Cuarta entrega. El lobo estepario 4
de Hermann Hesse

Cuarta entrega. El lobo estepario 4.

 

 

Fuente bibliotecas virtuales. -Eso está muy bien por tu parte. Pero mira, una palabra es una palabra; he aceptado y tengo que ir. ¡No te preocupes más! Ven, toma todavía un trago, aún tenemos vino en la botella. Te lo acabas de beber y te vas luego bonitamente a casa y duermes.

 

Prométemelo.

 

-No, oye; a casa no puedo ir.

 

-¡Ah, vamos, tus historias! ¿Aún no has terminado con Goethe? (En este momento se me presentó nuevamente el sueño de Goethe.) Pero si verdaderamente no quieres ir a tu casa, quédate aquí. Hay habitaciones para forasteros. ¿Quieres que te pida una?

 

Me pareció bien y le pregunté dónde podría volver a verla. ¿Dónde vivía? Esto no me lo dijo. Que no tenía más que buscarla un poco y ya la encontraría.

 

-¿No me permites que te invite?

 

-¿Adónde?

 

-Adonde te plazca y cuando quieras.

 

-Bien. El martes, a cenar en el «Viejo Franciscano», en el primer piso. Adiós.

 

Me dio la mano, y ahora fue cuando me fijé en esta mano, una mano en perfecta armonía con su voz, linda y plena, inteligente y bondadosa. Cuando le besé la mano, se reía burlona.

 

Y todavía en el último momento se volvió de nuevo hacia mí y dijo:

 

-Aún tengo que decirte una cosa, a propósito de Goethe. Mira, lo mismo que te ha pasado a ti con Goethe, que no has podido soportar su retrato, así me pasa a mí algunas veces con los santos.

 

-¿Con los santos? ¿Eres tan devota?

 

-No, no soy devota, por desgracia; pero lo he sido ya una vez y volveré a serlo. No hay tiempo para ser devota.

 

-¿No hay tiempo? ¿Es que se necesita tiempo para eso?

 

-Oh, ya lo creo; para ser devoto se necesita tiempo, mejor dicho, se necesita algo mas: independencia del tiempo. No puedes ser seriamente devoto y a la vez vivir en la realidad y, además, tomarla en serio; el tiempo, el dinero, el «Bar Odeón» y todas estas cosas.

 

-Comprendo. Pero, ¿qué era eso de los santos?

 

-Si, hay algunos santos a los que quiero especialmente: San Esteban, San Francisco y otros. De ellos veo algunas veces cuadros, y también del Redentor y de la Virgen, cuadros hipócritas, falsos y condenados, y los puedo sufrir tan poco como tú a aquel cuadro de Goethe. Cuando veo uno de estos Redentores o San Franciscos dulzones y necios y me doy cuenta de que otras personas hallan bellos y edificantes estos cuadros, entonces siento como una ofensa del verdadero Redentor, y pienso: ¡Ah! ¿Para qué ha vivido y sufrido tan tremendamente, si a la gente le basta de él un estúpido cuadro así?

 

Pero yo sé, a pesar de esto, que también mi imagen del Redentor o de San Francisco es hechura humana y no alcanza al original, que al propio Redentor mi imagen suya habría de resultarle tan necia y tan insuficiente como a mí aquellas imitaciones dulzonas. No te digo esto para darte la razón en tu mal humor y furia contra el retrato de Goethe, no; en eso tienes razón. Lo digo solamente para demostrarte que puedo entretenerte. Vosotros los sabios y artistas tenéis toda clase de cosas raras dentro de la cabeza, pero sois hombres como los demás, y también nosotros tenemos nuestros sueños y nuestros juegos en el magín. Porque observé, señor sabio, que te apurabas un poquito al ir a contarme tu historia de Goethe, tenias que esforzarte por hacer comprensibles tus cosas ideales a una muchacha tan sencilla. Y por eso he querido hacerte ver que no necesitas esforzarte. Yo te entiendo ya. Bueno, ¡y ahora, punto! Te está esperando la cama.

 

Se fue, y a mí me condujo un anciano camarero al segundo piso, mejor dicho, primero me preguntó por el equipaje, y cuando oyó que no había ninguno, hube de pagar por anticipado lo que él llamó precio de la cama. Luego me llevó, por una vieja escalera siniestra, a una habitación de arriba y me dejó solo. Allí había una miserable cama de madera, pequeña y dura, y de la pared colgaba un sable y un retrato en colores de Garibaldi, además una corona marchita, de la fiesta de alguna Asociación. Hubiera dado cualquier cosa por una camisa de dormir. Al menos había agua y una pequeña toalla, pude lavarme y me eché en la cama vestido, dejé la luz encendida y tuve tiempo de meditar. «Bueno, con Goethe estaba yo ahora en orden. Era magnífico que hubiera venido hasta mí en sueños. Y esta maravillosa muchacha... ¡Si yo hubiese sabido al menos su nombre! De pronto un ser humano, una persona viva que rompe la turbia campana de cristal de mi aislamiento y me alarga la mano, una mano cálida, buena y hermosa. De repente, otra vez cosas que me importaban algo, en las que podía pensar con alegría, con preocupación, con interés. Pronto una puerta abierta, por la cual la vida entraba hacia mí. Acaso pudiera vivir de nuevo, acaso pudiera volver a ser un hombre.

 

Mi alma, adormecida de frío y casi yerta, volvía a respirar, aleteaba soñolienta con débiles alas minúsculas. Goethe estaba conmigo. Una muchacha me había hecho comer, beber, dormir, me había demostrado amabilidad, se había reído de mí y me había llamado joven y tonto. Y la maravillosa amiga me había referido también cosas de los santos y me había demostrado que hasta en mis más raras extravagancias no estaba yo solo e incomprendido y no era una excepción enfermiza, sino que tenía hermanos y que alguien me entendía. ¿Volvería a verla? Sí; seguramente, era de fiar. «Una palabra es una palabra.»

 

Y así volví a dormirme; dormí cuatro, cinco horas. Habían dado las diez cuando desperté, con el traje arrugado, lleno de cansancio, deshecho, con el recuerdo de algo horroroso del día anterior en la cabeza, pero animado, lleno de esperanzas y de buenos pensamientos. Al volver a mi casa, ya no sentí nada del miedo que este regreso había tenido ayer para mí.

 

En la escalera, más arriba de la araucaria, me encontré con la «tía», mi casera, a la que yo rara vez me echaba a la cara, pero cuya amable manera de ser me complacía mucho. El encuentro no me fue muy agradable, como que yo estaba en estado un poco lastimoso y con las huellas de haber trasnochado, sin peinar y sin afeitar. Saludé y quise pasar de largo. Otras veces respetaba ella siempre mi afán de quedarme solo y de pasar inadvertido, pero hoy parecía, en efecto, que entre el mundo a mi alrededor se había roto un velo, se había derrumbado una barrera. Sonrió y se quedó parada.

 

-Ha estado usted de diversión, señor Haller, esta noche ni siquiera ha deshecho usted la cama. ¡Estará usted muy cansado!

 

-Sí -dije, y hube de reírme también-. Esta noche ha sido un poco animada, y como no quería turbar las costumbres de su casa, he dormido en un hotel. Mi consideración para con la tranquilidad y respetabilidad de su casa es grande, a veces se me antoja que soy en ella como un cuerpo extraño.

 

-¡No se burle usted, señor Haller!

 

-¡Oh, yo sólo me burlo de mí mismo!

 

-Precisamente eso no debería usted hacerlo. En mi casa no debe usted sentirse como cuerpo extraño. Usted viva como le plazca y haga lo que quiera. He tenido ya muchos inquilinos muy respetables, joyas de respetabilidad, pero ninguno era más tranquilo, ni nos ha molestado menos que usted. Y ahora... ¿quiere usted una taza de té?

 

No me opuse. En su salón, con los hermosos cuadros y muebles de los abuelos, me sirvieron té, y charlamos un poco; la amable señora se enteró, realmente sin preguntarlo, de estas y las otras cosas de mi vida y de mis pensamientos, y ponía atención con esa mezcla de respeto y de indulgencia maternal que tienen las mujeres inteligentes para las complicaciones de los hombres. También se habló de su sobrino, y me enseñó en la habitación de al lado su último trabajo hecho en una tarde de fiesta, un aparato de radio. Allí se sentaba el aplicado joven por las noches y armaba una de estas máquinas, arrebatado por la idea de la transmisión sin hilos, adorando de rodillas al dios de la técnica, que después de millares de años había conseguido descubrir y representar, aunque muy imperfectamente, cosas que cualquier pensador ha sabido de siempre y ha utilizado con mayor inteligencia. Hablamos de esto, pues la tía tiene un poco de inclinación a la religiosidad, y los diálogos sobre religión no le son desagradables. Le dije que la omnipresencia de todas las fuerzas y acciones era bien conocida de los antiguos indios y que la técnica no había hecho sino traer a la conciencia general un trozo pequeño de esta realidad, construyendo para ello, verbigracia, para las ondas sonoras, un receptor y un transmisor al principio todavía terriblemente imperfectos. Lo principal de aquella idea antigua, la irrealidad del tiempo no ha sido observada aún por la técnica, pero al fin será «descubierta» naturalmente también y se les vendrá a las manos a los laboriosos ingenieros. Se descubrirá acaso ya muy pronto, que no sólo nos rodean constantemente las imágenes y los sucesos actuales, del momento, como por ejemplo se puede oír en Francfort o en Zurich la música de París o de Berlín, sino que todo lo que alguna vez haya existido quede de igual modo registrado por completo y existente, y que nosotros seguramente un buen día, con o sin hilos, con o sin ruidos perturbadores, oiremos hablar al rey Salomón y a Walter von der Vogelweide. Y que todo esto, lo mismo que hoy los primeros pasos de la radio, sólo servirá al hombre para huir de sí mismo y de su fin y para revestirse de una red cada vez más espesa de distracción y de inútil estar ocupado. Pero yo dije estas cosas, para mí corrientes, no con el tono acostumbrado de irritación y de sarcasmo contra la época y contra la técnica, sino en broma y jugando, y la tía sonreía, y estuvimos así sentados con seguridad una hora, tomamos té y estábamos contentos.

 

Para el martes por la noche había invitado a la hermosa y admirable muchacha del «Aguila Negra», y no me costó poco trabajo pasar el tiempo hasta entonces. Y cuando por fin llegó el martes, se me había hecho clara, hasta darme miedo, la importancia de mi relación con la muchacha desconocida. Sólo pensaba en ella, lo esperaba todo de ella, me hallaba dispuesto a sacrificarle todo y ponérselo todo a los pies, sin estar enamorado de ella en lo más mínimo. No necesitaba más que imaginarme que quebrantaría nuestra cita, o que pudiera olvidarla, entonces veía claramente lo que pasaba por mí; entonces se quedaría para mí el mundo otra vez vacío, volvería a ser un día tan gris y sin valor como otro, me envolvería de nuevo la quietud totalmente horripilante y el aniquilamiento, y no habría otra salida de este infierno callado más que la navaja de afeitar. Y la navaja de afeitar no se me había hecho más agradable en este par de días, no había perdido nada de su horror. Esto era precisamente lo terrible. yo sentía un miedo profundo y angustioso del corte a través de mi garganta, temía a la muerte con una resistencia tan tenaz, tan firme, tan decidida y terca, como si yo hubiera sido el hombre de más salud del mundo y mi vida un paraíso. Me daba cuenta de mi estado con una claridad completa y absoluta y reconocía que la insoportable tensión entre no poder vivir y no poder morir era lo que daba importancia a la desconocida, la linda bailarina del «Águila Negra». Ella era la pequeña ventanita, el minúsculo agujero luminoso en mi sombría cueva de angustia. Era la redención, el camino de la liberación.

 

Ella tenía que enseñarme a vivir o enseñarme a morir; ella, con su mano segura y bonita, tenía que tocar mi corazón entumecido, para que al contacto de la vida floreciera o se deshiciese en cenizas. De dónde ella sacaba estas fuerzas, de dónde le venía la magia, por qué razones misteriosas había adquirido para mí esta profunda significación, sobre esto no me era posible reflexionar, además daba igual; yo no tenía el menor interés en saberlo. Ya no me importaba en absoluto saber nada, ni meditar nada, de todo ello estaba ya supersaturado, precisamente estaban para mí el tormento y la vergüenza más agudos y mortificantes, en que me daba cuenta tan exactamente de mi propio estado, tenía tan plena conciencia de él. Veía ante mí a este tipo, a este animal de lobo estepario, como una mosca en las redes, y notaba cómo su sino lo empujaba a la decisión, cómo colgaba enredado e indefenso de la tela, cómo la araña estaba preparada para picar, cómo surgió a la misma distancia la mano salvadora. Hubiese podido decir las más prudentes y atinadas cosas acerca de las relaciones y causas de mi sufrimiento, de la enfermedad de mi alma, de mi embrujamiento y neurosis, la mecánica me era transparente. Pero lo que más me hacía falta, por lo que suspiraba tan desesperadamente, no era saber y comprender, sino vida, decisión, sacudimiento e impulso.

 

Aun cuando durante aquellos dos días de espera no dudé un instante de que mi amiga cumpliría su palabra, no dejé de estar el último día muy agitado e incierto; jamás en toda mi vida he esperado con mayor impaciencia la noche de ningún día. Y conforme se me iba haciendo insoportable la tensión y la impaciencia, me producía al mismo tiempo un maravilloso bienestar; hermoso sobre toda ponderación, y nuevo fue para mi, el desencantado, que desde hacía mucho tiempo no había aguardado nada, no se había alegrado por nada, maravilloso fue correr de un lado para otro este día entero, lleno de inquietud, de miedo y de violencia y expectante ansiedad, imaginarme por anticipado el encuentro, la conversación, los sucesos de la noche, afeitarme con este fin y vestirme (con cuidado especial, camisa nueva, corbata nueva, cordones nuevos en los zapatos).

 

Fuese quien quisiera esta muchachita inteligente y misteriosa, fuera cualquiera el modo de haber llegado a esta relación conmigo, me era igual; ella estaba allí, el milagro se había realizado de que yo hubiera encontrado una persona y un interés en la vida.

 

Importante era sólo que esto continuara, que yo me entregase a esta atracción, siguiera a esta estrella.

 

¡Momento inolvidable cuando la vi de nuevo! Yo estaba sentado en una pequeña mesa del viejo y confortable restaurante, mesa que sin necesidad había mandado reservar previamente por teléfono, estudiaba la lista, y había colocado en la copa para el agua dos hermosas orquídeas que había comprado para mi amiga. Tuve que esperar un gran rato, pero me sentía seguro de su llegada y ya no estaba excitado. Y llegó, por fin, se quedó parada en el guardarropa y me saludó sencillamente con una atenta e investigadora mirada de sus claros ojos grises. Desconfiado, me puse a observar cómo se conducía con ella el camarero. No, gracias a Dios no había familiaridad, no faltaban las distancias; él era intachablemente correcto. Y, sin embargo, se conocían; ella lo llamaba Emilio.

 

Cuando le di las orquídeas, se puso contenta y río.

 

-Es muy bonito por tu parte, Harry. Tú querías hacerme un regalo, ¿no es verdad?, y no sabías bien qué elegir, no sabías así con seguridad hasta qué punto estabas realmente autorizado para hacerme un obsequio sin ofenderme, y has comprado orquídeas, esto no son más que unas flores, y, sin embargo, son bien caras. Por otra parte, no quiero dejar de decirte en seguida: no quiero que me regales nada. Yo vivo de los hombres, pero de ti no quiero vivir. Pero, ¡cómo te has transformado! Ya no te conoce una. El otro día parecía como si acabaran de librarte de la horca, y ahora eres casi otra vez una persona. Bueno, ¿has cumplido mi mandato?

 

-¿Qué mandato?

 

-¿Tan olvidadizo? Me refiero a que si sabes ya bailar el fox-trot. Me dijiste que no deseabas cosa mejor que recibir órdenes mías, que para ti no había nada más agradable que obedecerme. ¿Te acuerdas?

 

-Oh, si, ¡y lo sostengo! Era en serio.

 

-¿Y, sin embargo, aún no has aprendido a bailar?

 

-¿Se puede hacer eso tan de prisa, sólo en un par de días?

 

-Naturalmente, el fox puedes aprenderlo en una hora, el boston en dos, el tango requiere más tiempo, pero el tango no te hace falta.

 

-Ahora, al fin, tengo que saber tu nombre.

 

Me miró, silenciosa, un rato.

 

-Tal vez puedas adivinarlo. Me sería muy agradable que lo adivinaras. Fíjate un momento y mírame bien. ¿No has observado todavía que yo alguna vez tengo cara de muchacho? ¿Por ejemplo, ahora?

 

Sí, al mirar en este momento fijamente su rostro, tuve que darle la razón; era una cara de muchacho. Y al tomarme un minuto de tiempo, empezó la cara a hablarme y a recordar mi propia infancia y a mi compañero de entonces, que se llamaba Armando. Por un momento me pareció ella completamente transformada en aquel Armando.

 

-Si fueses un muchacho -le dije con asombro- tendrías que llamarte Armando.

 

-Quién sabe, quizá lo sea; sólo que esté disfrazado -dijo ella juguetona.

 

-¿Te llamas Armanda?

 

Asintió radiante, porque yo lo hubiera adivinado. En aquel momento llegó la sopa, nos pusimos a comer, y ella derrochó una infantil alegría. De todo lo que en ella me gustaba y me encantaba, lo más delicioso y particular era ver cómo podía pasar completamente de pronto de la más profunda seriedad a la jovialidad más encantadora, y viceversa, sin inmutarse ni descomponerse en absoluto, era como un niño extraordinario. Ahora estuvo un rato contenta, se burló de mí con el fox-trot, hasta me dio con los pies, elogió con ardor la comida, observó que había puesto yo gran cuidado en mi indumentaria, pero aún hubo de criticar muchas cosas en mi exterior.

 

Entretanto, le pregunté:

 

-¿Cómo te las has arreglado para parecer de pronto un muchacho y que yo pudiera adivinar tu nombre?

 

-¡Oh, todo eso lo has hecho tú mismo! ¿No comprendes, señor erudito, que yo te gusto y represento algo para ti, porque en mi interior hay algo que responde a tu ser y te comprende? En realidad todos los hombres debían ser espejos así los unos para los otros y responder y corresponderse mutuamente de esta manera, pero los pájaros como tú son todos personas extrañas y caen con facilidad en un encantamiento que les impide ver y leer nada en los ojos de los demás, y ya no les importa nada de nada. Y si uno de estos pájaros vuelve a encontrar así de pronto una cara que lo mira verdaderamente y en la que nota algo como respuesta y afinidad, ¡ah!, entonces experimenta naturalmente un placer.

 

-Tú lo sabes todo, Armanda -exclamé asombrado-. Es exactamente tal como estás diciendo. Y, sin embargo, tú eres tan completa y absolutamente diferente a mí... Eres mi polo opuesto; tienes todo lo que a mí me falta.

 

-Así te lo parece -dijo lacónicamente-, y eso es bueno.

 

Y ahora cruzó por su rostro, que en efecto me era como un espejo mágico, una densa nube de seriedad; de pronto toda esta cara no expresaba ya sino circunspección y sentido trágico, sin fondo, como si mirara de los ojos vacíos de una máscara.

 

Lentamente, cual si fuesen saliendo a la fuerza las palabras, dijo:

 

-Tú, no olvides lo que me has dicho. Has dicho que yo te mande, que para ti sería una alegría obedecer todas mis órdenes. No lo olvides. Has de saber, pequeño Harry, que lo mismo que a ti te pasa conmigo, que mi cara te da respuesta, que algo dentro de mí sale a tu encuentro y te inspira confianza, exactamente lo mismo me pasa también a mí contigo. Cuando el otro día te vi entrar en el «Águila Negra», tan cansado y ausente y ya casi fuera de este mundo, entonces presentí al punto: éste ha de obedecerme, éste se consume porque yo le dé órdenes. Y he de hacerlo. Por eso te hablé y por eso nos hemos hecho amigos.

 

 

De este modo habló ella, llena de grave seriedad, bajo una fuerte presión del alma, hasta el punto de que yo no podía seguirla y traté de tranquilizarla y de desviaría. Ella se desentendió con una contracción de las cejas, me miró imperativa y continuó con una voz de entera frialdad:

 

-Has de cumplir tu palabra, amigo, o ha de pesarte. Recibirás muchas órdenes mías y las acatarás, órdenes deliciosas, órdenes agradables, te será un placer obedecerías. Y al final habrás de cumplir mi última orden también, Harry.

 

-La cumpliré -dije medio inconsciente-. ¿Cuál habrá de ser tu última orden para mí? - Sin embargo, yo la presentía ya, sabe Dios por qué.

 

Ella se estremeció como bajo los efectos de un ligero escalofrío y parecía que lentamente despertaba de su letargo. Sus ojos no se apartaban de mí. De pronto se puso aún más sombría.

 

-Sería prudente en mí no decírtelo. Pero no quiero ser prudente, Harry, esta vez no.

 

Quiero precisamente todo lo contrario. Atiende, escucha. Lo oirás, lo olvidarás otra vez, te reirás de ello, te hará llorar. Atiende, pequeño. Voy a jugar contigo a vida o muerte, hermanito, y quiero enseñarte mis cartas boca arriba antes de que empecemos a jugar.

 

¡Qué hermosa era su cara, qué supraterrena, cuando decía esto! En los ojos flotaba serena y fría una tristeza de hielo, estos ojos parecían haber sufrido ya todo el dolor imaginable y haber dicho amén a todo. La boca hablaba con dificultad y como impedida, algo así como se habla cuando a uno le ha paralizado la cara un frío terrible. Pero entre los labios, en las comisuras de la boca, en el jugueteo de la punta de la lengua, que sólo rara vez se hacía visible, no fluía, en contraposición con la mirada y con la voz, más que dulce y juguetona sensualidad, íntimo afán de placer. En la frente callada y serena pendía un corto bucle, de allí, de ese rincón de la frente con el bucle irradiaba de cuando en cuando como hálito de vida aquella ola de parecido a un muchacho, de magia hermafrodita. Lleno de angustia estaba escuchándola, y, sin embargo, como aturdido, como presente sólo a medias.

 

-Yo te gusto -continuó ella-, por el motivo que ya te he dicho:

 

he roto tu soledad, te he recogido precisamente ante la puerta del infierno y te he despertado de nuevo. Pero quiero de ti más, mucho más. Quiero hacer que te enamores de mí. No, no me contradigas, déjame hablar. Te gusto mucho, de eso me doy cuenta, y tú me estás agradecido, pero enamorado de mí no lo estás. Yo voy a hacer que lo estés, esto pertenece a mi profesión; como que vivo de eso, de poder hacer que los hombres se enamoren de mí, Pero entérate bien: no hago esto porque te encuentre francamente encantador. No estoy enamorada de ti, Harry, tan poco enamorada como tú de mí. Pero te necesito, como tú me necesitas. Tú me necesitas actualmente, de momento, porque estás desesperado y te hace falta un impulso que te eche al agua y te vuelva a reanimar. Me necesitas para aprender a bailar, para aprender a reír, para aprender a vivir. Yo, en cambio, también te necesito a ti, no hoy, más adelante, para algo muy importante y hermoso. Te daré mi última orden cuando estés enamorado de mí, y tú obedecerás, y ello será bueno para ti y para mí.

 

Levantó un poco en la copa una de las orquídeas de color violeta oscuro, con sus fibras verdosas; inclinó su rostro un momento sobre ella y estuvo mirando fijamente la flor.

 

-No te ha de ser cosa fácil, pero lo harás. Cumplirás mi mandato y me matarás. Esto es todo. No preguntes nada.

 

Con los ojos fijos aún en la orquídea, se quedó callada, su rostro perdió la violencia.

 

Como un capullo que se abre, fue libertándose de la tensión y el peso, y de pronto se pintó en sus labios una sonrisa encantadora, en tanto que los ojos aún continuaron un momento inmóviles y fascinados. Luego sacudió la cabeza con el pequeño mechón varonil, bebió un trago de agua, volvió a darse cuenta de pronto de que estábamos comiendo y cayó con alegre apetito sobre los manjares.

 

Yo había escuchado con toda claridad palabra a palabra su siniestro discurso, llegando hasta a adivinar su «última orden», antes de que ella la expresara, y ya no me asustó con él «me matarás». Todo lo que iba diciendo me sonaba convincente y fatal, lo aceptaba y no me defendía contra ello, y sin embargo, a pesar de la terrible severidad con que había hablado, era para mí todo sin verdadera realidad ni para tomarlo en serio.

 

Una parte de mi alma aspiraba sus palabras y las creía, otra parte de mi alma asentía bondadosa y comprendiendo que esta Armanda tan inteligente, sana y segura, tenía por lo visto también sus fantasías y sus estados crepusculares. Apenas hubo resonado su última palabra, se extendió por toda la escena un velo de irrealidad y de ineficiencia.

 

De todos modos, yo no podía dar el salto a lo probable y real con la misma ligereza equilibrista que Armanda.

 

-¿De manera que un día he de matarte? -pregunté, soñando en voz baja, mientras ella volvía a su risa y trinchaba con afán su ración de ave.

 

-Naturalmente -asintió ella, como de paso-; basta ya de eso; es hora de comer.

 

Harry, sé amable y pídeme todavía un poco de ensalada. ¿Tú no tienes apetito? Voy creyendo que has de empezar por aprender todo lo que en los demás hombres se sobreentiende por sí mismo, hasta la alegría de comer. Mira, pues, esto es un muslito de pato, y cuando uno desprende del hueso la magnífica carne blanca, entonces es una delicia, y uno se siente tan lleno de apetito, de expectación y de gratitud como un enamorado cuando ayuda a su amada por primera vez a quitarse el corpiño. ¿Me has entendido? ¿No? eres un borrego. Atiende, voy a darte un trocito de este bello muslo de pato, ya verás. Así, ¡Abre la boca! ¡Qué estúpido eres! Pues no ha tenido que mirar a hurtadillas a los demás comensales, para comprobar que no lo ven coger un bocado de mi tenedor! No tengas cuidado, tú, hijo perdido, no te pondré en evidencia. Pero si para divertirte necesitas el permiso de los demás, entonces eres verdaderamente un pobre diablo.

 

Cada vez más irreal iba haciéndose la anterior escena, cada vez más increíble que estos ojos hubiesen podido mirar tan desencajados y fijos hace aún pocos minutos, con tanta gravedad y tan terriblemente. Oh, en esto era Armanda como la vida misma: siempre momento, no mas, nunca calculable de antemano. Ahora estaba comiendo, y el muslo de pato y la ensalada, la tarta y el licor se tomaban en serio, y se hacían objeto de alegría y de crítica, de conversación y de fantasía. Cuando un plato era retirado, empezaba un nuevo capítulo. Esta mujer, que me había penetrado tan perfectamente, que parecía saber de la vida más que todos los sabios, se dedicaba a ser niña, al pequeño juego de la vida del momento, con un arte que me convirtió desde luego en su discípulo. Y lo mismo da que fuese todo ello alta sabiduría o sencillísima candidez. Quien sabía vivir de esta manera el momento, quien vivía de este modo tan actual y sabía estimar tan cuidadosa y amablemente toda flor pequeña del camino, todo minúsculo valor sin importancia del instante, éste estaba por encima de todo y no le importaba nada la vida. Y esta alegre criatura, con su buen apetito, con su buen gusto retozón, ¿era al propio tiempo una soñadora y una histérica que se deseaba la muerte, o una despierta calculadora que, conscientemente y con toda frialdad quería enamorarme y hacerme su esclavo? Esto no podía ser. No; se entregaba sencillamente al momento de tal suerte, que estaba abierta por entero, lo mismo que a toda ocurrencia placentera, también a todo fugitivo y negro horror de lejanas profundidades del alma y lo gustaba hasta el fin.

 

Esta Armanda, a la que hoy veía yo por segunda vez, sabía todo lo mío, no me parecía posible tener nunca ya un secreto para ella. Podía ocurrir que ella acaso no hubiese comprendido del todo mi vida espiritual; en mis relaciones con la música, con Goethe, con Novalis o Baudelaire no podría acaso seguirme, pero también esto era muy dudoso, probablemente tampoco le costaría trabajo. Y aunque así fuera, ¿qué quedaba ya de mi «vida espiritual»? ¿No había saltado todo en astillas y no había perdido su sentido? Todo lo demás que me importaba, todos mis otros problemas personales, éstos sí había de comprenderlos, en ello no tenía yo duda. Pronto hablaría con ella del lobo estepario, del tratado, de tantas y tantas cosas que hasta entonces sólo habían existido para mí y de las cuales nunca había hablado una palabra con persona humana. No pude resistirme a empezar en seguida.

 

-Armanda -dije-: el otro día me sucedió algo maravilloso. Un desconocido me dio un pequeño librito impreso, algo así como un cuaderno de feria, y allí estaba descrita con exactitud toda mi historia y todo lo que me importa. Di, ¿no es asombroso?

 

-¿Y cómo se llama el librito? -preguntó indiferente.

 

-Se llama Tractat del lobo estepario.

 

- ¡Oh, lobo estepario, es magnífico! ¿ Y el lobo estepario eres tú? ¿Eso eres tú?

 

-Sí, soy yo. Yo soy un ente, que es medio hombre y medio lobo, o que al menos se lo figura así.

 

Ella no respondió. Me miró a los ojos con atención investigadora, miró mis manos, y por un momento volvió a su mirada y a su rostro la profunda seriedad y el velo sombrío de antes. Creí adivinar sus pensamientos, a saber, si yo sería bastante lobo para poder ejecutar su «última orden».

 

-Eso es naturalmente una figuración tuya -dijo ella, volviendo a la jovialidad-; o si quieres, una fantasía. Algo hay, sin embargo, indudablemente. Hoy no eres lobo, pero el otro día, cuando entraste en el salón, como caído de la luna, entonces no dejabas de ser un pedazo de bestia, precisamente esto me gustó.

 

Se interrumpió por algo que se le había ocurrido de pronto, y dijo con amargura:

 

-Suena esto tan mal, una palabra de esta clase como bestia o bruto. No se debería hablar así de los animales. Es verdad que a veces son terribles, pero desde luego son mucho más justos que los hombres.

 

-¿«Qué es eso de «justo»? ¿Qué quieres decir con eso?

 

-Bueno, observa un animal cualquiera: un gato, un pájaro, o uno de los hermosos ejemplares en el Parque Zoológico: un puma o una jirafa. Verás que todos son justos, que ni siquiera un solo animal está violento o no sabe lo que ha de hacer y cómo ha de conducirse. No quieren adularte, no pretenden imponérsete. No hay comedia. Son como son, como la piedra y las flores o como las estrellas en el cielo. ¿Me comprendes?

 

Comprendía.

 

-Por lo general, los animales son tristes -continuó-. Y cuando un hombre está muy triste, no porque tenga dolor de muelas o haya perdido dinero, sino porque alguna vez por un momento se da cuenta de cómo es todo, cómo es la vida entera y está justamente triste, entonces se parece siempre un poco a un animal; entonces tiene un aspecto de tristeza, pero es más justo y más hermoso que nunca. Así es, y ese aspecto tenias, lobo estepario, cuando te vi por primera vez.

 

-Bien, Armanda, ¿y qué piensas tú de aquel libro en el que yo estoy descrito?

 

-Ah, sabes, yo no estoy en todo momento para pensar. En otra ocasión hablaremos de esto. Puedes dármelo alguna vez para que lo lea. O no, si yo algún día hubiera de volver a leer, entonces dame uno de los libros que tú mismo has escrito.

 

Pidió café y un rato estuvo inatenta y distraída, luego, de repente, brillaron sus ojos y pareció haber llegado a un término con sus cavilaciones.

 

-Ya está -exclamó-, ya lo tengo.

 

-¿El qué?

 

-Lo del fox-trot, todo el tiempo he estado pensando en ello. Dime: ¿tú tienes una habitación, en la que alguna que otra vez nosotros dos pudiéramos bailar una hora?

 

Aunque sea pequeña, no importa; lo único que hace falta es que precisamente debajo no viva alguien que suba y escandalice porque resuene un poco sobre su cabeza. Bien, muy bien. Entonces puedes aprender a bailar en tu propia casa.

 

-Sí -dije tímidamente-; tanto mejor. Pero creía que para eso se necesitaba además música.

 

-Naturalmente que se necesita. Verás, la música te la vas a comprar, cuesta a lo sumo lo que un curso de baile con una profesora. La profesora te la ahorras; la pongo yo misma. Así tenemos música siempre que queramos, y, además, nos queda el gramófono.

 

-¿El gramófono?

 

- ¡Naturalmente! Compras un pequeño aparato de esos y un par de discos de baile...

 

-Magnífico -exclamé-, y si consigues en efecto enseñarme a bailar, recibes luego el gramófono como honorarios. ¿Hecho?

 

Dije esto muy convencido, pero no me salía del corazón. En mi cuartito de trabajo, con los libros, no podía imaginarme un aparato de éstos, que no me son nada simpáticos, y hasta al mismo baile había mucho que oponer. Así, cuando hubiera ocasión, había pensado que se podía acaso probar alguna vez, aun cuando estaba convencido de que era ya demasiado viejo y duro y de que no lograría aprender. Pero así, de buenas a primeras, me resultaba muy atropellado y muy violento, y notaba que dentro de mí hacía oposición todo lo que yo tenía que echar en cara como viejo y delicado conocedor de música a los gramófonos, al jazz y a toda la moderna música de baile. Que ahora en mi cuarto, junto a Novalis y a Jean Paul, en la celda de mis pensamientos, en mi refugio, habían de resonar piezas de moda de bailes americanos y que además, a sus sones, había yo de bailar, era realmente más de lo que un hombre tenía derecho a exigir de mí. Pero es el caso que no era «un hombre» el que lo exigía: era Armanda, y ésta no tenía más que ordenar. Yo, obedecer. Naturalmente que obedecí.

 

Nos encontramos a la tarde siguiente en un café. Armanda estaba allí sentada ya cuando llegué; tomaba té y me enseñó sonriendo un periódico en el que había descubierto mi nombre. Era uno de los libelos reaccionarios de mi tierra, en los que de cuando en cuando iban dando la vuelta violentos artículos difamatorios contra mí. Yo fui durante la guerra enemigo de ésta, y después, cuando se presentó ocasión, prediqué tranquilidad, paciencia, humanidad y autocrítica y combatí la instigación nacionalista que cada día se iba haciendo más aguda, más necia y más descarada. Allí había otra vez un ataque de éstos, mal escrito, a medias compuesto por el redactor mismo, a medias plagiado de los muchos artículos parecidos de la Prensa de su propio sector. Es sabido que nadie escribe tan mal como los defensores de ideologías que envejecen, que nadie ejerce su oficio con menos pulcritud y cuidado. Armanda había leído el artículo y había sabido por él que Harry Haller era un ser nocivo y un socio sin patria, y que naturalmente a la patria no le podía ir sino muy mal en tanto fueran tolerados estos hombres y estas teorías, y se educara a la juventud en ideas sentimentales de humanidad, en lugar de despertar el afán de venganza guerrera contra el enemigo histórico.

 

-¿Eres tú éste? -preguntó Armanda señalando mi nombre-. Pues te has proporcionado serios adversarios, Harry... ¿Te molesta esto?

 

Leí algunas líneas; era lo de siempre: cada una de estas frases difamatorias estereotipadas me era conocida hasta la saciedad desde hace años.

 

-No -dije-; no me molesta; estoy acostumbrado a ello hace muchísimo tiempo. Un par de veces he expresado la opinión de que todo pueblo y hasta todo hombre aislado, en vez de soñar con mentidas «responsabilidades» políticas, debía reflexionar dentro de sí, hasta qué punto él mismo, por errores, negligencias y malos hábitos, tiene parte también en la guerra y en todos los demás males del mundo; éste acaso sea el único camino de evitar la próxima guerra. Esto no me lo perdonan, pues es natural que ellos mismos se crean perfectamente inocentes: el káiser, los generales, los grandes industriales, los políticos, nadie tiene que echarse en cara lo más mínimo, nadie tiene ninguna clase de culpa. Se diría que todo estaba magníficamente en el mundo..., sólo yacen dentro de la tierra una docena de millones de hombres asesinados. Y mira, Armanda, aun cuando estos artículos difamatorios ya no puedan molestarme, alguna vez no dejan de entristecerme. Dos tercios de mis compatriotas leen esta clase de periódicos, leen todas las mañanas y todas las noches estos ecos, son trabajados, exhortados, excitados, los van haciendo descontentos y malvados, y el objetivo y fin de todo esto es la guerra otra vez, la guerra próxima que se acerca, que será aún más horrorosa que lo ha sido esta última. Todo esto es claro y sencillo; todo hombre podría comprenderlo, podría llegar a la misma conclusión con una sola hora de meditación. Pero ninguno quiere eso, ninguno quiere evitar la guerra próxima, ninguno quiere ahorrarse así mismo y a sus hijos la próxima matanza de millones de seres, si no puede tenerlo más barato. Meditar una hora, entrar un rato dentro de sí e inquirir hasta qué punto tiene uno parte y es corresponsable en el desorden y en la maldad del mundo; mira, eso no lo quiere nadie. Y así seguirá todo, y la próxima guerra se prepara con ardor día tras día por muchos miles de hombres. Esto, desde que lo sé, me ha paralizado y me ha llevado a la desesperación, ya que no hay para mí «patria» ni ideales, todo eso no es más que escenario para los señores que preparan la próxima carnicería. No sirve para nada pensar, ni decir, ni escribir nada humano, no tiene sentido dar vueltas a buenas ideas dentro de la cabeza; para dos o tres hombres que hacen esto, hay día por día miles de periódicos, revistas, discursos, sesiones públicas y secretas, que aspiran a lo contrario y lo consiguen.

 

Armanda había escuchado con interés.

 

-Sí -dijo al fin-, tienes razón. Es evidente que volverá a haber guerra, no hace falta leer periódicos para saberlo. Por ello es natural que esté uno triste; pero esto no tiene valor alguno. Es exactamente lo mismo que si estuviéramos tristes porque, a pesar de todo lo que hagamos en contra, un día indefectiblemente hayamos de tener que morir.

 

La lucha contra la muerte, querido Harry, es siempre una cosa hermosa, noble, digna y sublime; por tanto, también la lucha contra la guerra. Pero no deja de ser en todo caso una quijotada sin esperanza.

 

- Quizá sea verdad - exclamé violento-, pero con tales verdades como la de que todos tenemos que morir en plazo breve y, por tanto, que todo es igual y nada merece la pena, con esto se hace uno la vida superficial y tonta. ¿Es que hemos de prescindir de todo, de renunciar a todo espíritu, a todo afán, a toda humanidad, dejar que siga triunfando la ambición y el dinero y aguardar la próxima movilización tomando un vaso de cerveza?

 

Extraordinaria fue la mirada que me dirigió Armanda, una mirada llena de complacencia, de burla y picardía y de camaradería comprensiva, y al mismo tiempo tan llena de gravedad, de ciencia y de seriedad insondable.

 

-Eso no lo harás -dijo maternalmente-. Tu vida no ha de ser superficial y tonta, porque sepas que tu lucha ha de ser estéril. Es mucho más superficial, Harry, que luches por algo bueno e ideal y creas que has de conseguirlo. ¿ Es que los ideales están ahí para que los alcancemos? ¿Vivimos nosotros los hombres para suprimir la muerte? No; vivimos para temerla, y luego, para amarla, y precisamente por ella se enciende el poquito de vida alguna vez de modo tan bello durante una hora. Eres un niño, Harry. Sé dócil ahora y vente conmigo, tenemos hoy mucho que hacer. Hoy no he de volver a ocuparme de la guerra y de los periódicos. ¿Y tú?

 

¡ Oh, no! También yo estaba dispuesto a no preocuparme de nada.

 

Fuimos juntos -era nuestro primer paseo común por la ciudad- a una tienda de música y vimos gramófonos, los abrimos y cerramos, hicimos que tocasen algunos, y cuando hubimos encontrado uno de ellos muy apropiado y bonito y barato, quise comprarlo, pero Armanda no había terminado tan pronto. Me contuvo y hube de buscar con ella todavía una segunda tienda y ver y oír allí también todos los sistemas y tamaños, desde el más barato al más caro, y sólo entonces estuvo ella conforme en volver a la primera tienda y comprar el aparato que nos había gustado.

 

-¿Ves? -dije-. Esto lo hubiésemos podido hacer de modo más sencillo.

 

-¿Dices? Y entonces acaso hubiésemos visto mañana el mismo aparato expuesto en otro escaparate veinte francos más barato. Y, además, que el comprar divierte, y lo que divierte, hay que saborearlo. Tú tienes que aprender todavía muchas cosas.

 

Con un criado llevamos nuestra compra a mi casa.

 

Armanda observó atentamente mi gabinete, elogió la estufa y el diván, probó las sillas, cogió libros en la mano, se quedó parada bastante rato ante la fotografía de mi querida. Pusimos el gramófono sobre la cómoda, entre montones de libros. Y luego empezó mi aprendizaje. Ella hizo tocar un fox-trot, dio sola, para que yo los viera, los primeros pasos, me cogió la mano y empezó a llevarme. Yo marchaba obediente, tropezaba con las sillas, oía sus órdenes, no las entendía, le pisaba los pies y me mostraba tan inhábil como aplicado. Después de la segunda pieza se tiró sobre el diván, riendo como un niño.

 

-¡Dios mío, pareces de palo! Anda sencillamente, de modo natural, como si fueras de paseo. No es necesario que te esfuerces. Hasta creo que te has acalorado. Vamos a descansar cinco minutos. Mira, bailar, cuando se sabe, es tan sencillo como pensar y de aprender es mucho más fácil. Ahora comprenderás un poco mejor por qué los hombres no quieren acostumbrarse a pensar, sino que prefieran llamar al señor Haller un traidor a la patria y esperar tranquilamente la próxima guerra.

 

Al cabo de una hora se fue, asegurándome que la próxima vez habría de resultar mejor. Yo pensaba de otra manera y estaba muy desilusionado por mi inhabilidad y torpeza. A lo que me parecía, en esta clase no había aprendido absolutamente nada, y no creía que otra vez hubiera de ir mejor. No; para bailar había que tener condiciones que me faltaban por completo: alegría, inocencia, ligereza, impulso. Ya me lo había figurado yo hace mucho tiempo.

 

Pero mira, en la próxima vez fue la cosa, en efecto, mejor, y hasta empezó a divertirme, y al final de la clase afirmó Armanda que el fox-trot lo sabía yo ya; pero cuando sacó de esto la consecuencia de que al día siguiente tenía que ir a bailar a un restaurante, me asustó terriblemente y me defendí con calor. Con toda tranquilidad me recordó mi voto de obediencia y me citó para el día siguiente al té en el hotel Balances.

 

Aquella noche estuve sentado en casa queriendo leer y no pude. Tenía miedo al día próximo; me era terrible la idea de que yo, viejo, tímido y sensible solitario, no sólo había de visitar uno de esos modernos y antipáticos salones de té y de baile con música de jazz, sino que tenía que mostrarme allí entre extraños como bailarín, sin saber todavía absolutamente nada. Y confieso que me reí de mí mismo y me avergoncé en mi interior, cuando solo, en mi callado cuarto de estudio, di cuerda al aparato y lo puse en marcha y despacio y en zapatillas repetí los pasos de mi fox.

 

En el hotel Balances al otro día tocaba una pequeña orquesta, se tomaba té y whisky.

 

Intenté sobornar a Armanda, le presenté pastas, traté de invitarla a una botella de vino bueno, pero permaneció inexorable.

 

-Tú no estás aquí hoy por gusto. Es clase de baile.

 

Tuve que bailar con ella dos o tres veces, y en un intermedio me presentó al que tocaba el saxofón, un hombre moreno, joven y bello, de origen español o sudamericano, el cual, como ella dijo, sabía tocar todos los instrumentos y hablar todos los idiomas del mundo. Este «señor» parecía ser muy conocido y amigo de Armanda, tenía ante sí dos saxofones de diferente tamaño, que tocaba alternativamente, mientras que sus ojos negros y relucientes estudiaban atentos y alegres a los bailarines. Para mi propio asombro, sentí contra este bello músico inofensivo algo como celos, no celos de amor, pues de amor no existía absolutamente nada entre Armanda y yo, pero unos celos de amistad, más bien espirituales; no me parecía tan justamente digno del interés y de la distinción sorprendente, puede decirse veneración, que ella mostraba por él. Voy a tener que hacer aquí conocimientos raros, pensé descorazonado.

 

Luego fue Armanda solicitada una y otra vez para bailar; me quedé sentado solo ante el té; escuché la música, una especie de música que yo hasta entonces no había podido aguantar. ¡Santo Dios, pensé, ahora tengo, pues, que ser introducido aquí y sentirme en mi elemento, en este mundo de los juerguistas y los hombres dedicados a los placeres, que me es tan extraño y repulsivo, del que he huido hasta ahora con tanto cuidado, al que desprecio tan profundamente en este mundo rutinario y pulido de las mesitas de mármol, de la música de jazz, de las cocotas y de los viajantes de comercio!

 

Entristecido, sorbí mi té y miré fijamente a la multitud pseudoelegante. Dos bellas muchachas atrajeron mis miradas, las dos buenas bailarinas, a las que con admiración y envidia había ido siguiendo con la vista, cómo bailaban elásticas, hermosas, alegres y seguras.

 

Entonces apareció Armanda de nuevo y se mostró descontenta conmigo. Yo no estaba aquí, me riñó, para poner esta cara y estar sentado junto a la mesa de té sin moverme, yo tenía ahora que darme un impulso y bailar. ¿Cómo, que no conocía a nadie? Eso no hacía falta tampoco. ¿No había muchachas allí que me gustaran?

 

Le mostré una de aquellas dos, la más hermosa, que estaba precisamente cerca de nosotros y daba una impresión encantadora con su bonito vestido de terciopelo, con la rubia melena corta y vigorosa y con los brazos plenos y femeninos. Armanda insistió en que yo fuera inmediatamente y la solicitara. Yo me defendía desesperado.

 

-¡Pero si no puedo! -decía yo en toda mi desgracia- ¡Si al menos fuera un buen mozo joven y guapo! Pero un pobre hombre endurecido y viejo, que ni siquiera sabe bailar, se reina de mí...

 

Armanda me miró despreciativa.

 

-Y si yo me río de ti ¿no te importa entonces? ¡Qué cobarde eres! El ridículo lo aventura todo el que se acerca a una muchacha. Esa es la entrada. Arriesga, Harry, y en el peor de los casos deja que se ría de ti, si no, se acabó mi fe en tu obediencia.

 

No cedía. Lleno de angustia, me levanté y me dirigí a la bella muchacha, en el preciso momento en que volvía a empezar la música.

 

-Realmente no estoy libre -dijo, y me miró llena de curiosidad con sus grandes ojos frescos-. Pero mi pareja parece quedarse allá arriba en el bar. Bueno, ¡venga usted!

 

La cogí por el talle y di los primeros pasos, admirado todavía de que no me hubiera despedido de su lado; notó pronto cómo andaba yo en esto del baile y se apoderó de la dirección. Bailaba maravillosamente, y yo me dejé llevar; por momentos olvidaba todos mis deberes y reglas de baile, iba nadando sencillamente, sentía las caderas apretadas, las rodillas raudas y flexibles de mi danzarina, le miraba la cara joven y radiante, le confesé que bailaba hoy por primera vez en mi vida. Ella sonreía y me animaba y contestaba a mis miradas de éxtasis y a mis frases lisonjeras de un modo maravillosamente insinuante, no con palabras, sino con callados movimientos expresivos, que nos aproximaban de un modo encantador. Yo apretaba la mano derecha por encima de su talle, seguía entusiasmado los movimientos de sus piernas, de sus brazos, de sus hombros: para mi admiración no le pisé los pies ni una vez siquiera, y cuando acabó la música, nos quedamos los dos parados y aplaudimos hasta que la pieza volvió a repetirse, y yo ejecuté otra vez el rito, lleno de afán, enamorado y con devoción.

 

Cuando hubo terminado el baile, demasiado pronto, se retiró la hermosa muchacha de terciopelo, y de repente hallé junto a mí a Armanda, que nos había estado mirando.

 

-¿Vas notando algo? -preguntó en son de alabanza-. ¿Has descubierto que las piernas de mujer no son patas de una mesa? ¡Bien, bravo! El fox ya lo sabes, gracias a Dios; mañana la emprenderemos con el boston, y dentro de tres semanas hay baile de máscaras en los salones del Globo.

 

Había un intermedio, nos habíamos sentado y entonces acudió también el lindo y joven señor Pablo, el del saxofón, nos saludó con la cabeza y se sentó junto a Armanda.

 

Me pareció ser muy buen amigo suyo. Pero a mí, confieso, en aquel primer encuentro no acababa de gustarme en absoluto este señor. Hermoso era, no podía negarse, hermoso de estatura y de cara; pero otras prendas no pude descubrir en él. También aquello de los muchos idiomas le resultaba una futesa; en efecto, no hablaba absolutamente nada, sólo palabras como perdón, gracias, desde luego, ciertamente, haló y otras por el estilo, que efectivamente sabía en varias lenguas. No; no hablaba nada el «señor» Pablo, y tampoco parecía pensar precisamente mucho este lindo «caballero». Su ocupación era tocar el saxofón en la orquesta del jazz, y a esta ocupación parecía entregado con cariño y apasionamiento, alguna vez salía aplaudiendo de pronto durante el número o se permitía otras expresiones de entusiasmo; soltaba algunas palabras cantadas en voz alta, como «¡hooo, ho, ho, halo!». Pero por lo demás no estaba evidentemente en el mundo más que para ser bello, gustar a las mujeres, llevar los cuellos y corbatas de última moda y también muchas sortijas en los dedos. Su conversación consistía en estar sentado con nosotros, sonreímos, mirar a su reloj de pulsera y liar cigarrillos, en lo que era muy diestro. Sus ojos de criollo, bellos y oscuros, sus negros bucles no ocultaban ningún romanticismo, ningunos problemas, ningunas ideas; visto desde cerca era el bello semidiós exótico un joven alegre y un tanto consentido, de maneras agradables y nada más. Hablé con él de su instrumento y de tonalidades en la música de jazz; él no pudo por menos de darse cuenta de que tenía que habérselas con un viejo catador y conocedor de cosas musicales. Pero él no abordaba en modo alguno estas cuestiones, y mientras que yo, por cortesía hacia él, o más verdaderamente hacia Armanda, emprendía algo así como una justificación teórico-musical del jazz, se sonreía inofensivo de mí y de mis esfuerzos, y probablemente le era enteramente desconocido que antes y además del jazz había habido alguna otra clase de música. Era lindo, lindo y gracioso, sonreía de modo encantador con sus grandes ojos vacíos; pero entre él y yo parecía no haber nada común; nada de lo que para él venía a resultar importante y sagrado, podía serlo también para mi, nosotros veníamos de partes del mundo opuestas, no teníamos una sola palabra común en nuestros idiomas. (Pero más tarde me contó Armanda cosas maravillosas. Refirió que Pablo, después de aquella conversación, le dijo acerca de mi que ella debía tener mucho cuidado con este hombre, que era el pobre tan desgraciado.

 

Y al preguntarle ella de dónde lo deducía, dijo: «Pobre, pobre hombre. Mira sus ojos. No sabe reír.»)

 

Cuando aquel día el de los ojos negros se hubo despedido y la música volvió a tocar, se levantó Armanda.