Insólita travesía galáctica para huir de la desesperanza
De interés general

Insólita travesía galáctica para huir de la desesperanza. De interés general

 

 

02/08/2013 Fuente lanacion. ¿Qué diría el lector si un desconocido lo invitara a viajar a la Luna? Ése es el punto de partida de Cancroregina, nouvelle fantástica del excéntrico Tomasso Landolfi -admirado por Harold Bloom- que ahora edita en español Adriana Hidalgo

 

staba solo y desconsolado. Mis enormes pérdidas en el juego y mis graves desilusiones amorosas, para no hablar de las otras, me habían confinado al pueblo y a la antigua casa de mis padres. No tenía esperanzas: aquellos no eran episodios excepcionales de mi vida, sino sus manifestaciones naturales; una profunda impotencia, la mía, me impedía cualquier tipo de trabajo; acariciaba un plan loco, me eternizaba considerando su posible, su próxima, su cada día más ineludible realización. El mundo me parecía sin sentido y, al menos para mí, sin porvenir: me preparaba, o al menos habría deseado prepararme, para dejarlo...

 

Una noche (pero ¿cuánto tiempo hace, en qué remoto pasado ha ocurrido todo esto?), mientras, como en  El cuervo  , estaba  weak and weary  , inmerso en la lectura de un viejo libro, o, a decir verdad, lo sostenía estúpidamente ante mí sin leer ni una coma, golpearon a mi portón. Vivía solo y no acostumbraba abrirle a nadie. Pero la hora insólita y no sé qué secreto sentido me indujeron aquella vez a no respetar mis hábitos. Entró un hombre al que no conocía, quien, después de un breve saludo y sin más explicaciones, se me adelantó escaleras arriba. Me asusto con facilidad y no osé retenerlo por la fuerza: interpuse unos débiles reparos a los que no dio mayor importancia. "Cierre rápido, por favor", dijo, "y vaya delante de mí". Como un dominado, obedecí.

 

Bajo la luz, el desconocido me pareció un hombre de fuerte complexión y de rasgos marcados; bigotes negros le ocultaban el labio superior; su voz tenía un buen timbre; debía de tener no más de cuarenta años. Se dejó caer en una silla junto a la mesa y parecía no recordar para nada el motivo que podría haberlo conducido hasta mí, ni siquiera pensaba brindarme aclaraciones de ningún tipo. El sentimiento que me dominaba era el miedo, o peor aún, el más loco terror, si bien nada en su comportamiento lo justificaba. De todos modos, una antigua costumbre de observar me hizo advertir muy pronto en él, a pesar de toda su presuntuosidad externa, una suerte de profunda gentileza o incluso debilidad que, si bien de algún modo se correspondía con aquel aspecto, volvió a darme coraje. Si hubiera conocido su verdadera razón, sin duda habría perdido el poco que me quedaba. Sus ojos brillaban de manera extraordinaria.

 

Con mano nerviosa hojeó el libro que se encontraba abierto sobre la mesa e hizo varias observaciones eruditas sobre el tema. Tenía un aire de quien, en un tono un tanto vago, como cuando se tiene mucho tiempo y no se tiene nada mejor que hacer, retoma con un viejo amigo una conversación interrumpida poco antes. "Señor...", comencé a decir aprovechándome de una larga pausa. Me interrumpió para reanudar cierta argumentación que, por lo demás, no concluyó. En la mejor parte interrumpió una frase a medio camino y, sin mirarme, dijo suavemente:

 

"Señor, yo estoy loco".

 

"Lo estoy para los otros", se apresuró a agregar ante algún gesto involuntario de mi parte, "espero no darle a usted la misma impresión". Y me miró un instante con una especie de tímida sonrisa. "He... escuchado hablar de usted. Leí un libro suyo. ¿A quién más podría recurrir por aquí? Usted me escuchará, de eso estoy seguro... O más bien estoy loco de veras; o no lo estoy, según lo que se entienda con esa palabra. Pero no será usted quien tenga miedo de las palabras, quien les atribuya más importancia de la que merecen. Y ni siquiera de las ideas que expresan. No le teme a nada, lo veo. Es un sabio". ¿Me engañaba o había algo de irónico en el centelleo por cierto no natural de sus ojos?

 

"Escúcheme bien", retomó. "Esta misma noche me he fugado del manicomio de...", y nombró uno bien conocido de la región. "Hacía dos años que esperaba una ocasión como esta, y entenderá bien que debo apresurarme a sacar provecho de mi recobrada libertad. Ellos nunca quisieron, durante todo este tiempo, dar crédito o tan sólo escuchar todas las explicaciones y revelaciones que, con la mayor de las calmas (ya que no estoy loco, lo he dicho), me esforcé en proporcionarles. Ni siquiera han querido creer en la existencia de mi criatura. Les señalaba el lugar preciso donde estaba escondida y se reían y se encogían de hombros, cuando los más bajos y vulgares no recurrían a sus métodos para hacerme callar. Les suplicaba que la buscaran, que la dieran a conocer para el bien del resto de la humanidad, que no para el mío propio; yo me habría contentado con permanecer toda la vida en aquella horrible cárcel, entre aquellos infelices privados de cualquier luz de razón, si tan sólo ella, mi criatura, hubiese podido mostrar a todos los hombres de buena voluntad nuevos caminos, caminos para los cuerpos, entiéndame bien, y para los espíritus; sólo con que hubiese iluminado al mundo entero, en particular al pequeño mundo de los reflexivos buscadores de la verdad, con los principios que la habían generado y le habían dado forma; que podían, que inevitablemente deben encontrar una más vasta aplicación en un futuro muy próximo. ¡Ay de mí! Con ellos todo fue en vano. Yo no sé, no puedo saber después de qué acto (ya que en este, nuestro mundo, sólo se castigan los actos, y sólo estos se temen) había sido destinado a ese lugar, donde me encontré luego de haber estado durante mucho tiempo inconsciente. Pero ese acto debe de haber sido sin duda violento, inconsulto o al menos contrario a las reglas de esta bien nacida sociedad, si bien no pudo no haber estado justificado; es más, debe de haber sido de una gran violencia (porque estoy loco, lo he dicho), de esas que de ninguna manera pueden perdonarse porque ponen en riesgo la mismísima conformación de la preciosa raza humana, y a partir de la cual ellos de seguro quedaron golpeados y asustados, al punto de juzgar que ineluctablemente todos mis actos o razonamientos subsiguientes serían de la misma naturaleza. En fin, usted sabe bien que a un loco no se le reconoce el derecho de revelar la verdad, mucho menos de demostrarla, ya que todo el edificio de la razón se desmoronaría; y al igual que Galileo, por dos años les mostré en vano un telescopio en el que no quisieron poner el ojo".

 

Bajo aquella inundación de palabras me quedé como ahogado, si bien un cierto sentimiento ya se insinuaba en mí. No tenía fuerzas para interrumpir a quien hablaba, ni el coraje... y ni siquiera el deseo.

 

"Ahora, la idea que intentaba hacerles evidente es como mínimo simple, y rápidamente la expongo: si el tiempo, como ya fue aclarado, por los poetas bastante antes que por los hombres de ciencia, en particular por uno de ellos, el cual fue más que poeta y más que hombre; si el tiempo es un método, un concepto al que no le corresponde ninguna realidad física, una interpretación; si el tiempo y el espacio son, y reponga aquí la anterior oración, una única y la misma cosa, ¿por qué por lo tanto no sería también el espacio un método, un concepto, una interpretación? Se entiende que la pregunta es sólo retórica. Y bien, no quiero aburrirlo con pasajes y consideraciones especiales de orden, en su mayoría, estrictamente físico o matemático: usted, por lo demás, que no está en el tema, no podría seguirme. Basta con que sepa que a la luz de este principio, o en particular de su configuración física, quedan por completo subvertidas, incluso pierden su significado, todas las creencias, por lo general aceptadas hasta ahora, relativas a la densidad de las atmósferas planetarias, a la naturaleza del éter cósmico y a tantas otras cosas. Y que el resultado práctico y tangible de esto, que representa apenas un comienzo, es precisamente mi criatura; una máquina, o un vehículo o como quiera llamarla, capaz en teoría de surcar cualquier espacio interplanetario y, ¿por qué no?, intersideral: de hecho y sin duda, capaz de cubrir la distancia que nos separa de nuestro satélite".

 

Aquí el desconocido hizo una pausa, no ya para juzgar el efecto de sus palabras, dado que sus ojos se dirigían a otra parte y parecían mirar a la lejanía, sino más bien como aquel que ha llegado al punto más importante o más difícil de su discurso. Hizo una pausa, y yo habría deseado que continuara sin demora: aquel sentimiento ya me fascinaba y dominaba despóticamente. Puesto que había entendido hacia dónde conducía ese preámbulo. Dije, sin embargo, sin poder evitar tartamudear:

 

"Estoy feliz por usted y, dado que le complace, por la humanidad toda, del bello resultado. ¿Pero cómo entro yo en esta historia?".

 

"¿Su intención es preguntar qué espero de usted?", respondió, mirándome fijo esta vez. "Esto también se lo digo de inmediato. Me dispongo a ir a la Luna; por numerosas razones no puedo ir solo, ¿no le gustaría acompañarme?".

 

Pues bien, era evidente que tenía frente a mí a un loco, y de la clase más peligrosa: la de los locos razonantes. Ni siquiera creía en sus descubrimientos, por físicos o metafísicos que fueran; mucho menos en la existencia de su criatura, como él la llamaba. Sin embargo, más allá de la consternación que la situación podía implicar, ¿qué tenía para perder? ¿No me preparaba acaso, o no me esforzaba por prepararme, para dejar el mundo? Y he aquí que él parecía haber comprendido mi intención y querer favorecerla, si bien de un modo, para mi sorpresa, literal. Y, por otro lado, ¿no era todo mejor que aquella vida mía, y quizás incluso mejor que la muerte, que yo anhelaba? Peor que como estaba no me iba a ir. Fuera lo que fuera su máquina, yo estaba desesperado, y él me hablaba de esperanza, al menos de novedad; yo aborrecía la existencia entera, y él por un mero azar se ofrecía a reconciliarme con ella, aunque sólo fuera haciéndome creer en algo, ayudándome a superar, si bien no de manera material como pretendía, los estrechos límites en los que me debatía como en una cárcel oscura. Por lo demás, ¿era tan evidente que se trataba de un loco? A decir verdad, aún no lo había demostrado de modo irrefutable. ¿Y todos los hombres geniales, los audaces iniciadores, no habrán parecido, en un primer momento, locos como él o incluso más? Y además, era más que cierto que de los hombres cuerdos, o considerados tales, no podía esperarme nada bueno: ¿si probaba con los locos?

 

Al mismo tiempo, una extraña fuerza de persuasión estaba contenida, más que en sus palabras, en su ser entero. Tampoco excluiría que su ascendente sobre mí pudiera verse favorecido por cierta afinidad secreta entre ambos, en términos más simples que cualquier latente locura mía. Añadiré, por último, que ir a la Luna había sido una de las grandes ambiciones de mi adolescencia, como, entiendo, debe de haber sido la de muchos hombres apenas provistos de intelecto y de sentidos vivaces. El desconocido se había batido, en definitiva, en un terreno especialmente favorable.

 

No se explicaría, de otro modo, cómo frente a semejante propuesta no alcancé a hacer siquiera el gesto de sobresaltarme, sino que, por el contrario, ella me infundió tanta seguridad.

 

Yo no le respondía, sin embargo, y a su vez, sin dejar de mirarme fijo con ojos ardientes, él también callaba.

 

"¿Querría al menos decirme", pidió al fin, de manera un poco brusca, "si es la idea misma de viajar a la Luna lo que lo deja perplejo, o si a su vez duda de mis medios y, en general, de cuanto le he expuesto?".

 

Se trataba de cualquier modo de un loco, y debía tratarlo con los recaudos del caso, pero al mismo tiempo, puesto que era un loco inteligente, no debía demostrárselo. O sea, debía tratarlo casi como a un hombre razonable.

 

"Yo no dudo de nada", respondí en consecuencia, "pero comprenderá muy bien que su propuesta no es de las más comunes y que la decisión que me solicita es de esas... eh... eh... que tienen gran importancia en la vida de un hombre... Así que...".

 

"Lo comprendo, sí", dijo más sosegado, "en otras palabras, necesita mayores garantías antes de decidir sobre una cuestión tan relevante. Más que justo. Y bien, dígame apenas si estaría dispuesto a venir a la Luna si le asegurase y mostrase que estoy en condiciones de hacerlo, no sólo que tendrá un feliz viaje y una feliz estadía, sino también un rápido regreso si esto le conviene. El resto es asunto mío: verá que sabré convencerlo con respecto a estas dos posibilidades... ¡qué digo!, certezas".

 

Planteada la situación en estos términos, no se podía responder, o al menos yo no podía responder, otra cosa que:

 

"Ir a la Luna, en sí, no me resulta algo lejano, le confesaré incluso que es uno de mis mayores deseos. Pero... para comenzar, ¿dónde se encuentra esta criatura o máquina suya?".

 

"Si se trata sólo de eso...", respondió con suavidad. "Ella está a buen resguardo en un lugar de esta región, adonde aquellos a quienes se lo rogué durante dos años no han estado dispuestos a ir: donde ningún otro la alcanzará, excepto yo mismo, excepto nosotros dos, si ya puedo atreverme a decirlo. ¿Qué hora es?", exclamó poniéndose de pie con un ímpetu repentino. "Todavía no es medianoche, ¡vamos! Llegaremos al lugar antes del alba. Se dará cuenta de que no debemos ser vistos de ninguna manera; dado que no podremos partir de inmediato, necesitaremos hacer preparativos, reunir provisiones, controlar algunos aparatos; partir en esta gran, extraordinaria expedición... Señor, ¿no siente su corazón latir de manera impetuosa, su pecho henchirse con el aliento de otro mundo?".

 

Ahora parecía presa de la fiebre y se movía inquieto por la habitación. Se detuvo abruptamente mirándome con un aire casi amenazador.

 

"Pero usted no me ha dicho todavía si... resumiendo, ¿se decide o no se decide?".

 

Con mi cobardía habitual, quise ganar un poco más de tiempo.

 

"¿A qué distancia estaría... está, el lugar?".

 

"A cuatro horas caminando, tal vez ni siquiera tanto si vamos a buen ritmo".

 

"Y... ¿hacia dónde?".

 

"¡En la montaña, qué diablos! Fue allí que, día a día, antes del desgraciado incidente, ocultándome en el lugar o alcanzándolo noche tras noche durante muchos años, construí pieza por pieza, generé, diría, a mi criatura... ¿Entonces?".

 

He dicho ya que no creía en la existencia de esta criatura. De ahí que acompañarlo, si bien aquella salida nocturna no se adecuaba del todo a mi cobardía y pereza, no me parecía un acto demasiado exigente, y hasta era otra manera de hacer tiempo (¿pero respecto de qué?).

 

"Entonces, vamos".

 

Con un aullido de alegría se precipitó hacia la puerta. Y así fue que partimos a aquella singular expedición.