida. María no comprendía muy bien y nos preguntó de qué se trataba. Le dije que eran unos árabes que odiaban a Raimundo. Quiso entonces que partiéramos en seguida. Raimundo se irguió, rió y dijo que era necesario apresurarse.

 

Nos dirigimos a la parada del autobús, que estaba un poco más lejos, y Raimundo me anunció que los árabes no nos seguían. Me volví. Estaban siempre en el mismo sitio y miraban con la misma indiferencia el lugar que acabábamos de dejar. Tomamos el autobús. Raimundo, que parecía completamente aliviado, no cesaba de hacerle bromas a María. Me di cuenta de que le gustaba, pero ella casi no le respondía. De vez en cuando me miraba riéndose.

 

Bajamos a los arrabales de Argel. La playa no queda lejos de la parada del autobús, pero tuvimos que cruzar una pequeña meseta que domina el mar y que baja luego hacia la playa. Estaba cubierta de piedras amarillentas y de asfódelos blanquísimos que se destacaban en el azul, ya firme, del cielo. María se entretenía en deshojar las flores, golpeándolas con el bolso de hule. Caminamos entre filas de pequeñas casitas de cercos verdes o blancos, algunas hundidas con sus corredores bajo los tamarindos; otras, desnudas en medio de las piedras. Desde antes de llegar al borde de la meseta podía verse el mar inmóvil y, más lejos, un cabo soñoliento y macizo en el agua clara. Un ligero ruido de motor se elevó hasta nosotros en el aire calmo. Y vimos, muy lejos, un pequeño barco pescador que avanzaba imperceptiblemente por el mar deslumbrante. María recogió algunos lirios de roca. Desde la pendiente que bajaba hacia el mar vimos que había ya bañistas en la playa.

 

El amigo de Raimundo vivía en una pequeña cabañuela de madera en el extremo de la playa. La casa estaba adosada a las rocas y el agua bañaba los pilares que la sostenían por el frente. Raimundo nos presentó. El amigo se llamaba Masson. Era un individuo grande, de cintura y espaldas macizas, con una mujercita regordeta y graciosa, de acento parisiense. Nos dijo en seguida que nos pusiésemos cómodos y que había peces fritos, que había pescado esa misma mañana. Le dije cuánto me gustaba su casa. Me informó que pasaba allí los sábados, los domingos y todos los días de asueto. «Me llevo muy bien con mi mujer», agregó. Precisamente, su mujer se reía con María. Por primera vez, quizá, pensé verdaderamente en que iba a casarme.

 

Masson quería bañarse, pero su mujer y Raimundo no querían ir. Bajamos los tres y María se arrojó inmediatamente al agua. Masson y yo esperamos un poco. Hablaba lentamente y noté que tenía la costumbre de completar todo lo que decía con un «y diré más», incluso cuando, en el fondo, no agregaba nada al sentido de la frase. A propósito de María me dijo: «Es deslumbrante, y diré más, encantadora.» No presté más atención a ese tic porque estaba ocupado en gozar del bienestar que me producía el sol. La arena comenzaba a calentar bajo los pies. Contuve aún el deseo de entrar en el agua, pero concluí por decir a Masson: «¿Vamos?» Me zambullí. El entró en el agua lentamente y se sumergió cuando perdió pie. Nadaba bastante mal, de manera que le dejé para reunirme con María. El agua estaba fría y me gustaba nadar. Nos alejamos con María y nos sentimos unidos en nuestros movimientos y en nuestra satisfacción.

 

Hicimos la plancha mar adentro, y sobre mi rostro, vuelto hacia el cielo, el sol secaba los últimos velos de agua que me corrían hacia la boca. Vimos que Masson regresaba a la playa para tenderse al sol. De lejos parecía enorme. María quiso que nadáramos juntos. Me puse detrás para tomarla por la cintura. Ella avanzaba a brazadas y yo la ayudaba agitando los pies. El leve ruido del agua removida nos siguió durante la mañana hasta que me sentí fatigado. Entonces dejé a María y volví nadando regularmente y respirando con fuerza. En la playa me tendí boca abajo junto a Masson y apoyé la cara en la arena. Le dije: « ¡qué agradable! », y él pensaba lo mismo. Poco después vino María. Me volví para verla llegar. Estaba completamente viscosa con el agua salada, y sujetaba los cabellos hacia atrás. Se tendió lado a lado conmigo y los dos calores de su cuerpo y del sol me adormecieron un poco.

 

María me sacudió y me dijo que Masson había regresado a la casa. Teníamos que almorzar. Me levanté en seguida porque tenía hambre, pero María me dijo que no la había besado desde la mañana. Era cierto y sin embargo habría querido hacerlo. «Ven al agua», me dijo. Corrimos para lanzarnos sobre las primeras olas. Dimos algunas brazadas y ella se pegó contra mí. Sentí sus piernas en torno de las mías y la deseé.

 

Cuando volvimos, Masson ya nos estaba llamando. Dije que tenía mucha hambre y Masson afirmó en seguida que yo le gustaba. El pan estaba sabroso. Devoré mi parte de pescado. Después había carne y papas fritas. Todos comimos sin hablar. Masson bebía mucho vino y me servía sin descanso. Cuando llegó el café tenía la cabeza un poco pesada, y luego fumé mucho. Masson, Raimundo y yo habíamos proyectado pasar juntos el mes de agosto en la playa, con gastos comunes. María nos dijo de golpe: «¿Saben qué hora es? Son las once y media.» Quedamos todos asombrados, pero Masson dijo que habíamos comido muy temprano y que era lógico, porque la hora del almuerzo es la hora en que se tiene hambre. No sé por qué aquello hizo reír a María. Creo que había bebido un poco de más. Masson me preguntó entonces si quería pasear con él por la playa. «Mi mujer siempre duerme la siesta después de almorzar. A mí no me gusta hacerlo. Tengo que caminar. Siempre le digo que es mejor para la salud. Pero, después de todo, tiene derecho a hacerlo.» María declaró que se quedaría para ayudar a la señora de Masson a lavar la vajilla. La pequeña parisiense dijo que para eso era necesario echar a los hombres. Bajamos los tres.

 

El sol caía casi a plomo sobre la arena y el resplandor en el mar era insoportable. Ya no había nadie en la playa. En las cabañuelas que bordeaban la meseta, suspendidas sobre el mar, se oían ruidos de platos y de cubiertos. Se respiraba apenas en el calor de piedra que subía desde el suelo. Al principio Raimundo y Masson hablaron de cosas y personas que yo no conocía. Comprendí que hacía mucho que se conocían y que hasta habían vivido juntos en cierta época. Nos dirigimos hacia el agua y caminamos por la orilla del mar. De vez en cuando una pequeña ola más larga que otra venía a mojar nuestros zapatos de lona. Yo no pensaba en nada porque estaba medio amodorrado con tanto sol sobre la cabeza desnuda.

 

De pronto, Raimundo dijo a Masson algo que no oí bien. Pero al mismo tiempo divisé en el extremo de la playa, y muy lejos de nosotros, a dos árabes de albornoz que venían en nuestra dirección. Miré a Raimundo y me dijo: «Es él.» Continuamos caminando. Masson preguntó cómo habrían podido seguirnos hasta allí. Pensé que debían de habernos visto tomar el autobús con el bolso de playa, pero no dije nada.

 

Los árabes avanzaban lentamente y estaban ya mucho más próximos. Nosotros no habíamos cambiado nuestro paso, pero Raimundo dijo: «Si hay gresca, tú, Masson, tomas al segundo. Yo me encargo de mi individuo. Tú, Meursault, si llega otro, es para ti.» Dije: «Sí», y Masson metió las manos en los bolsillos. La arena recalentada me parecía roja ahora. Avanzábamos con paso parejo hacia los árabes. La distancia entre nosotros disminuyó regularmente. Cuando estuvimos a algunos pasos unos de otros, los árabes se detuvieron. Masson y yo habíamos disminuido el paso. Raimundo fue directamente hacia el individuo. No pude oír bien lo que le dijo, pero el otro hizo ademán de darle un cabezazo. Raimundo golpeó entonces por primera vez y llamó en seguida a Masson. Masson fue hacia aquel que se le había designado y golpeó dos veces con todas sus fuerzas. El otro se desplomó en el agua con la cara hacia el fondo y quedó algunos segundos así mientras las burbujas rompían en la superficie en tomo de su cabeza. Raimundo había golpeado también al mismo tiempo y el otro tenía el rostro ensangrentado. Raimundo se volvió hacia mí y dijo: «Vas a ver lo que va a cobrar.» Le grité: «¡Cuidado! ¡Tiene cuchillo!.» Pero Raimundo tenía ya el brazo abierto y la boca tajeada.

 

Masson dio un salto hacia adelante. Pero el otro árabe se había levantado y se había colocado detrás del que estaba armado. No nos atrevimos a movernos. Retrocedimos lentamente sin dejar de mirarnos y de tenernos a raya con el cuchillo. Cuando vieron que tenían bastante campo huyeron rápidamente mientras nosotros quedamos clavados bajo el sol y Raimundo se apretaba el brazo, que goteaba sangre.

 

Masson dijo inmediatamente que había un médico que pasaba los domingos en la meseta. Raimundo quiso ir en seguida. Pero cada vez que hablaba, la sangre de la herida le formaba burbujas en la boca. Le sostuvimos y regresamos a la cabañuela lo más pronto posible. Allí Raimundo dijo que las heridas eran superficiales y que podía ir hasta la casa del médico. Se marchó con Masson y me quedé para explicar a las mujeres lo que había ocurrido. La señora de Masson lloraba y María estaba muy pálida. A mí me molestaba darles explicaciones. Acabé por callarme y fumé mirando el mar.

 

Hacia la una y media Raimundo regresó con Masson. Tenía el brazo vendado y un esparadrapo en el rincón de la boca. El médico le había dicho que no era nada, pero Raimundo tenía aspecto muy sombrío. Masson trató de hacerle reír. Pero no hablaba más. Cuando dijo que bajaba a la playa le pregunté a dónde iba. Me respondió que quería tomar aire. Masson y yo dijimos que íbamos a acompañarle. Entonces montó en cólera y nos insultó. Masson declaró que no había que contrariarle. Pero, de todos modos, le seguí.

 

Caminamos mucho tiempo por la playa. El sol estaba ahora abrasador. Se rompía en pedazos sobre la arena y sobre el mar. Tuve la impresión de que Raimundo sabía a dónde iba, pero sin duda era una falsa impresión. En el extremo de la playa llegamos al fin a un pequeño manantial que corría por la arena hacia el mar detrás de una gran roca. Allí encontramos a los dos árabes. Estaban acostados con los grasientos albornoces. Parecían enteramente tranquilos y casi apaciguados. Nuestra llegada no cambió nada. El que había herido a Raimundo le miraba sin decir nada. El otro soplaba una cañita y, mirándonos de reojo, repetía sin cesar las tres notas que sacaba del instrumento.

 

Durante todo este tiempo no hubo otra cosa más que el sol y el silencio con el leve ruido del manantial y las tres notas. Luego Raimundo echó mano al revólver de bolsillo, pero el otro no se movió y continuaron mirándose. Noté que el que tocaba la flauta tenía los dedos de los pies muy separados. Sin quitar los ojos de su adversario, Raimundo me preguntó: «¿Lo tumbo?» Pensé que si le decía que no, se excitaría y seguramente tiraría. Me limité a decirle: «Todavía no te ha hablado. Sería feo tirar así.» En medio del silencio y del calor se oyó aún el leve ruido del agua y de la flauta. Luego Raimundo dijo: «Entonces voy a insultarlo, y cuando conteste, lo tumbaré.» Le respondí: «Así es. Pero si no saca el cuchillo no puedes tirar.» Raimundo comenzó a excitarse un poco. El otro tocaba siempre y los dos observaban cada movimiento de Raimundo. «No», dije a Raimundo. «Tómalo de hombre a hombre y dame el revólver. Si el otro interviene, o saca el cuchillo, yo lo tumbaré.» 

 

Cuando Raimundo me dio el revólver el sol resbaló encima. Sin embargo, quedamos aún inmóviles como si todo se hubiera vuelto a cerrar en torno de nosotros. Nos mirábamos sin bajar los ojos y todo se detenía aquí entre el mar, la arena y el sol, el doble silencio de la flauta y del agua. Pensé en ese momento que se podía tirar o no tirar y que lo mismo daba. Pero bruscamente los árabes se deslizaron retrocediendo y desaparecieron detrás de la roca. Raimundo y yo volvimos entonces sobre nuestros pasos. Parecía mejor y habló del autobús de regreso.

 

Le acompañé hasta la cabañuela, y mientras trepaba por la escalera de madera quedé delante del primer peldaño, con la cabeza resonante de sol, desanimado ante el esfuerzo que era necesario hacer para subir al piso de madera y hablar otra vez con las mujeres. Pero el calor era tal que me resultaba penoso también permanecer inmóvil bajo la enceguecedora lluvia que caía del cielo. Quedar aquí o partir, lo mismo daba. Al cabo de un momento volví hacia la playa y me puse a caminar.

 

Persistía el mismo resplandor rojo. Sobre la arena el mar jadeaba con la respiración rápida y ahogada de las olas pequeñas. Caminaba lentamente hacia las rocas y sentía que la frente se me hinchaba bajo el sol. Todo aquel calor pesaba sobre mí y se oponía a mi avance. Y cada vez que sentía el poderoso soplo cálido sobre el rostro, apretaba los dientes, cerraba los puños en los bolsillos del pantalón, me ponía tenso todo entero para vencer al sol y a la opaca embriaguez que se derramaba sobre mí. Las mandíbulas se me crispaban ante cada espada de luz surgida de la arena, de la conchilla blanqueada o de un fragmento de vidrio. Caminé largo tiempo. Veía desde lejos la pequeña masa oscura de la roca rodeada de un halo deslumbrante por la luz y el polvo del mar. Pensaba en el fresco manantial que nacía detrás de la roca. Tenía deseos de oír de nuevo el murmullo del agua, deseos de huir del sol, del esfuerzo y de los llantos de mujer, deseos, en fin, de alcanzar la sombra y su reposo. Pero cuando estuve más cerca vi que el individuo de Raimundo había vuelto.

 

Estaba solo. Reposaba sobre la espalda, con las manos bajo la nuca, la frente en la sombra de la roca, todo el cuerpo al sol. El albornoz humeaba en el calor. Quedé un poco sorprendido. Para mí era un asunto concluido y había llegado allí sin pensarlo.

 

No bien me vio, se incorporó un poco y puso la mano en el bolsillo. Yo, naturalmente empuñé el revólver de Raimundo en mi chaqueta. Entonces se dejó caer de nuevo hacia atrás, pero sin retirar la mano del bolsillo. Estaba bastante lejos de él, a una decena de metros. Adivinaba su mirada por instantes entre los párpados entornados. Pero más a menudo su imagen danzaba delante de mis ojos en el aire inflamado. El ruido de las olas parecía aun más perezoso, más inmóvil que a mediodía. Era el mismo sol, la misma luz sobre la misma arena que se prolongaba aquí. Hacía ya dos horas que el día no avanzaba, dos horas que había echado el ancla en un océano de metal hirviente. En el horizonte pasó un pequeño navío y hube de adivinar de reojo la mancha oscura porque no había cesado de mirar al árabe.

 

Pensé que me bastaba dar media vuelta y todo quedaría concluido. Pero toda una playa vibrante de sol apretábase detrás de mí. Di algunos pasos hacia el manantial. El árabe no se movió. A pesar de todo, estaba todavía bastante lejos. Parecía reírse, quizá por el efecto de las sombras sobre el rostro. Esperé. El ardor del sol me llegaba hasta las mejillas y sentí las gotas de sudor amontonárseme en las cejas. Era el mismo sol del día en que había enterrado a mamá y, como entonces, sobre todo me dolían la frente y todas las venas juntas bajo la piel. Impelido por este ardor que no podía soportar más, hice un movimiento hacia adelante. Sabía que era estúpido, que no iba a librarme del sol desplazándome un paso. Pero di un paso, un solo paso hacia adelante. Y esta vez, sin levantarse, el árabe sacó el cuchillo y me lo mostró bajo el sol. La luz se inyectó en el acero y era como una larga hoja centelleante que me alcanzara en la frente. En el mismo instante el sudor amontonado en las cejas corrió de golpe sobre mis párpados y los recubrió con un velo tibio y espeso. Tenía los ojos ciegos detrás de esta cortina de lágrimas y de sal. No sentía más que los címbalos del sol sobre la frente e, indiscutiblemente, la refulgente lámina surgida del cuchillo, siempre delante de mí. La espada ardiente me roía las cejas y me penetraba en los ojos doloridos. Entonces todo vaciló. El mar cargó un soplo espeso y ardiente. Me pareció que el cielo se abría en toda su extensión para dejar que lloviera fuego. Todo mi ser se distendió y crispé la mano sobre el revólver. El gatillo cedió, toqué el vientre pulido de la culata y allí, con el ruido seco y ensordecedor, todo comenzó. Sacudí el sudor y el sol. Comprendí que había destruido el equilibrio del día, el silencio excepcional de una playa en la que había sido feliz. Entonces, tiré aún cuatro veces sobre un cuerpo inerte en el que las balas se hundían sin que se notara. Y era como cuatro breves golpes que- daba en la puerta de la desgracia.

 

 

 Segunda parte

 I

Inmediatamente después de mi arresto fui interrogado varias veces. Pero se trataba de interrogatorios de identificación que no duraron largo tiempo. La primera vez el asunto pareció no interesar a nadie en la comisaría. Por el contrario, ocho días después el juez de instrucción me miró con curiosidad. Pero me preguntó, para empezar, solamente mi nombre y dirección, mi profesión, la fecha y el lugar de nacimiento. Luego quiso saber si había elegido abogado. Reconocí que no, y simplemente por saber, le pregunté si era absolutamente necesario tener uno. «¿Por qué?» dijo. Le contesté que encontraba el asunto muy simple. Sonrió y dijo: «Es una opinión. Sin embargo, ahí está la ley. Si no elige usted abogado nosotros designaremos uno de oficio.» Me pareció muy cómodo que la justicia se encargara de esos detalles. Se lo dije. Estuvo de acuerdo y llegó a la conclusión de que la ley estaba bien hecha.

 

Al principio no le tomé en serio. Me recibió en una habitación cubierta de cortinajes; sobre el escritorio había una sola lámpara que iluminaba el sillón donde me hizo sentar mientras él quedaba en la oscuridad. Había leído una descripción semejante en los libros y todo me pareció un juego. Después de nuestra conversación, por el contrario, le miré y vi un hombre de rasgos finos, ojos azules hundidos, muy alto, con largos bigotes grises y abundantes cabellos casi blancos. Me pareció muy razonable y simpático en resumen, a pesar de algunos tics nerviosos que le estiraban la boca. Cuando salí, hasta iba a tenderle la mano, pero recordé a tiempo que había matado a un hombre.

 

Al día siguiente un abogado vino a verme a la prisión. Era bajito y grueso, bastante joven, con los cabellos cuidadosamente alisados. A pesar del calor (yo estaba en mangas de camisa) llevaba traje oscuro, cuello palomita y una extraña corbata de gruesas rayas blancas y negras. Puso sobre la cama la cartera que llevaba bajo el brazo, se presentó y me dijo que había estudiado el expediente. El asunto era delicado, pero no dudaba del éxito si le tenía confianza. Le agradecí y me dijo: «Vamos al grano.»

 

Se sentó en la cama y me explicó que habían tomado informes sobre mi vida privada. Se había sabido que mi madre había muerto recientemente en el asilo. Se había hecho entonces una investigación en Marengo. Los instructores se habían enterado de que «yo había dado pruebas de insensibilidad» el día del entierro de mamá. «Usted comprenderá», me dijo el abogado, «me molesta un poco tener que preguntarle esto. Pero es muy importante. Si no encuentro alguna propuesta será un sólido argumento para la acusación». Quería que le ayudara. Me preguntó si había sentido pena aquel día. Esta pregunta me sorprendió mucho y me parecía que me habría sentido muy molesto si yo hubiera tenido que formularla. Sin embargo, respondí que había perdido un poco la costumbre de interrogarme y que me era difícil informarle. Sin duda quería mucho a mamá, pero eso no quería decir nada. Todos los seres normales habían deseado más o menos la muerte de aquellos a quienes amaban. Aquí el abogado me interrumpió y pareció muy agitado. Me hizo prometer que no diría tal cosa en la audiencia ni ante el juez instructor. Le expliqué que tenía una naturaleza tal que las necesidades físicas alteraban a menudo mis sentimientos. El día del entierro de mamá estaba muy cansado y tenía sueño, de manera que no me di cuenta de lo que pasaba. Lo que podía afirmar con seguridad es que hubiera preferido que mamá no hubiese muerto. Pero el abogado no pareció conforme. Me dijo: «Eso no es bastante.»

 

Reflexionó. Me preguntó si podía decir que aquel día había dominado mis sentimientos naturales. Le dije: «No, porque es falso.» Me miró en forma extraña como si le inspirase un poco de repugnancia. Me dijo casi malignamente que en cualquier caso el director y el personal del asilo serían oídos como testigos y que «podía resultarme una muy mala jugada». Le hice notar que esa historia no tenía relación con mi asunto, pero se limitó a responderme que era evidente que nunca había estado en relaciones con la justicia. 

 

Se fue con aire enfadado. Hubiese querido retenerle; explicarle que deseaba su simpatía, no para ser defendido mejor, sino, si puedo decirlo, naturalmente. Me daba cuenta sobre todo de que lo ponía en una situación incómoda. No me comprendía y estaba un poco resentido conmigo. Sentía deseos de asegurarle que yo era como todo el mundo, absolutamente como todo el mundo. Pero todo esto en el fondo no tenía gran utilidad y renuncié por pereza.

 

Poco después me condujeron nuevamente ante el juez de instrucción. Eran las dos de la tarde, y esta vez el escritorio estaba lleno de luz apenas tamizada por una cortina de gasa. Hacía mucho calor. Me hizo sentar y con suma cortesía me declaró que por «un contratiempo» mi abogado no había podido venir. Pero tenía derecho de no contestar a sus preguntas y de esperar a que el abogado pudiese asistirme. Dije que podía contestárselo. Apretó con el dedo un botón sobre la mesa. Un joven escribiente vino a colocarse casi a mis espaldas.

 

Nos acomodamos ambos en los sillones. Comenzó el interrogatorio. Me dijo en primer término que se me describía como un carácter taciturno y reservado y quiso saber cuál era mi opinión. Respondí: «Nunca tengo gran cosa que decir. Por eso me callo.» Sonrió como la primera vez; estuvo de acuerdo en que era la mejor de las razones, y agregó: «Por otra parte, esto no tiene importancia alguna.» Se calló, me miró y se irguió bruscamente, diciéndome con rapidez: «Quien me interesa es usted.» No comprendí bien qué quería decir con eso y no contesté nada. «Hay cosas», agregó, «que no entiendo en su acto. Estoy seguro de que usted me ayudará a comprenderlas.» Dije que todo era muy simple. Me apremió para que describiese el día. Le relaté lo que ya le había contado, resumido para él: Raimundo, la playa, el baño, la reyerta, otra vez la playa, el pequeño manantial, el sol y los cinco disparos de revólver. A cada frase decía: «Bien, bien.» Cuando llegué al cuerpo tendido, aprobó diciendo: «Bueno.» Me sentía cansado de tener que repetir la misma historia y me parecía que nunca había hablado tanto.

 

Después de un silencio se levantó y me dijo que quería ayudarme, que yo le interesaba, y que, con la ayuda de Dios, haría algo por mí. Pero antes quería hacerme aún algunas preguntas. Sin transición me preguntó si quería a mamá. Dije: «Sí, como todo el mundo» y el escribiente, que hasta aquí escribía con regularidad en la máquina, debió de equivocarse de tecla, pues quedó confundido y tuvo que volver atrás. Siempre sin lógica aparente, el juez me preguntó entonces si había disparado los cinco tiros de revólver uno tras otro. Reflexioné y precisé que había disparado primero una sola vez y, después de algunos segundos, los otros cuatro disparos. «¿Por qué esperó usted entre el primero y el segundo disparo?», dijo entonces. De nuevo revivió en mí la playa roja y sentí en la frente el ardor del sol. Pero esta vez no contesté nada. Durante todo el silencio que siguió, el juez pareció agitarse. Se sentó, se revolvió el pelo con las manos, apoyó los codos en el escritorio, y con extraña expresión se inclinó hacia mí: «¿Por qué, por qué disparó usted contra un cuerpo caído?» Tampoco a esto supe responder. El juez se pasó las manos por la frente y repitió la pregunta con voz un poco alterada: «¿Por qué? Es preciso que usted me lo diga. ¿Por qué?» Yo seguía callado.

 

Bruscamente se levantó, se dirigió a grandes pasos hacia un extremo del despacho y abrió el cajón de un archivo. Extrajo de él un crucifijo de plata que blandió volviendo hacia mí. Y con voz enteramente cambiada, casi trémula, gritó: «¿Conoce usted a Este?» Dije: «Sí, naturalmente.» Entonces me dijo muy de prisa y de un modo apasionado que él creía en Dios y que estaba convencido de que ningún hombre era tan culpable como para que Dios no lo perdonase, pero que para eso era necesario que el hombre, por su arrepentimiento, se volviese como un niño cuya alma está vacía y dispuesta a aceptarlo todo. Se había inclinado con todo el cuerpo sobre la mesa. Agitaba el crucifijo casi sobre mí. A decir verdad, yo había seguido muy mal su razonamiento, ante todo porque tenía calor, porque unos moscardones se posaban en mi cara, y también porque me atemorizaba un poco. Me daba cuenta al mismo tiempo de que era ridículo porque yo era el criminal, después de todo. Sin embargo, continuó. Comprendí más o menos que en su opinión no había más que un punto oscuro en mi confesión: era el hecho de haber esperado para tirar el segundo disparo de revólver. El resto estaba muy bien, pero él no comprendía por qué había esperado.

 

Iba a decirle que hacía mal en obstinarse: el último punto no tenía tanta importancia. Pero me interrumpió y me exhortó por última vez, irguiéndose entero, y preguntándome si creía en Dios. Contesté que no. Se sentó indignado. Me dijo que era imposible, que todos los hombres creían en Dios, aun aquellos que le volvían la espalda. Tal era su convicción, y si alguna vez llegara a dudar, la vida no tendría sentido. «¿Quiere usted», exclamó, «que mi vida carezca de sentido?» Según mi opinión aquello no me concernía y se lo dije. Entonces me puso el Cristo bajo los ojos por sobre la mesa y gritó en forma irrazonable: «Yo soy cristiano. Pido a Este el perdón de tus pecados. ¿Cómo puedes no creer que ha sufrido por ti?» Me di perfecta cuenta de que me tuteaba, pero..., también, estaba harto. Cada vez hacía más y más calor Como siempre que siento deseos de librarme de alguien a quien apenas escucho, puse cara de aprobación. Con gran sorpresa mía, exclamó triunfante: «Ves, ves», decía. «¿No es cierto que crees y que vas a confiarte en El?» Evidentemente, dije «no» una vez más. Se dejó caer en el sillón.

 

Parecía muy fatigado. Quedó un momento silencioso mientras la máquina, que no había cesado de seguir el diálogo, prolongaba todavía las últimas frases. En seguida me miró atentamente y con un poco de tristeza. Murmuró: «Nunca he visto un alma tan endurecida como la suya. Los criminales que han comparecido delante de mí han llorado siempre ante esta imagen del dolor.» Iba a responder que eso sucedía justamente porque se trataba de criminales. Pero pensé que yo también era criminal. Era una idea a la que no podía acostumbrarme. Entonces el juez se levantó como si quisiera indicarme que el interrogatorio había terminado. Se limitó a preguntarme, con el mismo aspecto de cansancio, si lamentaba el acto que había cometido. Reflexioné y dije que más que pena verdadera sentía cierto aburrimiento. Tuve la impresión de que no me comprendía. Pero aquel día las cosas no fueron más lejos.

 

Después de esto, volví a ver a menudo al juez de instrucción. Pero cada vez estaba acompañado por mi abogado. Se limitaban a hacerme precisar ciertos puntos de las declaraciones precedentes. O el juez discutía los cargos con el abogado. Pero, en verdad, no se ocupaban nunca de mí en esos momentos. Sin embargo, poco a poco cambió el tono de los interrogatorios. Parecía que el juez no se interesaba más por mí y que había archivado el caso, en cierto modo. No me habló más de Dios y no lo volví a ver más con la excitación del primer día. Las entrevistas se hicieron más cordiales. Algunas preguntas, un poco de conversación con el abogado, y los interrogatorios concluían. El asunto seguía su curso, según la propia expresión del juez. Algunas veces también, cuando la conversación era de orden general, me mezclaban en ella. Comenzaba a respirar. Nadie en esos momentos se mostraba malo conmigo. Todo era tan natural, tan bien arreglado y tan sobriamente representado, que tenía la ridícula impresión de «formar parte de la familia.» Y al cabo de los once meses que duró la instrucción, puedo decir que estaba casi asombrado de que mis únicos regocijos hubiesen sido los raros momentos en los que el juez me acompañaba hasta la puerta del despacho, palmeándome el hombro, y diciéndome con aire cordial: «Basta por hoy, señor Anticristo.» Entonces me ponían nuevamente en manos de los gendarmes.

 

II

Hay cosas de las que nunca me ha gustado hablar. Cuando entré en la cárcel comprendí al cabo de algunos días que no me gustaría hablar de esta parte de mi vida.

 

Más tarde dejé de dar importancia a estas repugnancias. En realidad, yo no estaba realmente en la cárcel los primeros días; esperaba vagamente algún nuevo acontecimiento. Todo comenzó después de la primera y única visita de María. Desde el día en que recibí su carta (me decía que no le permitían venir más porque no era mi mujer), desde ese día sentí que la celda era mi casa y que mi vida se detenía allí. El día de mi arresto me encerraron al principio en una habitación donde había varios detenidos, la mayor parte árabes. Al verme, se rieron. Luego me preguntaron qué había hecho. Dije que había matado a un árabe y quedaron silenciosos. Pero un momento después cayó la noche. Me explicaron cómo había que arreglar la estera en la que debía de acostarme. Arrollando uno de los extremos podía hacerse una almohada. Toda la noche me corrieron las chinches en la cara. Algunos días después me aislaron en una celda en la que dormía sobre una tabla de madera. Tenía una cubeta para las necesidades y una jofaina de hierro. La cárcel se hallaba en lo alto de la ciudad y por la pequeña ventana podía ver el mar. Un día en que estaba aferrado a los barrotes con el rostro extendido hacia la luz, entro un guardián y me dijo que tenía una visita. Se me ocurrió que sería María. Y era ella.

 

Para ir al locutorio seguí por un largo pasillo, luego una escalera y, para terminar otro pasillo. Entré en una gran habitación iluminada por una amplia abertura. La sala estaba dividida en tres partes por dos altas rejas que la cortaban a lo largo. Entre las dos rejas había un espacio de ocho a diez metros que separaba a los visitantes de los presos. Vi a María enfrente de mí, con el vestido a rayas y el rostro tostado. De mi lado había una decena de detenidos, árabes la mayor parte. María estaba rodeada de moras y se encontraba entre dos visitantes, una viejecita de labios apretados, vestida de negro, y una mujer gorda, en cabeza, que hablaba muy alto y gesticulaba. Debido a la distancia que había entre las rejas, los visitantes y los presos se veían obligados a hablar muy alto. Cuando entré, el ruido de las voces que rebotaba contra las grandes paredes desnudas de la sala, y la cruda luz que bajaba desde el cielo sobre los vidrios y brotaba en la sala, me causaron una especie de aturdimiento. Mi celda era más tranquila y más oscura. Necesité algunos segundos para adaptarme. Sin embargo, concluí por ver cada rostro con nitidez, destacado a plena luz. Observé que un guardián estaba sentado en el extremo del pasillo entre las dos rejas. La mayor parte de los presos árabes, así como sus familias, estaban en cuclillas frente a frente. Pero no gritaban. A pesar del tumulto lograban entenderse hablando muy bajo. El murmullo sordo, surgido desde abajo, formaba un bajo continuo a las conversaciones que se entrecruzaban por sobre las cabezas. Observé todo rápidamente y avancé hacia María. Pegada ya a la reja me sonreía con toda el alma. La encontré muy bella, pero no supe decírselo.