Frenar y mirar
De interés general

Frenar y mirar

 

 

03/05/2015 Fuente lanacion. Aunque murió en 1900, el mismo año en el que se iniciaba el siglo XX, Nietzsche impregnó con su filosofía no sólo ese siglo, sino que influyó, de manera directa o indirecta, en el pensamiento del actual. Feroz crítico de la cultura de su tiempo, llegó también a altas cumbres metafísicas. Y si bien se lo cita mucho a modo de aforismos punzantes, no siempre se comprenden cabalmente sus ideas. Simplificándolas se llegó a crear un curioso vínculo (que quizás él no hubiera imaginado) entre ellas y el nazismo. Uno de esos aforismos dice: "La prisa es un mal universal porque todo el mundo huye de sí mismo".

 

Esta afirmación tiene parentesco con algo que decía otro célebre pensador y escritor alemán: Goethe (1749-1832). El autor de Fausto, Werther y Las afinidades electivas, entre otras obras significativas, se preguntaba: "¿Conocerme a mí mismo? Si me conociera a mí mismo saldría corriendo de inmediato". A la luz de estos comentarios de Nietszche y Goethe resalta una paradoja de la cultura en la que vivimos. Mientras por una parte desde la segunda mitad del siglo XX se ha extendido sin interrupción la afición por el crecimiento personal y el autoconocimiento (que han generado corrientes de pensamiento, terapias, técnicas y prácticas espirituales de lo más variadas y ocurrentes), también se incrementó la velocidad a la cual se vive.

 

Uno de los grandes descubrimientos de la mecánica cuántica es que no se puede saber con exactitud y simultáneamente la ubicación y la velocidad de un objeto en movimiento. Es sencillo, pero no es simple. Si se observa uno de los términos de la ecuación, se pierde el otro. Algo por el estilo ocurre si se pretenden la contemplación, la autopercepción y la indagación interior (que requieren silencio, paz, discernimiento y pausa) en un mundo atravesado por la urgencia, la ansiedad, la fugacidad y la fragmentación, todos factores esenciales en la era de la ansiedad. Si no hay tiempo, concentración ni calma, es muy posible (y probable) que se termine en mulettos de autoconocimiento, siempre superficiales y demasiado exprés. Lo que se ahorra en tiempo se gasta en desconcierto, incertidumbre, repetición de errores y otras formas de autodesconocimiento. Así se crean las condiciones para lo que se conoce como angustia existencial, síntoma agudo de una vida que no encuentra su sentido.

 

¿Pero está el sentido de una vida en el interior de quien la vive? Víktor Frankl, psiquiatra y pensador austríaco que ahondó incansablemente en la cuestión, diría que no. "El verdadero sentido de la vida debe encontrarse en el mundo y no dentro del ser humano o de su propia psiquis, como si se tratara de un sistema cerrado", escribía Frankl en El hombre en busca de sentido, donde narra su propia peripecia existencial a partir de los años transcurridos como prisionero en campos de concentración. Y es más explícito: "La verdadera meta de la existencia humana no puede hallarse en lo que se denomina autorrealización. La autorrealización no puede alcanzarse cuando se considera un fin en sí mismo, sino cuando se la toma como efecto secundario de la propia trascendencia". Equivale a decir que sólo cuando tomamos conciencia del mundo en el que vivimos y de aquellos con quienes vivimos (todos los prójimos, y no sólo nuestros amigos, familiares y allegados) podemos poner al servicio de ese mundo nuestros dones (todos los tenemos, suelen llamarse recursos, pero hay que descubrirlos). Y es entonces, en ese mundo de otros, en donde podemos entender el sentido de nuestra existencia. Lo que Frankl llama autotrascender. Claro que para esto es necesario no correr tras zanahorias inalcanzables o huyendo de uno mismo, sino echar raíces. Para encontrar el sentido, cambiar de dirección.