En la cárcel del pasado
De interés general

En la cárcel del pasado

 

 

Fuente lanacion. La última novela de Joyce Carol Oates que se conoce en castellano explora las grietas y vacilaciones existenciales de una brillante académica, con el trasfondo de la invasión a Irak

 

Los libros de Joyce Carol Oates han tenido en la Argentina poca suerte. Desde que empezaron a traducirse al español con asiduidad, dos décadas atrás, muy pocos llegaron hasta aquí, y los que lo hicieron tuvieron por lo general un destino de  best-sellers  , perdidos muy pronto entre las mesas de saldos con tapas horribles que sin duda contribuían a la confusión, como  Puro fuego  o  Blonde  , la novela que le dedicó a Marylin Monroe. Oates ha sido entre nosotros una autora, con esporádicas excepciones, casi intangible, muy poco leída y menos comentada. Lo cierto es que detrás de esa invisibilidad se esconde una obra densa, monumental en cuanto a su volumen -más de cincuenta libros- y, sin duda, incómoda para todos aquellos que pretendan encontrar en el paradigma neoconservador de los Estados Unidos una suerte de paraíso para sus buenas conciencias.

 

 Mujer de barro  , su última novela en castellano -es de 2012, pero hay que usar esos términos porque  a posteriori  publicó ya otras tres-, no es la excepción, o mejor dicho, describe las preocupaciones que han dominado el núcleo de la obra de Oates durante las últimas décadas: la violencia, los padecimientos de las mujeres, la indefensión de los niños en un sistema perverso que hace una religión de lo individual, la fe como expresión de la ignorancia, la soledad como producto del culto a la competencia, y en un sentido acaso más poético pero asimismo profundamente social, el pasado como ese sitio del que resulta imposible escapar. Este eje ha inspirado algunas de las ficciones más determinantes de los años recientes en el mundo anglófono, en particular entre los narradores británicos;  El sentido de un final  , de Julian Barnes, o  Expiación  , de Ian Mc Ewan, son apenas dos ejemplos relevantes de historias cuyo origen se halla en un episodio lejano de la infancia o la juventud, un episodio que transforma sin remedio la vida de sus protagonistas. Del otro lado del Atlántico, Oates se instala en este caso en el microcosmos de la elite universitaria norteamericana, un medio que conoce en detalle, en el que opera una suerte de ley de castas y, con todo, la suerte de algunos -una mujer de origen humilde o dudoso, por caso, que para colmo se ha ubicado en un rol de privilegio- pende constantemente de un hilo.

 

La protagonista de  Mujer de barro  es M. R. Neukirchen, una mujer de convicciones sólidas, brillante, que ha sido nombrada recientemente como rectora de una de las universidades más prestigiosas del país. De camino a Nueva York para participar de un congreso en el que deberá ocupar el centro de la escena, M. R. -se ha habituado a utilizar las iniciales, de manera no del todo consciente, para evitar los prejuicios sexistas- sufre un accidente; una reminiscencia fugaz, más bien, se interpone en su ánimo, y a partir de ese instante su buen juicio queda bloqueado: mientras en Nueva York todos esperan a la oradora estrella, ella se interna en una carretera secundaria y protagoniza un episodio confuso, bastante siniestro. Se ha dejado llevar por un rumor, unas voces, un par de imágenes desperdigadas en su memoria. El recuerdo de algo que hasta ahora no existía, y que irrumpe inesperadamente, más como un lamento que como una pesadilla.

 

Aunque el episodio no lastima demasiado su reputación, es el comienzo de una serie de hechos que ponen en jaque el sentido que le ha dado a su vida, el rumbo que cree haber elegido. En particular el intento de suicidio de un alumno, un personaje feroz pero, acaso como ella, víctima de un estado de situación que no permite espacio para la duda. Neukirchen es una mujer fuerte, y sin embargo en el frente interno esa fortaleza tiene cimientos bastante endebles. Su vida sentimental, sin ir más lejos, es lastimosa: algún romance pasajero y equívoco, y en los últimos largos años una relación sin futuro con otro académico, brillante como ella, cuyo influjo excede en mucho lo amoroso y genera una dependencia sin esperanza, que roza lo patético. Por otro lado, sus padres, una pareja de cuáqueros que ha sabido resguardarla, pero que silenciosamente y sin desearlo ha construido en algún rincón de su memoria un doloroso vacío.

 

La maestría de Oates reside, por sobre todas las cosas, en el modo en que entrelaza los ejes, de modo que cada uno de ellos parece inseparable de los otros. Hasta cierto punto, desde luego, lo son, ya que confluyen en una sola vida, pero lo notable aquí es cómo lo intelectual, lo amoroso, lo familiar y los rumores que llegan del pasado se desarrollan en una progresión equilibrada y plena, lo que hace pensar que las casi quinientas páginas de la novela no corresponden a un capricho de la autora, ni a ese instinto de grandilocuencia tan propio de los norteamericanos -a la casa de la Gran Novela Americana-, sino a un devenir natural, a las necesidades de la propia historia.

 

Lejos de ser un detalle, el marco en el que se desarrolla  Mujer de barro  resulta insoslayable: la inminencia de la invasión a Irak, es decir, los efectos nefastos del 11-S. Oates jamás se aleja demasiado de ese eje, y el conservadurismo salvaje en el ámbito universitario le permite dialogar con su pelea de fondo, que es la ficción -las ficciones- que se inventan los estadounidenses para sostener su estilo de vida, y no sólo en el plano económico. Es allí donde lo íntimo y lo contextual encuentran, en la novela de Oates, una feroz lógica común: es preciso mirar hacia adelante para progresar, sin dar crédito a las consecuencias. Pero su novela nos enseña que el pasado está siempre al acecho, listo para decir lo suyo.