El lobo estepario 7. Séptina y anteúltima entrega
de Hermann Hesse

El lobo estepario 7. Séptina y anteúltima entrega

 

 

Fuente bibliotecasvirtuales. -¿Y tiran ustedes a todo el mundo, sin distinción?

 

-Claro. Por algunos puede sin duda que sea una lástima. Por ejemplo, por la dama joven y bella lo hubiera sentido mucho. ¿Es seguramente su hija?

 

-No, es mi mecanógrafa.

 

-Tanto mejor. Y ahora haga usted el favor de apearse, o permita usted que lo saquemos del coche, pues el coche ha de ser destruido.

 

-Prefiero que me destruyan ustedes con él.

 

-Como guste. Permita todavía una pregunta: usted es fiscal. Nunca he llegado a comprender cómo un hombre puede ser fiscal. Usted vive de acusar y de condenar a otras personas, por lo general, pobres diablos. ¿No es así?

 

-Así es. Yo cumplía con mi deber. Era mi profesión. Lo mismo que la profesión de verdugo es matar a los condenados por mí. Usted mismo se ha encargado, a lo que se ve, de idéntico oficio. Usted mata también.

 

-Exacto. Sólo que nosotros no matamos por obligación, sino por gusto, o mejor dicho, por disgusto, por desesperación del mundo. Por eso, matar nos proporciona cierta diversión. ¿No le ha divertido a usted nunca matar?

 

-Me está usted fastidiando. Tenga la bondad de terminar su cometido. Si la noción del deber le es a usted desconocida... Calló y contrajo los labios, como si quisiera escupir.

 

Pero no salió más que un poco de sangre que se quedó pegada a su barbilla.

 

-Espere usted -dijo cortésmente Gustavo-. La noción del deber ciertamente que no la conozco; no la conozco ya. En otro tiempo me dio mucho que hacer por razón de mi oficio; yo era profesor de Teología. Además fui soldado y estuve en la guerra. Lo que me parecía que era el deber y lo que me fue ordenado en toda ocasión por las autoridades y los superiores, todo ello no era bueno de verdad; hubiera preferido hacer siempre lo contrario. Pero aun cuando no conozca ya el concepto del deber, conozco, sin embargo, el de la culpa; acaso son los dos la misma cosa. Por haberme traído al mundo una madre, ya soy culpable, ya estoy condenado a vivir, estoy obligado a pertenecer a un Estado, a ser soldado, a pagar impuestos para armamentos. Y ahora, en este momento, la culpa de vivir me ha llevado otra vez, como antaño en la guerra, a tener que matar. Y en esta ocasión no mato con repugnancia, me he rendido a la culpa, no tengo nada en contra de que este mundo sobrecargado y necio salte en pedazos; yo ayudo con gusto, y con gusto sucumbo yo mismo a la vez.

 

El fiscal hizo un gran esfuerzo para sonreír un poco con sus labios llenos de sangre coagulada. No lo consiguió de un modo muy brillante; pero fue perceptible la buena intención.

 

-Está bien -dijo-; somos, pues, compañeros. Tenga la bondad de cumplir ahora con su deber, señor colega.

 

La linda muchacha se había sentado entretanto en el borde de la cuneta y estaba desmayada.

 

En este momento se oyó de nuevo la bocina de un coche que venía zumbando a toda marcha. Retiramos a la muchacha un poco a un lado, nos apretamos contra las rocas y dejamos al coche que llegaba chocar contra los restos del otro. Frenó violentamente y se encalabrinó hacia lo alto, pero se quedó parado indemne. Rápidamente cogimos nuestras escopetas y apuntamos a los recién llegados.

 

-¡Abajo del coche! -ordenó Gustavo-. ¡Manos arriba!

 

Tres hombres bajaron del auto y, obedientes, levantaron las manos.

 

-¿Es médico alguno de ustedes? -preguntó Gustavo.

 

Dijeron que no.

 

-Entonces tengan ustedes la bondad de sacar con cuidado de su asiento a este señor, está gravemente herido. Y luego llévenlo en el coche que han traído ustedes hasta la ciudad más próxima. ¡Vamos, manos a la obra!

 

Prontamente fue acomodado el viejo señor en el otro coche; Gustavo dio la orden y todos partieron precipitadamente.

 

Entretanto había vuelto en si nuestra mecanógrafa y había estado presenciando los acontecimientos. Me gustaba haber hecho este precioso botín.

 

-Señorita -dijo Gustavo-, ha perdido usted a su jefe. Es de suponer que por lo demás no tuviera mayores vínculos con usted. Queda usted contratada por mí. ¡Séanos un buen camarada! Ea, el tiempo apremia. Pronto se va a estar aquí poco confortablemente.

 

¿Sabe usted gatear, señorita? ¿Sí? Pues vamos allá. La cogeremos entre los dos y la ayudaremos.

 

Trepamos a nuestra cabaña del árbol los tres todo lo rápidamente posible. La señorita se puso mala arriba, pero tomó una copa de coñac y pronto estuvo tan repuesta que pudo apreciar la magnífica perspectiva sobre el lago y la montaña y hacernos saber que se llamaba Dora.

 

Al poco tiempo ya había llegado abajo un nuevo coche, el cual pasó con precaución junto al auto destrozado, sin pararse, y luego aceleró inmediatamente su velocidad.

 

-¡Pretencioso! -dijo riendo Gustavo, y echó abajo de un tiro al conductor. Bailó un poco el coche, dio un salto contra el muro, lo hundió en parte y se quedó pendiente, inclinado sobre el abismo.

 

-Dora -dije-, ¿sabe usted manejar escopetas?

 

No sabía, pero le enseñamos a cargar un fusil. Al principio estaba torpe y se hizo sangre en un dedo, lloró y pidió un tafetán. Pero Gustavo le explicó que estábamos en la guerra y que ella tenía que mostrar que era una muchacha valiente. Así se calmó.

 

-Pero ¿qué va a ser de nosotros? -preguntó ella luego.

 

-No lo sé -dijo Gustavo-. A mi amigo Harry le gustan las mujeres bonitas; él será su amigo de usted.

 

-Pero van a venir con policía y soldados y nos matarán.

 

-Ya no hay policía ni cosas de ésas. Nosotros podemos elegir, Dora. O nos quedamos aquí arriba tranquilamente y hacemos fuego contra todos los coches que quieran pasar, o tomamos a nuestra vez un coche, salimos corriendo y dejamos que otros nos tiroteen.

 

Da igual tomar un partido u otro. Yo estoy porque nos quedemos aquí.

 

Abajo había ya otro coche, resonando hacia arriba su bocina.

 

Pronto se dio cuenta de él, y quedó tumbado, con las ruedas en alto.

 

-Es cómico -dije- que divierta tanto el pegar tiros. Y eso que yo era antes enemigo de la guerra.

 

Gustavo sonreía. Sí, es que hay demasiadas personas en el mundo. Antes no se notaba tanto. Pero ahora, que cada uno no sólo quiere respirar el aire que le corresponde, sino hasta tener un auto, ahora es cuando lo notamos precisamente. Claro que lo que hacemos no es razonable, es una niñada, como también la guerra era una niñada monstruosa. Andando el tiempo, la humanidad tendrá que aprender alguna vez a contener su multiplicación por medios de razón. Por el momento, reaccionamos contra el insufrible estado de cosas de una manera bastante poco razonable, pero en el fondo hacemos lo justo: reducimos el número.

 

-Sí -dije-; lo que hacemos es acaso una locura y, sin embargo, es probablemente bueno y necesario. No está bien que la humanidad esfuerce excesivamente la inteligencia y trate, con la ayuda de la razón, de poner orden en las cosas, que aún están lejos de ser accesibles a la razón misma. De aquí que surjan esos ideales como el del americano o el del bolchevique, que los dos son extraordinariamente razonables y que, sin embargo, violentan y despojan a la vida de un modo tan terrible, porque la simplifican de una forma tan pueril. La imagen del hombre, en otro tiempo un alto ideal, está a punto de convertirse en un cliché. Nosotros los locos acaso la ennoblecemos otra vez.

 

Riendo, respondió Gustavo:

 

-Muchacho, hablas de un modo extraordinariamente sensato; es un placer y da gusto prestar atención a este pozo de ciencia. Y quizá tengas hasta un poquito de razón. Pero haz el favor de cargar de nuevo tu escopeta, me resultas algo soñador de más. A cada momento pueden aparecer corriendo otra vez un par de cervatillos; a éstos no podemos matarlos con filosofía, no hay más remedio que tener balas en el cañón.

 

Vino un auto y cayó en seguida. La carretera estaba interceptada. Un superviviente, un hombre gordo y con la cabeza colorada, gesticulaba fiero junto a las máquinas destrozadas, buscó por todas partes con los ojos muy abiertos, descubrió nuestra guarida, vino corriendo dando grandes voces y disparó contra nosotros muchas veces hacia lo alto con un revólver.

 

-Váyase usted ya o disparo -gritó Gustavo hacia abajo.

 

El hombre le apuntó y disparó aún otra vez. Entonces lo abatimos con dos tiros.

 

Aún llegaron dos coches, que tendimos por tierra. Luego se quedó silenciosa y vacía la carretera; la noticia de su peligro parecía haberse extendido. Tuvimos tiempo de observar el hermoso panorama. Al otro lado del lago había en el fondo una pequeña ciudad; allí empezó a elevarse una columna de humo, y pronto vimos cómo el fuego se propagaba de uno a otro tejado. También se oían disparos. Dora lloraba un poco; yo acaricié sus húmedas mejillas.

 

-¿Es que vamos a perecer todos? -preguntó.

 

Nadie le dio respuesta. Entretanto pasaba por abajo un caminante, vio en el suelo los automóviles destrozados, anduvo rebuscando en ellos, metió la cabeza dentro de uno, sacó una sombrilla de colores, un bolso de señora y una botella de vino, se sentó apaciblemente en el muro, bebió en la botella, comió algo liado en platilla que había en el bolso, vació por completo la botella y continuó alegre su camino, con la sombrilla apretada debajo del brazo. Se marchó pacíficamente, y yo le dije a Gustavo:

 

-¿Te sería ahora posible disparar a este tipo simpático y hacerle un agujero en la cabeza? Dios sabe bien que yo no podría.

 

-Tampoco se nos exige -gruñó mi amigo.

 

Pero también a él le había entrado en el ánimo cierta desazón. Apenas nos hubimos echado a la cara a una persona que se conducía todavía cándida, pacífica e infantilmente, que aún vivía en el estado de inocencia, al punto nos pareció tonta y repulsiva toda nuestra conducta, tan laudable y necesaria. ¡Ah, diablo, tanta sangre! Nos avergonzamos. Pero es fama que en la guerra alguna vez los mismos generales han tenido una sensación así.

 

-No permanezcamos más tiempo aquí -gimió Dora-; vamos a bajarnos. Con seguridad encontraremos en los coches algo que comer. ¿Es que vosotros no tenéis hambre, bolcheviques?

 

Allá abajo, al otro lado, en la ciudad ardiendo, empezaron a tocar las campanas a rebato y con angustia. Nos dispusimos al descenso. Cuando ayudé a Dora a trepar por encima del parapeto, le di un beso en la rodilla. Ella se echó a reír. En aquel momento cedieron las estacas y los dos nos precipitamos en el vacío...

 

 

 

De nuevo me encontré en el pasillo circular, excitado por la aventura cinegética. Y por doquiera, en las innumerables puertas, atraían las inscripciones:

 

Mutabor.

Transformación en los animales y plantas que se desee.

Kamasutram.

Lecciones de arte amatorio indio.

Curso para principiantes. Cuarenta y dos métodos diferentes de ejercicios amatorios.

¡Suicidio deleitoso!

Te mueres de risa.

¿ Quiere usted espiritualizarse?

Sabiduría oriental.

¡Quién tuviera mil lenguas!

Sólo para caballeros.

Decadencia de Occidente.

Precios reducidos. Todavía insuperada.

Quintaesencia del arte.

La transformación del tiempo en espacio por medio de la música.

La lágrima riente.

Gabinete de humorismo.

Juegos de anacoreta.

Plena compensación para todo sentido de sociabilidad.

 

La serie de inscripciones continuaba ilimitada. Una decía:

 

Instrucciones para la reconstrucción de la personalidad.

Resultado garantizado.

 

Esto se me antojó interesante y entré en aquella puerta.

 

Me acogió una estancia a media luz y en silencio; allí estaba sentado en el suelo, sin silla, al uso oriental, un hombre que tenía ante sí una cosa parecida a un tablero grande de ajedrez. En el primer momento me pareció que era el amigo Pablo, por lo menos llevaba el hombre un batín de seda multicolor por el estilo y tenía los mismos ojos radiantes oscuros.

 

-¿Es usted Pablo? -pregunté.

 

-No soy nadie -declaró amablemente-. Aquí no tenemos nombres, aquí no somos personas. Yo soy un jugador de ajedrez. ¿Desea usted una lección acerca de la reconstrucción de la personalidad?

 

-Sí, se lo suplico.

 

-Entonces tenga la bondad de poner a mi disposición un par de docenas de sus figuras.

 

-¿De mis figuras...?

 

-Las figuras en las que ha visto usted descomponerse su llamada personalidad. Sin figuras no me es posible jugar.

 

Me puso un espejo delante de la cara, otra vez vi allí la unidad de mi persona descompuesta en muchos yos, su número parecía haber aumentado más. Pero las figuras eran ahora muy pequeñas, aproximadamente como figuras manejables de ajedrez, y el jugador, con sus dedos silenciosos y seguros, cogió unas docenas de ellas y las puso en el suelo junto al tablero. Luego habló como el hombre que repite un discurso o una lección dicha muchas veces:

 

-La idea equivocada y funesta de que el hombre sea una unidad permanente, le es a usted conocida. También sabe que el hombre consta de una multitud de almas, de muchísimos yos. Descomponer en estas numerosas figuras la aparente unidad de la persona se tiene por locura, la ciencia ha inventado para ello el nombre de esquizofrenia. La ciencia tiene en esto razón en cuanto es natural que ninguna multiplicidad puede dominarse sin dirección, sin un cierto orden y agrupamiento. En cambio, no tiene razón en creer que sólo es posible un orden único, férreo y para toda la vida, de los muchos sub-yos. Este error de la ciencia trae no pocas consecuencias desagradables; su valor está exclusivamente en que los maestros y educadores puestos por el Estado ven su trabajo simplificado y se evitan el pensar y la experimentación.

 

Como consecuencia de aquel error pasan muchos hombres por «normales», y hasta por representar un gran valor social, que están irremisiblemente locos, y a la inversa, tienen a muchos por locos, que son genios. Nosotros completamos por eso la psicología defectuosa de la ciencia con el concepto de lo que llamamos arte reconstructivo. Al que ha experimentado la descomposición de su yo le enseñamos que los trozos pueden acoplarse siempre en el orden que se quiera, y que con ellos se logra una ilimitada diversidad del juego de la vida. Lo mismo que los poetas crean un drama con un puñado de figuras, así construimos nosotros con las figuras de nuestros yos separados constantemente grupos nuevos, con distintos juegos y perspectivas, con situaciones eternamente renovadas. ¡Vea usted!

 

Con los dedos silenciosos e inteligentes, cogió mis figuras, todos los ancianos, jóvenes, niños y mujeres, todas las piececillas alegres y las tristes, las vigorosas y las débiles, las ágiles y las pesadas; las ordenó con rapidez sobre el tablero formando una combinación, en la que aquéllas se reunían al punto en grupos y familias, en juegos y en luchas, en amistades y en bandos enemigos, reflejando al mundo en miniatura. Ante mis ojos arrobados hizo moverse un rato al pequeño mundo lleno de agitación, y al mismo tiempo tan en orden; lo hizo jugar y luchar, concertar alianzas y librar batallas, comprometerse entre si, casarse, multiplicarse; era en efecto un drama de muchos personajes, interesante y movido.

 

Luego pasó la mano con un gesto sereno por el tablero, tumbó suavemente todas las figuras, las juntó en un montón y fue construyendo, artista complicado, con las mismas figuras un juego completamente nuevo, con grupos, relaciones y nexos diferentes en absoluto. El segundo juego se parecía al primero; era el mismo mundo, estaba compuesto del mismo material, pero la tonalidad había variado, el compás era distinto, los motivos estaban subrayados de otra manera, las situaciones, colocadas de otro modo.

 

Y así construyendo el inteligente artífice con las figuras, cada una de las cuales era un pedazo de mí mismo, numerosos juegos, todos parecidos entre sí desde cierta distancia, todos como pertenecientes al mismo mundo, como comprometidos al mismo origen, cada uno, sin embargo, enteramente nuevo.

 

-Esto es arte de vivir -dijo doctoralmente-; usted mismo puede ya de aquí en adelante seguir conformando y animando, complicando y enriqueciendo a su capricho el juego de su vida; está en su mano. Así como la locura, en un grado superior, es el principio de toda ciencia, así es la esquizofrenia el principio de todo arte, de toda fantasía. Hay sabios que se han dado cuenta ya de esto a medias, como puede comprobarse, por ejemplo, en El cuerno maravilloso del príncipe, aquel libro encantador, en el cual el trabajo penoso y aplicado de un sabio es ennoblecido por la cooperación genial de una multitud de artistas locos y encerrados en manicomios. Tome, guarde usted para sí sus figuritas; el juego le proporcionará placer aún muchas veces. La figura que hoy, haciendo de coco insoportable, le eche a perder el juego, mañana podrá usted degradarla, convirtiéndola en un comparsa insignificante. Usted, al juego siguiente, puede hacer una princesa de la pobre y simpática figurilla que durante toda una combinación parecía condenada a irremediable desventura. Le deseo que se divierta mucho, caballero.

 

Me incliné profundamente y, agradecido ante este inteligente jugador de ajedrez, guardé las figuritas en mi bolsillo y me retiré por la puerta angosta.

 

En realidad me había figurado que al momento me sentaría en el suelo en el corredor para jugar con las figuras horas enteras, toda una eternidad; pero apenas estuve otra vez en el pasillo luminoso y redondo del teatro, cuando nuevas corrientes, más fuertes que yo, me apartaron de esto. Un anuncio flameaba llamativo ante mis ojos: Maravillosa doma del lobo estepario.

 

Una pluralidad de sentimientos excitó dentro de mí esta inscripción; toda clase de angustias y de violencias de mi vida anterior, de la abandonada realidad, me oprimieron el corazón. Con mano temblorosa abrí la puerta y entré en una barraca de feria, allí vi una verja de hierro que me separaba del mísero escenario. Y en éste estaba un domador, un hombre de aspecto algo charlatán y pretencioso, el cual, a pesar del bigote grande, los brazos de abultados músculos y del traje de circo, se me parecía a mí mismo de un modo muy ladino y antipático. Este hombre forzudo conducía -espectáculo deplorable- de una cadena como a un perro a un lobo grande, hermoso, pero terriblemente demacrado y con una mirada de esclava timidez. Y resultaba tan repulsivo como interesante, tan feo y a la vez tan íntimamente divertido, ver a este hombre brutal presentar a la fiera tan noble, y al propio tiempo tan ignominiosamente sumisa, en una serie de trucos y escenas sensacionales.

 

El hombre aquel, mi maldita caricatura, había amaestrado a su lobo ciertamente de una manera portentosa. El animal obedecía atentamente a toda orden, reaccionaba como un perro a todo grito y zumbido de látigo, caía de rodillas, se hacía el muerto, imitaba a las personas, llevaba en sus fauces, obediente y gracioso, un panecillo, un huevo, un pedazo de carne, una cestita; es más, tenía que cogerle del suelo al domador el látigo que aquél había dejado caer y llevárselo en la boca, moviendo el rabo a la par con una zalamería insoportable. Le pusieron delante un conejo y luego un cordero blanco, y aunque es verdad que enseñaba los dientes y se le caía la baba con ávido temblor, no osó, sin embargo, tocar a ninguno de los animales, sino que a la voz de mando saltaba con elegante destreza por encima de ellos, que temblorosos estaban agazapados en el suelo, y hasta se echó entre el conejo y el cordero, abrazó a ambos con las patas de delante, formando con ellos un tierno grupo de familia. Y, además, comía de la mano del hombre una tableta de chocolate. Era un tormento presenciar hasta qué grado tan fantástico había aprendido este lobo a renegar de su naturaleza, y con todo ello, a mí se me ponían los pelos de punta.

 

De este tormento fue, sin embargo, compensado el agitado espectador en la segunda parte de la representación. En efecto, después de desarrollar aquel refinado programa de doma, y una vez que el domador se hubo inclinado triunfante con dulce sonrisa sobre el grupo del cordero y el lobo, se tornaron los papeles. El domador, parecido a Harry, puso de pronto su látigo con una reverencia a los pies del lobo y empezó a temblar, a encogerse y a adquirir un aspecto miserable, igual que antes la bestia. Pero el lobo se relamía riendo, el espasmo y la hipocresía se esfumaron, su mirada brillaba, todo su cuerpo adquirió vigor y floreció en su recuperada fiereza.

 

Y ahora era el lobo el que mandaba, y el hombre tenía que obedecer. A una orden cayó el hombre de rodillas; hacia el lobo, dejaba caer la lengua colgando; con los dientes empastados se arrancaba los vestidos del cuerpo. Iba marchando con dos o con cuatro pies, según lo ordenaba el domador; imitaba al hombre, se hacía el muerto,

 

dejaba al lobo que cabalgara encima de él, iba detrás llevándole el látigo. Servil, inteligente, acomodaba su fantasía a toda humillación y a toda perversidad. Una bella muchacha vino a la escena, se acercó al hombre domesticado, acarició su barbilla, puso su cara junto a la de él, pero éste continuaba a cuatro patas, seguía siendo bestia, movió la cabeza y empezó a enseñarle los dientes a la hermosa muchacha, al final tan amenazador y lobuno, que ella huyó. Le trajeron chocolate, que despectivamente olisqueó y tiró a un lado. Y, por último, volvieron a sacar al cordero blanco y al conejo gordo y con manchas albas, y el dócil hombre dio de sí todo lo que sabía y representó el papel de lobo que era un encanto. Con los dedos y con los dientes agarró a los animalitos que no cesaban de chillar, les sacó tiras de pellejo y de carne, masticó, haciendo muecas, su carne viva, y bebió con delectación, ebrio y cerrando los ojos de gusto, su sangre caliente.

 

Espantado, salí huyendo por la puerta. Vi que este teatro mágico no era un puro paraíso, todos los infiernos se ocultaban bajo su linda superficie. Oh, Dios, ¿es que aquí tampoco había redención? Atemorizado, corrí de un lado para otro; notaba en la boca el gusto a sangre y el gusto a chocolate, lo uno tan repugnante como lo otro; deseaba ardientemente escapar de este turbulento oleaje; luché con fervor dentro de mí mismo por imágenes más agradables y más llevaderas. «¡Oh, amigos; no estos acordes!», resonaba dentro de mí, y con espanto me acordé de aquellas tremendas fotografías del frente, que se habían visto a veces durante la guerra, de aquellos montones de cadáveres apelotonados unos contra otros, cuyos rostros estaban transformados en sarcásticas muecas infernales por efecto de las caretas contra los gases. Cuán necio e infantil había sido yo entonces, yo, un enemigo de la guerra, con ideas filantrópicas, al indignarme por aquellos cuadros. Hoy sabía que ningún domador, ningún ministro, ningún general, ningún loco era capaz de incubar en su cerebro ideas e imágenes, que no vivieran tan espantosas, tan salvajes y perversas, tan bárbaras y tan insensatas dentro de mí mismo.

 

Al tomar aire para respirar me acordé de aquella inscripción, tras de la cual había visto antes, al empezar el teatro, correr tan impetuosamente al lindo mozalbete, de aquella inscripción que decía:

Todas las muchachas son tuyas.

 

y me pareció que en fin de cuentas no había realmente nada tan codiciable como esto. Contento por poder abandonar de nuevo al maldito mundo lobuno, entré.

 

Extraño -tan encantador y a la vez tan hondamente familiar, que me horrorizó- me salió al paso aquí el aroma de mi juventud, la atmósfera de mis años de niño y de adolescente, y por mi corazón volvió a correr la sangre de entonces. Lo que acababa de hacer y de pensar y de ser, se derrumbó detrás de mí, y volví a ser joven. Hacía una hora todavía, hacía unos momentos, había creído saber muy bien lo que era amor, lo que eran deseos y anhelos; pero todo ello habían sido amor y anhelos de un viejo. Ahora era joven otra vez, y lo que sentía dentro de mí, este ardiente fuego vivo, este afán atrayente y poderoso, esta pasión disolvente como el viento de deshielo en el mes de marzo, era joven, nuevo y puro. ¡ Oh, cómo se inflamaban otra vez los fuegos olvidados, cómo resonaban hinchados y graves los tonos de antaño, cómo flameaba hirviente en la sangre, cómo gritaba y cantaba dentro de mi alma! Yo era un muchacho, de quince o dieciséis años; mi cabeza estaba llena de latín y griego y de hermosos versos; mis pensamientos, llenos de afán y de ambición; mis fantasías, llenas de ensueños artísticos; pero mucho más hondo, más fuerte y más terrible que todos estos fuegos abrasadores ardía y se agitaba dentro de mí el fuego del amor, el hambre sexual, el presentimiento devorador de la voluptuosidad.

 

Me encontré en pie sobre una roca dominando a mi pequeña ciudad natal; olía a viento de primavera y a las violetas tempranas; desde allí arriba se podía ver el reflejo del río al salir de la ciudad, y se veían también las ventanas de mi casa paterna, y todo ello miraba, resonaba y olía tan armoniosamente, tan nuevo y tan extasiado ante la creación, irradiaba con colores tan acusados y ondeaba al viento primaveral de modo tan sublime y transfigurado, como yo había visto al mundo en otro tiempo durante las horas más plenas y poéticas de mi primera juventud. En pie sobre la colina, sentía al viento acariciarme el largo cabello; con mano vacilante, perdido en amoroso anhelo soñador, arranqué del arbusto que empezaba a verdear un capullo nuevo medio abierto, lo estuve examinando, lo oh (y ya al olerlo se me volvió a aparecer ardiente todo lo de antes), después cogí jugando la pequeña florecilla verde entre mis labios, que aún no habían besado a ninguna muchacha, y empecé a mordisquearía. Y a este sabor fuerte y de amargo aroma me di cuenta de pronto con exactitud de lo que pasaba por mí: todo estaba allí otra vez. Volví a vivir una hora de mis últimos años de adolescente, un domingo por la tarde de la temprana primavera, aquel día en el cual en mi paseo solitario encontré a Rosa Kreisler y la saludé tan tímidamente y me enamoré de ella sin remedio...

 

En aquella ocasión había estado yo contemplando lleno de expectación temerosa a la hermosa muchacha que venía subiendo la montaña, sola y ensoñadora, y aún no me había visto; había mirado su cabello recogido en grandes trenzas y que, sin embargo, tenía a ambos lados de la cara bucles sueltos que jugueteaban y ondeaban al viento.

 

Había visto, por vez primera en mi vida, qué hermosa era esta muchacha, qué hermoso y fantástico este jugueteo del viento en su cabello delicado, qué hermosa e incitante la caída de su fino vestido azul sobre los miembros juveniles, y lo mismo que me había saturado el dulce y tímido placer y la angustia de la primavera con el sabor a especies amargas del capullo masticado, así también a la vista de la muchacha se apoderó de mí toda la concepción mortal del amor, la intuición de lo femenino, el presentimiento arrollador y emotivo de posibilidades y promesas enormes, de indecibles delicias, de turbaciones, temores y sufrimientos imaginables, de la más íntima redención y del más hondo sentido de la culpa. ¡Oh, cómo me quemaba la lengua el acre sabor de la primavera! ¡Oh, cómo soplaba el viento juguetón por entre el cabello suelto junto a sus mejillas encarnadas! Luego llegó muy cerca de mí, levantó los ojos y me reconoció, enrojeció suavemente un instante y volvió la vista; después la saludé yo con mi primer sombrero de hombre, y Rosa, repuesta en seguida, saludó un poco señoril y circunspecta, con la cara levantada, y pasó lentamente, serena y con aire de superioridad, envuelta en los miles deseos amorosos, anhelos y homenajes que yo le enviaba.

 

Así había sido en otro tiempo, un domingo, hace treinta y cinco años, y todo lo de entonces había vuelto en este instante: la colina y la ciudad, el viento primaveral y el aroma de capullo, Rosa y su cabello castaño, anhelos inflamados y dulces angustias de muerte. Todo era como antaño, y me parecía que jamás había vuelto a querer en mi vida como entonces quise a Rosa. Pero esta vez me había sido dado recibirla de otro modo que en aquella ocasión. Vi cómo se ponía encarnada al reconocerme, vi su esfuerzo para ocultar su turbación y comprendí al punto que le gustaba, que para ella este encuentro significaba lo mismo que para mí. Y en lugar de quitarme otra vez el sombrero y quedarme descubierto e inmóvil hasta que hubiera pasado, ahora, a pesar del temor y del azoramiento, hice lo que la sangre me mandaba hacer, y exclamé: «¡Rosa! Gracias a Dios que has llegado, hermosa, hermosísima muchacha. ¡Te quiero tanto!» Esto no era acaso lo más espiritual que en aquel momento pudiera decirse, pero aquí no hacía falta ninguna el espíritu, bastaba aquello perfectamente. Rosa se detuvo, me miró y se puso aún más encarnada que antes, y dijo: «Dios te guarde, Harry. ¿De veras me quieres?» Y al decir esto, brillaban de su cara vigorosa los ojos oscuros, y yo me di cuenta: toda mi vida y mis amores pasados habían sido falsos y difusos y llenos de necia desventura desde el momento en que aquel domingo había dejado marchar a Rosa. Pero ahora se corregía el error, y todo se hacía de otra manera, se haría todo bien.

 

Nos cogimos de las manos y así seguimos andando despacio, indefectiblemente felices, muy azorados; no sabíamos lo que decir ni lo que hacer; por azoramiento empezamos a correr más de prisa, nos pusimos a trotar hasta que nos quedamos sin aliento y hubimos de pararnos; pero sin soltarnos de la mano. Aún estábamos los dos en la niñez y no sabíamos bien lo que hacernos el uno con el otro; aquel domingo no llegamos siquiera a un primer beso, pero fuimos enormemente felices. Nos quedamos parados y respiramos, nos sentamos en la hierba y yo acaricié su mano, y ella me pasó tímidamente la otra suya por el cabello, y luego nos volvimos a levantar y medimos cuál de los dos era más alto, y, en realidad, era yo un dedo más alto, pero no quise reconocerlo, sino que hice constar que éramos exactamente iguales y que Dios nos había determinado aluno para el otro, y más tarde habríamos de casarnos. Luego dijo Rosa que olía a violetas, y nos pusimos de rodillas sobre la pequeña hierba primaveral y buscamos y encontramos un par de violetas con el tallo muy corto, y cada uno regaló al otro las suyas, y cuando refrescó y la luz caía ya oblicua sobre las rocas, dijo Rosa que tenía que regresar a su casa, y entonces nos pusimos los dos muy tristes, pues acompañarla no podía; pero ya teníamos ambos un secreto entre los dos, y esto era lo más delicioso que poseíamos. Yo me quedé arriba entre las rocas, aspiré el perfume de las violetas de Rosa, me tumbé en el suelo al borde de un precipicio, con la cara sobre el abismo y estuve mirando hacia abajo a la ciudad y atisbando hasta que su dulce y pequeña figura apareció allá muy abajo y pasó presurosa junto al pozo y por encima del puente. Y entonces ya sabía que había llegado a la casa de su padre, y que andaba allí por las estancias, y yo estaba tendido aquí arriba lejos de ella, pero de mí hasta ella corría un lazo, se extendía una corriente, flotaba un secreto.

 

Volvimos a vernos acá y allá, sobre las rocas, junto a las bardas del jardín, durante toda esta primavera, y, cuando las lilas empezaban a florecer, nos dimos el primer tímido beso. Pero era lo que nosotros, niños, podíamos darnos, y nuestro beso era todavía sin ardor ni plenitud, y sólo muy suavemente me atreví a acariciar los sueltos tirabuzones al lado de sus orejas, pero todo era nuestro, todo aquello de que éramos capaces en amor y alegría; y con todo tímido contacto, con toda frase de amor sin madurar, con toda temerosa espera, aprendíamos una nueva dicha, subíamos un pequeño peldaño en la escala del amor.

 

Así volví a vivir otra vez, bajo estrellas más venturosas, toda mi vida de amoríos, empezando por Rosa y las violetas. Rosa se esfumó y apareció Irmgard, y el sol se hacía más ardiente, las estrellas más embriagadoras, pero ni Rosa ni Irmgard llegaron a ser mías; peldaño a peldaño hube de ir ascendiendo, hube de vivir muchas cosas, aprender mucho, tuve que volver a perder a Irmgard también y también a Ana. Volví a querer a todas las muchachas a las que había querido antaño en mi juventud, pero a cada una de ellas podía inspirar amor, a todas podía darles algo, de todas y cada una podía recibir una dádiva. Deseos, sueños y posibilidades, que antes solamente en mi fantasía habían vivido, eran ahora realidad y tomaron vida. ¡Oh, vosotras todas las flores fragantes, Ida y Lore, vosotras todas, a las que en otro tiempo amé todo un verano, un mes entero, un día!

 

Comprendí que yo ahora era el lindo y ardiente jovenzuelo, al que sabía visto correr poco antes hacia la puerta del amor, que yo ahora dejaba vivir y crecer a este trozo de mi persona, a este pedazo de mi naturaleza y de mi vida, que sólo llenaba una décima, una milésima parte de ella, libre de todas las otras figuras de mi yo, no turbado por el pensador, no martirizado por el lobo estepario, sin cohibir por el poeta, por el soñador, por el moralista. No; ahora no era yo sino amador, no respiraba ninguna otra ventura ni ninguna otra pena que la del amor. Ya Irmgard me había enseñado a bailar, Ida a besar, y la más hermosa, Emma, fue la primera que en una tarde de otoño, bajo el follaje de los olmos mecidos por el viento, me dio a besar sus pechos morenos y a beber el cáliz del placer.

 

Muchas cosas viví en el pequeño teatro de Pablo, y ni una milésima parte de ello puede expresarse con palabras. Todas las muchachas que en alguna ocasión había amado, fueron ahora mías; cada una me dio lo que sólo ella podía dar; a cada una le di yo lo que sólo ella podía tomar de mi. Mucho amor, mucha ventura, mucha voluptuosidad, mucho desasosiego también y desazón me fue dado a gustar; todo el amor desperdiciado de mi vida floreció de una manera encantadora en mi jardín durante esta hora de ensueño: castas flores delicadas, vivas flores ardientes, oscuras flores en trance de marchitez, llameante voluptuosidad, tiernos delirios, igníferas melancolías, angustiosos desfallecimientos, radiante renacer. Hallé mujeres, a las que sólo apresuradamente y en raudo torbellino se podía conquistar, y otras, a las que era delicioso pretender durante mucho tiempo y con ternura; volvió a surgir de nuevo todo rincón incierto de mi vida, en el que alguna vez, aunque sólo hubiera sido por un minuto, me llamara la voz del sexo, me inflamara una mirada femenina, me sedujera el resplandor de una piel nacarada de mujer, y ahora se ganaba todo el tiempo perdido.

 

Todas fueron siendo mías, cada una a su manera. Allí estaba la señora con los ojos extraños, hondamente oscuros bajo el cabello claro como el lino, junto a la cual estuve un día durante un cuarto de hora al lado de la ventana en el pasillo de un tren expreso y que después muchas veces se me había aparecido en sueños; no hablaba una palabra, pero me enseñó artes eróticas insospechadas, tremendas, mortales. Y la china lisa y silenciosa del puerto de Marsella, con su sonrisa de cristal, el cabello negro como el azabache y laso y los ojos flotantes; también ella sabía cosas inauditas. Cada una tenía su secreto, exhalaba el aroma de su tierra natal, besaba y reía a su manera, tenía su modo especial de ser pudorosa y su modo especial de ser impúdica. Venían y se marchaban, la corriente me las traía, me arrastraba hacia ellas, me apartaba, era un flotar juguetón e infantil en el flujo del sexo, lleno de encanto, lleno de peligros, lleno de sorpresas. Y me asombré de cuán rica en amoríos, en propicios instantes, en redenciones había sido mi vida, mi vida de lobo estepario aparentemente tan pobre y sin cariño. Había desperdiciado y evitado casi todas las ocasiones, había pasado por encima de ellas, las había olvidado inmediatamente; pero aquí estaban todas guardadas, sin que faltara una, a centenares. Y ahora las vi, me entregué a ellas, les abrí mi pecho, me hundí en su abismo vagamente rosado. También volvió aquella tentación que Pablo un día me brindara, y otras, anteriores, que en su época yo ni siquiera comprendía del todo, jugueteos fantásticos entre tres y cuatro personas me arrastraron sonrientes en su cadencia. Muchas cosas sucedieron, muchos juegos se jugaron que no son para expresarlos con palabras.

 

Del torrente infinito de seducciones, de vicios, de complicaciones, volvía yo a surgir callado, tranquilo, animado, saturado de ciencia, sabio, con gran experiencia, maduro para Armanda. Como última figura en mi mitología de miles de seres, como último nombre en la serie inacabable, surgió ella, Armanda, y al punto recobré la conciencia y puse fin al cuento de amor, pues a ella no quería encontrarla yo aquí en el claroscuro de un espejo mágico, a ella no le pertenecía solamente aquella figura aislada de mi ajedrez, le pertenecía el Harry entero. ¡Oh!, yo reconstruiría ahora mi juego de figuras, con el fin de que todo se refiriera a ella y caminara hacia la realización.

 

El torrente me había arrojado a la playa, y de nuevo me encontré en el silencioso pasillo del teatro. ¿Qué hacer ahora? Fui a sacar las figurillas de mi bolsillo, pero al momento se desvaneció el impulso. Inagotable, me rodeaba este mundo de las puertas, de las inscripciones, de los espejos mágicos. Inconscientemente leí el letrero más cercano y me horrorice.

 

Cómo se mata por amor.    decía allí. Con un rápido estremecimiento se alzó por un segundo dentro de mí la imagen de un recuerdo: Armanda junto a la mesa de un restaurante, abstraída un momento del vino y de los manjares y perdida en un diálogo sin fondo, con una terrible serenidad en la mirada, cuando me dijo que sólo iba a hacer que me enamorara de ella, para ser muerta por mi mano. Una pesada ola de angustia y de tinieblas pasó sobre mi corazón; de repente volví a sentir de nuevo en lo más íntimo de mi ser la tribulación y la fatalidad. Desesperado, metí la mano al bolsillo para sacar las figuras y hacer un poco de magia y permutar el orden de mi tablero. Ya no estaban las figuras. En vez de las figuras saqué del bolsillo un puñal. Con angustia de muerte me puse a correr por el pasillo, pasando por delante de las puertas; me paré de pronto frente al espejo gigantesco, y me miré en él. En el espejo estaba, como yo de alto, un hermoso lobo enorme, estaba quieto, relampagueaba recelosa su mirada intranquila. Flameante, me guiñaba los ojos, reía un poco, de modo que al entreabrir por un momento las fauces, se podía ver la lengua encarnada.

 

¿Dónde estaba Pablo? ¿Dónde estaba Armanda? ¿Dónde estaba el tipo inteligente que había charlado de modo tan delicioso de la reconstrucción de la personalidad?

 

De nuevo miré al espejo. Yo había estado tonto. Detrás del alto cristal no había lobo ninguno que estuviera dando vueltas a la lengua dentro de la boca. En el espejo estaba yo, estaba Harry, con su rostro gris, abandonado de todos los juegos, fatigado de todos los vicios, horriblemente pálido, pero de todos modos, un hombre, de todos modos alguien, con quien poder hablar.

 

-Harry -dije-, ¿qué haces ahí?

 

-Nada -dijo el del espejo-. No hago más que esperar. Espero a la muerte.

 

-¿Y dónde está la muerte? -pregunté.

 

-Ya viene -dijo el otro.

 

Y a través de las estancias vacías del interior del teatro oí resonar una música hermosa y terrible, aquella música del Don Juan, que acompaña la salida del convidado de piedra. Horribles retumbaban los compases de hielo por la casa espectral, procedentes del otro mundo, de los inmortales.

 

¡Mozart! -pensé, evocando con ello las imágenes más amadas y más sublimes de mi vida anterior.

 

Entonces se oyó detrás de mí una carcajada, una carcajada clara y glacial, surgida de un mundo de sufrimientos y de humorismo de dioses que los hombres desconocían. Di media vuelta, con la sangre helada y como transportado a otras esferas por aquella risa, y entonces llegó andando Mozart, cruzó sonriente a mi lado, se dirigió sereno y con paso menudo a una de las puertas de los palcos, la abrió y entró, y yo seguí ávido al dios de mi juventud, al perenne ideal de mi amor y veneración. La música seguía sonando.

 

Mozart estaba junto a la barandilla del palco; del teatro no se veía nada, tinieblas llenaban el espacio sin límites.

 

-¿Ve usted? -dijo Mozart-. Nos podemos pasar sin saxofón.

 

Aunque yo, ciertamente, no quisiera acercarme mucho a este famoso instrumento.

 

-¿Dónde estamos? -pregunté.

 

-Estamos en el último acto del Don Juan. Leporrello está ya de rodillas. Una escena magnífica, y hasta la música se puede oír, vaya. Aun cuando tiene todavía toda clase de matices humanos dentro de si, se manifiesta ya el otro mundo, la risa, ¿no?

 

-Es la última música grande que se ha escrito -dije solemnemente, como un profesor-. Ciertamente que vino todavía Schubert, que vino después Hugo Wolf, y tampoco debo olvidar al pobre y magnífico Chopin. Arruga usted la frente, maestro. ¡Oh, desde luego!

 

También está ahí Beethoven, también él es maravilloso. Pero todo esto, por muy hermoso que sea, tiene ya algo de fragmentario en sí mismo, de disolvente; una obra tan perfectamente acabada no se ha vuelto a hacer ya por los hombres desde el Don Juan.

 

-No se esfuerce usted -reía Mozart de una manera terriblemente burlona-. ¿Usted mismo es seguramente músico, por lo visto? Bueno, yo ya he dejado la profesión; ya estoy retirado. Sólo por broma me dedico todavía alguna vez al oficio.

 

Levantó las manos como si estuviera dirigiendo, y una luna, o un astro pálido por el estilo, salió en alguna parte; por encima de la barandilla extendí la vista sobre inmensos abismos espaciales, nubes y nieblas cruzaron por ellos, tenuemente se divisaban los montes y las playas; debajo de nosotros se extendía inmensa una llanura semejante al desierto. En esta llanura vimos a un anciano de aspecto venerable con luenga barba, el cual, con cara melancólica, iba conduciendo una enorme procesión de varias decenas de millares de hombres vestidos de negro. Parecía afligido y sin esperanza, y Mozart dijo:

 

-Vea usted: ése es Brahms. Va en pos de la redención, pero aún le queda un buen rato.

 

Supe que los millares de enlutados eran todos los artistas de las voces y notas puestas de más en sus partituras, según el juicio divino.

 

- Excesiva instrumentación, demasiado material desperdiciado-asintió Mozart.

 

E inmediatamente vimos caminar, a la cabeza de otro ejército tan grande, a Ricardo Wagner, y sentimos cómo los millares de taciturnos acompañantes lo abrumaban; cansino y con resignado andar, lo vimos arrastrarse a él también.

 

-En mi juventud -observé con tristeza- pasaban estos dos músicos por lo más antitético imaginable.

 

Mozart se echó a reír.

 

-Sí, eso pasa siempre. Vistos desde alguna distancia, suelen ir pareciéndose cada vez más estos contrastes. Por otra parte, la excesiva instrumentación no fue defecto personal de Wagner ni de Brahms, fue de su tiempo.

 

- ¿ Cómo? ¿Y por qué han de hacer una penitencia tan tremenda?-exclamé en tono de acusación.

 

-Naturalmente. Son los trámites. Sólo cuando hayan lavado la culpa de su tiempo, se demostrará si queda algo personal todavía que valga la pena hacer el balance.

 

-Pero ninguno de los dos tiene la culpa.

 

-Naturalmente que no. Tampoco tiene usted la culpa de que Adán devorara la manzana, y, sin embargo, ha de purgarlo también.

 

-Pero eso es terrible.

 

-Es verdad; la vida es siempre terrible. Nosotros no tenemos la culpa y somos responsables, sin embargo. Se nace y ya es uno culpable. Usted tiene que haber recibido una mediana enseñanza de Religión, si no sabe esto.

 

Me había ido sumiendo en un estado de ánimo verdaderamente lastimoso. Me veía a mí mismo, un peregrino muerto de cansancio, caminar errante por los desiertos del más allá, cargado con los muchos libros inútiles que había escrito, con todos los ensayos, con todos los folletones, seguido del ejército de cajistas que habían tenido que trabajar en ellos, del ejército de lectores que habían tenido que tragarse toda mi obra. ¡Dios mío! Y Adán, y la manzana, y toda la restante culpa hereditaria estaban además allí. Es decir, que todo esto había que purgarlo, purgatorio infinito, y entonces surgiría la cuestión de si detrás de todo esto existía todavía algo personal, algo propio, o si todo mi trabajo y sus consecuencias no eran más que espuma vacía sobre la superficie del mar, juego sin sentido no más en el torrente de los sucesos.

 

Mozart empezó a reír con estrépito, cuando vio mi cara larga. De risa daba saltos en el aire y empezó a hacer cabriolas con las piernas. Luego me gritó a la cara:

 

-Je, hijo mío, te estás haciendo un lío, y no dices ni pío. ¿Piensas en tus lectores, sufridos pecadores, los ávidos roedores? ¿Piensas en tus cajistas y linotipistas, herejes y anabaptistas, cizañeros y trapisondistas, y no más que medianos artistas? Me da mucha risa tu angustia imprecisa, tu torpe sonrisa; ¡es para morirse de risa y como para hacérselo en la camisa! Veo tu lucha incruenta, con la tinta de imprenta, con tu pena violenta, y por evitarte la afrenta, aunque sea una broma tremenda, voy a hacerte de un cirio la ofrenda. ¡Vaya un galimatías que te has armado; te sientes en ridículo, desgraciado, y estás en evidencia y condenado y ante tus propios ojos menospreciado!

 

No sabes lo que hacer ni qué emprender. Con Dios logres quedarte, pero el diablo vendrá a llevarte, y a zurrarte y a apalearte, por tu literatura y arte, como que todo lo has apandado en cualquier parte.

 

Esto, en cambio, era ya demasiado fuerte para mí, la ira no me dejaba tiempo de seguir entregado a la melancolía. Cogí a Mozart por la trenza, salió volando, la trenza se fue estirando como la cola de un cometa, en cuyo extremo colgaba yo, y fui lanzado a dar vueltas por el mundo. ¡Diablo, hacía frío en este mundo! Estos inmortales aguantaban un aire helado horrorosamente tenue. Pero daba gusto este aire de hielo.

 

Me di cuenta de ello en los breves segundos antes de perder el sentido. Me invadió una alegría amarga y punzante, reluciente como el acero y helada, una gana de reír tan clara y fieramente, y de modo tan supraterreno, como lo había hecho Mozart. Pero en el mismo instante me quedé sin hálito y sin conocimiento.

 

Confuso y maltrecho volví en mí, la luz blanca del pasillo se reflejaba en el suelo brillante. No me encontraba entre los inmortales, todavía no. Seguía estando aún al lado de acá, con los enigmas, los sufrimientos, los lobos esteparios, las complicaciones atormentadoras. No era un buen lugar, no era una mansión agradable. A esto había que ponerle término.

 

En el gran espejo de la pared estaba Harry frente a mí. No tenía buen aspecto, no tenía un aspecto muy diferente del de aquella noche de la visita al profesor y del baile en el Águila Negra. Pero de esto hacía mucho tiempo, años, siglos. Harry se había hecho viejo, había aprendido a bailar, había visitado teatros mágicos, había oído reír a Mozart, ya no tenía miedo de bailes, de mujeres ni de navajas. Hasta una inteligencia mediana adquiere madurez si ha andado correteando un par de siglos. Mucho tiempo estuve mirando a Harry en el espejo; aún lo conocía bien, aún seguía pareciéndose un poquito al Harry de quince años, que un domingo de marzo se encontró entre las peñas a Rosa y se quitó ante ella su primer sombrero de hombre.

 

Y, sin embargo, desde entonces había envejecido unos cuantos cientos de años, se había dedicado a la música y a la filosofía hasta hartarse, había bebido vino de Alsacia en el «Casco de Acero» y había discutido acerca de Krichna con honrados eruditos, había amado a Erica y a María, se había hecho amigo de Armanda, y disparado a los automóviles, y dormido con la escurrida chinita, había encontrado a Goethe y a Mozart, y hecho algunos desgarrones en la red, que aún lo apresaba, del tiempo y de la aparente realidad. Y si había vuelto a perder sus lindas figuras de ajedrez, tenía en cambio un buen puñal en el bolsillo. ¡Adelante, viejo Harry, viejo y cansado compañero!

 

¡Ah, diablo, qué amarga sabía la vida! Escupí a la cara al Harry del espejo, le di un golpe con el pie y lo hice añicos. Lentamente fui dando la vuelta por el pasillo, que resonaba a mis pisadas, observé con atención las puertas que tantas lindezas habían prometido; ya no había inscripción en ninguna. Despacio fui recorriendo todas las cien entradas del teatro mágico. ¿No había estado yo en un baile de máscaras? Cien años habían transcurrido desde entonces. Pronto ya no habrá años. Algo había que hacer aún.

 

Armanda estaba esperando. Iba a ser una boda singular. En una ola sombría iba yo nadando, llevado por la tristeza, yo esclavo, yo lobo estepario. ¡Ah, demonio!

 

Ante la última puerta me quedé parado. Allí me había llevado la ola de melancolía.

 

¡Oh, Rosa; oh, juventud lejana; oh, Goethe y Mozart!

 

Abrí. Lo que encontré al otro lado de la puerta fue un cuadro sencillo y hermoso.