Don Javier Barros Sierra, a cien años de su nacimiento
Bienes arqueológicos, paleontológicos

Don Javier Barros Sierra, a cien años de su nacimiento

 

 

08/03/2015 Fuente inah. *** El INAH honra la memoria de quien fuera uno de los constructores del espíritu de nuestra época

 

Escribió Jorge Luis Borges que la identidad de los individuos, como la del universo, descansa en la memoria. No en otro lugar sino ahí se asienta la identidad de las generaciones, de cada una de ellas: en la memoria colectiva se resguarda el recuerdo de fundadores y constructores, de los hombres y mujeres extraordinarios, de los trabajos y los días de aquellos cuyos actos cifran el valor de su singular momento histórico. Ellos son la suma de inteligencia con la que se edifica el llamado espíritu de la época.

 

 La memoria es testimonio privilegiado de la historia. Por ello, nos parece fundamental en el Instituto Nacional de Antropología e Historia recordar a uno de los constructores del espíritu de nuestra época, Javier Barros Sierra, en el centenario de su nacimiento. Honrarlo es traerlo al presente, reanimar la memoria, la nuestra, la de todos.

 

 Su biografía se enlaza, como creador y como testigo, como mexicano ejemplar y como voz del México de la postrevolución, con las esperanzas que abría la promesa de modernidad. Javier Barros Sierra ensayó una ruta como principio vital: la de la educación como condición para la igualdad de oportunidades en una sociedad secularmente cargada de diferencias económicas y culturales. Y concebía la buena educación, razonada y razonable, como condición para el ejercicio de la democracia y de los mejores valores de nuestra sociedad. De ahí se desdoblarían sus ideales máximos: el respeto a la ley y la justicia como ambiente natural, como particular horizonte de la geografía humana, como hábitat ciudadano.

 

 La memoria histórica sitúa las circunstancias de la biografía. Javier Barros Sierra nació en un momento difícil. Era febrero de 1915, año del hambre y del tifo, año en el que la ciudad de México sería tragada por esa guerra civil que fue nuestra revolución. La próspera urbe del florecimiento porfiriano estaba casi extinta ya, pero en ese febrero revolucionario aún no se definía el rostro de la república. Una enorme urbe empobrecida, parroquializada, fue el contexto de su primera infancia. Pero el rudo contexto no marcó un destino desventurado; ese fue también el momento cuando se sembró en él la semilla de la reforma, no como dolorosa ruptura sino como valor cívico, y la necesidad generacional de ajustar cuentas con el pasado para poder proyectar el provenir.

 

 Estudió Ingeniería Civil y Ciencias Matemáticas en una Universidad Nacional que despertaba a la autonomía. Llegaría a ser profesor prestigiado y director de la Escuela Nacional de Ingeniería; después dirigiría el Instituto Mexicano del Petróleo y sería secretario de Obras Públicas. Pero su horizonte era, con mucho, más vasto: no los confortables espacios de la burocracia –cuyos vocabularios y maneras abominaba— sino el servicio a los demás como actividad cotidiana; la ingeniería y la edificación como práctica personal;  y el uso compartido de la palabra como convicción social. Aunque fue ingeniero civil por vocación, creció con los valores en torno a la educación surgidos de la Revolución Mexicana: la educación para todos como política pública moralmente obligatoria.

 

 Es un hombre de gran energía, decían de él quienes lo conocieron. También afirmaron que un muy particular sentimiento afloraba al estar cerca del ingeniero Barros Sierra: “se deprendía un contagio de valor y felicidad por la lucha”. Ese carácter quedó probado en su paso por la rectoría de su alma mater, la Universidad Nacional. Y su efecto movió al país.

 

 Javier Barros Sierra, descendiente del gran Justo Sierra, imaginó a la Universidad Nacional como institución generadora de saberes, transmisora de conocimientos, la Universidad como microcosmos de las relaciones sociales de la nación entera. Asumió el cargo de rector el 5 de mayo de 1966. Lo entregó el 20 de abril de 1970. Pero le tocó en suerte llegar a dirigir una Universidad que requería actualizar sus programas de estudio y pedagogías. Una Universidad con grandes virtudes, pero amenazada por factores políticos externos.

 

 La enorme voluntad de Javier Barros Sierra –y de ahí su carácter extraordinario— no vio en ese ambiente hostil el final de su labor de casi tres décadas como funcionario público y, en ese momento, como rector, sino como la gran oportunidad de plantear y practicar las reformas educativas que regresaran a la Universidad el espíritu de creación y conocimiento, de fragua de ciudadanos completos, capaces de fincar al diálogo –ese acontecimiento capital de la historia— como principio de convivencia y equilibrio.

 

 Por ello, según confesó en sus Conversaciones con Gastón García Cantú, imaginó a la Universidad como un ser vivo, inteligente, generoso. Urgido de cambios, se ajustó a lo practicable: aplicó reformas académicas y administrativas, elevó al rango de facultades antiguas escuelas profesionales, introdujo las materias de Estéticas y Bellas Artes en la enseñanza preparatoria. El propósito era preparar al profesional que la sociedad de la segunda mitad del siglo XX demandaba. Siempre apegado a la letra de la ley y de los estatutos vigentes, defendió a la Universidad en los días aciagos de 1968. Su rectitud y la valentía que mostró en ese momento nutrieron su fama. Más honda –o tal vez menos atrapada en la efeméride--  sería su verdadera huella.

 

 Mucho le debemos. El ejemplo más claro descansa en el territorio del conocimiento. Unió, con su reforma educativa universitaria, lo que la última generación porfiriana había abismado y desde entonces se aceptaría sin crítica: la enseñanza de las ciencias y las humanidades como perspectivas de una misma realidad. Ciencias y humanidades, separadas convencionalmente en su inicio, lo fueron dogmáticamente después; la visión pragmática de Barros Sierra volvería a reunirlas para complementar la construcción cabal de la persona humana.

 

 Los antropólogos e historiadores del INAH que hemos ejercido profesionalmente durante las últimas cuatro décadas, aprovechamos lo que la coherencia intelectual de Barros Sierra logró convertir, para todos, en una suerte de carta de naturalización que asumimos: la enseñanza científica de la antropología y de la historia es posible gracias a la libertad de pensamiento e investigación, al ideal de justicia como fin último de la política, y al diálogo entre pares como instrumento del conocimiento.

 

 Javier Barros Sierra murió a los 56 años, una edad que hoy juzgamos apenas madura. Ahora lo miramos como lo que fue: un gran constructor, quien amuebló el mundo de la enseñanza superior de la generación del final del siglo XX. El legado de Javier Barros Sierra se cifra en la educación superior competitiva, con la moral fincada en la historia pero con la mirada hacia el futuro, valores de los que hoy nadie duda.

 

 Seguimos siendo sus herederos. Y queremos ser agradecidos. Hurgamos en la mejor memoria. Y lo encontramos a él, en su enorme y generosa estatura. Símbolo del espíritu que ese tiempo de México nos legó.