LA SEÑORA CORNELIA 1. Primera Parte
de Miguel de Cervantes Saavedra

LA SEÑORA CORNELIA 1. Primera Parte

 

 

Autor: Miguel de Cervantes Saavedra

Fuente bibliotecasvirtuales. Sus Novelas Ejemplares

 

Don Antonio de Isunza y don Juan de Gamboa, caballeros principales, de una edad, muy discretos y grandes amigos, siendo estudiantes en Salamanca, determinaron de dejar sus estudios por irse a Flandes, llevados del hervor de la sangre moza y del deseo, como decirse suele, de ver mundo, y por parecerles que el ejercicio de las armas, aunque arma y dice bien a todos, principalmente asienta y dice mejor en los bien nacidos y de ilustre sangre.

 

Llegaron, pues, a Flandes a tiempo que estaban las cosas en paz, o en conciertos y tratos de tenerla presto. Recibieron en Amberes cartas de sus padres, donde les escribieron el grande enojo que habían recebido por haber dejado sus estudios sin avisárselo, para que hubieran venido con la comodidad que pedía el ser quien eran. Finalmente, conociendo la pesadumbre de sus padres, acordaron de volverse a España, pues no había qué hacer en Flandes; pero, antes de volverse, quisieron ver todas las más famosas ciudades de Italia; y, habiéndolas visto todas, pararon en Bolonia, y, admirados de los estudios de aquella insigne universidad, quisieron en ella proseguir los suyos. Dieron noticia de su intento a sus padres, de que se holgaron infinito, y lo mostraron con proveerles magníficamente y de modo que mostrasen en su tratamiento quién eran y qué padres tenían; y, desde el primero día que salieron a las escuelas, fueron conocidos de todos por caballeros, galanes, discretos y bien criados.

 

Tendría don Antonio hasta veinte y cuatro años, y don Juan no pasaba de veinte y seis. Y adornaban esta buena edad con ser muy gentileshombres, músicos, poetas, diestros y valientes: partes que los hacían amables y bien queridos de cuantos los comunicaban.

 

Tuvieron luego muchos amigos, así estudiantes españoles, de los muchos que en aquella universidad cursaban, como de los mismos de la ciudad y de los estranjeros. Mostrábanse con todos liberales y comedidos, y muy ajenos de la arrogancia que dicen que suelen tener los españoles. Y, como eran mozos y alegres, no se desgustaban de tener noticia de las hermosas de la ciudad; y, aunque había muchas señoras, doncellas y casadas, con gran fama de ser honestas y hermosas, a todas se aventajaba la señora Cornelia Bentibolli, de la antigua y generosa familia de los Bentibollis, que un tiempo fueron señores de Bolonia.

 

Era Cornelia hermosísima en estremo, y estaba debajo de la guarda y amparo de Lorenzo Bentibolli, su hermano, honradísimo y valiente caballero, huérfanos de padre y madre; que, aunque los dejaron solos, los dejaron ricos, y la riqueza es grande alivio de orfanidad.

 

Era el recato de Cornelia tanto, y la solicitud de su hermano tanta en guardarla, que ni ella se dejaba ver ni su hermano consentía que la viesen. Esta fama traían deseosos a don Juan y a don Antonio de verla, aunque fuera en la iglesia; pero el trabajo que en ello pusieron fue en balde, y el deseo, por la imposibilidad, cuchillo de la esperanza, fue menguando. Y así, con sólo el amor de sus estudios y el entretenimiento de algunas honestas mocedades, pasaban una vida tan alegre como honrada. Pocas veces salían de noche, y si salían, iban juntos y bien armados.

 

Sucedió, pues, que, habiendo de salir una noche, dijo don Antonio a don Juan que él se quería quedar a rezar ciertas devociones; que se fuese, que luego le seguiría.

 

-No hay para qué -dijo don Juan-, que yo os aguardaré, y si no saliéremos esta noche, importa poco.

 

-No, por vida vuestra -replicó don Antonio-: salid a coger el aire, que yo seré luego con vos, si es que vais por donde solemos ir.

 

-Haced vuestro gusto -dijo don Juan-: quedaos en buena hora; y si saliéredes, las mismas estaciones andaré esta noche que las pasadas.

 

Fuese don Juan y quedóse don Antonio. Era la noche entre escura, y la hora, las once; y, habiendo andado dos o tres calles, y viéndose solo y que no tenía con quién hablar, determinó volverse a casa; y, poniéndolo en efeto, al pasar por una calle que tenía portales sustentados en mármoles oyó que de una puerta le ceceaban. La escuridad de la noche y la que causaban los portales no le dejaban atinar al ceceo. Detúvose un poco, estuvo atento, y vio entreabrir una puerta; llegóse a ella y oyó una voz baja que dijo:

 

-¿Sois por ventura Fabio?

 

Don Juan, por sí o por no, respondió:

 

-Sí.

 

-Pues tomad -respondieron de dentro-; y ponedlo en cobro y volved luego, que importa.

 

Alargó la mano don Juan y topó un bulto, y, queriéndolo tomar, vio que eran menester las dos manos, y así le hubo de asir con entrambas; y, apenas se le dejaron en ellas, cuando le cerraron la puerta, y él se halló cargado en la calle y sin saber de qué. Pero casi luego comenzó a llorar una criatura, al parecer recién nacida, a cuyo lloro quedó don Juan confuso y suspenso, sin saber qué hacerse ni qué corte dar en aquel caso; porque, en volver a llamar a la puerta, le pareció que podía correr algún peligro cuya era la criatura, y, en dejarla allí, la criatura misma; pues el llevarla a su casa, no tenía en ella quién la remediase, ni él conocía en toda la ciudad persona adonde poder llevarla. Pero, viendo que le habían dicho que la pusiese en cobro y que volviese luego, determinó de traerla a su casa y dejarla en poder de una ama que los servía, y volver luego a ver si era menester su favor en alguna cosa, puesto que bien había visto que le habían tenido por otro y que había sido error darle a él la criatura.

 

Finalmente, sin hacer más discursos, se vino a casa con ella, a tiempo que ya don Antonio no estaba en ella. Entróse en un aposento y llamó al ama, descubrió la criatura y vio que era la más hermosa que jamás hubiese visto. Los paños en que venía envuelta mostraban ser de ricos padres nacida. Desenvolvióla el ama y hallaron que era varón.

 

-Menester es -dijo don Juan- dar de mamar a este niño, y ha de ser desta manera: que vos, ama, le habéis de quitar estas ricas mantillas y ponerle otras más humildes, y, sin decir que yo le he traído, la habéis de llevar en casa de una partera, que las tales siempre suelen dar recado y remedio a semejantes necesidades. Llevaréis dineros con que la dejéis satisfecha y daréisle los padres que quisiéredes, para encubrir la verdad de haberlo yo traído.

 

Respondió el ama que así lo haría, y don Juan, con la priesa que pudo, volvió a ver si le ceceaban otra vez; pero, un poco antes que llegase a la casa adonde le habían llamado, oyó gran ruido de espadas, como de mucha gente que se acuchillaba. Estuvo atento y no sintió palabra alguna; la herrería era a la sorda, y, a la luz de las centellas que las piedras heridas de las espadas levantaban, casi pudo ver que eran muchos los que a uno solo acometían, y confirmóse en esta verdad oyendo decir:

 

-¡Ah traidores, que sois muchos, y yo solo! Pero con todo eso no os ha de valer vuestra superchería.

 

Oyendo y viendo lo cual don Juan, llevado de su valeroso corazón, en dos brincos se puso al lado, y, metiendo mano a la espada y a un broquel que llevaba, dijo al que defendía, en lengua italiana, por no ser conocido por español:

 

-No temáis, que socorro os ha venido que no os faltará hasta perder la vida; menead los puños, que traidores pueden poco, aunque sean muchos.

 

A estas razones respondió uno de los contrarios:

 

-Mientes, que aquí no hay ningún traidor; que el querer cobrar la honra perdida, a toda demasía da licencia.

 

No le habló más palabras, porque no les daba lugar a ello la priesa que se daban a herirse los enemigos, que al parecer de don Juan debían de ser seis. Apretaron tanto a su compañero, que de dos estocadas que le dieron a un tiempo en los pechos dieron con él en tierra. Don Juan creyó que le habían muerto, y, con ligereza y valor estraño, se puso delante de todos y los hizo arredrar a fuerza de una lluvia de cuchilladas y estocadas. Pero no fuera bastante su diligencia para ofender y defenderse, si no le ayudara la buena suerte con hacer que los vecinos de la calle sacasen lumbres a las ventanas y a grandes voces llamasen a la justicia: lo cual visto por los contrarios, dejaron la calle, y, a espaldas vueltas, se ausentaron.

 

Ya en esto, se había levantado el caído, porque las estocadas hallaron un peto como de diamante en que toparon. Habíasele caído a don Juan el sombrero en la refriega, y buscándole, halló otro que se puso acaso, sin mirar si era el suyo o no. El caído se llegó a él y le dijo:

 

-Señor caballero, quienquiera que seáis, yo confieso que os debo la vida que tengo, la cual, con lo que valgo y puedo, gastaré a vuestro servicio. Hacedme merced de decirme quién sois y vuestro nombre, para que yo sepa a quién tengo de mostrarme agradecido.

 

A lo cual respondió don Juan:

 

-No quiero ser descortés, ya que soy desinteresado. Por hacer, señor, lo que me pedís, y por daros gusto solamente, os digo que soy un caballero español y estudiante en esta ciudad; si el nombre os importara saberlo, os le dijera; mas, por si acaso os quisiéredes servir de mí en otra cosa, sabed que me llamo don Juan de Gamboa.

 

-Mucha merced me habéis hecho -respondió el caído-; pero yo, señor don Juan de Gamboa, no quiero deciros quién soy ni mi nombre, porque he de gustar mucho de que lo sepáis de otro que de mí, y yo tendré cuidado de que os hagan sabidor dello.

 

Habíale preguntado primero don Juan si estaba herido, porque le había visto dar dos grandes estocadas, y habíale respondido que un famoso peto que traía puesto, después de Dios, le había defendido; pero que, con todo eso, sus enemigos le acabaran si él no se hallara a su lado. En esto, vieron venir hacia ellos un bulto de gente, y don Juan dijo:

 

-Si éstos son los enemigos que vuelven, apercebíos, señor, y haced como quien sois.

 

-A lo que yo creo, no son enemigos, sino amigos los que aquí vienen.

 

Y así fue la verdad, porque los que llegaron, que fueron ocho hombres, rodearon al caído y hablaron con él pocas palabras, pero tan calladas y secretas que don Juan no las pudo oír. Volvió luego el defendido a don Juan y díjole:

 

-A no haber venido estos amigos, en ninguna manera, señor don Juan, os dejara hasta que acabárades de ponerme en salvo; pero ahora os suplico con todo encarecimiento que os vais y me dejéis, que me importa.

 

Hablando esto, se tentó la cabeza y vio que estaba sin sombrero, y, volviéndose a los que habían venido, pidió que le diesen un sombrero, que se le había caído el suyo. Apenas lo hubo dicho, cuando don Juan le puso el que había hallado en la cabeza. Tentóle el caído y, volviéndosele a don Juan, dijo:

 

-Este sombrero no es mío; por vida del señor don Juan, que se le lleve por trofeo desta refriega; y guárdele, que creo que es conocido.

 

Diéronle otro sombrero al defendido, y don Juan, por cumplir lo que le había pedido, pasando otros algunos, aunque breves, comedimientos, le dejó sin saber quién era, y se vino a su casa, sin querer llegar a la puerta donde le habían dado la criatura, por parecerle que todo el barrio estaba despierto y alborotado con la pendencia.

 

Sucedió, pues, que, volviéndose a su posada, en la mitad del camino encontró con don Antonio de Isunza, su camarada; y, conociéndose, dijo don Antonio:

 

-Volved conmigo, don Juan, hasta aquí arriba, y en el camino os contaré un estraño cuento que me ha sucedido, que no le habréis oído tal en toda vuestra vida.

 

-Como esos cuentos os podré contar yo -respondió don Juan-; pero vamos donde queréis y contadme el vuestro.

 

Guió don Antonio y dijo:

 

-«Habéis de saber que, poco más de una hora después que salistes de casa, salí a buscaros, y no treinta pasos de aquí vi venir, casi a encontrarme, un bulto negro de persona, que venía muy aguijando; y, llegándose cerca, conocí ser mujer en el hábito largo, la cual, con voz interrumpida de sollozos y de suspiros, me dijo: ''¿Por ventura, señor, sois estranjero o de la ciudad?'' ''Estranjero soy y español'', respondí yo. Y ella: ''Gracias al cielo, que no quiere que muera sin sacramentos''. ''¿Venís herida, señora -repliqué yo-, o traéis algún mal de muerte?''. ''Podría ser que el que traigo lo fuese, si presto no se me da remedio; por la cortesía que siempre suele reinar en los de vuestra nación, os suplico, señor español, que me saquéis destas calles y me llevéis a vuestra posada con la mayor priesa que pudiéredes; que allá, si gustáredes dello, sabréis el mal que llevo y quién soy, aunque sea a costa de mi crédito''. Oyendo lo cual, pareciéndome que tenía necesidad de lo que pedía, sin replicarla más, la así de la mano y por calles desviadas la llevé a la posada. Abrióme Santisteban el paje, hícele que se retirase, y sin que él la viese la llevé a mi estancia, y ella en entrando se arrojó encima de mi lecho desmayada. Lleguéme a ella y descubríla el rostro, que con el manto traía cubierto, y descubrí en él la mayor belleza que humanos ojos han visto; será a mi parecer de edad de diez y ocho años, antes menos que más. Quedé suspenso de ver tal estremo de belleza; acudí a echarle un poco de agua en el rostro, con que volvió en sí suspirando tiernamente, y lo primero que me dijo fue: ''¿Conocéisme, señor?'' ''No -respondí yo-, ni es bien que yo haya tenido ventura de haber conocido tanta hermosura''. ''Desdichada de aquella -respondió ella- a quien se la da el cielo para mayor desgracia suya; pero, señor, no es tiempo éste de alabar hermosuras, sino de remediar desdichas. Por quien sois, que me dejéis aquí encerrada y no permitáis que ninguno me vea, y volved luego al mismo lugar que me topastes y mirad si riñe alguna gente, y no favorezcáis a ninguno de los que riñeren, sino poned paz, que cualquier daño de las partes ha de resultar en acrecentar el mío''. Déjola encerrada y vengo a poner en paz esta pendencia.»

 

-¿Tenéis más que decir, don Antonio? -preguntó don Juan.

 

-¿Pues no os parece que he dicho harto? -respondió don Antonio-. Pues he dicho que tengo debajo de llave y en mi aposento la mayor belleza que humanos ojos han visto.

 

-El caso es estraño, sin duda -dijo don Juan-, pero oíd el mío.

 

Y luego le contó todo lo que le había sucedido, y cómo la criatura que le habían dado estaba en casa en poder de su ama, y la orden que le había dejado de mudarle las ricas mantillas en pobres y de llevarle adonde le criasen o a lo menos socorriesen la presente necesidad. Y dijo más: que la pendencia que él venía a buscar ya era acabada y puesta en paz, que él se había hallado en ella; y que, a lo que él imaginaba, todos los de la riña debían de ser gentes de prendas y de gran valor.

 

Quedaron entrambos admirados del suceso de cada uno y con priesa se volvieron a la posada, por ver lo que había menester la encerrada. En el camino dijo don Antonio a don Juan que él había prometido a aquella señora que no la dejaría ver de nadie, ni entraría en aquel aposento sino él solo, en tanto que ella no gustase de otra cosa.

 

-No importa nada -respondió don Juan-, que no faltará orden para verla, que ya lo deseo en estremo, según me la habéis alabado de hermosa.

 

Llegaron en esto, y, a la luz que sacó uno de tres pajes que tenían, alzó los ojos don Antonio al sombrero que don Juan traía, y viole resplandeciente de diamantes; quitósele, y vio que las luces salían de muchos que en un cintillo riquísimo traía. Miráronle y remiráronle entrambos, y concluyeron que, si todos eran finos, como parecían, valía más de doce mil ducados. Aquí acabaron de conocer ser gente principal la de la pendencia, especialmente el socorrido de don Juan, de quien se acordó haberle dicho que trujese el sombrero y le guardase, porque era conocido. Mandaron retirar los pajes y don Antonio abrió su aposento, y halló a la señora sentada en la cama, con la mano en la mejilla, derramando tiernas lágrimas. Don Juan, con el deseo que tenía de verla, se asomó a la puerta tanto cuanto pudo entrar la cabeza, y al punto la lumbre de los diamantes dio en los ojos de la que lloraba, y, alzándolos, dijo:

 

-Entrad, señor duque, entrad; ¿para qué me queréis dar con tanta escaseza el bien de vuestra vista?

 

A esto dijo don Antonio:

 

-Aquí, señora, no hay ningún duque que se escuse de veros.

 

-¿Cómo no? -replicó ella-. El que allí se asomó ahora es el duque de Ferrara, que mal le puede encubrir la riqueza de su sombrero.

 

-En verdad, señora, que el sombrero que vistes no le trae ningún duque; y si queréis desengañaros con ver quién le trae, dadle licencia que entre.

 

-Entre enhorabuena -dijo ella-, aunque si no fuese el duque, mis desdichas serían mayores.

 

Todas estas razones había oído don Juan, y, viendo que tenía licencia de entrar, con el sombrero en la mano entró en el aposento, y, así como se le puso delante y ella conoció no ser quien decía el del rico sombrero, con voz turbada y lengua presurosa, dijo:

 

-¡Ay, desdichada de mí! Señor mío, decidme luego, sin tenerme más suspensa: ¿conocéis el dueño dese sombrero? ¿Dónde le dejastes o cómo vino a vuestro poder? ¿Es vivo por ventura, o son ésas las nuevas que me envía de su muerte? ¡Ay, bien mío!, ¿qué sucesos son éstos? ¡Aquí veo tus prendas, aquí me veo sin ti encerrada y en poder que, a no saber que es de gentileshombres españoles, el temor de perder mi honestidad me hubiera quitado la vida!

 

-Sosegaos señora -dijo don Juan-, que ni el dueño deste sombrero es muerto ni estáis en parte donde se os ha de hacer agravio alguno, sino serviros con cuanto las fuerzas nuestras alcanzaren, hasta poner las vidas por defenderos y ampararos; que no es bien que os salga vana la fe que tenéis de la bondad de los españoles; y, pues nosotros lo somos y principales (que aquí viene bien ésta que parece arrogancia), estad segura que se os guardará el decoro que vuestra presencia merece.

 

-Así lo creo yo -respondió ella-; pero con todo eso, decidme, señor: ¿cómo vino a vuestro poder ese rico sombrero, o adónde está su dueño, que, por lo menos, es Alfonso de Este, duque de Ferrara?

 

Entonces don Juan, por no tenerla más suspensa, le contó cómo le había hallado en una pendencia, y en ella había favorecido y ayudado a un caballero que, por lo que ella decía, sin duda debía de ser el duque de Ferrara, y que en la pendencia había perdido el sombrero y hallado aquél, y que aquel caballero le había dicho que le guardase, que era conocido, y que la refriega se había concluido sin quedar herido el caballero ni él tampoco; y que, después de acabada, había llegado gente que al parecer debían de ser criados o amigos del que él pensaba ser el duque, el cual le había pedido le dejase y se viniese, ''mostrándose muy agradecido al favor que yo le había dado''.

 

-De manera, señora mía, que este rico sombrero vino a mi poder por la manera que os he dicho, y su dueño, si es el duque, como vos decís, no ha una hora que le dejé bueno, sano y salvo; sea esta verdad parte para vuestro consuelo, si es que le tendréis con saber del buen estado del duque.

 

-Para que sepáis, señores, si tengo razón y causa para preguntar por él, estadme atentos y escuchad la, no sé si diga, mi desdichada historia.

 

Todo el tiempo en que esto pasó le entretuvo el ama en paladear al niño con miel y en mudarle las mantillas de ricas en pobres; y, ya que lo tuvo todo aderezado, quiso llevarla en casa de una partera, como don Juan se lo dejó ordenado, y, al pasar con ella por junto a la estancia donde estaba la que quería comenzar su historia, lloró la criatura de modo que lo sintió la señora; y, levantándose en pie, púsose atentamente a escuchar, y oyó más distintamente el llanto de la criatura y dijo:

 

-Señores míos, ¿qué criatura es aquella, que parece recién nacida?

 

Don Juan respondió:

 

-Es un niño que esta noche nos han echado a la puerta de casa y va el ama a buscar quién le dé de mamar.

 

-Tráiganmele aquí, por amor de Dios -dijo la señora-, que yo haré esa caridad a los hijos ajenos, pues no quiere el cielo que la haga con los propios.

 

Llamó don Juan al ama y tomóle el niño, y entrósele a la que le pedía y púsosele en los brazos, diciendo:

 

-Veis aquí, señora, el presente que nos han hecho esta noche; y no ha sido éste el primero, que pocos meses se pasan que no hallamos a los quicios de nuestras puertas semejantes hallazgos.

 

Tomóle ella en los brazos y miróle atentamente, así el rostro como los pobres aunque limpios paños en que venía envuelto, y luego, sin poder tener las lágrimas, se echó la toca de la cabeza encima de los pechos, para poder dar con honestidad de mamar a la criatura, y, aplicándosela a ellos, juntó su rostro con el suyo, y con la leche le sustentaba y con las lágrimas le bañaba el rostro; y desta manera estuvo sin levantar el suyo tanto espacio cuanto el niño no quiso dejar el pecho. En este espacio guardaban todos cuatro silencio; el niño mamaba, pero no era ansí, porque las recién paridas no pueden dar el pecho; y así, cayendo en la cuenta la que se lo daba, se le volvió a don Juan, diciendo:

 

-En balde me he mostrado caritativa: bien parezco nueva en estos casos. Haced, señor, que a este niño le paladeen con un poco de miel, y no consintáis que a estas horas le lleven por las calles. Dejad llegar el día, y antes que le lleven vuélvanmele a traer, que me consuelo en verle.

 

Volvió el niño don Juan al ama y ordenóle le entretuviese hasta el día, y que le pusiese las ricas mantillas con que le había traído, y que no le llevase sin primero decírselo. Y volviendo a entrar, y estando los tres solos, la hermosa dijo:

 

-Si queréis que hable, dadme primero algo que coma, que me desmayo, y tengo bastante ocasión para ello.

 

Acudió prestamente don Antonio a un escritorio y sacó dél muchas conservas, y de algunas comió la desmayada, y bebió un vidrio de agua fría, con que volvió en sí; y, algo sosegada, dijo:

 

-Sentaos, señores, y escuchadme.

 

Hiciéronlo ansí, y ella, recogiéndose encima del lecho y abrigándose bien con las faldas del vestido, dejó descolgar por las espaldas un velo que en la cabeza traía, dejando el rostro esento y descubierto, mostrando en él el mismo de la luna, o, por mejor decir, del mismo sol, cuando más hermoso y más claro se muestra. Llovíanle líquidas perlas de los ojos, y limpiábaselas con un lienzo blanquísimo y con unas manos tales, que entre ellas y el lienzo fuera de buen juicio el que supiera diferenciar la blancura. Finalmente, después de haber dado muchos suspiros y después de haber procurado sosegar algún tanto el pecho, con voz algo doliente y turbada, dijo:

 

-«Yo, señores, soy aquella que muchas veces habréis, sin duda alguna, oído nombrar por ahí, porque la fama de mi belleza, tal cual ella es, pocas lenguas hay que no la publiquen. Soy, en efeto, Cornelia Bentibolli, hermana de Lorenzo Bentibolli, que con deciros esto quizá habré dicho dos verdades: la una, de mi nobleza; la otra, de mi hermosura. De pequeña edad quedé huérfana de padre y madre, en poder de mi hermano, el cual desde niña puso en mi guarda al recato mismo, puesto que más confiaba de mi honrada condición que de la solicitud que ponía en guardarme.

 

»Finalmente, entre paredes y entre soledades, acompañadas no más que de mis criadas, fui creciendo, y juntamente conmigo crecía la fama de mi gentileza, sacada en público de los criados y de aquellos que en secreto me trataban y de un retrato que mi hermano mandó hacer a un famoso pintor, para que, como él decía, no quedase sin mí el mundo, ya que el cielo a mejor vida me llevase. Pero todo esto fuera poca parte para apresurar mi perdición si no sucediera venir el duque de Ferrara a ser padrino de unas bodas de una prima mía, donde me llevó mi hermano con sana intención y por honra de mi parienta. Allí miré y fui vista; allí, según creo, rendí corazones, avasallé voluntades: allí sentí que daban gusto las alabanzas, aunque fuesen dadas por lisonjeras lenguas; allí, finalmente, vi al duque y él me vio a mí, de cuya vista ha resultado verme ahora como me veo. No os quiero decir, señores, porque sería proceder en infinito, los términos, las trazas, y los modos por donde el duque y yo venimos a conseguir, al cabo de dos años, los deseos que en aquellas bodas nacieron, porque ni guardas, ni recatos, ni honrosas amonestaciones, ni otra humana diligencia fue bastante para estorbar el juntarnos: que en fin hubo de ser debajo de la palabra que él me dio de ser mi esposo, porque sin ella fuera imposible rendir la roca de la valerosa y honrada presunción mía. Mil veces le dije que públicamente me pidiese a mi hermano, pues no era posible que me negase; y que no había que dar disculpas al vulgo de la culpa que le pondrían de la desigualdad de nuestro casamiento, pues no desmentía en nada la nobleza del linaje Bentibolli a la suya Estense. A esto me respondió con escusas, que yo las tuve por bastantes y necesarias, y, confiada como rendida, creí como enamorada y entreguéme de toda mi voluntad a la suya por intercesión de una criada mía, más blanda a las dádivas y promesas del duque que lo que debía a la confianza que de su fidelidad mi hermano hacía.

 

»En resolución, a cabo de pocos días, me sentí preñada; y, antes que mis vestidos manifestasen mis libertades, por no darles otro nombre, me fingí enferma y malencólica, y hice con mi hermano me trujese en casa de aquella mi prima de quien había sido padrino el duque. Allí le hice saber en el término en que estaba, y el peligro que me amenazaba y la poca seguridad que tenía de mi vida, por tener barruntos de que mi hermano sospechaba mi desenvoltura. Quedó de acuerdo entre los dos que en entrando en el mes mayor se lo avisase: que él vendría por mí con otros amigos suyos y me llevaría a Ferrara, donde en la sazón que esperaba se casaría públicamente conmigo.

 

»Esta noche en que estamos fue la del concierto de su venida, y esta misma noche, estándole esperando, sentí pasar a mi hermano con otros muchos hombres, al parecer armados, según les crujían las armas, de cuyo sobresalto de improviso me sobrevino el parto, y en un instante parí un hermoso niño. Aquella criada mía, sabidora y medianera de mis hechos, que estaba ya prevenida para el caso, envolvió la criatura en otros paños que no los que tiene la que a vuestra puerta echaron; y, saliendo a la puerta de la calle, la dio, a lo que ella dijo, a un criado del duque. Yo, desde allí a un poco, acomodándome lo mejor que pude, según la presente necesidad, salí de la casa, creyendo que estaba en la calle el duque, y no lo debiera hacer hasta que él llegara a la puerta; mas el miedo que me había puesto la cuadrilla armada de mi hermano, creyendo que ya esgrimía su espada sobre mi cuello, no me dejó hacer otro mejor discurso; y así, desatentada y loca, salí donde me sucedió lo que habéis visto; y, aunque me veo sin hijo y sin esposo y con temor de peores sucesos, doy gracias al cielo, que me ha traído a vuestro poder, de quien me prometo todo aquello que de la cortesía española puedo prometerme, y más de la vuestra, que la sabréis realzar por ser tan nobles como parecéis.»

 

Diciendo esto, se dejó caer del todo encima del lecho, y, acudiendo los dos a ver si se desmayaba, vieron que no, sino que amargamente lloraba, y díjole don Juan:

 

-Si hasta aquí, hermosa señora, yo y don Antonio, mi camarada, os teníamos compasión y lástima por ser mujer, ahora, que sabemos vuestra calidad, la lástima y compasión pasa a ser obligación precisa de serviros. Cobrad ánimo y no desmayéis; y, aunque no acostumbrada a semejantes casos, tanto más mostraréis quién sois cuanto más con paciencia supiéredes llevarlos. Creed, señora, que imagino que estos tan estraños sucesos han de tener un felice fin: que no han de permitir los cielos que tanta belleza se goce mal y tan honestos pensamientos se malogren. Acostaos, señora, y curad de vuestra persona, que lo habéis menester; que aquí entrará una criada nuestra que os sirva, de quien podéis hacer la misma confianza que de nuestras personas: tan bien sabrá tener en silencio vuestras desgracias como acudir a vuestras necesidades.

 

-Tal es la que tengo, que a cosas más dificultosas me obliga -res-pondió ella-. Entre, señor, quien vos quisiéredes, que, encaminada por vuestra parte, no puedo dejar de tenerla muy buena en la que menester hubiere; pero, con todo eso, os suplico que no me vean más que vuestra criada.

 

-Así será -respondió don Antonio.

 

Y dejándola sola se salieron, y don Juan dijo al ama que entrase dentro y llevase la criatura con los ricos paños, si se los había puesto. El ama dijo que sí, y que ya estaba de la misma manera que él la había traído. Entró el ama, advertida de lo que había de responder a lo que acerca de aquella criatura la señora que hallaría allí dentro le preguntase.

 

En viéndola Cornelia, le dijo:

 

-Vengáis en buen hora, amiga mía; dadme esa criatura y llegadme aquí esa vela.

 

Hízolo así el ama, y, tomando el niño Cornelia en sus brazos, se turbó toda y le miró ahincadamente, y dijo al ama:

 

-Decidme, señora, ¿este niño y el que me trajistes o me trujeron poco ha es todo uno?

 

-Sí señora -respondió el ama.

 

-Pues ¿cómo trae tan trocadas las mantillas? -replicó Cornelia-. En verdad, amiga, que me parece o que éstas son otras mantillas, o que ésta no es la misma criatura.

 

-Todo podía ser -respondió el ama.

 

-Pecadora de mí -dijo Cornelia-, ¿cómo todo podía ser? ¿Cómo es esto, ama mía?; que el corazón me revienta en el pecho hasta saber este trueco. Decídmelo, amiga, por todo aquello que bien queréis. Digo que me digáis de dónde habéis habido estas tan ricas mantillas, porque os hago saber que son mías, si la vista no me miente o la memoria no se acuerda. Con estas mismas o otras semejantes entregué yo a mi doncella la prenda querida de mi alma: ¿quién se las quitó? ¡Ay, desdichada! Y ¿quién las trujo aquí? ¡Ay, sin ventura!

 

Don Juan y don Antonio, que todas estas quejas escuchaban, no quisieron que más adelante pasase en ellas, ni permitieron que el engaño de las trocadas mantillas más la tuviese en pena; y así, entraron, y don Juan le dijo:

 

-Esas mantillas y ese niño son cosa vuestra, señora Cornelia.

 

Y luego le contó punto por punto cómo él había sido la persona a quien su doncella había dado el niño, y de cómo le había traído a casa, con la orden que había dado al ama del trueco de las mantillas y la ocasión por que lo había hecho; aunque, después que le contó su parto, siempre tuvo por cierto que aquél era su hijo, y que si no se lo había dicho, había sido porque, tras el sobresalto del estar en duda de conocerle, sobreviniese la alegría de haberle conocido.

 

Allí fueron infinitas las lágrimas de alegría de Cornelia, infinitos los besos que dio a su hijo, infinitas las gracias que rindió a sus favorecedores, llamándolos ángeles humanos de su guarda y otros títulos que de su agradecimiento daban notoria muestra. Dejáronla con el ama, encomendándola mirase por ella y la sirviese cuanto fuese posible, advirtiéndola en el término en que estaba, para que acudiese a su remedio, pues ella, por ser mujer, sabía más de aquel menester que no ellos.

 

Con esto, se fueron a reposar lo que faltaba de la noche, con intención de no entrar en el aposento de Cornelia si no fuese o que ella los llamase o a necesidad precisa. Vino el día y el ama trujo a quien secretamente y a escuras diese de mamar al niño, y ellos preguntaron por Cornelia. Dijo el ama que reposaba un poco. Fuéronse a las escuelas, y pasaron por la calle de la pendencia y por la casa de donde había salido Cornelia, por ver si era ya pública su falta o si se hacían corrillos della; pero en ningún modo sintieron ni oyeron cosa ni de la riña ni de la ausencia de Cornelia. Con esto, oídas sus lecciones, se volvieron a su posada.

 

Llamólos Cornelia con el ama, a quien respondieron que tenían determinado de no poner los pies en su aposento, para que con más decoro se guardase el que a su honestidad se debía; pero ella replicó con lágrimas y con ruegos que entrasen a verla, que aquél era el decoro más conveniente, si no para su remedio, a lo menos para su consuelo. Hiciéronlo así, y ella los recibió con rostro alegre y con mucha cortesía; pidióles le hiciesen merced de salir por la ciudad y ver si oían algunas nuevas de su atrevimiento. Respondiéronle que ya estaba hecha aquella diligencia con toda curiosidad, pero que no se decía nada.

 

En esto, llegó un paje, de tres que tenían, a la puerta del aposento, y desde fuera dijo:

 

-A la puerta está un caballero con dos criados que dice se llama Lorenzo Bentibolli, y busca a mi señor don Juan de Gamboa.

 

A este recado cerró Cornelia ambos puños y se los puso en la boca, y por entre ellos salió la voz baja y temerosa, y dijo:

 

-¡Mi hermano, señores; mi hermano es ése! Sin duda debe de haber sabido que estoy aquí, y viene a quitarme la vida. ¡Socorro, señores, y amparo!

 

-Sosegaos, señora -le dijo don Antonio-, que en parte estáis y en poder de quien no os dejará hacer el menor agravio del mundo. Acudid vos, señor don Juan, y mirad lo que quiere ese caballero, y yo me quedaré aquí a defender, si menester fuere, a Cornelia.

 

Don Juan, sin mudar semblante, bajó abajo, y luego don Antonio hizo traer dos pistoletes armados, y mandó a los pajes que tomasen sus espadas y estuviesen apercebidos.

 

El ama, viendo aquellas prevenciones, temblaba; Cornelia, temerosa de algún mal suceso, tremía; solos don Antonio y don Juan estaban en sí y muy bien puestos en lo que habían de hacer. En la puerta de la calle halló don Juan a don Lorenzo, el cual, en viendo a don Juan, le dijo:

 

-Suplico a V. S. -que ésta es la merced de Italia- me haga merced de venirse conmigo a aquella iglesia que está allí frontero, que tengo un negocio que comunicar con V. S. en que me va la vida y la honra.

 

-De muy buena gana -r espondió don Juan-: vamos, señor, donde quisiéredes.

 

Dicho esto, mano a mano se fueron a la iglesia; y, sentándose en un escaño y en parte donde no pudiesen ser oídos, Lorenzo habló primero y dijo:

 

-«Yo, señor español, soy Lorenzo Bentibolli, si no de los más ricos, de los más principales desta ciudad. Ser esta verdad tan notoria servirá de disculpa del alabarme yo propio. Quedé huérfano algunos años ha, y quedó en mi poder una mi hermana: tan hermosa, que a no tocarme tanto quizá os la alabara de manera que me faltaran encarecimientos por no poder ningunos corresponder del todo a su belleza. Ser yo honrado y ella muchacha y hermosa me hacían andar solícito en guardarla; pero todas mis prevenciones y diligencias las ha defraudado la voluntad arrojada de mi hermana Cornelia, que éste es su nombre.

 

»Finalmente, por acortar, por no cansaros, éste que pudiera ser cuento largo, digo que el duque de Ferrara, Alfonso de Este, con ojos de lince venció a los de Argos, derribó y triunfo de mi industria venciendo a mi hermana, y anoche me la llevó y sacó de casa de una parienta nuestra, y aun dicen que recién parida. Anoche lo supe y anoche le salí a buscar, y creo que le hallé y acuchillé; pero fue socorrido de algún ángel, que no consintió que con su sangre sacase la mancha de mi agravio. Hame dicho mi parienta, que es la que todo esto me ha dicho, que el duque engañó a mi hermana, debajo de palabra de recebirla por mujer. Esto yo no lo creo, por ser desigual el matrimonio en cuanto a los bienes de fortuna, que en los de naturaleza el mundo sabe la calidad de los Bentibollis de Bolonia. Lo que creo es que él se atuvo a lo que se atienen los poderosos que quieren atropellar una doncella temerosa y recatada, poniéndole a la vista el dulce nombre de esposo, haciéndola creer que por ciertos respectos no se desposa luego: mentiras aparentes de verdades, pero falsas y malintencionadas.» Pero sea lo que fuere, yo me veo sin hermana y sin honra, puesto que todo esto hasta agora por mi parte lo tengo puesto debajo de la llave del silencio, y no he querido contar a nadie este agravio hasta ver si le puedo remediar y satisfacer en alguna manera; que las infamias mejor es que se presuman y sospechen que no que se sepan de cierto y distintamente, que entre el sí y el no de la duda, cada uno puede inclinarse a la parte que más quisiere, y cada una tendrá sus valedores. Finalmente, yo tengo determinado de ir a Ferrara y pedir al mismo duque la satisfación de mi ofensa, y si la negare, desafiarle sobre el caso; y esto no ha de ser con escuadrones de gente, pues no los puedo ni formar ni sustentar, sino de persona a persona, para lo cual querría el ayuda de la vuestra y que me acompañásedes en este camino, confiado en que lo haréis por ser español y caballero, como ya estoy informado; y por no dar cuenta a ningún pariente ni amigo mío, de quien no espero sino consejos y disuasiones, y de vos puedo esperar los que sean buenos y honrosos, aunque rompan por cualquier peligro. Vos, señor, me habéis de hacer merced de venir conmigo, que, llevando un español a mi lado, y tal como vos me parecéis, haré cuenta que llevo en mi guarda los ejércitos de Jerjes. Mucho os pido, pero a más obliga la deuda de responder a lo que la fama de vuestra nación pregona.

 

-No más, señor Lorenzo -dijo a esta sazón don Juan (que hasta allí, sin interrumpirle palabra, le había estado escuchando)-, no más, que desde aquí me constituyo por vuestro defensor y consejero, y tomo a mi cargo la satisfación o venganza de vuestro agravio; y esto no sólo por ser español, sino por ser caballero y serlo vos tan principal como habéis dicho, y como yo sé y como todo el mundo sabe. Mirad cuándo queréis que sea nuestra partida; y sería mejor que fuese luego, porque el hierro se ha de labrar mientras estuviere encendido, y el ardor de la cólera acrecienta el ánimo, y la injuria reciente despierta la venganza.