Bestiario
de Julio Cortázar

Bestiario

 

 

Autor: Julio Cortázar

 

Fuente: pendientedemigración.ucm

 

 

Bestiario es el primer libro de cuentos de Julio Cortázar. En él es ya claramente visible la tendencia que marcará la literatura cortazariana hacia lo fantástico pero de un modo original, porque no sólo se presentará ese registro en lo temático o en los sucesos narrados sino que también estará reforzado desde lo discursivo y desde la estructura misma de los relatos.

 

El libro presenta ocho relatos que comparten una serie de características comunes. Durante la lectura de cada uno de ellos, el lector percibe dos hilos que se entrecruzan: lo que dice el relato de forma explícita, aquello que sucede y por otro lado, aquello que percibimos primero inconcientemente, pero que hacia el final se va haciendo cada vez más fuerte y termina por emerger para dejarnos totalmente estupefactos y descolocados. Esto último es lo que no está dicho, lo latente que corre por debajo del relato... quizá esto se pueda comparar al agua que corre por debajo de un puente, de forma continua. Si como lectores avezados, descubrimos este movimiento bilineal del texto podremos disminuir el efecto, analizando de qué formas y con qué recursos está logrado; pero enfrentarse a estos relatos a través de una lectura ingenua es sentirse amenazado, atacado por una incertidumbre, por un “algo” extraño, que si bien está dentro del texto parece que nada impide que de un momento a otro salte afuera y se encuentre en el mundo “real”, cotidiano o en el lector mismo, precipitándolo al abismo.

 

Se instaura, entonces, una lógica propia y original que rompe con la lógica tradicional para crear justamente esta sensación de vacío abismal en un mundo nuevo donde el lector es incluido como habitante. Si reparamos en cada uno de los relatos veremos que el tradicional orden causa-efecto no funciona desde la racionalidad: ¿Cuál es la causa de que el narrador de “Carta a una señorita en París” vomite conejitos? No lo sabemos. Ni siquiera él mismo lo sabe, pero tampoco se lo pregunta: sólo lo incorpora a la vida cotidiana como un hecho normal:

 

“naturalmente uno no va a ponerse a explicarle a la gente que de cuando en cuando vomita un conejito. Como siempre me ha sucedido estando a solas... de cuando en cuando se me ocurre vomitar un conejito. No es razón para no vivir en cualquier casa, no es razón para que uno tenga que avergonzarse y estar aislado y andar callándose” (23).

 

Por otro lado, ¿qué produce la generación cada vez más abundante de conejitos? El narrador afirma: “me duele ingresar en un orden cerrado, construido ya hasta en las más finas mallas del aire... Me es amargo entrar en un ámbio donde alguien que vive bellamente lo ha dispuesto todo como una reiteración visible de su alma” (21). El supuesto orden “racional” del departamento de Andrée perturba y desordena la vida del protagonista. Y cuando la situación se descontrola decide matarlos, pero no puede. El orden del “mundo de los conejos” comienza a imponerse. De a poco estos animales van invadiendo la vida del personaje hasta que éste en su interior no encuentra otra alternativa que el suicidio, dando cierre a un proceso donde la racionalidad y la lógica tradicional no están presentes, donde las “leyes de los conejos” terminan dominando la vida del hombre: “... llenaron de pelos la alfombra y también gritaron, estuvieron en círculos bajo la luz de la lámpara, en círculos y como adorándome... He querido en vano sacar los pelos que estropean la alfombra...” (34).

 

Se presentan, de este modo, dos mundos antagónicos: el cotidiano, real, y el otro inexplicable, inasible, extraño, siniestro. Observemos, por ejemplo, “Casa tomada”. Por un lado, la vida rutinaria, ociosa, aparentemente tranquila y sin sobresaltos de dos hermanos; y de pronto, la invasión de algo extraño, misterioso, indeterminado y, a la vez, esperado y aceptado por los protagonistas. Es un “de repente” y el cambio de tiempo verbal (del pretérito imperfecto al pretérito perfecto simple) el que anticipa la inminencia de un suceso que suspenderá la cotidianeidad que se describió antes:

 

“Irene y yo vivíamos siempre en esta parte de la casa, casi nunca íbamos más allá de la puerta de roble, salvo para hacer la limpieza...” (14)

 

“Lo recordaré siempre con claridad porque fue simple y sin circunstancias inútiles. Irene estaba tejiendo en su dormitorio, eran las ocho de la noche y de repente se me ocurrió poner al fuego la pavita del mate...

 

- Tuve que cerrar la puerta del pasillo. Ha tomado la parte del fondo.

 

Dejó caer el tejido y me miró con sus graves ojos cansados.

 

- ¿Estás seguro?

 

Asentí” (15).

 

Estos mundos se oponen por su constitución diversa, pero se entrecruzan en la vida y en el interior de los personajes mismos. No se trata de un maniqueísmo donde bien y mal luchan en polos opuestos: aquí esos opuestos se combinan y se mezclan para desestabilizar la lectura y descolocar al lector.

 

Para comenzar el análisis, es necesario reparar en el sentido del título que reúne estos ocho relatos. De acuerdo a la ruptura de diversas categorías, la seguridad del lector recibe la primera estocada en el título del libro, Bestiario. No resulta para nada tranquilizador entrar en un mundo en el cual suponemos que sus principales personajes son “bestias” en los diversos sentidos que puede tomar la palabra. Y más desconcertante resulta cuando empezamos a leer y las supuestas bestias no aparecen. Se plantea entonces la pregunta: ¿Cuál es la relación entre el nombre del volumen y los relatos que lo componen? La polisemia de la palabra nos conduce en diversas direcciones. Nos encontramos así ante una serie de gradaciones:

 

1) De la ausencia de animales en “Casa tomada”, donde lo bestial es lo indeterminado, un “algo” imposible de definir, a la creciente incorporación de animales que podríamos calificar como «tiernos» pero que se vuelven bestiales (como los conejitos, las manscuspias o las hormigas); de animales que son bestiales (como el tigre) a personajes que se asemejan a animales bestiales (como la masa de “Ómnibus”, los bailarines de “Las puertas del cielo” o los mismos personajes de “Bestiario”).

 

2) De “lo-otro-externo” que viene a perturbar la vida cotidiana de los personajes, pero que sin embargo es aceptado como algo natural, a “lo-otro-interno” que surge de los mismos personajes como aquello que estaba latente y que los hace mutar lentamente y de forma continuada hasta ser otra cosa (Isabel de “Bestiario”, la pareja de “Cefalea”, Delia de “Circe”).

 

3) Por último, las actitudes básicamente humanas van dejando lugar a actitudes bestiales y monstruosas que emergen en el actuar de los personajes y los identifica con los animales: el Nene que maltrata a Rema e Isabel que mata al Nene en “Bestiario”, el colectivero que al parecer quiere atacar al pasajero en “Ómnibus”, Mario y su impulso a ahorcar a Delia en “Circe”, los bailarines que se asimilan a monstruos para el narrador en “Las puertas del cielo”.

 

Entonces, es el título el primero en plantearnos un problema irresoluble que se irá acrecentando a medida que avancemos en la lectura.

 

Para comprender la unidad y la coherencia que recorre el libro en estos ocho relatos, es necesario analizarlos partiendo de las categorías tradicionales para ver dónde éstas se falsean y resultan insuficientes, dando paso así a la vacilación, a la ambigüedad, al terreno de lo incierto que nos mantiene en estado de alerta e inseguridad.

 

En relación a los personajes, diversos motivos se unen para dar por tierra con el personaje monolítico, seguro de sí mismo y definido de la narrativa realista de principios de siglo.

 

En principio, el motivo del doble es constitutivo en Cortázar. En él, aparece la otredad definiendo la construcción del personaje que vacila entre dos polos: yo/otro, en un vaivén que va del reconocimiento que nunca se cierra a la extrañeza radical que nunca se comprende. Esta vacilación es aceptada como algo dado y “el otro” es, para el yo, la forma de saciar una necesidad existencial: sentirse completo. Eso es lo que le sucede a Alina Reyes. En un momento “la lejana” es ajena; la siente, la conoce íntimamente sin haberla visto, pero la considera alguien distinto: “A veces sé que tiene frío, que sufre, que le pegan. Puedo solamente odiarla tanto, aborrecer las manos que le pegan...” (39). Pero de a poco, paulatinamente, “la lejana” se va haciendo más Alina y ésta que la sentía lejos, sale en su búsqueda como una necesidad. La cuestión es a la búsqueda de quién: ¿de sí misma o de la otra?: “salir en busca mía y encontrarme como ahora, porque ya he andado la mitad del puente...” (45).

 

Finalmente, la fusión es completa hacia el final del relato, cuando el narrador en tercera persona que se hace cargo de la enunciación describe las sensaciones de Alina que, de pronto, serán las de la otra (tema del doble): “Cerró los ojos en la fusión total, rehuyendo las sensaciones de fuera... Le pareció que dulcemente una de las dos lloraba. Debió ser ella porque sintió mojadas las mejillas...” (50).

 

Y el intercambio se produce para dejarnos en un estado de asombro y desconcierto aún mayores: ¿quién es quién? ¿dónde quedó Alina? ¿realmente ha sucedido o son fantasías de la imaginación alienada de Alina? Nunca lo sabremos. “... Ahora sí gritó... porque yéndose camino de la plaza iba Alina Reyes lindísima en su sastre gris, el poco un poco suleto contra el viento, sin dar vuelta la cara, yéndose” (51).

 

Al respecto expresa Sosnowski: «“Lejana” presenta el desdoblamiento de un ser en dos dimensiones espaciales unidas por el dictamen de una fuerza supra-real» [1]. Más adelante, lo compara con el desdoblamiento que sufre Celina (“Las puertas del cielo”), que parece volver de la muerte como una especie de re-creación, siendo evocada en cada tango que reúne y multiplica a los “monstruos”. Ya no es un ser desdoblado en dos manifestaciones corpóreas diferentes, sino que su duplicación se da en forma sucesiva desde la vida humana hacia una vida ajena a las contingencias del tiempo y el espacio, representada en este caso en la milonga y la melodía del tango.

 

En cuanto a las relaciones que se establecen entre los personajes, también están signadas por la complejidad. Se forman parejas o tríadas de modos variados. Por ejemplo, la pareja puede aparecer sola en la escena, como en el caso de “Casa tomada” o de “Cefalea”, o también puede aparecer en relación a otros personajes, como en “Circe” o en “Ómnibus”. Como nos explica Nicolás Rosa: “Cuando la pareja se instaura por sí misma siempre engendra una ambigüedad con respecto al género permitiendo una oscilación de los sujetos (“Cefalea”) o incuba una relación también ambigua (Casa tomada), el incesto, la muerte, la presencia, el misterio, la ambivalencia sexual” [2] .

 

Las parejas se destacan por esta ambivalencia que nos impide asegurar nada acerca de ellas. Por ejemplo, en “Casa tomada”, no se explicita el hecho de que se produzca incesto entre los hermanos, pero hay elementos bordeando el texto que nos causan la sospecha, la duda de que puede llegar a ser así: “Nos oíamos respirar, toser, presentíamos el ademán que conduce a la llave del velador, los mutuos y frecuentes insomnios” (18) “Rodee con mi brazo la cintura de Irene...” (19).

 

También en “Cefalea”, la alternancia entre el uso de uno de nosotros/una de nosotros y la ausencia de precisiones de nombres o características físicas nos impide definir cuál es el género de la pareja: “Una de nosotros parece decidir personalmente que el otro irá en segunda a buscar alimento...” (86) “Uno de nosotros deberá ir ahora al pueblo, si pasa la siesta...” (88). El narrador no puede expresarse separado de esa otra persona con la que parece hacer todo al mismo tiempo y sentir exaxtamente igual. Si bien esta pareja no presenta el fenómeno del doble (como el caso de Alina y la lejana), su imbricación es tal que el límite entre ambas subjetividades comienza a borrarse y una mirada, un gesto o el propio sentimiento son indicios mucho más seguros que la palabra explícita para conocer los sentimientos del otro: “No nos sentimos bien” (72. “Entonces, la casa es nuestra cabeza, la sentimos rodeada...” (91)

 

Además, aunque están señaladas las diversas tareas que hacen “uno” y “otro”, hay dos particularidades que producen la confusión y la indeterminación: no se especifica quién hace cada cosa y la alternancia ya señalada entre uno de nosotros/una de nosotros hace muy fuerte la presencia de ambos géneros que no puede generalizarse en el masculino plural [3]: “Los policías miran los corrales, uno se tapa la nariz con el pañuelo, hace como que tose”. (86) “El otro hace estos apuntes y ya no cree en mucho” (89).

 

Encontramos otro ejemplo en “Ómnibus”. La sensación de haber violado las leyes de la masa es lo que une a estos dos desconocidos, en un perfecto entendimiento. La relación en este caso es la de dos acompañantes solidarios que se comprenden y se ayudan ante la hostilidad del medio en el cual se encuentran, pero sin llegar a confundirse. Tienen “algo” conocido que no expresan y que los une profundamente. Sin embargo, cuando pensamos que bajarán del colectivo para continuar su vida juntos, ceden a las exigencias de la masa, se compran sus respectivos ramos de flores y se introducen en sus propios mundos, separándose, siendo cada uno algo distinto y a la vez ajeno al otro: “Pero cuando siguieron andando (él no volvió a tomarla del brazo) cada uno llevaba su ramo, cada uno iba con el suyo y estaba contento” (69).

 

Cada personaje intenta adaptarse a “lo anormal” que sobrepasa y sobredetermina lo admisible, lo esperable. Lo extraño se extiende lentamente como una mancha de aceite, imparable e implacable. Se convierte así en algo que no se puede dominar y que, siendo un elemento de desborde, no deja de ser real y esto resulta aún más inquietante.

 

La categoría de narrador está fuertemente ligada a la de personaje. La mayoría de los textos presenta un narrador en primera persona; sólo algunos, se desplazan hacia una tercera persona, pero sin abandonar el punto de vista de uno de los personajes, por lo cual este desplazamiento puede ser considerado una primera persona encubierta (tema central de la discusión entre el mismo Cortázar y Ana M. Barrenechea). Con respecto a esto, Nicolás Rosa vuelve a iluminarnos con sus consideraciones: “el sujeto de la narración que se desplaza y migra en el texto cortazariano es un sujeto problemático que genera procedimientos específicos de expansión progresiva, de multiplicación itinerante y de disolución ambivalente (...)” [4].

 

El narrador pone en funcionamiento una serie de pronombres para poder situarse en relación al espacio y a los demás personajes. Esto lo observamos, por ejemplo, en la alternancia en el uso de la primera y la tercera persona y sus respectivos pronombres, presentes en “Lejana”. Se produce, de este modo, un desplazamiento a través del cual el sujeto de la enunciación se convierte paulatinamente en el objeto del discurso: en un primer momento es quien se hace cargo del texto, pero más tarde y gradualmente es el texto mismo, la escritura quien toma vida para hacerse cargo de ese narrador-personaje. Por lo tanto, la categoría de narrador no se presenta de un modo monolítico, ni gobierna el mundo textual. Su aparente objetividad no hace más que acentuar el contraste entre lo cotidiano y lo extraño y la ambigüedad que no se resuelve. Detrás de una superficial seguridad, se esconde una voz insegura, que no puede definir su situación y que se siente amenazada por ella: “Clara quería llorar. Y el llanto esperaba ahí, disponible pero inútil. Sin siquiera pensarlo tenía conciencia de que todo estaba bien, que viajaba en un 168 vacío aparte de otro pasajero, y que toda protesta contra ese orden podía resolverse tirando de la campanilla y descendiendo en la primera esquina. Pero todo estaba bien así; lo único que sobraba era la idea de bajarse... “ (64).

 

La descripción exacta de lo que le sucede a los personajes (ya sea a sí mismo o a los otros) produce un efecto original en la identidad del narrador y en la relación sujeto/objeto de la enunciación; se parte de la construcción de lo real para que luego sea transgredido por ese elemento interno al hombre, más extraño, ambivalente y siniestro, cuanto más cotidiano, cercano y conocido es el ámbito donde emerge.

 

En cuanto al tiempo y al espacio, observemos cómo también sufren variaciones de acuerdo a la emergencia de lo latente. Ambas categorías dejan su rigidez y sus certezas para problematizarse en una relación ambigua con los hechos que se narran. Nos dice Saúl Sosnowski: “Al eliminar de esta realidad los principios lógicos, se pierden con ello la irreversibilidad del tiempo y la dimensión unívoca del espacio. Se niegan, además, la unidad y la finitud de los hechos y la necesidad teórica de que un hecho sea considerado único en un tiempo y un espacio determinados” [5].

 

El espacio es el mismo y a la vez otro: es lo exterior y lo interior del personaje, es Buenos Aires, la casa, el departamento, y también es el espacio de “lo otro”, lo monstruoso, el suicidio, el asesinato. Las galerías, los puentes, los pasajes y las puertas son los lugares intermedios donde se produce este efecto de lo siniestro, donde se inicia o donde se verifica con mayor intensidad. De este modo, si hay ambigüedad y vacilación en muchas zonas del relato, el elemento espacial no es la excepción. El espacio intermedio es, entonces, ese lugar donde lo siniestro encuentra la fisura, la grieta de entrada en el hombre mismo. Se generan así situaciones inexplicables, extrañas en el sitio existente entre “lo real” y “el inconciente humano” [6].

 

Por ejemplo, la puerta de roble en “Casa tomada” es, en un primer momento, el espacio de separación con ese “algo” que irrumpe de pronto. Pero luego, también es el supuesto lugar por donde se inmiscuyen en la otra parte de la casa, suscitando la convivencia directa con la realidad “segura” de los hermanos. Finalmente, las otras dos puertas, la cancel y la de calle, van cerrando zonas conquistadas por lo otro, desplazando esa realidad cotidiana de los personajes y dejándolos sólo con lo puesto y sin sus cosas más queridas:

 

“Me tiré contra la puerta antes de que fuera demasiado tarde, la cerré de golpe apoyando el cuerpo... “ (14)

 

“Cerré de golpe la cancel y nos quedamos en el zaguán. Ahora no se oía nada” (19)

 

“Antes de alejarnos tuve lástima, cerré bien la puerta de entrada y tiré la llave a la alcantarilla” (20).

 

En “Carta a una señorita de París” es el ascensor, y dentro de él, el paso por el entrepiso el lugar donde los conejitos inician esa aparición ilógica (de acuerdo al pensamiento del personaje) y sin orden, y donde empieza el problema que llevará al narrador al suicidio. Otra vez, un espacio intermedio es el origen de una situación terrible que agobia al hombre y lo lleva a acabar con su vida: “Entre el primero y el segundo piso, Andreé, como un anuncio de lo que sería mi vida en su casa, supe que iba a vomitar un conejito” (25).

 

El puente de “Lejana” es otro ejemplo, porque es allí donde Alina Reyes se encuentra con esa otra que a la vez es ella misma y con quien se funde en un abrazo para terminar intercambiando los lugares. El puente es ese lugar extraño donde la realidad se suspende para dar paso a la otredad: “... en algún lado cruzo un puente en el instante mismo (pero no sé si es en el instante mismo) en que el chico de los Rivas me acepta el té y pone su mejor cara de tarado” (40).

 

El diseño del espacio presenta señales que hacen al trazado del itinerario y que permiten la emergencia de lo siniestro como la punta de un iceberg. Las calles, las descripciones, las fechas fijan los límites quebrantados por esa otra dimensión que parece envolverlo todo con una especie de halo misterioso. Esa dimensión es hostil, amenazante, perturbadora y gradualmente va minando todos los espacios del mundo real y cotidiano.

 

En general, el tiempo verbal que predomina en todos los relatos es el pretérito imperfecto del indicativo que marca una continuidad en el pasado, una costumbre donde el hombre se afinca. En medio de esa continuidad, irrumpe el Pretérito Perfecto Simple con cortes abruptos que desestabilizan (como fue explicado en relación a “Casa tomada”).

 

También el presente es utilizado como tiempo de la narración. Por ejemplo, en “Cefalea”, el uso del presente nos hace vivir junto a los personajes ese “clima de pesadilla y metamorfosis real” [7]. Ese tiempo presente nos lleva por los intrincados caminos de la mente del personaje y nos va perdiendo en ellos para no poder salir hacia el final, mientras “algo viviente” camina en círculos no sólo en la cabeza de la pareja protagonista, sino también en la nuestra:

 

“El cráneo comprime el cerebro como un casco de acero -bien dicho. Algo viviente camina en círculos dentro de la cabeza. (Entonces la casa es nuestra cabeza, la sentimos rondada, cada ventana es una oreja contra el aullar de las mancuspias ahí afuera). (...) No estamos inquietos, peor es afuera, si hay afuera. Por sobre el manual nos estamos mirando, y si uno de nosotros alude con un gesto al aullar que crece más y más, volvemos a la lectura como seguros de que todo eso está ahora ahí, donde algo viviente camina en círculos aullando contra las ventanas, contra los oídos, el aullar de las mancuspias muriéndose de hambre” (91-92).

 

Finalmente, el futuro emerge con aire amenzador e indeterminado, agobiando la interioridad de los personajes, como tiempo de lo latente y de la mutación inminente e inevitable: “Y será la victoria de la reina sobre esa adherencia maligna, esa usurpación indebida y sorda. Se doblegará si realmente soy yo, se sumará a mi zona iluminada, más bella y cierta...” (49)

 

Y este cambio abrupto e inesperado de distintos tiempos que se cruzan y se superponen a la habitualidad del pretérito imperfecto está en consonancia con los movimientos de continuidad y ruptura que son permanentes. Mientras lo cotidiano transcurre de forma continua, las irrupciones de lo extraño, de lo ambivalente se producen repetidamente, ocasionando rupturas en ese transcurrir de lo habitual. Irrupción de situaciones que, sin embargo, se hacen parte de esa continuidad.

 

También la presencia de repeticiones en distintos niveles (el discursivo, el estructural, el de la historia, el de los motivos) genera una serie de anticipaciones y retrospecciones. A la vez que anuncian lo futuro y son indicios de ello, también van resignificando y llenando de sentido lo anterior. Por ejemplo, en “Carta a una señorita de París” el cambio en el orden se anuncia en la mención de una tacita roja y anticipa el desastre que un cambio de orden similar causará en el personaje:

 

“Mover esa tacita vale por un horrible rojo inesperado en medio de una modulación de Ozefant, como si de golpe las cuerdas de todos los contrabajos se rompieran al mismo tiempo con el mismo espantoso chicotazo en el instante más callado de una sinfonía de Mozart. Mover esa tacita altera el juego de relaciones de toda la casa, de cada objeto con otro, de cada momento de su alma con el alma entera de la casa y su habitante lejana” (22).

 

Es interesante en este punto, poder remitirnos a la constitución del género fantástico cuya característica fundamental es justamente esta vacilación. Diversos autores se han dedicado al estudio de este género. En este caso, tomaremos las nociones de Todorov y de Ana María Barrenechea, cruzadas por un concepto freudiano como es “lo siniestro” para luego observar cómo se aplica esto en Cortázar.

 

Todorov afirma: “En un mundo que es el nuestro, el que conocemos, sin diablos, sílfides, ni vampiros se produce un acontecimiento imposible de explicar por las leyes de ese mismo mundo familiar”. Y más adelante: “lo fantástico ocupa el tiempo de esta incertidumbre. (...) Lo fantástico es la vacilación experimentada por un ser que no conoce más que las leyes naturales, frente a un acontecimiento aparentemente sobrenatural” [8]. Para el autor, entonces, lo que marca al género fantástico es la vacilación. Ante lo inexplicable no hay certezas, sólo dudas, extrañamiento, ambigüedad. Lo cotidiano presenta en un momento algo extraño y ajeno a su realidad y quedamos ante ello indefensos y anonadados.

 

Ahora bien, Ana María Barrenechea, entrando en discusión con Todorov, afirma que a veces “basta la descripción minuciosa de los hechos más simples descompuesta en los infinitos movimientos automáticos que se realizan cotidianamente, para verlos sujetos a reglas precisas cuya transgresión amenaza con lanzarnos a los desconocido, “lo otro” que no se nombra pero queda agazapado y amenazante”. También está el caso en el que “se cuentan hechos naturales, pero algo trae la presencia de lo irreal en las comparaciones o en las alusiones”. Y otras veces “consiste en recordar una serie de hechos que podrían ocurrir en el mundo pero que nunca ocurren” [9]. De acuerdo a estas aclaraciones, se supera el mero concepto de extrañeza para entrar en el concepto freudiano de “lo siniestro” [10]. Barrenechea asegura que no hace falta que el suceso fantástico incorpore lo sobrenatural o imposible; los mismos hechos de la vida cotidiana pueden producir la emergencia de eso otro, que si bien es extraño no es ajeno a nosotros. Lo que sí comparte con Todorov es la presencia de la vacilación, como característica fundamental del género.

 

Como lo hemos venido viendo a lo largo del análisis, el género fantástico en Cortázar se presenta de acuerdo a lo expresado por Barrenechea. En un contexto familiar y conocido, algo va mutando hasta transformarse completamente. Esto produce vacilación, temblor, extrañeza. Ante esto, los personajes van acomodándose como pueden a través de cambios graduales, porque consideran esa mutación, ya sea del entorno o de sí mismos, como algo natural e inexorable. Por ello, los desenlaces nunca son los esperados, sino que son extraordinarios, sorprendentes e inquietantes.

 

La vacilación y la angustia que experimenta el lector surge de la posibilidad de que esto suceda en su propio mundo. El entorno de los hechos narrados es tan familiar y cotidiano como el propio mundo y así caemos en la cuenta de que lo siniestro nos acecha y en cualquier momento puede exceder los límites textuales y emerger en la realidad externa. La sensación de estar al borde de un abismo, ante una caída inminente nos sumerje en este mundo que Cortázar va construyendo, no sólo desde el contenido de los relatos, sino también desde el discurso, la estructura y las zonas de neutralidad que cruzan la escritura.