Viaje al Centro de la Tierra 3. Tercera entrega
de Julio Verne

Viaje al Centro de la Tierra 3. Tercera entrega

 

Fuente bibliotecasvirtuales. De Julio Verne

 

-Sin embargo...

 

-Vamos, no perdamos tiempo insistió el profesor con ademán imperioso.

 

Tuve que obedecer. Un guardia, que permanecía apostado en el otro lado de la calle, nos dio una llave y comenzó la ascensión.

 

Mi tío me precedía con paso lento. Yo le seguía no sin cierto terror, porque se me solía ir la cabeza con facilidad deplorable. No me hallaba dotado del aplomo de las águilas ni de la insensibilidad de sus nervios.

 

Mientras marchamos por la hélice interior que formaba la escalera, todo fue bien; pero después de haber subido ciento cincuenta peldaños, el aire me golpeó la cara: habíamos llegado a la plataforma del campanario donde comenzaba la escalera aérea, que no tenía más resguardo que una frágil barandilla, y cuyos escalonas cada vez más estrechos, parecían subir hasta lo infinito.

 

-¡Me es imposible subir! --exclamé medio aterrado.

 

-Pero, ¿tan cobarde eres? ¡Sube inmediatamente!- me azuzó el cruel profesor.

 

No tuve más remedio que seguirle, agarrándome a la barandilla con ansia. El viento me atolondraba; sentía el campanario oscilar bajo sus ráfagas; las piernas me flaqueaban; no tardé en subir de rodillas y acabé por trepar arrastrándome y con los ojos cerrados; el vértigo de las alturas se había apoderado de mí.

 

Por fin, con la ayuda de mi tío, que tiraba de mí, asiéndome por el cuello de la chaqueta, llegué cerca de la cúpula.

 

-Mira -me dijo mi verdugo-, y fíjate bien en todo; es preciso aprender a contemplar el abismo sin la menor emoción.

 

Entonces abrí los ojos y vi las casas como aplastadas por efecto de una terrible caída. en medio de la niebla producida por los humos de las chimeneas. Por encima de mi cabeza pasaban desgarradas las nubes. y, por una ilusión óptica que invertía los movimientos. parecían inmóviles, en tanto que el campanario, la cúpula y yo éramos arrastrados con una velocidad vertiginosa. A lo lejos, se extendía por un lado la campiña, tapizada de verdura y brillaba, por el otro, el azulado mar bajo un haz de rayos luminosos. El Sund se descubría por la punta de Elsenor surcado por algunas velas blancas, que semejaban gaviotas, y entre las brumas del Este se vislumbraban apenas las ondulantes costas de Suecia. Toda esta inmensidad era un torbellino confuso ante mis ojos.

 

Esto no obstante, tuve que ponerme de pie y pasear en derredor la mirada. Mi primera lección de vértigo duró una hora. Cuando, al fin, me permitieron bajar y sentar mis pies en el sólido piso de las calles, estaba desfallecido.

 

-Mañana repetiremos la prueba- me dijo el profesor.

 

Y en efecto, durante cinco días tuve que repetir tan vertiginoso ejercicio. y, de grado o por fuerza. hice sensibles progresos en el arte de las altas contemplaciones.

 

IX

 

Llegó el día de la marcha. La víspera, el señor Thomson, con su amabilidad acostumbrada, nos había llevado cartas de recomendación muy eficaces para el conde Trampe, gobernador de Islandia, el señor Pictursson. coadjutor del obispo, y el señor Finsen, alcalde de Reykiavik. En prueba de gratitud, mi tío le prodigó fuertes apretones de manos con el mayor entusiasmo.

 

El día 2, a las seis de la mañana, nuestros inestimables equipajes se ubicaban ya a bordo de la Valkyria. El capitán nos condujo a unos camarotes exageradamente pequeños, instalados bajo una especie de puente.

 

-¿Tenemos buen viento? -preguntó mi tío.

 

-Inmejorable -respondió el capitán Biarna-. Brisa fresca del Sudeste. Vamos a salir del Sund con todo el aparejo largo y el viento entre el través y la aleta.

 

Algunos instantes después, largó al velacho, el juanete, los foques y la cangreja, y, después de largar las amarras, orientó convenientemente el aparejo y penetró a toda vela en el estrecho. Una hora más tarde, la capital de Dinamarca parecía sumergirse en las lejanas olas, y la Valkiria rozaba casi la costa de Elsenor. Efecto de la disposición en que se encontraban mis nervios, creía ver la sombra de Hamlet errar sobre el legendario terrado.

 

-¡Oh sublime insensato! -pensaba yo-; ¡tú aprobarías sin duda nuestra empresa! ¡Tú nos seguirías tal vez ganoso de encontrar en el centro de la tierra una solución a tu duda sempiterna!

 

Mas nada descubrí sobre las antiguas murallas; el castillo es, además, mucho más moderno que el heroico príncipe de Dinamarca. Sirve en la actualidad de suntuoso alojamiento al portero de este estrecho del Sund, por el que pasan cada año quince mil buques de todas las naciones.

 

El castillo de Krongborg no tardó en desaparecer entre la bruma, así como la torre de Helsinborg, que se eleva en la costa sueca, y la goleta se inclinaba ligeramente, impedida por las brisas del Cattegat.

 

La Valkvria era un velero, y con esta clase de barcos nunca puede predecirse lo que va a durar el viaje. Conducía a Reykiavik carbón, utensilios de cocina, loza, vestidos da lana y un cargamento de trigo; e iba tripulada por cinco lobos de mar, todos ellos daneses, que bastaban para maniobrar su aparejo.

 

-¿Cuánto durará la travesía?-preguntó mi tío al capitán.

 

-Diez días, poco más o menos -respondió este último-, si a la altura de las Feroe no arrecia al Noroeste.

 

-Pero, ¿suele usted experimentar retrasos considerables?

 

-No, señor Lidertbrock; no pase ningún cuidado, ya llegaremos.

 

A eso del anochecer la goleta dobló el Cabo Skagen, que constituye el extremo septentrional de Dinamarca, cruzó el Skager Rak, bordeó la costa meridional de Noruega, lamiendo al Cabo Lindness, y penetró en el mar del Norte.

 

Dos días después divisamos las costas de Escocia, reconocimos el promontorio de Peterhead, y arrumbó la Valkiria a las Faroe, pasando entre las Orcadas y las Shetland.

 

No tardaron las olas del Atlántico en azotar los costados de nuestra goleta ; y como, al mismo tiempo, tuvimos que navegar de vuelta y vuelta para avanzar hacia el Norte, venciendo la resistencia que el viento nos oponía, costó gran trabajo el llegar a las Feroe.

 

El día 3 reconoció el capitán la isla Myganness, que es la más oriental de este grupo, y, a partir de este momento, hizo rumbo al cabo Portland, situado en la costa meridional de Islandia.

 

La travesía no ofreció ningún incidente notable. Soporté bastante bien las inclemencias del mar; pero mi tío se pasó todo al viaje mareado, lo que, a más de llenarle de vergüenza, contribuyó a agriar más todavía su carácter.

 

Esto no le permitió interrogar al capitán Biarne acerca de la cuestión del Sneffels, los medios de comunicación y la facilidad de los transportes, y tuvo que aplazar para más adelante todas estas investigaciones; se pasó todo el viaje tendido en su camarote, cuyos mamparos crujían a cada cabezada del buque. Preciso es confesar que se tenía muy bien merecida su suerte.

 

El día 11 montamos al cabo Portland, permitiéndonos la claridad del tiempo distinguir el Myrdals Yocul, que lo domina. Este cabo se halla formado por un enorme peñasco, de escarpadas pendientes, que se alza aislado en la playa.

 

La Valkvria, manteniéndose a una distancia razonable de las costas, fuelas barajando hacia el Oeste, navegando entre numerosas manadas de ballenas y tiburones. No tardamos en descubrir un inmenso peñasco, horadado de parte a parte, a través del cual pasaba enfurecido el espumoso mar. Los islotes de Westman parecieron surgir del Océano como rocas sembradas sobre la planicie líquida. A partir de este momento, la goleta tomó el rumbo de fuera para dar un respetable rodeo al cabo de Reykjaness, que forma el ángulo occidental de Islandia.

 

La fuerte marejada no permitía a mi tío subir sobre cubierta con objeto de admirar aquellas costas bravías, azotadas y hendidas por los vientos y mares del Sudoeste.

 

Cuarenta y ocho horas después, sorteada una tempestad que obligó a la goleta a correr a palo seco, descubrimos por el Este la baliza de la punta Skagen, cuyos peligrosos arrecifes se prolongan a gran distancia por debajo del mar. Subió a bordo un práctico islandés, y, tres horas más tarde, fondeaba la Valkyria delante de Reykiavik, en la bahía de Faxa.

 

Entonces salió por fin el profesor de su camarote, algo pálido y quebrantado, pero con el mismo entusiasmo de siempre y con la satisfacción retratada en su semblante.

 

Los habitantes de la ciudad, a quienes interesaba en extremo la llegada del buque, del que todos tenían algo que recoger, se agolpaban en el muelle.

 

Mi tío se apresuró a abandonar su presidio flotante, por no decir su hospital; pero, antes de dejar la cubierta de la goleta, fuimos hasta la proa, y desde allí, mostrándome con el dedo en la parte septentrional de la bahía una elevada montaña, que remataba en dos picos un doble cono cubierto de nieves eternas, me dijo entusiasmado:

 

-¡El Sneffels! ¡Ahí tienes el Sneffels!

 

Y después de haberme recomendado con un gesto que guardase el más impenetrable silencio, bajó al bote que nos aguardaba. Yo le seguí cabizbajo y nuestros pies no tardaron en hollar el suelo de Islandia.

 

De improviso, apareció un hombre de buena presencia, vestido de general. Sin embargo, no era más que un sencillo magistrado, el gobernador de la isla, el señor barón de Trampe en persona. El profesor lo reconoció al instante. Le entregó las cartas que traía de Copenhague, e intercambiaron entre ellos una corta conversación en danés, en la cual no tomé parte, como era natural. Esta primera entrevista dio por resultado que el barón de Trampe se pusiese por completo a las órdenes del profesor Lidenbrock.

 

El alcalde señor Finsen, no menos militar por su indumentaria que el gobernador, pero tan pacífico como éste, hubo de dispensar a mi tío la más favorable acogida.

 

En cuanto al coadjutor, señor Pictursson, giraba a la sazón una visita pastoral a la región septentrional de su diócesis, y tuvimos que renunciar, por lo pronto, al gusto de serle presentados. Pero, en cambio, trabamos conocimiento con un bellísimo sujeto, el señor Fridriksson, catedrático de ciencias naturales de la escuela de Reykiavik, cuyo concurso nos fue de inestimable valor. Este modesto sabio sólo hablaba el islandés y el latín. Ofrecióme sus servicios en el idioma de Horacio. y comprendí en seguida que estábamos creados para comprendemos mutuamente. Y, en efecto, ésta fue la única persona con quien pude conversar durante mi estancia en Islandia.

 

--Como ves. querido Axel -hubo de decirme mi tío-, todo va como una seda: lo más difícil ya lo tenemos hecho.

 

-¿Cómo lo más difícil?-exclamé yo estupefacto.

 

-Pues claro: ¡sólo nos resta bajar!

 

-Mirado desde ese punto de vista, tiene usted mucha razón; mas supongo que, después de bajar, tendremos que subir nuevamente.

 

-¡Bah! ¡bah! ¡Lo que es eso no me inquieta! Con que, manos a la obra, que no hay tiempo que perder. Me voy a la biblioteca. Tal vez se conserve en ella algún manuscrito de Saknussemm que me gustaría consultar.

 

-Entretanto, yo recorreré la ciudad. ¿No piensa usted visitarla?

 

-¡Oh! eso me interesa muy poco. Los curiosidades de Islandia no se encuentran sobre su superficie, sino debajo de ella.

 

Salí y eché a andar sin rumbo fijo.

 

No habría sido fácil perderse en las dos calles de Reykiavik de suerte que no tuve necesidad de preguntar a nadie el camino lo cual, hecho por signos, expone las más de las veces a muchas equivocaciones.

 

Se extiende la ciudad, en medio de dos colinas, sobre un terreno muy bajo y pantanoso. Una inmensa ola de lava la cubre por un lado y desciende hasta el mar en declive suave. Por el otro, se extiende la amplia bahía de Faxa limitada por el Norte por el enorme ventisquero del Sneffels, y en la que, a la sazón, no había fondeado más buque que la Valkyria. De ordinario se hallan resguardados en ella los guardapescas ingleses y franceses, pero entonces se hallaban prestando servicio en las costas orientales de la isla.

 

La calle más larga de Reykiavik es paralela a la playa, y en ella se hallan instalados los mercaderes y negociantes, en cabañas de madera, hechas de vigas rojas horizontalmente dispuestas; la otra calle, situada más al Oeste corre hacia un pequeño lago, pasando entre la casa del obispo y las de otros personajes extraños al comercio.

 

No tardé en recorrer aquellas calles sombrías y tristes. A veces entreveía una mancha de césped descolorido, que semejaba una vieja alfombra de lana, raída a consecuencia del uso, o algo que parecía un huerto cuyas raras legumbres, patatas. coles y lechugas, sólo eran dignas de una mesa liliputiense. Algunos alhelíes enfermizos pugnaban también por recibir algún rayo de sol.

 

Hacia la mitad de la calle no ocupada por el comercio, encontré el cementerio público, rodeado de una tapia de adobes, el cual es bastante espacioso. Pocos pasos después, encontréme delante de la casa del gobernador, que es una mala choza si se la compara con la casa Ayuntamiento de Hamburgo: pero que resulta un palacio al lado de las cabañas en las cuales se aloja la población islandesa.

 

Entre la ciudad y el lago, elevábase la iglesia, edificada con arreglo al gusto protestante y construida con cantos calcinados que los volcanes arrojan. Las tejas coloradas de su techo seguramente se dispersarían por los aires, con vivo sentimiento de los fieles, al arreciar los vientos del Oeste.

 

Sobre una eminencia inmediata vi la Escuela Nacional, donde, según supe después por nuestro huésped, se enseñaba el hebreo, el inglés, el francés y el danés, cuatro lenguas de las cuales no conocía una palabra, cosa que me llenaba de bochorno, pues hubiera sido el más atrasado de los cuarenta alumnos matriculados en el pequeño colegio, e indigno de acostarme con ellos en aquellos armarios de dos compartimientos donde otros más delicados se asfixiarían durante la primera noche.

 

En tres horas recorrí no sólo la ciudad. sino sus alrededores también. Su aspecto general era singularmente triste. No había árboles ni nada que mereciese el nombre de vegetación. Por todas partes veíanse picos de rocas volcánicas. Las cabañas de los islandeses están hechas de tierras y de turba, y tienen sus paredes inclinadas hacia adentro, de suerte que parecen tejados colocados sobre al suelo. Empero estos tejados son praderas relativamente fértiles, pues, gracias al calor de las habitaciones, brota en ellos la hierba con bastante facilidad, siendo preciso segarla en la época de la recolección para que los animales domésticos no pretendan pacer sobre estas verdes mansiones.

 

Durante mi excursión, encontré muy pocas personas; mas cuando volví a pasar por la calle del comercio, vi que la mayoría de la población se hallaba ocupada en secar, salar y cargar bacalaos, que constituyen allí el principal artículo de exportación. Los hombres parecían vigorosos, pero tardos; una especie de alemanes rubios, de mirada pensativa, que se creen separados de la humanidad, infelices desterrados en aquellas heladas regiones, a quienes la Naturaleza hubiera debido hacer esquimales, ya que los condenó a vivir dentro de los límites del Círculo Polar Ártico. Traté en vano de sorprender una sonrisa en sus rostros; reían a veces mediante una contracción involuntaria de sus músculos; pero no sonreían jamás.

 

Sus vestidos consistían en una basta chaqueta de lana negra, conocida en todos los países escandinavos con el nombre de vadmel, sombrero de amplias alas, pantalón orillado de rojo y unos trozos de cuero arrollados en los pies a manera de calzado.

 

Las mujeres, de rostro triste y resignado, y cuyo tipo es bastante agradable, aunque carecen de expresión, usan una chaqueta y una falda de vadmel de color obscuro. Las solteras llevan sobre el trenzado cabello un gorrito de punto de color pardo, y las casadas se cubren la cabeza con un pañuelo de color sobre el cual se colocan una especie de cofia blanca.

 

Cuando, tras un largo paseo, regresé a la casa del señor Fridriksson, mi tío se encontraba ya en compañía de este último.

 

X

 

La mesa estaba servida, y el profesor Lidenbrook, cuyo estómago parecía un abismo sin fondo, efecto de la dieta que a bordo había sufrido, devoró con avidez. La comida, más danesa que islandesa, nada tuvo de notable; pero nuestro anfitrión, más islandés que danés, me hizo recordar a los héroes de la antigua hospitalidad. Sin género alguno de duda, nos encontrábamos en su casa con más libertad y confianza que él mismo.

 

Se conversó en islandés, intercalando mi tío algunas palabras en alemán y el señor Fridriksson otras en latín, para evitar que yo me quedase por completo en ayunas de lo que decían. Hablaron de cuestiones científicas, como era natural tratándose de dos sabios; pero el profesor Lidenbrock guardó la más escrupulosa reserva, y sus ojos a cada frase me recordaban mantener el más absoluto silencio en todo lo relativo a nuestros futuros proyectos.

 

De repente, interrogó el señor Fridriksson a mi tío acerca de los resultados de las investigaciones por él practicadas en la biblioteca.

 

-Vuestra biblioteca -exclamó el profesor-, sólo contiene libros descabalados en estantes casi vacíos.

 

-¡Cómo! -respondió el señor Fridriksson-, poseemos ocho mil volúmenes, muchos de los cuales son ejemplares tan preciosos como raros, obras escritas en escandinavo antiguo, y todas las publicaciones nuevas que Copenhague nos envía anualmente.

 

-¿De dónde saca usted esos ocho mil volúmenes? Por mi cuenta...

 

-¡Oh! señor Lidenbrock, esos libros andan recorriendo constantemente el país. ¡En nuestra pobre isla de hielo existe una gran afición al estudio! No hay pescador ni labriego que no sepa leer, y todos leen. Opinamos que los libros, en vez de apolillarse tras una verja de hierro, lejos de las miradas de los curiosos, han sido escritos a impresos para que los lea todo el mundo. Por eso los de nuestra biblioteca van corriendo de mano en mano, son leídos una y cien veces, y tardan con frecuencia uno o dos años en regresar a sus respectivos estantes.

 

-Entretanto -respondió mi tío con mal reprimido enojo-, los extranjeros...

 

-¡Y qué le hemos de hacer! Los extranjeros poseen sus bibliotecas en sus respectivos países, y, sobre todo, es preciso en primer término que nuestros compatriotas se instruyan. Se lo repito a usted, los islandeses tienen el amor al estudio inoculado en la sangre. En 1816 fundamos una Sociedad Literaria que funciona admirablemente, siendo muchos los sabios extranjeros que se honran con pertenecer a ella, Esta sociedad publica obras destinadas a educar a nuestros compatriotas y presta verdaderos servicios al país. Si quiere ser usted uno de nuestros miembros correspondientes, nos hará un gran honor, señor Lidenbrock.

 

Mi tío, que pertenecía ya a un centenar de corporaciones científicas, aceptó el ofrecimiento con tales muestras de agrado, que el señor Fridriksson se sintió conmovido.

 

-Ahora -dijo este último-, tenga usted la bondad de indicarme qué libros esperaba encontrar en nuestra biblioteca, y tal vez me sea posible darle acerca de ellos algunas referencias.

 

Miré a mi tío, y vi que vacilaba en responder. Esto atañía directamente a sus proyectos. Sin embargo, después de reflexionar un instante, se decidió a hablar por fin.

 

-Señor Fridriksson, quisiera saber si, entre las obras antiguas, poseéis las de Arne Saknussemm.

 

-¡Ame Saknussemm! -respondió el profesor de Reykiavik-. ¿Se refiere usted a aquel sabio del siglo XVI que fue un gran alquimista, un gran naturalista y un gran explorador a la vez?

 

-Precisamente.

 

-¿Una de los glorias de la literatura y de la ciencia islandesas?

 

-Sin duda de ningún género.

 

-¿El más ilustre de los hombres?

 

-No trataré de negarlo.

 

-¿Y cuya audacia corría pareja con su genio?

 

-Veo que le conoce bien a fondo.

 

Mi tío no cabía en sí de júbilo al oír hablar de su héroe de un modo tan encomiástico, y devoraba con los ojos al señor Fridriksson.

 

-¿Y qué ha sido de sus obras? -preguntó, por fin, impaciente.

 

-¡Ah! ¡Sus obras no las tenemos!

 

-¡Cómo! ¿No están en Islandia?

 

-Ni en Islandia ni en ningún otro sitio.

 

-¿Por qué?

 

-Porque Arna Saknussemm fue perseguido como hereje, y quemadas, en 1573, sus obras en Copenhague por la mano del verdugo.

 

-¡Bravo! ¡Magnífico! -exclamó mi tío, con gran escándalo del profesor de ciencias naturales.

 

-¿Qué dice usted? -murmuró este último.

 

-¡Sí! Todo se explica, todo se aclara, todo se concatena. Ahora me explico por qué Saknussemm, al verse inscrito en el índice y obligado a ocultar los descubrimientos de su genio, decidió sepultar su secreto en un incomprensible criptograma...

 

-¿Qué secreto? -preguntó vivamente el señor Fridriksson.

 

-Un secreto que... cuyo.. -balbuceó mi tío.

 

-¿Pero es que posee usted algún documento especial? -replicó el profesor islandés.

 

-No... Era una mera suposición.

 

-Bien -dijo el señor Fridriksson, que tuvo la bondad de no insistir al ver la turbación de su interlocutor-. Espero que no se ausentará usted de la isla sin haber estudiado sus riquezas mineralógicas.

 

-Naturalmente -respondió mi tío-; pero llego algo tarde: otros sabios han pasado por aquí antes que yo.

 

-En efecto, señor Lidanbrock; los trabajos de los señores Olafsen y Povelsen, ejecutados por orden del rey; los estudios de Troil; la misión científica de los señores Gaimard y Robert, a bordo de la corbeta francesa Recherche; y, por último, las observaciones de los sabios embarcados en la fragata Reine Hortense, han contribuido poderosamente al conocimiento de Islandia. Pero, créame, hay aún mucho que hacer.

 

-¿Cree usted? -preguntó mi tío con afectado candor, procurando moderar el brillo de su mirada.

 

--¡Sin duda alguna! Existen numerosas montañas, ventisqueros y volcanes muy poco conocidos se es necesario estudiar. Sin ir más lejos, mire usted ese monte que en el horizonte se eleva: ¡es el Sneffels!

 

Sí. señor; uno de los volcanes más curiosos y cuyo cráter raramente se visita.

 

-¿Apagado?

 

-Apagado hace ya quinientos años.

 

-Pues bien -respondió mi tío, cruzando las piernas con fuerza para no saltar en el aire-, deseo empezar mis estudios geológicos por ese Saffel... o Fessel... ¿cómo le llama usted?

 

-Sneffels -respondió el excelente señor Fridriksson. Esta parte de la conversación habíase desarrollado en latín, de manera que me enteré de todo, y tuve que contenerme para no soltar el trapo a reír al ver cómo mi tío contenía su satisfacción que pugnaba por escapársele por todas partes adoptando un aire candoroso que parecía la mueca de un diablo.

 

-Sí --dijo-, sus palabras de usted me deciden; procuraremos escalar ese Sneffels, y hasta estudiar su cráter tal vez.

 

-Siento en el alma -dijo el señor Fidriksson- que mis ocupaciones no me permitan ausentarme; porque, de lo contrario, les acompañaría con gusto y con provecho.

 

-¡Oh, no. no! -respondió vivamente mi tío-; no queremos molestar a nadie, señor Fridríksson; se lo agradezco infinito. La presencia de un sabio como usted nos hubiera sido muy útil; pero los deberes de su profesión...

 

Inclínome a creer que nuestro huésped, en la inocencia de su alma islandesa, no comprendió la grosera malicia de mi tío.

 

-Apruebo, señor Lidenbrok -respondió-, que comience usted por ese volcán, donde cosechará gran número de observaciones curiosas. Pero, dígame, ¿cómo piensa usted llegar a la península de Sneffels?

 

-Atravesando por mar la bahía. Es el camino más rápido. -Sin duda, pero no es posible seguirlo.

 

-¿Por qué?

 

Porque en Reykiavik no existe un solo bote.

 

-¡Demonio!

 

-Tendrá usted que ir por tierra, contorneando la costa, lo que será más largo, pero más interesante.

 

-Bueno. Veré de procurarme un guía.

 

Precisamente puedo ofrecerle a usted uno.

 

-¿Un hombre inteligente y fiado?

 

-Sí, un habitante de la península. Es un hábil cazador de gansos, del cual quedará usted satisfecho. Habla perfectamente el danés.

 

-¿Y cuándo podré verle?

 

-Mañana, si usted quiere.

 

-¿Por qué no hoy mismo?

 

-Porque hasta mañana no llega.

 

-¡Hasta mañana! -exclamó mi tío, dando un profundo suspiro.

 

Esta importante conversación terminó algunos instantes después dando el profesor alemán las más expresivas gracias al profesor islandés.

 

Durante la comida, mi tío acababa de saber cosas en extremo importantes, entre otras la historia de Saknussemm, la razón de su misterioso documento, que el señor Fridriksson no le acompañaría en su expedición y que desde el día siguiente podría contar ya con un guía a sus órdenes.

 

XI

 

Al anochecer di un corto paseo por las playas de Reykiavik, y me recogí temprano, acostándome en mi cama de gruesas tablas, en donde me dormí profundamente.

 

Cuando me desperté, oí que mi tío charlaba por los codos en la habitación inmediata. me arreglé a toda prisa y fui a reunirme con él.

 

Conversaba en dinamarqués con un hombre de elevada estatura y constitución vigorosa; un mocetón que debía hallarse dotado de unas fuerzas hercúleas. Sus ojos soñadores y azules demostraban ser inteligentes y sencillos. Su voluminosa cabeza se hallaba cubierta por una larga cabellera de un color que hubiera pasado por rojo hasta en la misma Inglaterra y que caía sobre sus espaldas atléticas. Aunque sus movimientos eran fáciles, movía poco los brazos, cual hombre que ignora o desdeña el lenguaje de los gestos. Todo en él revelaba temperamento perfectamente sosegado; tranquilo, aunque no indolente. Se veía claramente que no pedía nada a nadie, que trabajaba cuando le convenía, y que, dada la calma con que se tomaba las cosas, era fácil que nada le causase sorpresa ni sobresalto.

 

Comprendí su manera de ser por el modo como escuchaba el islandés la apasionada facundia de su interlocutor. Permanecía inmóvil y con los brazos cruzados ante los múltiples gestos de mi tío; para negar, movía la cabeza de izquierda a derecha, y, para afirmar, la inclinaba; apenas se movía; era la economía del movimiento llevada hasta la avaricia.

 

La verdad es que, al ver a aquel hombre, no hubiera adivinado jamás su profesión de cazador; a buen seguro que no espantaría la caza; mas, ¿cómo la buscaba?

 

Todo me lo expliqué, sin embargo, cuando supe por el señor Fridriksson que aquel tranquilo personaje sólo se dedicaba a la caza del ganso llamado eidero, cuyo plumón constituye la principal riqueza de la isla. En efecto, para recoger esta pluma, que se llama edredón, no es preciso desplegar una actividad asombrosa.

 

En los primeros días del verano, la hembra de este ganso. notable por su extraordinaria belleza, construye su nido entre las rocas de los fiordos que tanto abundan en las costas de la isla. Una vez construido su nido, lo forra con finísimas plumas que del vientre se arranca ella misma. En seguida llega el cazador, o, por mejor decir, el cosechero, se apodera del nido y se ve precisada el ave a comenzar de nuevo su trabajo, y la operación se repite mientras aquélla conserva algún plumón. Cuando lo agota del todo, le llega la vez al macho de despojarse del suyo; sólo que, como la pluma de éste es dura y grosera, y carece de valor comercial, no se toma el cazador la molestia de robarle el lecho de sus pequeñuelos, y el nido se concluye por fin. Pone la hembra sus huevos, nacen los pollos después, y reanúdase al año siguiente la cosecha del edredón.

 

Ahora bien, como estas aves no eligen para la construcción de sus nidos las rocas escarpadas, sino las de pendiente suave que van a perderse en el mar, el cazador islandés podía ejercer su oficio sin darse mucho trabajo. Era un labrador que sólo tenía que recolectar la mies, sin necesidad de sembrarla ni cortarla.

 

Este personaje grave, silencioso y flemático llamábase Hans Bjelke, y venía recomendado por el señor Fridriksson. Era nuestro futuro guía.

 

Sus maneras contrastaban singularmente con las de mi tío.

 

Esto no obstante, entendiéronse fácilmente. Ni uno ni otro repararon en el precio: el uno, dispuesto a aceptar lo que le ofreciesen, y el otro, decidido a dar lo que le pidieran. Jamás se cerró trato alguno con tanta facilidad.

 

En virtud de lo acordado, se comprometió Hans a conducirnos a la aldea de Stapi, situada en la costa meridional de la península de Sneffels, al pie del mismo volcán. Era preciso recorrer unas 22 millas por tierra, en lo cual emplearíamos dos días, según opinión de mi tío.

 

Pero, cuando se enteró de que se trataba de millas dinamarquesas, de 24.000 pies, tuvo que rehacer sus cálculos y contar con que emplearíamos siete a ocho días en hacer aquel recorrido, dado el pésimo estado de las vías de comunicación.

 

Hans, que, según su costumbre, iría a pie, debía facilitar cuatro caballos: uno para mi tío, otro para mí y dos para el transporte de nuestra impedimenta. Perfecto conocedor de aquella parte de la costa, prometió conducirnos por el camino más corto.

 

Su compromiso con mi tío no expiraba a nuestra llegada a Stapi; sino que permanecería a su servicio todo el tiempo que exigiesen nuestras excursiones científicas, mediante una retribución de tres rixdales semanales. Pero se estipuló expresamente que esta suma sería abonada a Hans los sábados por la noche, condición sine qua non de su compromiso.

 

Se estableció la partida para el día 16 de junio. Quiso mi tío entregar al cazador las arras del contrato; pero éste las rechazó con una sola palabra.

 

-Efter -dijo secamente.

 

Después la tradujo el profesor en voz alta, para que me enterase.

 

Una vez cerrado el trato, se fue nuestro guía, sin mover más que las piernas, cual si fuese de una sola pieza.

 

-He aquí un hombre famoso -exclamó- mi tío al verle ir-; pero lo que menos sospecha es el maravilloso papel que el porvenir le reserva.

 

-¿Nos acompañará hasta...?

 

-Sí, hasta el centro de la tierra.

 

Aún tenían que transcurrir cuarenta y ocho horas, que, con harto sentimiento mío, me vi precisado a invertir en los preparativos de marcha. Pusimos nuestros cinco sentidos y potencias en disponer cada objeto del modo más ventajoso: los instrumentos a un lado, las armas al otro, las herramientas en este paquete, los víveres en aquel otro, agrupándolo todo en cuatro divisiones principales.

 

Los instrumentos eran:

 

1°. Un termómetro centígrado de Eigel, graduado hasta 150°, lo cual me pareció demasiado e insuficiente. Demasiado, si el calor del ambiente había de alcanzar esta temperatura, pues en semejante caso pereceríamos asados. Insuficiente, si se trataba de medir la temperatura de los manantiales o de cualquier otra materia en fusión.

 

2°. Un manómetro de aire comprimido, dispuesto de manera que marcase las presiones superiores a las de la atmósfera al nivel del mar, toda vez que, debiendo aumentar la presión atmosférica a medida que descendiésemos bajo la superficie de la tierra, el barómetro ordinario no sería suficiente.

 

3°. Un cronómetro de Boissonnas el menor, de Ginebra, perfectamente arreglado al meridiana de Hamburgo.

 

4°. Los brújulas de inclinación y de declinación.

 

5°. Un anteojo para observaciones nocturnas.

 

6.°. Los aparatos de Ruhmkorff, que, mediante una corriente eléctrica, daban una luz portátil, muy segura y poco embarazosa.

 

Las armas consistían en dos carabinas de Purdley More y Compañía, y dos revólveres Colt. ¿Qué objeto tenían estas armas? Supongo que no tendríamos que habérnoslas con salvajes ni animales feroces. Pero mi tío parecía mirar con el mismo cariño su arsenal que sus instrumentos, y especialmente una buena cantidad de algodón pólvora inalterable a la humedad, cuya fuerza explosiva es notablemente superior a la de la pólvora ordinaria.

 

Como herramientas llevábamos dos picos, dos azadones, una escala de seda, tres bastones herrados, un hacha, un martillo, una docena de cuñas y armellas de hierro, y largas cuerdas con nudos de trecho en trecho. Todo junto formaba un voluminoso fardo, pues la escala medía trescientos pies de longitud.

 

El paquete que contenía las provisiones no era demasiado grande; pero esto no me preocupaba, pues sabía que encerraba una cantidad de carne concentrada y galleta suficiente para alimentarnos seis meses. El único liquido que llevábamos era ginebra, con absoluta exclusión de toda agua: pero íbamos provistos de calabazas, y mi tío contaba con encontrar manantiales en donde llenarlas, siendo inútiles cuantas observaciones le hice relativas a su calidad, a su temperatura y hasta sobre su ausencia absoluta.

 

Para completar la nomenclatura exacta de nuestros artículos de viaje, haré mención de un botiquín portátil que contenía unas tijeras de punta redonda, tablillas para fracturas, una pieza de cinta de hilo crudo, vendas y compresas, esparadrapo, y una lanceta para sangrar, cosas que ponían los pelos de punta. Llevábamos, además, una serie de frascos que contenían dextrina, árnica, acetato de plomo líquido, éter, vinagre y amoníaco, drogas todas cuyo empleo no era muy deseable por cierto. Por último, no faltaban tampoco los ingredientes necesarios para los aparatos de Ruhmkorff.

 

Tampoco olvidó mi tío el aprovisionarse de tabaco, de pólvora de caza y de yesca, ni un cinturón de cuero, que llevaba ceñido a los riñones, y encerraba una buena cantidad de monedas de oro y plata, y de billetes de banco. En el grupo de las herramientas figuraban también seis pares de zapatos de excelente calidad, impermeabilizados merced a una capa de alquitrán y goma elástica.

 

-Equipados, vestidos y calzados de esta suerte -me dijo, al fin, mi tío-, no existe ninguna razón que nos prive de llegar a la meta.

 

Todo el día 14 lo empleamos en arreglar estos diversos objetos. Por la tarde, comimos en casa del barón de Trampe, en compañía del alcalde de Reykiavik y del doctor Hyaltalin, el médico más célebre de la isla. El señor Fridriksson no se hallaba entre los invitados; pero supe más tarde que el gobernador y él hallábanse en desacuerdo acerca de una cuestión administrativa, por lo que no se trataban. No tuve, pues, ocasión de comprender ni una palabra de nada de lo que se dijo durante aquella comida semioficial; pero observé que mi tío no cesó de hablar un momento.

 

Al día siguiente, 15, quedaron terminados todos los preparativos. El señor Fridriksson prestó a mi tío un gran servicio regalándole un mapa de Islandia incomparablemente más perfecto que el de Henderson: el mapa de Olaf Nikolás Olsen, hecho en escala de 1/480.000, y editado por la Sociedad Literaria Islandesa, con sujeción a los trabajos geodésicos del señor Scheel Frisac y la nivelación topográfica del señor Bjorn Gumlaugsonn. Era un documento precioso para un mineralogista.

 

Pasamos la última velada en íntima conversación con el señor Fridriksson, que me inspiraba una íntima simpatía. A la charla, después, siguió un sueño bastante agitado, al menos por parte mía.

 

A las cinco de la mañana me despertaron los relinchos de cuatro caballos que bajo mi ventana piafaban.

 

-Me vestí a toda prisa y bajé en seguida a la calle, donde Hans estaba acabando de cargar nuestros enseres, moviéndose lo menos posible, aunque dando muestras de poseer una extraordinaria destreza. Hacía mi tío más ruido del que era necesario; pero el guía prestaba, al parecer, poca o ninguna atención a sus recomendaciones,

 

A las seis, estaba todo listo. El señor Fridriksson nos estrechó las manos. Mi tío le dio, en islandés, las gracias más expresivas por su amable hospitalidad. Yo, por mi parte, le saludé cordialmente en mi latín macarrónico. Montamos a caballo, y el señor Fridriksson espetóme con su último adiós este verso de Virgilio, que parecía hecho expresamente para nosotros, pobres viajeros que mirábamos con incertidumbre el camino:

El quacumque viam dederit fortuna sequamur.

 

XII

 

Habíamos partido con el tiempo cubierto, pero fijo. No había que temer calores enervantes ni lluvias desastrosas. Un tiempo a propósito para hacer excursiones de recreo.

 

El placer de recorrer a caballo un país desconocido me hizo sobrellevar fácilmente el principio de la empresa. Me dediqué por completo a las delicias que la Naturaleza nos ofrece, ya que no tenía libertad para disponer de mí mismo. Empecé a tomar mi partido y a mirar las cosas con calma.

 

“Después de todo” -me decía a mí mismo, “¿que es lo que arriesgo yo con viajar por el país más curioso del mundo, y escalar la montaña más notable de la tierra? Lo peor es el tener que descender al fondo de un cráter apagado. Sin embargo, no cabe duda alguna que Saknussemm hizo lo mismo. En cuanto a la existencia de un túnel que conduce al centro del globo... ¡eso es pura fantasía! Por consiguiente, lo mejor será aprovecharse de todo lo bueno que haya en la expedición. y poner buena cara al mal tiempo”.

 

Apenas había terminado de hacer estos raciocinios, cuando salimos de Reykiavik.

 

Hans marchaba a la cabeza, con paso rápido, uniforme y continuo. Seguíanle los dos caballos que llevaban nuestra impedimenta, sin que fuese necesario guiarlos. Por último, marchábamos mi tío y yo, y a la verdad que no hacíamos muy mala figura montados en aquellos animalitos vigorosos, a pesar de su carta alzada.

 

Es Islandia una de las grandes islas de Europa ; mide 1.400 millas de superficie y sólo tiene 60.000 habitantes. Los geógrafos la han dividido en cuatro regiones, y teníamos que atravesar casi oblicuamente la región llamada País del Sudoeste, Sudvestr Fjordúngr.

 

Al salir de Reykiavik, nos condujo Hans por la orilla del mar, marchando sobre pastos muy poco frondosos que pugnaban por parecer verdes sin poder pasar de amarillos. Las rugosas cumbres se perfilaban en el horizonte, entre las brumas del Este; a veces, algunas manchas de nieve, concentrando la luz difusa, resplandecían en las vertientes de las cimas lejanas; ciertos picos más osados que otros, atravesaban las nubes grises y reaparecían después por encima de los movedizos vapores, cual escollos que emergiesen en las llanuras etéreas.

 

Con frecuencia, aquellas cadenas de áridas rocas avanzaban una punta hacia el mar, mordiendo la pradera sobre la cual caminábamos; pero siempre quedaba espacio suficiente para poder pasar. Nuestros caballos elegían instintivamente los lugares más propicios sin retardar su marcha jamás. Mi tío no tenía ni el consuelo de excitar a su cabalgadura con el látigo a la voz; estábale vedada la impaciencia. Yo no podía evitar el sonreírme al contemplarle tan largo montado en su jaquilla; y, como sus desmesuradas piernas rozaban casi el suelo, parecía un centauro de seis pies.

 

-¡Magnífico animal! -me decía-. Ya verás, Axel, cómo no existe ningún bruto que aventaje en inteligencia al caballo islandés; ni nieves, ni tempestades, ni rocas, ni ventisqueros.. no hay nada que le detenga. Es sobrio, valiente y seguro. Jamás da un paso en falso ni recula. Cuando tengamos que atravesar algún fiordo o algún río, ya le verás arrojarse al agua sin titubear, lo mismo que un anfibio, y llegar a la orilla opuesta. Mas no los hostiguemos; dejémosles caminar a su albedrío, y ya verás cómo hacemos nuestras diez leguas diarias.

 

-Nosotros no cabe duda, pero el guía...

 

-No te inquietes por el guía. Estas gentes caminan sin darse cuenta de ello. Este nuestro, se mueve tan poco, que no debe fatigarse. Además, si es preciso, yo le cederé mi montura. Así como así, si no me muevo un poco, pronto me acometerán los calambres. Los brazos van muy bien, pero no hay que echar en olvido las piernas.

 

Avanzábamos con paso rápido, y el país iba estando ya casi desierto. De trecho en trecho aparecía el margen de una hondonada, cual pobre mendigante, alguna granja aislada, algún böer solitario, hecho de madera, tierra y lava. Estas miserables chozas parecían implorar la caridad del transeúnte y daban ganas de darles una limosna. En aquel país no hay caminos, ni tan siquiera senderos, y la vegetación, a pesar de ser tan lenta, no tarda en borrar las huellas de los escasos viajeros.

 

Sin embargo. esta parte de la provincia, situada a dos pasos de la capital, es una de las porciones más pobladas y cultivadas de Islandia. ¡Júzguese lo que serán las regiones deshabitadas de aquel desierto! Habíamos recorrido ya media milla sin haber encontrado ni un labriego sentado a la puerta de su cabaña. ni un pastor salvaje apacentando un rebaño menos salvaje que él: tan sólo habíamos visto algunas vacas y carneros completamente abandonados. ¿Qué serían las regiones trastornadas, removidas por los fenómenos eruptivos. hijas de las explosiones volcánicas y de las conmociones subterráneas?

 

Destinados nos hallábamos a conocerlas más tarde: pero, al consultar el mapa do Olsen, vi que siguiendo los tortuosos contornos de la playa nos apartábamos de ellos, toda vez que el gran movimiento plutónico se ha concentrado especialmente en el interior de la isla. donde las capas horizontales de rocas sobre puestas, llamadas en escandinava trapps, las fajas traquíticas, las erupciones de basalto. de toba y de todos los conglomerados volcánicos, las corrientes de lava y de pórfido en fusión, han formado un país que inspira un horror sobrenatural. Entonces no sospechaba el espectáculo que nos esperaba en la península del Sneffels, en donde estos residuos de naturaleza volcánica forman un caos espantoso.

 

Dos horas después de nuestra salida de Reykiavik, llegarnos a la villa de Gufunes, llamada aoalkirkja o iglesia principal, que no ofrece cosa alguna de notable. Sólo tiene algunas casas que no bastarían para formar un lugarejo alemán.

 

Hans se detuvo allí media hora, aproximadamente, compartió con nosotros nuestro frugal almuerzo. respondió con monosílabos a las preguntas de mi tío relativas a la naturaleza del camino, y cuando le preguntó dónde tenía pensada que pasásemos la noche, respondió secamente.

 

-Gardär.

 

Consulté el mapa para ver lo que era Gardär, y viendo un caserío de este nombre a orillas del Hvalfjörd, a cuatro millas de Reykiavik, se lo mostré a mi tío.

 

-¡Cuatro millas nada más! --exclamó-. ¡Tan sólo cuatro millas de las veintidós que tenemos que andar! ¡Es un bonito paseo!

 

Quiso hacer una observación al guía; pero éste, sin escucharle, volvió a ponerse delante de los caballos y emprendió de nuevo la marcha.

 

Tres horas más tarde, sin dejar nunca de caminar sobre el descolorido césped, tuvimos que contornear el Kollafjörd. rodeo más fácil y rápido que la travesía del golfo. No tardamos en entrar en un pingtaoer, lugar de jurisdicción comunal, nombrado Ejulberg, y cuyo campanario habría dado las doce del día si las iglesias islandesas hubiesen sido lo suficientemente ricas para poseer relojes: pero, en esto, se asemejan a sus feligreses, que no tienen reloj y se pasan perfectamente sin él.

 

Allí dimos descanso a los caballos, los cuales, tomando después por un ribazo comprendido entre una cordillera y el mar, nos llevaron de un tirón al aoalkirkja de Brantar y una mil más adelante, a Saurböer annexia, iglesia anexia, situada en la orilla Sur del Hvalfjörd. Eran a la sazón las cuatro de la tarde y habíamos avanzado cuatro millas.

 

El fiordo en aquel punto tenía de longitud media milla por lo menos; las alas se estrellaban con estrépito sobre las agudas rocas. Este golfo se abría entre murallas de piedra cortadas a pico, de tres mil pies de elevación. y notables por sus capas obscuras que separaban los lechos de toba de un matiz rojizo. Por muy grande que fuese la inteligencia de nuestros caballos, no me hacia mucha gracia el tener que atravesar un verdadero brazo de mar sobre el lomo de un cuadrúpedo.

 

-Si realmente son tan inteligentes, no tratarán de parar -dije yo-. En todo caso, yo me encargo de suplir su falta de inteligencia.

 

Pero mi tío no quería esperar y hostigó su caballo hacia la orilla. El animal fue a husmear la última ondulación de las olas y se detuvo. El profesor, que también tenía su instinto, quiso obligarlo a pasar: pero el bruto se negó a obedecerle, moviendo la cabeza. A los juramentos y latigazos de mi tío contestó encabritándose la bestia, faltando poco para que despidiese al jinete: y por fin el caballejo, doblando los corvejones, escurrióse de entre las piernas del profesor, dejándole plantado sobre dos piedras de la orilla como el coloso de Rodas.

 

-¡Ah! ¡maldito animal! -¡exclamó encolerizado el jinete transformado inopinadamente en peatón, y avergonzado como un oficial de caballería que se viese convertido en infante de improviso.

 

-Farja --dijo nuestro guía, tocándole en el hombro.

 

-¡Cómo! ¿Una barca?

 

-Der -respondió Hans mostrándole una embarcación.

 

-Sí -exclamé yo-, hay una barca.

 

-Pues, hombre, ¡haberlo dicho! Está bien, prosigamos.

 

-Tidvatten -replicó el guía.

 

-¿Qué dice?

 

-Dice marea-respondió mi tío, traduciéndome la palabra danesa.

 

-¿Será, sin duda, preciso esperar a que crezca la marea?

 

-¿Förbida? -preguntó mi tío.

 

-Ja -respondió Hans.

 

El profesor golpeó el suelo con el pie, en tanto que los caballos dirigíanse hacia la barca.

 

Comprendí perfectamente la necesidad de esperar, para emprender la travesía del fiordo, ese instante en que la marea se para, después de haber alcanzado su máxima altura. Entonces el flujo y reflujo no ejercen acción alguna sensible, y no hay, por tanto, peligro de que la barca sea arrastrada por la corriente ni hacia el fondo del golfo, ni hacia el mar.

 

Hasta las seis de la tarde no llegó el momento propicio; y, a esta hora, mi tío, yo, el guía, dos pasajeros y los cuatro caballos nos instalamos en una especie de barca del fondo plano, bastante frágil. Como estaba acostumbrado a los barcos a vapor del Elba, me parecieron los remos de los barqueros un procedimiento anticuado. Echamos más de una hora en atravesar el fiordo; pero lo pasamos, al fin, sin accidente ninguno.

 

Media hora después llegábamos al aoalkirkja de Gardä.

 

XIII

 

Ya era hora de que fuese de noche: pero en el paralelo 65°, la claridad diurna de las regiones polares no debía causarme asombro: en Islandia no se pone el sol durante los meses de junio y julio.

 

La temperatura, no obstante, había descendido; sentía frío, y, sobre todo, hambre. ¡Bien haya el böer que abrió para recibirnos sus hospitalarias puertas!

 

Era la mansión de un labriego, pero, por lo que a la hospitalidad se refiere, no le iba en zaga a ningún palacio real. A nuestra llegada vino el dueño a tendernos la mano, y, sin más ceremonias, nos hizo señas para que le siguiésemos.

 

Y le seguimos, en efecto, cada vez que acompañarle hubiera sido imposible. Un corredor largo, estrecho y oscuro daba acceso a esta cabaña, construida con maderos apenas labrados, y permitía llegar a todas sus habitaciones, que eran cuatro: la cocina, el taller de tejidos, la badstofa, alcoba de la familia, y la destinada a los huéspedes, que era la mejor de todas. Mi tío, con cuya talla no se había contado al construir la cabaña, dio en tres o cuatro ocasiones con la cabeza contra las vigas del techo.

 

Nos hicieron pasar a nuestra habitación, que era una especie de salón espacioso, de suelo terrizo, y que recibía la luz a través de una ventana cuyos vidrios estaban hechos de membranas de carnero bien poco transparentes.

 

Consistían las camas en un poco de heno seco, amontonado sobre los bastidores de madera pintada de rojo y ornamentada con sentencias islandesas. No esperaba yo ciertamente tanta comodidad; pero, en cambio, reinaba en el interior de la casa un penetrante olor a pescado seco, a carne macerada y a leche agria que repugnaba de un modo extraordinario a mi olfato.

 

Cuando nos hubimos desembarazado de nuestros arreos de viaje, oímos la voz del dueño de la casa que nos invitaba a pasar a la cocina, única pieza en que se encendía lumbre, hasta en los mayores fríos.

 

Mi tío se apresuró a obedecer la amistosa invitación, y yo le seguí al momento.

 

La chimenea de la cocina era de antiguo modelo: el hogar consistía en una piedra en el centro de la habitación, con un agujero en el techo por el cual se escapaba el humo. Esta cocina servía de comedor al mismo tiempo.

 

Al entrar, nuestro huésped, como si no nos hubiese visto hasta entonces, nos saludó con la palabra soellvertu, que significa "sed felices'", y nos besó en las mejillas.

 

A continuación, su esposa pronunció las mismas palabras, acompañadas de igual ceremonial; y después, los dos esposos. colocándose la mano derecha sobre el corazón, se inclinaron profundamente.

 

Me apresuro a decir que la islandesa era madre de diez y nueve hijos, todos los cuales. así los grandes como los pequeños, corrían y saltaban en medio de los torbellinos de humo que llenaban la estancia. A cada instante veía salir de entre aquella niebla una cabecita rubia y un tanto melancólica. Habríase dicho que formaban un coro de ángeles insuficientemente aseados.

 

Mi tío y yo dispensamos una excelente acogida a aquella abundante parva, y al poco rato teníamos tres o cuatro de ellos sobre nuestras espaldas, otros tantos sobre nuestras rodillas y el resto entre nuestras piernas. Los que ya sabían hablar, repetían soellvertu en todos los tonos imaginables, y los que aún no habían aprendido, gritaban con todas sus fuerzas.

 

El anuncio de la comida interrumpió este concierto. En este momento entró el cazador que venía de tomar sus medidas para que los caballos comiesen, es decir, que los había económicamente soltado en el campo, donde los infelices animales tendrían que contentarse con pacer el escaso musgo de las rocas y algunas ovas bien poco nutritivas; lo cual no sería obstáculo, para que, al día siguiente, viniesen voluntariamente a reanudar, sumisos, el trabajo de la víspera.

 

- Soellvertu -dijo Hans al entrar.

 

Después, tranquilamente, automáticamente, sin que ninguno de los ósculos fuese más acentuado que cualquiera de los demás, besó al dueño de la casa, a su esposa y a sus diez y nueve hijos.

 

Terminada la ceremonia, nos sentamos a la mesa en número de veinticuatro, y por consiguiente, los unos sobre los otros en el verdadero sentido de la expresión. Los más favorecidos sólo tenían sobre sus rodillas dos muchachos.

 

La llegada de la sopa hizo reinar el silencio entre la gente menuda, y la taciturnidad característica de los islandeses, incluso entre los muchachos, recobró de nuevo su imperio. Nuestro huésped nos sirvió una sopa de liquen que no era desagradable, y después, una enorme porción de pescado seco, nadando en mantequilla agria, que tenía lo menos veinte años. y muy preferible. por consiguiente, a la fresca, según las ideas gastronómicas de Islandia. Había además skyr, especie de leche cuajada y sazonada con jugo de hayas de enebro. En fin, para beber, nos sirvió un brebaje, compuesto de suero y agua, conocido en el país con el nombre de blanda. No sé si esta extraña comida era o no buena. Yo tenía buen hambre y, a los postres, me di un soberbio atracón de una espesa papilla de alforfón.

 

Terminada la comida, desaparecieron los niños, y las personas mayores rodearon el hogar donde ardían brezos, turba, estiércol de vaca y huesos de pescado seco. Después de calentarse de este modo, los diversos grupos volvieron a sus habitaciones respectivas. La dueña de la casa se ofreció, según era costumbre, a quitarnos los pantalones y medias; pero renunciamos a tan estimable honor, dándole, sin embargo, las gracias del modo más expresivo; la mujer no insistió, y pude, al fin, arrojarme sobre mi cama de heno.

 

Al día siguiente, a las cinco, nos despedimos del campesino islandés, costándole gran trabajo a mi tío el hacerle aceptar una remuneración adecuada, y dio Hans la señal de partida.

 

A cien pasos de Gardär, el terreno empezó a cambiar de aspecto, haciéndose pantanoso y menos favorable a la marcha. Por la derecha, la serie de montañas prolongábase indefinidamente como un inmenso sistema de fortificaciones naturales cuya contraescarpa seguíamos, presentándose a menudo arroyuelos que era preciso vadear sin mojar demasiado la impedimenta.

 

El país iba estando cada vez más desierto; sin embargo, aun a veces alguna sombra humana parecía huir a lo lejos. Si las revueltas del camino nos acercaban inopinadamente a uno de estos espectros, sentía yo una invencible repugnancia a la vista de una cabeza hinchada, una piel reluciente, desprovista de cabellos, y de asquerosas llagas que dejaban al descubierto los grandes desgarrones de sus miserables harapos.

 

La desdichada criatura, lejos de tendernos su mano deformada, alejábase; pero no tan de prisa que Hans no tuviese tiempo de saludarla con su habitual sallvertu.

 

-Spetelsk -decía después.

 

-¡Un leproso! -repetía mi tío.

 

Tan sólo la palabra produce de por sí un efecto repulsivo. Esta horrible afección de la lepra es bastante común en Islandia. No es contagiosa, pero sí hereditaria, y por eso a estos desgraciados les está prohibido el casarse.

 

Estas apariciones no eran las más a propósito para alegrar el paisaje cuya tristeza se hacía más profunda a cada instante. Los últimos copetes de hierba acababan de morir debajo de nuestros pies. No se veía ni un árbol, pues ni merecían tal nombre algunos abedules enanos que más parecían malezas. Aparte de algunos caballos que erraban por las tristes llanuras, abandonados por sus amos que no los podían mantener, tampoco se veían animales. De vez en cuando cerníase un halcón entre las nubes grises, y huía rápidamente hacia las regiones del Sur. Yo me dejé arrastrar por la melancolía de aquella naturaleza salvaje y mis recuerdos me condujeron a mi país natal.

 

Hubo después que cruzar algunos pequeños fiordos que carecían de importancia, y, por último, un verdadero golfo; la marea, parada a la sazón, nos permitió pasarlo y llegar al caserío de Alftanes, una milla más allá.

 

Al anochecer, después de haber vadeado dos ríos donde abundaban las truchas y los sollos, el Alfa y el Heta, nos vimos precisados a hacer noche en una casucha ruinosa y abandonada, digna de estar habitada por todos los duendes y espíritus de la mitología escandinava. Sin duda alguna, el genio del frío había fijado en él su residencia, pues hizo de las suyas toda la noche.

 

Durante la jornada inmediata no ocurrió ningún incidente especial. Siempre el mismo terreno pantanoso, la misma fisonomía triste, la misma uniformidad. Al llegar la noche habíamos recorrido la mitad de la distancia total, y pernoctamos en el anejo de Krösolbt.

 

El 10 de junio recorrimos una milla, sobre poco más o menos, por un terreno de lava. Esta disposición del suelo se llama en el país hraun. La lava arrugada de la superficie afectaba la forma de calabrotes, unas veces prolongados, otras veces adujados. De las montañas vecinas descendían inmensas corrientes, ya solidificadas, de lava, procedentes de volcanes, actualmente apagados, pero cuya violencia pasada pregonaban estos vestigios. Esto no obstante, los humos de algunos manantiales calientes se elevan de distancia en distancia.

 

Faltábanos el tiempo para observar estos fenómenos; era necesario avanzar, y los cascos de nuestros caballos no tardaron en hundirse de nuevo en terrenos pantanosos, sembrados de pequeñas lagunas. Marchábamos a la sazón hacia el Oeste, después de haber rodeado la gran bahía de Faxa, y la doble cima blanca del Sneffels erguíase entre las nubes a menos de cinco millas.

 

Los caballos marchaban bien, sin que les detuvieran las dificultades del suelo. Yo empezaba a sentirme fatigado, mas mi tío permanecía firme y derecho como el primer día, inspirándome una sincera admiración, lo mismo que el cazador, que consideraba aquella expedición como un sencillo paseo.

 

El sábado 20 de junio, a las seis de la tarde, llegamos a Büdir, aldea situada a la orilla del mar, y el guía reclamó el salario convenido. Mi tío le pagó en el acto.

 

Aquí fue la familia misma de Hans, es decir, sus tíos y primos, quienes nos hospedaron en su casa. Fuimos muy bien recibidos, y, sin abusar de la amabilidad de aquellas buenas gentes, de buena gana hubiera permanecido en su compañía algún tiempo con objeto de reponerme de las fatigas del viaje; pero mi tío, que no experimentaba necesidad de descanso, no lo entendió de igual modo, y a la mañana siguiente no hubo otra solución que montar nuevamente nuestras pobres cabalgaduras.

 

El suelo se encontraba afectado por la proximidad de la montaña, cuyas raíces de granito salían de la tierra cual las de una vieja encina. Íbamos contorneando la base del volcán. El profesor no le perdía de vista; gesticulaba sin cesar y parecía desafiarle y decirle «¡He aquí el gigante que voy a sojuzgar!». Por fin, después de veinticuatro horas de marcha, detuviéronse espontáneamente los caballos a la puerta de la rectoría de Stapi.

 

XIV

 

Es Stapi un poblado compuesto de unas treinta chozas, edificado sobre un mar de lava, bajo los rayos del sol reflejados por el volcán. Extiéndese en el fondo de un pequeño fiordo, encajado en una muralla que hace el más extraño efecto.

 

Sabido es que el basalto es una roca obscura de origen ígneo, afectando formas muy regulares cuya disposición causa extrañeza. La Naturaleza procede al formar esta sustancia de una manera geométrica, y trabaja de un modo semejante a los hombres, como si manejase la escuadra, el compás y la plomada. Si en todas sus otras manifestaciones desarrolla su arte formando moles inmensas y deformes, conos apenas esbozados, pirámides imperfectas cuyas líneas generales no obedecen a un plan determinado, por lo que respecta al basalto, queriendo dar, sin duda, un ejemplo de regularidad, y adelantándose a los arquitectos de las primeras edades, ha creado un orden severo que ni los esplendores de Babilonia ni las maravillas de Grecia han sobrepujado jamás.

 

Había oído hablar de la Calzada de los Gigantes, de Irlanda, y de la Gruta de Fingal, en una de las islas dcl grupo de las Hébridas; pero el aspecto de una estructura basáltica no se había presentado nunca a mis ojos. En Stapi este fenómeno se ofrecía en todo su hermoso esplendor.

 

La muralla del fondo, como toda la costa de la península, hallábase formada por una serie de columnas verticales de unos treinta pies de altura.

 

Estos fustes, bien proporcionados y rectos, soportaban una arcada de columnas horizontales, cuya parte avanzada formaba una semibóveda sobre el mar. A ciertos intervalos, y debajo de aquel cobertizo natural, sorprendía la mirada aberturas ojivales de un admirable dibujo, a través de las cuales venían a precipitarse, formando montañas de espuma, las olas irritadas del mar. Algunos trozos de basaltos arrancados por los furores del Océano, yacían a lo largo del suelo cual ruinas de un templo antiguo; ruinas eternamente jóvenes, sobre las cuales pasaban los siglos sin corroerlas.

 

Tal era la última etapa de nuestro viaje terrestre. Hans nos había conducido a ella con probada inteligencia, y tranquilizábame la idea de que nos seguiría acompañando.

 

Al llegar a la puerta de la casa del cura, cabaña sencilla y de un único piso, ni más bella ni más cómoda que las otras, vi un hombre herrando un caballo, con el martillo en la mano y el mandil de cuero a la cintura.

 

-Soellvertu -le dijo el cazador.

 

-God dag -respondió el albéitar en perfecto danés.

 

-Kyrkoherde-dijo Hans, volviéndose hacia mi tío.

 

-¡El rector! -repitió este último-. Paréceme, Axel, que este buen hombre es el cura.

 

Entretanto, ponía Hans al kyrkoherde al corriente de la situación; suspendió entonces éste su trabajo, lanzó una especie de grito en uso, sin duda alguna, entre caballos y chalanes, y salió de la cabaña en seguida una mujer que parecía una furia; no le faltaría mucho para medir seis pies de estatura.

 

Temí que viniese a ofrecer a los viajeros el ósculo islandés: pero no fue así, por fortuna; al contrario, nos puso muy mala cara al introducirnos en la casa.

 

La habitación destinada a los huéspedes, infecta, sucia y estrecha, me pareció que era la peor de la rectoría; pero fue necesario contentarse con ella, pues el rector no parecía practicar la hospitalidad antigua.