Las cinco semillas de naranja 1. Primera Parte
de Arthur Conan Doyle

Las cinco semillas de naranja 1. Primera Parte

 

 

Fuente Wikipedia. Las cinco semillas de naranja es uno de los 56 relatos cortos sobre Sherlock Holmes escrito por Arthur Conan Doyle. Fue publicado originalmente en The Strand Magazine y posteriormente recogido en la colección Las aventuras de Sherlock Holmes.

 

Argumento

The Five Orange Pips pertenece a las historias sólo aclaradas en parte por Sherlock Holmes, ya que, al menos en apariencia, los culpables sucumben, sin poder, por tanto, confirmar la teoría del detective. Watson sitúa este relato en 1887, aunque lo narra años después, con Holmes desaparecido y aparentemente muerto, cuando relee sus notas del período 1882 a 1890. La historia encuentra a Holmes y Watson instalados ante la chimenea del 221-B de Baker Street, en una desagradable tarde de lluvia, del recién estrenado otoño londinense.

 

Conan Doyle, para poder contar con la presencia de Watson en este caso, se ve obligado a enviar a la señora Watson a visitar a una tía suya.

 

Un día de fuertes vientos, Holmes estaba sentado en su sillón cuándo tocan el timbre. Era un joven llamado John Openshaw que quería consejos y ayuda sobre un caso en su familia; empieza a contar el caso. El padre de John (Joseph) había patentado unos neumáticos irrompibles que lo hicieron rico, tanto que vendió la empresa y se retiró aún más rico. El tío de John (Elías), en cambio, emigró a USA, dónde consiguió el cargo de coronel en el ejército, y compró una plantación en Florida. En 1869, Elías volvió a Inglaterra, donde adquirió una finca. Era un hombre violento, irascible y con repugnancia hacia la etnia negra; fumaba mucho y tomaba brandy en abundancia. En 1878, Joseph le pidió a Elías que John se quedara en su casa. Elías aceptó amablemente.

 

El 10 de marzo del 1883, en el correo apareció una carta Que venía desde Pondicherry, India.Cuándo el tío la abrió, salieron 5 semillas de naranja y un papel que decía ‘’K.K.K’’. Elías se desmayó y nunca más estuvo igual. Luego, el tío le dice a John que dejaba la finca a nombre de Joseph Openshaw. Esto conmocionó a John, que se quedó pensando. El 2 de mayo de 1883, Salió de la finca y nunca volvió; lo encontraron boca abajo en un estanque. El veredicto quedó en homicidio y se cerró el caso. Cuándo Joseph tomó en posesión la finca, inspeccionó un desván al que nunca lo habían dejado entrar a John. Encontraron una caja que decía también KKK. En 1884, Joseph se muda a la finca (que se encuentra en Horsham); y en enero de 1885, recibió la misma carta que Elías, pero mandada desde Dundee.

 

Tres días después, Joseph fue a visitar a un amigo; y apareció en un pozo, muerto. La causa quedó en ‘’muerte por causas accidentales’’, y cerraron el caso. Luego de dos años y ocho meses, le llegó la misma carta a John, pero mandada desde Londres y no hizo nada. Holmes dice que actúe rápidamente y que no pierda tiempo. Openshaw le da un papel que encontró en la habitación de su tío que databa de marzo de 1869 (cuándo Elías volvió a Inglaterra) que decía nombres y algo sobre poner semillas y liquidaciones de hombres. Holmes le da las gracias y le dice que ponga esa hoja en el reloj solar adyacente a la finca, así se salvaría. Openshaw se va y Holmes habla con Watson sobre algunas posibilidades del caso.

 

Holmes busca la letra ‘’K’’ en la Enciclopedia Americana y le pregunta a Holmes que tienen que ver Pondicherry, Dundee y Londres Este. Watson le responde que todos son puertos. Holmes dice que gracias a ese dato sabe que el que envía las cartas viaja en un buque mercante y que por eso tarda tanto es cometer los crímenes. Eso quería decir, según Holmes, que KKK era una sociedad llamada Ku Klux Klan (según la Enciclopedia, mandan semillas de naranja, que significaban que tenían que dejar el país o si no tendría una muerte infalible). Al otro día, Watson se fija en el diario matutino y le dice a Holmes que ya era demasiado tarde, el joven Openshaw había muerto por un ‘’infeliz accidente’’. Sherlock sale del departamento y no vuelve hasta tarde. Cuándo vuelve, Holmes agarró una naranja, sacó 5 semillas y las puso en sobre que mandó a James Calhoun, hacia Georgia, Savannah. Holmes le dice a Watson que buscó registros en diarios marítimos y encontró uno, la Estrella solitaria, que estuvo en los tres lugares de las cartas mencionadas. Así, el detective terminó con las muertes a manos del KKK, dándoles una cucharada de su propia medicina.

 

 

Fuente ciudadseva. Cuando reviso mis notas y memorias de los casos de Sherlock Holmes en el intervalo del 82 al 90, me encuentro con que son tantos los que presentan características extrañas e interesantes, que no resulta fácil saber cuáles elegir y cuáles dejar de lado. Pero hay algunos que han conseguido ya publicidad en los periódicos, y otros que no ofrecieron campo al desarrollo de las facultades peculiares que mi amigo posee en grado tan eminente, y que estos escritos tienen por objeto ilustrar.

 

Hay también algunos que escaparon a su capacidad analítica, y que, en calidad de narraciones, vendrían a resultar principios sin final, mientras que hay otros que fueron aclarados sólo parcialmente, estando la explicación de los mismos fundada en conjeturas y suposiciones, más bien que en una prueba lógica absoluta, procedimiento que le era tan querido. Sin embargo, hay uno, entre estos últimos, tan extraordinario por sus detalles y tan sorprendente por sus resultados, que me siento tentado a dar un relato parcial del mismo, no obstante el hecho de que existen en relación con él determinados puntos que no fueron, ni lo serán jamás, puestos en claro.

 

El año 87 nos proporciona una larga serie de casos de mayor o menor interés y de los que conservo constancia. Entre los encabezamientos de los casos de estos doce meses me encuentro con un relato de la aventura de la habitación Paradol, de la Sociedad de Mendigos Aficionados, que se hallaba instalada en calidad de club lujoso en la bóveda inferior de un guardamuebles; con el de los hechos relacionados con la pérdida del velero británico Sophy Anderson; con el de las extrañas aventuras de los Grice Patersons, en la isla de Ufa, y, finalmente, con el del envenenamiento ocurrido en Camberwell. Se recordará que en este último caso consiguió Sherlock Holmes demostrar que el muerto había dado cuerda a su reloj dos horas antes, y que, por consiguiente, se había acostado durante ese tiempo..., deducción que tuvo la mayor importancia en el esclarecimiento del caso. Quizá trace yo, más adelante, los bocetos de todos estos sucesos, pero ninguno de ellos presenta características tan sorprendentes como las del extraño cortejo de circunstancias para cuya descripción he tomado la pluma.

 

Nos encontrábamos en los últimos días de septiembre y las tormentas equinocciales se habían echado encima con violencia excepcional. El viento había bramado durante todo el día, y la lluvia había azotado las ventanas, de manera que, incluso aquí, en el corazón del inmenso Londres, obra de la mano del hombre, nos veíamos forzados a elevar, de momento, nuestros pensamientos desde la diaria rutina de la vida, y a reconocer la presencia de las grandes fuerzas elementales que ladran al género humano por entre los barrotes de su civilización, igual que fieras indómitas dentro de una jaula. A medida que iba entrando la noche, la tormenta fue haciéndose más y más estrepitosa, y el viento lloraba y sollozaba dentro de la chimenea igual que un niño. Sherlock Holmes, a un lado del hogar, sentado melancólicamente en un sillón, combinaba los índices de sus registros de crímenes, mientras que yo, en el otro lado, estaba absorto en la lectura de uno de los bellos relatos marineros de Clark Rusell. Hubo un momento en que el bramar de la tempestad del exterior pareció fundirse con el texto, y el chapoteo de la lluvia se alargó hasta dar la impresión del prolongado espumajeo de las olas del mar. Mi esposa había ido de visita a la casa de una tía suya, y yo me hospedaba por unos días, y una vez más, en mis antiguas habitaciones de Baker Street.

 

-¿Qué es eso?-dije, alzando la vista hacia mi compañero-. Fue la campanilla de la puerta, ¿verdad? ¿Quién puede venir aquí esta noche? Algún amigo suyo, quizá.

 

-Fuera de usted, yo no tengo ninguno -me contestó-. Y no animo a nadie a visitarme.

 

-¿Será entonces un cliente?

 

-Entonces se tratará de un asunto grave. Nada podría, de otro modo, obligar a venir aquí a una persona con semejante día y a semejante hora. Pero creo que es más probable que se trate de alguna vieja amiga de nuestra patrona.

 

Se equivocó, sin embargo, Sherlock Holmes en su conjetura, porque se oyeron pasos en el corredor, y alguien golpeó en la puerta. Mi compañero extendió su largo brazo para desviar de sí la lámpara y enderezar su luz hacia la silla desocupada en la que tendría que sentarse cualquiera otra persona que viniese. Luego dijo:

 

-¡ Adelante!

 

El hombre que entró era joven, de unos veintidós años, a juzgar por su apariencia exterior; bien acicalado y elegantemente vestido, con un no sé qué de refinado y fino en su porte. El paraguas, que era un arroyo, y que sostenía en la mano, y su largo impermeable brillante, delataban la furia del temporal que había tenido que aguantar en su camino. Enfocado por el resplandor de la lámpara, miró ansiosamente a su alrededor, y yo pude fijarme en que su cara estaba pálida y sus ojos cargados, como los de una persona a quien abruma alguna gran inquietud.

 

-Debo a ustedes una disculpa -dijo, subiéndose hasta el arranque de la nariz las gafas doradas, a presión-. Espero que mi visita no sea un entretenimiento. Me temo que haya traído hasta el interior de su abrigada habitación algunos rastros de la tormenta.

 

-Deme su impermeable y su paraguas -dijo Holmes-. Pueden permanecer colgados de la percha, y así quedará usted libre de humedad por el momento. Veo que ha venido usted desde el Sudoeste.

 

-Sí, de Horsham.

 

-Esa mezcla de arcilla y de greda que veo en las punteras de su calzarlo es completamente característica.

 

-Vine en busca de consejo.

 

-Eso se consigue fácil.

 

-Y de ayuda.

 

-Eso ya no es siempre tan fácil.

 

-He oído hablar de usted, señor Holmes. Le oí contar al comandante Prendergast cómo le salvó usted en el escándalo de Tankerville Club.

 

-Sí, es cierto. Se le acusó injustamente de hacer trampas en el juego.

 

-Aseguró que usted se dio maña para poner todo en claro.

 

-Eso fue decir demasiado.

 

-Que a usted no lo vencen nunca.

 

-Lo he sido en cuatro ocasiones: tres veces por hombres, y una por cierta dama.

 

-Pero ¿qué es eso comparado con el número de sus éxitos?

 

-Es cierto que, por lo general, he salido airoso.

 

-Entonces, puede salirlo también en el caso mío.

 

-Le suplico que acerque su silla al fuego, y haga el favor de darme algunos detalles del mismo.

 

-No se trata de un caso corriente.

 

-Ninguno de los que a mí llegan lo son. Vengo a ser una especie de alto tribunal de apelación.

 

-Yo me pregunto, a pesar de todo, señor, si en el transcurso de su profesión ha escuchado jamás el relato de una serie de acontecimientos más misteriosos e inexplicables que los que han ocurrido en mi propia familia.

 

-Lo que usted dice me llena de interés -le dijo Holmes-. Por favor, explíquenos desde el principio los hechos fundamentales, y yo podré luego interrogarle sobre los detalles que a mí me parezcan de la máxima importancia.

 

El joven acercó la silla, y adelantó sus pies húmedos hacia la hoguera.

 

-Me llamo John Openshaw -dijo-, pero, por lo que a mí me parece, creo que mis propias actividades tienen poco que ver con este asunto espantoso. Se trata de una cuestión hereditaria, de modo que, para darles una idea de los hechos, no tengo más remedio que remontarme hasta el comienzo del asunto. Deben ustedes saber que mi abuelo tenía dos hijos: mi tío Elías y mi padre José. Mi padre poseía, en Coventry, una pequeña fábrica, que amplió al inventarse las bicicletas. Poseía la patente de la llanta irrompible Openshaw, y alcanzó tal éxito en su negocio, que consiguió venderlo y retirarse con un relativo bienestar. Mi tío Elías emigró a América siendo todavía joven, y se estableció de plantador en Florida, de donde llegaron noticias de que había prosperado mucho. En los comienzos de la guerra peleó en el ejército de Jackson, y más adelante en el de Hood, ascendiendo en éste hasta el grado de coronel.

 

Cuando Lee se rindió, volvió mi tío a su plantación, en la que permaneció por espacio de tres o cuatro años. Hacia el mil ochocientos sesenta y nueve o mil ochocientos setenta, regresó a Europa y compró una pequeña finca en Sussex, cerca de Horsham. Había hecho una fortuna muy considerable, y si abandonó Norteamérica fue movido de su antipatía a los negros, y de su desagrado por la política del partido republicano de concederles la liberación de la esclavitud. Era un hombre extraño, arrebatado y violento, muy mal hablado cuando le dominaba la ira, y por demás retraído. Dudo de que pusiese ni una sola vez los pies en Londres durante los años que vivió en Horsham. Poseía alrededor de su casa un jardín y tres o cuatro campos de deportes, y en ellos se ejercitaba, aunque con mucha frecuencia no salía de la habitación durante semanas enteras. Bebía muchísimo aguardiente, fumaba por demás, pero no quería tratos sociales, ni amigos, ni aun siquiera que le visitase su hermano. Contra mí no tenía nada, mejor dicho, se encaprichó conmigo, porque cuando me conoció era yo un jovencito de doce años, más o menos. Esto debió de ocurrir hacia el año mil ochocientos setenta y ocho, cuando llevaba ya ocho o nueve años en Inglaterra. Pidió a mi padre que me dejase vivir con él, y se mostró muy cariñoso conmigo, a su manera. Cuando estaba sereno, gustaba de jugar conmigo al chaquete y a las damas, y me hacía portavoz suyo junto a la servidumbre y con los proveedores, de modo que para cuando tuve dieciséis años era yo el verdadero señor de la casa.

 

Yo guardaba las llaves y podía ir a donde bien me pareciese y hacer lo que me diese la gana, con tal que no le molestase cuando él estaba en sus habitaciones reservadas. Una excepción me hizo, sin embargo; había entre los áticos una habitación independiente, un camaranchón que estaba siempre cerrado con llave, y al que no permitía que entrásemos ni yo ni nadie. Llevado de mi curiosidad de muchacho, miré más de una vez por el ojo de la cerradura, sin que llegase a descubrir dentro sino lo corriente en tales habitaciones, es decir, una cantidad de viejos baúles y bultos. Cierto día, en el mes de marzo de mil ochocientos ochenta y tres, había encima de la mesa, delante del coronel, una carta cuyo sello era extranjero. No era cosa corriente que el coronel recibiese cartas, porque todas sus facturas se pagaban en dinero contante, y no tenía ninguna clase de amigos. Al coger la carta, dijo: «¡Es de la India! ¡Trae la estampilla de Pondicherry! ¿Qué podrá ser?».

 

Al abrirla precipitadamente saltaron del sobre cinco pequeñas y resecas semillas de naranja, que tintinearon en su plato. Yo rompí a reír, pero, al ver la cara de mi tío, se cortó la risa en mis labios. Le colgaba la mandíbula, se le saltaban los ojos, se le había vuelto la piel del color de la masilla, y miraba fijamente el sobre que sostenía aún en aun manos temblorosas. Dejó escapar un chillido, y exclamó luego: «K. K. K. ¡ Dios santo, Dios santo, mis pecados me han dado alcance!». «¿Qué significa eso, tío?», exclamé. «Muerte», me dijo, y levantándose de la mesa, se retiró a su habitación, dejándome estremecido de horror. Eché mano al sobre, y vi garrapateada en tinta roja, sobre la patilla interior, encima mismo del engomado, la letra K, repetida tres veces. No había nada más, fuera de las cinco semillas resecas. ¿Qué motivo podía existir para espanto tan excesivo? Me alejé de la mesa del desayuno y, cuando yo subía por las escaleras, me tropecé con mi tío, que bajaba por ellas, trayendo en una mano una vieja llave roñosa, y en la otra, una caja pequeña de bronce, por el estilo de las de guardar el dinero. «Que hagan lo que les dé la gana, pero yo los tendré en jaque una vez más. Dile a Mary que necesito que encienda hoy fuego en mi habitación, y envía a buscar a Fordham, el abogado de Horsham.» Hice lo que se me ordenaba y, cuando llegó el abogado, me pidieron que subiese a la habitación. Ardía vivamente el fuego, y en la rejilla del hogar se amontonaba una gran masa de cenizas negras y sueltas, como de papel quemado, en tanto que la caja de bronce estaba muy cerca y con la tapa abierta. Al mirar yo la caja, descubrí, sobresaltado, en la tapa la triple K, que había leído aquella mañana en el sobre.

 

«John -me dijo mi tío-, deseo que firmes como testigo mi testamento. Dejo la finca, con todas sus ventajas e inconvenientes, a mi hermano, es decir, a tu padre, de quien, sin duda, vendrá a parar a ti. Si conseguís disfrutarla en paz, santo y bueno. Si no lo conseguís, seguid mi consejo, muchacho, y abandonadla a vuestro peor enemigo. Lamento dejaros un arma así, de dos filos, pero no sé qué giro tomarán las cosas. Ten la bondad de firmar este documento en el sitio que te indicar, el señor Fordham.»

 

Firmé el documento dónde se me indicó, y el abogado se lo llevó con él. Como ustedes se imaginarán, aquel extraño incidente me produjo la más profunda impresión: lo sopesé en mi mente, y le di vueltas desde todos los puntos de vista, sin conseguir encontrarle explicación. Pero no conseguí librarme de un vago sentimiento de angustia que dejó en mí, aunque esa sensación fue embotándose a medida que pasaban semanas sin que ocurriese nada que túrbase la rutina diaria de nuestras vidas. Sin embargo, pude notar un cambio en mi tío. Bebía más que nunca, y se mostraba todavía menos inclinado al trato con nadie. Pasaba la mayor parte del tiempo metido en su habitación, con la llave echada por dentro, pero a veces salía como poseído de un furor de borracho, se lanzaba fuera de la casa, y se paseaba por el jardín impetuosamente, esgrimiendo en la mano un revólver y diciendo a gritos que a él no le asustaba nadie y que él no se dejaba enjaular, como oveja en el redil, ni por hombres ni por diablos. Pero una vez que se le pasaban aquellos arrebatos, corría de una manera alborotada a meterse dentro, y cerraba con llave y atrancaba la puerta, como quien ya no puede seguir haciendo frente al espanto que se esconde en el fondo mismo de su alma. En tales momentos, y aun en tiempo frío, he visto yo relucir su cara de humedad, como si acabase de sacarla del interior de la jofaina. Para terminar, señor Holmes, y no abusar de su paciencia, llegó una noche en que hizo una de aquellas salidas suyas de borracho, de la que no regresó. Cuando salimos a buscarlo, nos lo encontramos boca abajo, dentro de una pequeña charca recubierta de espuma verdosa que había al extremo del jardín. No presentaba señal alguna de violencia, y la profundidad del agua era sólo de dos pies, y por eso el Jurado, teniendo en cuenta sus conocidas excentricidades, dictó veredicto de suicidio. Pero a mí, que sabía de qué modo retrocedía ante el solo pensamiento de la muerte, me costó mucho trabajo convencerme de que se había salido de su camino para ir a buscarla. Sin embargo, la cosa pasó, entrando mi padre en posesión de la finca y de unas catorce mil libras que mi tío tenía a su favor en un Banco.

 

-Un momento-le interrumpió Holmes-. Preveo ya que su relato es uno de los más notables que he tenido ocasión de oír jamás. Hágame el favor de decirme la fecha en que su tío recibió la carta y la de su supuesto suicidio.

 

-La carta llegó el día diez de marzo de mil ochocientos ochenta y tres. Su muerte tuvo lugar siete semanas más tarde, en la noche del día dos de mayo.

 

-Gracias. Puede usted seguir.

 

-Cuando mi padre se hizo cargo de la finca de Horsham, llevó a cabo, a petición mía, un registro cuidadoso del ático que había permanecido siempre cerrado. Encontramos allí la caja de bronce, aunque sus documentos habían sido destruidos. En la parte interior de la tapa había una etiqueta de papel, en la que estaban repetidas las iniciales, y debajo de éstas, la siguiente inscripción: «Cartas, memoranda, recibos y registro.» Supusimos que esto indicaba la naturaleza de los documentos que había destruido el coronel Openshaw. Fuera de esto, no había en el ático nada de importancia, aparte de gran cantidad de papeles y cuadernos desparramados que se referían a la vida de mi tío en Norteamérica. Algunos de ellos pertenecían a la época de la guerra, y demostraban que él había cumplido bien con su deber, teniendo fama de ser un soldado valeroso. Otros llevaban la fecha de los tiempos de la reconstrucción de los estados del Sur, y se referían a cosas de política, siendo evidente que mi tío había tomado parte destacada en la oposición contra los que en el Sur se llamaron políticos hambrones, que habían sido enviados desde el Norte. Mi padre vino a vivir en Horsham a principios del ochenta y cuatro, y todo marchó de la mejor manera que podía desearse hasta el mes de enero del ochenta y cinco. Estando mi padre y yo sentados en la mesa del desayuno el cuarto día después del de Año Nuevo, oí de pronto que mi padre daba un agudo grito de sorpresa. Y lo vi sentado, con un sobre recién abierto en una mano y cinco semillas secas de naranja en la palma abierta de la otra. Se había reído siempre de lo que calificaba de fantástico relato mío acerca del coronel, pero ahora veía con gran desconcierto y recelo que él se encontraba ante un hecho igual. «¿Qué diablos puede querer decir esto, John?», tartamudeó. A mí se me había vuelto de plomo el corazón, y dije: «Es el K. K. K.» Mi padre miró en el interior del sobre y exclamó: «En efecto, aquí están las mismas letras. Pero ¿qué es lo que hay escrito encima de ellas?» Yo leí, mirando por encima de su hombro: «Coloque los documentos encima de la esfera del reloj de sol<» «¿Qué documentos y qué reloj de sol?», preguntó él. «El reloj de sol está en el jardín. No hay otro -dije yo-. Pero los documentos deben de ser los que fueron destruidos», «¡Puf! -dijo él, aferrándose a su valor-. Vivimos aquí en un país civilizado en el que no caben esta clase de idioteces. ¿De dónde procede la carta?» «De Dundee», contesté, examinando la estampilla de Correos. «Algún bromazo absurdo -dijo mi padre-. ¿Qué me vienen a mí con relojes de sol y con documentos? No haré caso alguno de semejante absurdo.» «Yo, desde luego, me pondría en comunicación con la Policía», le dije. «Para que encima se me riesen. No haré nada de eso.» «Autoríceme entonces a que lo haga yo.» «De ninguna manera. Te lo prohíbo. No quiero que se arme un jaleo por semejante tontería.» De nadó valió el que yo discutiese con él, porque mi padre era hombre por demás terco. Sin embargo, viví esos días con el corazón lleno de presagios ominosos.

 

El tercer día, después de recibir la carta, marchó mi padre a visitar a un viejo amigo suyo, el comandante Freebody, que está al mando de uno de los fuertes que hay en los altos de Portsdown Hill. Me alegré de que se hubiese marchado, pues me parecía que hallándose fuera de casa estaba más alejado del peligro. En eso me equivoqué, sin embargo. Al segundo día de su ausencia recibí un telegrama del comandante en el que me suplicaba que acudiese allí inmediatamente. Mi padre había caído por la boca de uno de los profundos pozos de cal que abundan en aquellos alrededores, y yacía sin sentido, con el cráneo fracturado. Me trasladé hasta allí a toda prisa, pero mi padre murió sin haber recobrado el conocimiento. Según parece, regresaba, ya entre dos luces, desde Fareham, y como desconocía el terreno y la boca del pozo estaba sin cercar, el Jurado no titubeó en dar su veredicto de muerte producida por causa accidental. Por mucho cuidado que yo puse en examinar todos los hechos relacionados con su muerte, nada pude descubrir que sugiriese la idea de asesinato. No mostraba señales de violencia, ni había huellas de pies, ni robo, ni constancia de que se hubiese observado por las carreteras la presencia de extranjeros. No necesito, sin embargo, decir a ustedes que yo estaba muy lejos de tenerlas todas conmigo, y que casi estaba seguro de que se había tramado a su alrededor algún complot siniestro. De esa manera tortuosa fue como entré en posesión de mi herencia. Ustedes me preguntarán por qué no me desembaracé de la misma. Les contestaré que no lo hice porque estaba convencido de que nuestras dificultades se derivaban, de una manera u otra, de algún incidente de la vida de mi tío, y que el peligro sería para mí tan apremiante en una casa como en otra. Mi pobre padre halló su fin durante el mes de enero del año ochenta y cinco, y desde entonces han transcurrido dos años y ocho meses. Durante todo ese tiempo yo he vivido feliz en Horsham, y ya empezaba a tener la esperanza de que aquella maldición se había alejado de la familia, y que había acabado en la generación anterior. Sin embargo, me apresuré demasiado a tranquilizarme; ayer por la mañana cayó el golpe exactamente en la misma forma que había caído sobre mi padre.

 

El joven sacó del chaleco un sobre arrugado, y volviéndolo boca abajo encima de la mesa, hizo saltar del mismo cinco pequeñas semillas secas de naranja.

 

-He aquí el sobre -prosiguió-. El estampillado es de Londres, sector del Este. En el interior están las mismas palabras que traía el sobre de mi padre: «K. K. K.», y las de «Coloque los documentos encima de la esfera del reloj de sol».

 

-¿Qué ha hecho usted?-preguntó Holmes.

 

-Nada.

 

-¿Nada?

 

-A decir verdad -y hundió el rostro dentro de sus manos delgadas y blancas- me sentí perdido. Algo así como un pobre conejo cuando la serpiente avanza retorciéndose hacia él. Me parece que estoy entre las garras de una catástrofe inexorable e irresistible, de la que ninguna previsión o precaución puede guardarme.

 

-¡Vaya, vaya! -exclamó Sherlock Holmes-. Es preciso que usted actúe, hombre, o está usted perdido. Únicamente su energía le puede salvar. No son momentos éstos de entregarse a la desesperación.

 

-He visitado a la Policía.

 

-¿y qué?

 

-Pues escucharon mi relato con una sonrisa. Estoy seguro de que el inspector ha llegado a la conclusión de que las cartas han sido otros tantos bromazos, y que las muertes de mis parientes se deben a simples accidentes, según dictaminó el Jurado, y no debían ser relacionadas con las cartas de advertencia.

 

Holmes agitó violentamente sus puños cerrados en el aire, y exclamó

 

-¡Qué inaudita imbecilidad!

 

-Sin embargo, me han otorgado la protección de un guardia, al que han autorizado para que permanezca en la casa.

 

Otra vez Holmes agitó furioso los cuños en el aire, y dijo:

 

-¿Cómo ha sido el venir usted a verme? Y sobre todo, ¿cómo ha sido el no venir inmediatamente?

 

-Nada sabía de usted. Ha sido hoy cuando hablé al comandante Prendergast sobre el apuro en que me hallo, y él me aconsejó que viniese a verle a usted.

 

-En realidad han transcurrido ya dos días desde que recibió la carta. Deberíamos haber entrado en acción antes de ahora. Me imagino que no poseerá usted ningún otro dato fuera de los que nos ha expuesto, ni ningún detalle sugeridor que pudiera servirnos de ayuda.

 

-Sí, tengo una cosa más -dijo John Openshaw. Registró en el bolsillo de su chaqueta, y, sacando un pedazo de papel azul descolorido, lo extendió encima de la mesa, agregando-: Conservo un vago recuerdo de que los estrechos márgenes que quedaron sin quemar entre las cenizas el día en que mi tío echó los documentos al fuego eran de éste mismo color. Encontré esta hoja única en el suelo de su habitación, y me inclino a creer que pudiera tratarse de uno de los documentos, que quizá se le voló de entre los otros, salvándose de ese modo de la destrucción. No creo que nos ayude mucho, fuera de que en él se habla también de las semillas. Mi opinión es que se trata de una página que pertenece a un diario secreto. La letra es indiscutiblemente de mi tío.