La elegida de Antonio Gades
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La elegida de Antonio Gades

 

 

06/11/2014 Fuente revistaenie. Entrevista. De visita en Buenos Aires para dar una charla sobre las mujeres en el flamenco, Cristina Hoyos habla de su carrera y su presente en la danza.

 

Cristina Hoyos, una de las figuras mayores de la danza de España y pareja artística de Antonio Gades durante más de veinte años, llegó recientemente a Buenos Aires con dos propósitos: participar en la Casa del Bicentenario de la inauguración de una exposición del fotógrafo Oscar Balducci llamada Flamenco en Argentina y dar una conferencia sobre las mujeres en el flamenco. La muestra de Balducci, que murió en 2012, reúne los registros que el fotógrafo hizo de la compañía de Antonio Gades durante sus presentaciones en la Argentina desde 1972. Esta colección, donada por la familia, será luego entregada por el Ministerio de Cultura al Museo del Baile Flamenco en Sevilla.

 

La última visita de Cristina Hoyos a la Argentina había sido en 2008, cuando trajo al Ballet Flamenco de Andalucía en un maravilloso espectáculo. Cristina y su marido Juan Antonio Jiménez –también gran bailarín de la compañía de Gades– interpretaron, con su bella madurez, una de las escenas.

 

–¿Qué cosas ocurrieron en su vida profesional entre 2008 y hoy?

 

–Dirigí el Ballet hasta hace tres años, cuando decidí dejarlo y hacer una vida un poco más tranquila. Antes había tenido mi propio ballet y cuando diriges una compañía hay tantas preocupaciones... Que el debut, que un bailarín tiene una lesión en el pie, que el cantaor está ronco, que un empresario nos quiere ver, que los viajes y los aviones. No extraño esa vida. Bailar, sí, un poco. A veces voy a ver un espectáculo y me digo, ¡ay, si fuera yo la que está allí! Pero vivo de otra manera, y contenta: me piden desde distintos países del mundo coreografías flamencas para pequeños grupos, hice coreografías para dos óperas, dicto cursillos en Japón.

 

–Vayamos a sus inicios, ¿por qué y cómo comenzó con la danza?

 

–Comencé porque me gustaba bailar. Llegaba del colegio, ponía la radio y a bailar. Y mi padre: “Baila, que te vea la gente” y yo, “que no, que me da vergüenza”. Mi familia era muy pobre: mi madre, costurera; mi pade trabajaba de lo que podía. Ellos me llevaron a una escuela de canto y baile y fui venciendo la barrerilla de la timidez, con tanto entusiasmo por ensayar que la profesora me decía “vente a eso de las 6 de la tarde”, y yo a las 4 ya estaba allí. Era una escuela modesta, no precisamente un lugar para formar buenas bailarinas. Las clases eran de danza clásica española; pero mi maestra, que también enseñaba a las cupletistas, me acompañaba con el piano tocando cosas flamencas y así me fui aficionando. Más tarde dejé Sevilla y me fui a Madrid: sabía que era necesario prepararse técnicamente y que en Madrid había muy buenos maestros. Empecé un poco al revés de lo que ocurre hoy, que se comienza con la técnica. Yo empecé por necesidad, por intuición, y luego adquirí la técnica.

 

–Ya había tomado clases en Sevilla con Enrique el Cojo. ¿Podría hablar de este maestro tan famoso, tan celebrado?

 

–Fue el maestro de casi todas las bailaoras y bailarinas importantes de su época; muchas fueron a él para que les diera quizá sólo algunas clases o les enseñara ciertos movimientos de brazos. Enrique tenía una pierna mucho más corta que la otra, era gordito, calvo y se quedó sordo muy joven. Pero lo mirabas bailar y se te olvidaba todo; lo recuerdo en este instante y se me pone la piel de gallina. Las mujeres buscaban sus clases porque su braceo era precioso y él mismo tenía mucha femineidad.

 

–¿Fue bailaor?

 

–Siendo muy joven se presentó en un concurso de baile y a pesar de su cojera lo ganó; imagínate, un fenómeno de la naturaleza. Tenía un amor tan grande por el baile y tantas historias para contar que sus alumnos también aprendíamos escuchándolo.

 

–¿Su debut profesional fue en Sevilla?

 

–Debuté en un tablado antes de cumplir 16 años. Y también trabajaba en fiestas, es decir, te contrataba la gente rica –lo que antes llamábamos los señoritos– que a veces eran agradables y a veces no: “ahora quiero que bailes esto”, o “ahora no bailes”. Trabajé en el mismo tablado durante dos o tres años y en 1965 Manuela Vargas me contrató para una compañía que había formado y nos presentó en la Feria Mundial de Nueva York. Me hice pareja de uno de los bailarines, madrileño, y entre el amor y que en Sevilla había poco trabajo y en Madrid muy buenos maestros andaluces, me fui para allí. Al principio fue duro. En esa época los tablados contrataban a las mujeres por su belleza. Si eras guapa y bailabas regular, bien; si eras guapa y bailabas bien, mejor. Si eras feílla, aunque bailaras bien, lo tenías fatal. Y con mis complejos de feúcha, de flacucha, de pecosa… Después, afortunadamente, entré en un tablao cuyo dueño había sido un torero muy famoso, el Gitanillo de Triana; él era un hombre al que le gustaba el arte.

 

–Los tablados, en Sevilla y Madrid, ¿qué experiencias representaron para usted?

 

–El tablado es una segunda escuela. Bailas los siete días de la semana y te acostumbras a estar delante de un público y a escuchar las guitarras y al cantaor. Pero desde pequeña sentí un gran amor por el teatro y tuve la suerte de que a partir de mi trabajo con Gades, esos dos amores, el flamenco y el teatro, finalmente se unieran en mí.

 

–¿Qué diría significaron para usted los más de veinte años de carrera al lado de Antonio Gades?

 

–Fui presentada a Gades por mi novio; me vio en el tablado y me dijo que tenía el proyecto de formar una compañía y que le gustaría que me incorporara. Luego me llamó y comenzamos a ensayar; estaba montando cosas de Albéniz y de De Falla pero también hacía algo flamenco. Al tiempo me dijo que las escenas flamencas las bailaría con él como su compañera. “Me ha tocado la lotería”, pensé. Gades ya era una maravilla; qué va, el mejor; y yo me decía, “cómo me ha elegido a mí habiendo tantas bailarinas buenísimas”. No sé si vio mi entusiasmo, mis ganas de aprender o que tocaba muy bien los palillos ( se refiere a las castañuelas ); nunca se lo pregunté, aunque estuvimos juntos tanto tiempo. Al principio mi preocupación era no fallarle y lo miraba con el rabillo del ojo cuando ensayábamos: quería que estuviera siempre contento, no obligarlo a ensayar demasiado. Después me fui tranquilizando y llegamos a establecer una complicidad.

 

–La decisión de que no interpretara el personaje de Carmen en el filme de Saura-Gades, ¿fue una decepción para usted, que ya la había hecho en teatro?

 

–No, fue al revés. Luego de hacer Bodas de sangre , que fue la filmación de la obra teatral, Saura y el productor pensaron en Carmen directamente como proyecto cinematográfico. Antonio y yo comenzamos a escuchar música para la coreografía. Saura por su parte hizo un guión con la idea de darle el papel a una mujer más joven y con un aspecto más típicamente español que el mío. Los dos me dieron a entender que no era yo la que haría Carmen, y eso me desilusionó. Pero cuando supe que Gades y Saura montarían una versión teatral y que en ella la Carmen sería yo, dije, “vale, estaré en la película”. Hice allí mi propio papel: una mujer que es desplazada de un rol por una bailarina más joven.

 

–Mucha gente prefirió la versión teatral a la filmada.

 

–En una ocasión, Saura dijo “me hubiera gustado filmarla después de la versión teatral y no antes”. Hicimos Carmen en teatros del mundo durante algunos años con un éxito arrollador. Y en 1988 Juan Antonio y yo hablamos con Gades; le dijimos que veinte años ya era tiempo suficiente, que yo quería comenzar a bailar como Cristina y no como un personaje, ponerme una bata de cola, crear mis propias coreografías. Al cabo de unos meses, después de cumplir contratos pendientes, nos instalamos en Sevilla. Fue importante regresar a Andalucía, donde el flamenco tiene sus verdaderas raíces. Y volver a mi ciudad, oler los jazmines, la dama de noche, el pescado frito en la calle. Oler Sevilla.