El lobo estepario 8. Octava y última entrega
de Hermann Hesse

El lobo estepario 8. Octava y última entrega

 

 

Fuente bibliotecasvirtuales. Sobre tapices en el suelo hallé tendidas a dos personas desnudas, la bella Armanda y el bello Pablo, muy juntos, durmiendo profundamente, hondamente agotados por el juego de amor que parece tan insaciable y sin embargo, sacia tan pronto. Tipos hermosos, hermosísimos, imágenes magníficas, cuerpos de maravilla. Debajo del pecho izquierdo de Armanda había una señal redonda y reciente, como un cardenal, un mordisco amoroso de los dientes brillantes y bellos de Pablo. Allí donde estaba la huella introduje mi puñal, todo lo larga que era la hoja. Corrió la sangre sobre la delicada y nívea piel de Armanda. Con mis besos hubiera absorbido aquella sangre, si todo hubiese sido de otra manera, si se hubiese producido de otro modo. Y ahora no lo hice, sólo estuve mirando cómo corría la sangre y vi abrirse sus ojos un momento, plenos de dolor, profundamente admirados. ¿Por qué se admira?, pensé. Luego creí que debería cerrarle los ojos. Pero éstos volvieron a cerrarse por sí mismos. Consumado estaba. Hizo un ligerísimo movimiento sobre el costado. Desde la axila hasta el pecho vi juguetear una sombra delicada y tenue, que quería recordarme alguna cosa. ¡Todo olvidado! Luego quedó tendida inmóvil.

 

Mucho tiempo estuve mirándola. Por último sentí un estremecimiento, como si despertara de mi letargo, y quise marcharme. Entonces vi a Pablo revolverse, lo vi abrir los ojos, lo vi estirarse, inclinarse sobre la hermosa muerta y sonreír. Nunca ha de ponerse serio este tipo, pensé, todo le produce una sonrisa. Con cuidado dobló Pablo una esquina del tapiz y cubrió a Armanda hasta el pecho, de manera que ya no se veía la herida, y luego se salió del palco sin hacer el menor ruido. ¿Adónde iba? ¿Me dejaban solo todos? Solo me quedé con la muerta a medio tapar, con la muerta para mí tan querida y tan envidiada. Sobre su pálida frente pendía el mechón varonil, la boca se destacaba roja de toda la cara exangüe y estaba un poco entreabierta, su cabello exhalaba un delicado aroma y dejaba medio traslucir la minúscula oreja.

 

Ya estaba cumplido su deseo. Sin haber llegado a ser enteramente mía, había yo matado a mi amada. Había ejecutado lo inconcebible, y luego me arrodillé y estuve mirando con los ojos fijos, sin saber lo que aquel hecho significaba, sin saber siquiera si había sido bueno y justo, o lo contrario. ¿Qué diría de esto el inteligente jugador de ajedrez, qué diría Pablo? Yo no sabía nada, no estaba en condiciones de reflexionar.

 

Cada vez más roja ardía la boca pintada en el rostro que iba apagándose. Así había sido toda mi vida, así había sido mi poquito de felicidad y de amor, como esta boca rígida: un poco de carmín sobre una cara de muerto.

 

Y esta cara muerta, estos hombros y estos brazos blancos muertos exhalaban, ascendiendo lentamente, un escalofrío, un espanto y una soledad invernales, un frío poco a poco en aumento que empezaba a congelarme los dedos y los labios. ¿Es que había yo apagado el sol? ¿Había matado acaso el venero de toda vida? ¿Irrumpía el frío de muerte del espacio universal?

 

Estremecido estuve mirando la frente petrificada, el mechón rígido, el pálido resplandor helado del pabellón de la oreja. El frío que irradiaba de ellos era mortal y, al mismo tiempo, era hermoso: vibraba y sonaba maravillosamente, ¡era música! ¿No había sentido yo ya una vez, en otra época pretérita, este estremecimiento, que era a la par como una felicidad? ¿No había escuchado yo ya otra vez esta música? Sí, con Mozart, con los inmortales.

 

Vinieron a mi mente unos versos que una vez, tiempo atrás, había encontrado en alguna parte:

 

Nosotros, en cambio, vivimos las frías

mansiones del éter cuajado de mil claridades,

sin horas ni días,

sin sexos ni edades...

Es nuestra existencia serena, inmutable;

nuestra eterna risa, serena y astral.

 

En aquel momento se abrió la puerta del palco y entró, sin que yo lo conociera hasta la segunda mirada que le dirigí, Mozart, sin trenza, sin calzón corto, sin zapatos de hebilla, vestido a la moderna.

 

Se sentó muy cerca de mí, estuve por llamarle la atención y sujetarlo para que no se manchara con la sangre del pecho de Armanda que había corrido por el suelo. Se sentó y se entretuvo con unos pequeños aparatos e instrumentos que había por allí; le daba a aquello mucha importancia; anduvo dando vueltas a tornillos y clavijas, y yo estuve mirando con asombro sus dedos hábiles y ligeros que con tanto gusto hubiera visto alguna vez tocar el piano. Pensativo, lo miré, o mejor dicho, pensativo no, sino alucinado y como perdido en la contemplación de sus dedos hermosos e inteligentes, y reconfortado y a la vez un poco sobrecogido por la sensación de su proximidad. Y no puse el menor cuidado en lo que realmente hacía ni en lo que andaba atornillando y manipulando.

 

Era un aparato de radio lo que acababa de montar y poner en marcha, y luego conectó el altavoz y dijo:

 

-Se oye Munich, el Concerto grosso en fa mayor, de Händel.

 

Y en efecto, para mi indescriptible asombro e indignación, el endiablado embudo de latón empezó a vomitar al punto esa mezcla de mucosa bronquial y de goma masticada que los dueños de gramófonos y los abonados a la radio han convenido en llamar música, y detrás de la turbia viscosidad y del restañeo, como se ve tras una gruesa costra de suciedad un precioso cuadro antiguo, podía reconocerse verdaderamente la noble estructura de aquella música divina, la armadura regia, el hálito amplio y sereno, la plena y majestuosa melodía.

 

-¡Dios mío! -grité indignado-. ¿Qué hace usted, Mozart? ¿Pero en serio nos hace usted esta porquería a usted mismo y a mí? ¿Nos dispara usted este horrible aparato, el triunfo de nuestro siglo, la última arma victoriosa en la lucha a muerte contra el arte?

 

¿Está bien esto, Mozart?

 

¡Cómo se reía entonces el hombre siniestro, cómo reía de un modo frío y espectral, sin ruido, y, sin embargo, destrozando todo con su risa! Con placer íntimo observaba mis tormentos, daba vueltas a los malditos tornillos, manipulaba en el embudo de latón.

 

Riendo, dejó que la música desfigurada, envenenada y sin espíritu, siguiera infiltrándose por el espacio. Riendo, me contestó:

 

-Por favor, no se ponga usted patético, vecino. ¿Ha oído usted por lo demás el ritardando? Un capricho, ¿eh? Si, pues deje usted, hombre impaciente, deje entrar en su alma el pensamiento de este ritardando... ¿Oye usted los bajos? Avanzan como dioses; y deje usted penetrar este capricho del viejo Händel en su inquieto corazón y tranquilizarlo. Escuche usted, hombrecito, por una vez siquiera sin aspavientos ni broma, cómo detrás del velo en efecto irremediablemente idiota de este ridículo aparato, pasa majestuosa la lejana figura de esta música divina. Ponga usted atención; algo se puede aprender en ello. Observe cómo esta absurda caja de resonancia hace en apariencia lo más necio, lo más inútil, lo más, execrable del mundo y arroja una música cualquiera, tocada en cualquier parte, la arroja necia y crudamente, y al propio tiempo, lastimosamente desfigurada, a sitios inadecuados, y cómo a pesar de todo no puede destruir el alma prístina de esta música, sino únicamente poner de manifiesto en ella la propia técnica torpe y la fiebre de actividad falta de todo espíritu. ¡Escuche usted bien, hombrecito; le hace falta! ¡Ea, atención! Así. Y ahora no sólo oye usted a un Händel oprimido por la radio, que, sin embargo, hasta en esta horrorosa forma de aparición sigue siendo divino; oye usted y ve, carísimo, al propio tiempo una valiosa parábola de la vida entera. Cuando está usted escuchando la radio, oye y ve la lucha eterna entre la idea y el fenómeno, entre la eternidad y el tiempo, entre lo divino y lo humano.

 

Precisamente, amigo, igual que la radio va arrojando a ciegas la música más magnífica del mundo durante diez minutos por los lugares más absurdos, por salones burgueses y por sotabancos, entre abonados que están charlando, comiendo, bostezando o durmiendo, así como despoja a esta música de su belleza sensual, la estropea, la embadurna y la desgarra y, sin embargo, no puede matar por completo su espíritu; exacta mente lo mismo actúa en la vida la llamada realidad, con el magnífico juego de imágenes ofrece a continuación de Händel una disertación acerca del modo de desfigurar los balances en las Empresas industriales al uso, hace de encantadores acordes orquestales un bodrio poco apetecible de sonidos, introduce por todas partes su técnica, su actividad febril, su miserable incultura y su frivolidad entre el pensamiento y la realidad, entre la orquesta y el oído. Toda la vida es así, hijo, y así tenemos que dejar que sea, y si no somos asnos, nos reímos, además. A personas de su clase no les cuadra criticar la radio ni la vida. Es preferible que aprenda usted antes a escuchar. ¡Aprenda a tomar en serio lo que es digno de que se tome en serio, y ríase usted de lo demás! ¿O es que usted mismo lo ha hecho acaso mejor, más noblemente, más inteligentemente, con más gusto? No, monsieur Harry; no lo ha hecho usted. Usted ha hecho de su vida una horrorosa historia clínica, de su talento una desgracia. Y usted, a lo que veo, no ha sabido emplear a una muchacha tan linda, para otra cosa más que para introducirle un puñal en el cuerpo y destrozarla. ¿Considera usted justo esto?

 

-¿Justo? ¡Oh, no! -grité desesperado-. ¡Dios mío, si todo es tan falso, tan endiabladamente tonto y malo! Yo soy una bestia, Mozart, una bestia necia y malvada, enferma y echada a perder; en eso tiene usted mil veces razón. Pero, por lo que atañe a esta muchacha, ella misma lo ha querido así; yo sólo he cumplido su propio deseo.

 

Mozart reía en silencio, pero, en cambio, tuvo ahora la excelsa bondad de desenchufar la radio.

 

Mi defensa me sonó a mí mismo, de pronto, bien estúpida; a mí, que hacía un momento nada más había creído sinceramente en ella. Cuando en una ocasión Armanda -así volví a acordarme de repente- me había hablado del tiempo y de la eternidad, entonces había estado yo dispuesto inmediatamente a considerar a sus pensamientos como reflejos de los míos propios. Pero que la idea de dejarse matar por mí era el capricho y el deseo más íntimo de Armanda y no estaba influido por mí en lo más mínimo, me había parecido indudable. ¿Por qué entonces no sólo había aceptado y creído esta idea tan terrible y tan extraña, sino que hasta la había adivinado de antemano? ¿Acaso porque era mi propio pensamiento? ¿Y por qué había asesinado a Armanda precisamente en el momento de encontrarla desnuda en los brazos de otro?

 

Omnisciente y llena de sarcasmo, resonaba la risa callada de Mozart.

 

-Harry -dijo-, es usted un farsante. ¿No había de haber deseado de usted realmente esta pobre muchacha otra cosa que una puñalada? ¡Eso, cuénteselo usted a otro! Vaya, y, por lo menos, ha tenido usted buen tino; la pobre criatura está bien muerta. Acaso sería ya hora de que se diese usted cuenta de las consecuencias de su galantería hacia esta dama. ¿ O querría usted esquivar las consecuencias?

 

-¡No! -grité-. ¿Es que no comprende usted nada? ¡Yo esquivar las consecuencias! No anhelo otra cosa más que expiar, expiar, expiar, poner la cabeza debajo de la guillotina y dejarme castigar y destruir.

 

Insoportablemente burlón, me miraba Mozart.

 

-¡Qué patético se pone usted siempre! Pero aún ha de aprender usted humorismo, Harry. El humorismo siempre es algo patibulario, y si es preciso, lo aprenderá usted en el patíbulo. ¿Está usted dispuesto a ello? ¿Sí? Bien, entonces acuda usted al juez y sufra con paciencia todo el aparato poco divertido de los agentes de la Justicia, hasta la fría decapitación una mañana temprano en el patio de la cárcel. ¿Está usted realmente dispuesto a ello?

 

Una inscripción brilló, de repente, ante mí:

 

Ejecución de Harry

 

y yo di con la cabeza mi asentimiento. Un patio desmantelado entre cuatro paredes, con ventanas pequeñas de rejas; una guillotina automática bien cuidada; una docena de caballeros en trajes talares y de levita, y en medio, yo, tiritando en un ambiente gris de madrugada, con el corazón oprimido por un miedo que daba compasión, pero dispuesto y conforme. A una voz de mando avancé; a una voz de mando me puse de rodillas. El juez se quitó el birrete y carraspeó; también los otros señores carraspearon. Aquél desenrolló un papel solemne y leyó:

 

-Señores, ante ustedes está Harry Haller, acusado y responsable del abuso temerario de nuestro teatro mágico. Haller no sólo ha ofendido el arte sublime, al confundir nuestra hermosa galería de imágenes con la llamada realidad, y apuñalar a una muchacha fantástica con un fantástico puñal; ha tenido, además, intención de servirse de nuestro teatro, sin la menor pizca de humorismo, como de una máquina de suicidio.

 

Nosotros, por ello, condenamos a Haller al castigo de vida eterna y a la pérdida por doce horas del permiso de entrada en nuestro teatro. Tampoco puede remitírsele al acusado la pena de ser objeto por una vez de nuestra risa. Señores, atención: A la una, a las dos, ¡a las tres!

 

Y a las tres prorrumpieron todos los presentes con impecable precisión, en una carcajada sonora y a coro, una carcajada del otro mundo, terrible y apenas soportable para los hombres.

 

Cuando volví en mí, estaba Mozart sentado a mi lado como antes; me dio un golpe en el hombro y dijo:

 

-Ya ha escuchado usted su sentencia. No tendrá más remedio que acostumbrarse a seguir oyendo la música de radio de la vida. Le sentará bien. Tiene usted poquísimo talento, querido y estúpido amigo; pero así, poco a poco, habrá ido comprendiendo ya lo que se exige de usted. Ha de hacerse cargo del humorismo de la vida, del humor patibulario de esta vida. Claro que usted está dispuesto en este mundo a todo menos a lo que se le exige. Está dispuesto a asesinar muchachas, está dispuesto a dejarse ejecutar solemnemente. Estaría dispuesto también con seguridad a martirizarse y a flagelarse durante cien anos. ¿O no?

 

-¡Oh, sí con toda mi alma! -exclamé en mi estado miserable.

 

-¡Naturalmente! Para todo espectáculo necio y falto de humor se puede contar con usted, señor de altos vuelos, para todo lo patético y sin gracia. Sí; pero a mí eso no me gusta; por toda su romántica penitencia no le doy a usted ni cinco céntimos. Usted quiere ser ajusticiado, quiere que le corten la cabeza, sanguinario. Por este ideal idiota sería usted capaz de cometer diez asesinatos. Usted quiere morir, cobarde; pero no vivir. Al diablo, si precisamente lo que tiene usted que hacer es vivir. Merecería usted ser condenado a la pena más grave de todas.

 

-¡Oh! ¿Y qué pena sería esa?

 

-Podríamos, por ejemplo, hacer revivir a la muchacha y casar a usted con ella.

 

-No; a eso no estaría dispuesto. Habría una desgracia.

 

-Como si no fuese ya bastante desgracia todo lo que ha hecho usted. Pero con lo patético y con los asesinatos hay que acabar ya. Sea usted razonable por una vez. Usted ha de acostumbrarse a la vida y ha de aprender a reír. Ha de escuchar la maldita música de la radio de este mundo y venerar el espíritu que lleva dentro y reírse de ¡a demás murga. Listo, otra cosa no se le exige.

 

En voz baja, y como entre dientes, pregunté:

 

-¿Y si yo me opusiera? ¿Y si yo le negara a usted, señor Mozart, el derecho de disponer del lobo estepario y de intervenir en su destino?

 

-Entonces -dijo apaciblemente Mozart- te propondría que fumaras aún uno de mis preciosos cigarrillos.

 

Y al decir esto y sacar del bolsillo del chaleco por arte de magia un cigarrillo y ofrecérmelo, de pronto ya no era Mozart, sino que miraba expresivo, con sus oscuros ojos exóticos, y era mi amigo Pablo, y se parecía como un hermano gemelo al hombre que me había enseñado el juego de ajedrez con las figuritas.

 

-¡Pablo! -grité dando un salto-. Pablo, ¿dónde estamos?

 

-Estamos -sonrió- en mi teatro mágico, y si por caso quieres aprender el tango, o llegar a general, o tener una conversación con Alejandro Magno, todo esto está la vez próxima a tu disposición. Pero he de confesarte, Harry, que me has decepcionado un poco. Te has olvidado malamente, has quebrado el humor de mí pequeño teatro y has cometido una felonía; has andado pinchando con puñales y has ensuciado nuestro bonito mundo alegórico con manchas de realidad. Esto no ha estado bien en ti. Es de esperar que lo hayas hecho al menos por celos, cuando nos viste tendidos a Armanda y a mí. A esta figura, desgraciadamente, no has sabido manejarla; creí que habías aprendido mejor el juego. En fin, podrá corregirse.

 

Cogió a Armanda, la cual, entre sus dedos, se achicó al punto hasta convertirse en una figurita del juego, y la guardó en aquel mismo bolsillo del chaleco del que había sacado antes el cigarrillo.

 

Aroma agradable exhalaba el humo dulce y denso; me sentí aligerado y dispuesto a dormir un año entero.

 

Oh, lo comprendí todo; comprendí a Pablo, comprendí a Mozart, oí en alguna parte detrás de mí su risa terrible; sabía que estaban en mi bolsillo todas las cien mil figuras del juego de la vida: aniquilado, barruntaba su significación; tenía el propósito de empezar otra vez el juego, de gustar sus tormentos otra vez, de estremecerme de nuevo y recorrer una y muchas veces más el infierno de mi interior.

 

Alguna vez llegaría a saber jugar mejor el juego de las figuras. Alguna vez aprendería a reír. Pablo me estaba esperando. Mozart me estaba esperando.

FIN.