Moby Dick 8. Octava y anteúltima entrega
de Herman Melville

Moby Dick 8. Octava y anteúltima entrega

 

 

Fuente bibliotecasvirtuales. Autor: Herman Melville

 

-¡Rompí el sextante, el rayo me vuelve las agujas, y este mar loco me rompe la cuerda de nudos! Pero Acab puede componerlo todo. ¡Aquí, tahitiano! ¡Arriba el carretel, hombre de Man! ¡Y mirad que el carpintero haga otra barquilla y tú remienda la cuerda! Despacio, que la cuerda está podrida. ¡Pip, aquí a ayudar!

 

-Pip se perdió, se cayó de la ballenera -dijo el negrito-. Aquí está, tratando de volver a subir a bordo, señor. ¿Quién lo llama? -y el desgraciado demente miraba a su alrededor, como un poseído.

 

-Cállate, tonto -ordenó el viejo Man.

 

-Déjale. Veamos, Pip: si Pip se murió, ¿quién eres tú?

 

-El chico de la campana. ¡Tin, tan! ¡Tin, tan!

 

-Ven aquí, desgraciado, el camarote del capitán será tu camarote de ahora en adelante. Y hay de aquel que se meta con él. Aquel a quien los dioses han abandonado, aún puede encontrar abrigo en el corazón del hombre.

 

-Allá van dos locos -dijo el viejo de Man-. Bueno, vamos a remendar la cuerda.

 

CAPÍTULO XVIII

 

Gobernándose por la aguja de Acab, el Pequod puso rumbo al ecuador. Hacía tiempo que no encontraba barco alguno, y a poco le cogieron de costado tan favorables alisios que todo parecía presagiar la calma que precede a las tormentas.

 

Al acercarse a la línea, y mientras una noche navegaba en la profunda oscuridad que precede al alba, por entre un grupo de islotes peñascosos, la guardia que mandaba Flask se vio sorprendida por un grito de dolor y al mismo tiempo inhumano. Todos salieron de su modorra y durante unos instantes quedaron petrificados, escuchando.

 

Los cristianos y civilizados de la tripulación aseguraban que era el lamento de una sirena, pero los arponeros, infieles todos, ni siquiera se estremecieron. El canoso hombre de Man, el más viejo de toda la tripulación, afirmaba que aquellos lamentos desgarradores procedían de los últimos marinos ahogados en el mar.

 

Tendido en su hamaca, Acab no se enteró de ello hasta el amanecer, cuando subió a cubierta y Flask le habló de ello. El viejo se echó a reír y se lo explicó.

 

Aquellas islas albergan grandes grupos de focas, y algunas de las crías, que habían perdido a sus madres, clamaban y sollozaban con lamentos que parecían humanos. Pero aquella explicación no hizo sino impresionar más aún a algunos de los marineros, pues la mayoría de éstos son sumamente supersticiosos acerca de las focas, las que dependen no solamente de sus voces lastimeras si corren peligro, sino por el aspecto humano de sus cabezas redondas y rostro inteligente, y que cuando se asoman al costado de un buque parecen personas.

 

Los prejuicios de la tripulación iban a tener confirmación no tardando mucho. Uno de los marineros subió al amanecer al calcés del trinquete, y ya fuera porque estuviera aún medio dormido, o no se sabe por qué, apenas estuvo encaramado en su puesto lanzó un grito y se precipitó al vacío. Los demás pudieron verlo como un monigote que cae por el aire y que levanta un surtidor en el mar.

 

Se echó por la popa la boya de salvamento, un tonel largo y estrecho que siempre va allí colgado y accionado por un resorte, pero no surgió de las ondas mano alguna que lo cogiera. El barril se fue llenando de agua, y pronto fue a reunirse al marinero en el fondo del mar. Estaba medio podrido por falta de uso.

 

Era la primera pérdida que tenía el Pequod en aquellos mares, y la tripulación comenzó a mirarlo como un augurio fatal, sobre todo tras los gritos de la noche precedente.

 

Había que sustituir la boya y se encargó de ello a Starbuck, pero como no hubiera barril alguno lo bastante ligero y como los marineros no querían trabajar en nada que no fuera los preparativos de la caza, estaban ya dispuestos a pasarse sin boya cuando Queequeg, con extraños gestos y alusiones veladas, recordó su ataúd.

 

-¿Un ataúd como salvavidas? -preguntó Starbuck estremeciéndose.

 

-En efecto, parece algo raro -opinó Stubb.

 

-Pero no quedaría del todo mal -intercaló Flask-. Si el carpintero lo arregla.

 

-Que lo suban -respondió Starbuck tras de pensarlo un instante-. Avíalo, carpintero. ¿No me oyes, acaso? Que lo arregles, te he dicho.

 

-Y, ¿he de clavar la tapa, señor? -preguntó el carpintero.

 

-Pues claro.

 

-Y, ¿calafatear las junturas?

 

-Sí, hombre.

 

-Y, ¿darle luego con alquitrán?

 

-Vamos, ¿qué cuentos te traes? Haz la boya con el ataúd y no se hable más.

 

Los tres oficiales se alejaron mientras el carpintero se quedaba tras de ellos rezongando.

 

-¿Cuándo se ha visto que se hagan semejantes cosas con un ataúd? Y lo hice para un vivo que iba a morir. Y me gusta que cada cosa sirva para lo que ha sido hecha. Si hago un tonel es para verlo lleno de vino, de sal o de grasa de ballena, pero si hago un ataúd es para que lo rellene bien un hombre muerto y se le entierre en él. Mientras decía estas palabras, continuaba su trabajo.

 

-Veamos, ¿cuántos tripulantes hay? ¿Treinta? Le pondré treinta cabos salvavidas, cada uno de ellos con  su cabeza de turco.

 

Acab salió de su camarote, seguido de Pip, el negrito.

 

 -Atrás, muchacho, en seguida vuelvo. Pero, ¿qué es esto, carpintero? ¿El banco de una iglesia acaso, todo tallado?

 

-La boya salvavidas, capitán órdenes del señor Starbuck. Cuidado con la escotilla, señor.

 

-Ya veo, tu ataúd está junto a la cripta.

 

-No entiendo, señor... Ah, sí.

 

-Así que eres también el sepulturero ahora.

 

-Sí señor. Lo hice para Queequeg.

 

-Un día haces piernas y al día siguiente ataúdes, y luego los transformas. Pero ahora que lo pienso, deberías cantar mientras fabricas un ataúd.

 

-Por mi fe, señor...

 

-¿Fe? ¿Qué es eso?

 

-Una forma de hablar, señor -respondió el otro asustado...

 

-Bueno, acaba con ese trasto para quitarlo de en medio.

 

Y se fue hacia popa, seguido por las miradas del viejo carpintero. El capitán se quedó apoyado en la amurada, pensativo.

 

Aquí tenemos el pavoroso símbolo de la muerte convertido por simple accidente en el símbolo del socorro y ayuda. Un salvavidas de un ataúd... ¿Tendrá eso algo que ver con la inmortalidad? Pero, ¿es que no va a acabar nunca el carpintero maldito con ese ruido? ¿Por qué diablos me parece tan fúnebre el sonido del martillo contra esa caja hueca? ¡Carpintero! ¡Me voy abajo, pero cuando vuelva a subir no quiero ver ese trasto en cubierta!

 

Al día siguiente vimos un gran buque que venía derecho hacia nosotros. Era el Rachel con toda la arboladura llena de gente. El Pequod navegaba a buena marcha, pero cuando el visitante se acercó, las velas se desinflaron como vejigas vacías.

 

-Malas noticias, sin duda -dijo el viejo de la isla de Man. Y en seguida se oyó la voz de Acab, por la bocina.

 

-¿Has visto a la Ballena Blanca?

 

-Sí, ayer. Y vosotros, ¿no habéis visto una lancha a la deriva?

 

Conteniendo su alegría, Acab respondió que no, y con gusto hubiera ido a ver al otro comandante, cuando vio descender a éste por el costado. Un momento después estaba en nuestra cubierta.

 

-¿Cómo fue verla? -preguntó Acab-. No la habréis matado...

 

Al parecer, en la tarde del día anterior, mientras estaban ocupadas las balleneras con un banco de cachalotes, vieron surgir de pronto la joroba y la cabeza de Moby Dick a la que se pusieron a buscar. Pero ni en toda la noche ni en el día de hoy habían logrado encontrarla.

 

Luego el capitán del Rachel expuso a Acab lo que le traía abordo. Quería que el Pequod le ayudase a buscar su ballenera desaparecida, navegando en paralelo por aquellas aguas.

 

-Mi hijo iba en esa ballenera -dijo el comandante del Rachel, pálido y tenso-. Por Dios bendito, te ruego que me ayudes -añadió mirando a Acab, que a su vez

 

lo contemplaba fríamente-. Déjame que flote tu buque por cuarenta y ocho horas. Oh, no puedes negarte a ello.

 

-Su hijo -dijo Stubb-. ¿Qué dice el viejo? Tenemos que salvar a ese chico.

 

-Será inútil -respondió el viejo de la isla de Man. Ha muerto. Anoche oímos todos su lamento en las olas...

 

El recién llegado seguía implorando ayuda para salvar a su hijo, que sólo contaba doce años. Además, en otra de las balleneras había otro hijo suyo, al cual había salvado siguiendo la ley de las balleneras que ordena dejar perder a un hombre si se pueden salvar a varios. El comandante del Rachel estaba deshecho por la pena.

 

Y mientras, Acab le escuchaba con la misma frialdad.

 

-No me iré hasta que me digas que sí. Ah, veo que te ablandas... Corred, muchachos, y disponeos a bracear las vergas a la cuadra.

 

-¡Alto! -gritó Acab-. No se toque ni una driza. Capitán Gardiner, no puedo hacerlo. Estoy perdiendo tiempo y tengo algo que hacer. Que Dios te bendiga, y me perdone, pero tengo que partir. Antes de tres minutos debéis abandonar el barco. Señor Starbuck, preparados para la maniobra.

 

Y sin mirar a Gardiner, bajó a la cámara. El capitán del Rachel, atónito, lo contempló y luego corrió en silencio hasta la borda. Volvió a su buque, y no tardaron en separarse las rutas de ambos barcos.

 

Ahora, por fin, en el lugar y tiempo adecuados, y tras aquella penosa travesía, parecía Acab haber arrinconado a su enemigo en el océano, donde podría destruirlo seguramente. ¡Moby Dick había sido visto el mismo día anterior! Ya no podía fallar. Miraba a la tripulación que, con semblante sombrío, no resistía su mirada. Ahora ya ni siquiera bajaba a la cámara, sino que permanecía en cubierta, con el sombrero calado, haciendo allí mismo sus dos comidas diarias.

 

Incluso debía sospechar que los marineros pretendían engañarlo y no señalarle la presencia de la ballena asesina, porque al cuarto día que pasó sin distinguirla, hizo subir un cesto sujeto al palo con un clavo y el otro extremo del cabo sujeto por un marinero. Luego se hizo izar, diciendo:

 

-Yo seré el primero que la vea. Yo, y nadie más que yo. Lo veréis. Y ese doblón de oro será para mí. ¡Vamos, izadme!

 

Los marineros obedecieron y el capitán Acab quedó allá arriba, en el cesto de malla, mientras la tripulación le observaba atónita. Pero no llevaba allá arriba diez minutos siquiera, cuando uno de esos halcones marinos que siempre van revoloteando en torno a los palos, se dejó caer sobre él ante los ojos desorbitados de los tripulantes, le arrebató el sombrero, después de haber dado tres vueltas en torno a él y se alejó empicado. Hubo quien se santiguó.

 

Pasaron los días, mientras el ataúd salvavidas seguía balanceándose a popa, cuando nos cruzamos con el Delight. Al hallarnos cerca, pudimos observar que en los baos llamados tijeras y que algunos balleneros llevan atravesados en el alcázar, se veían los restos destrozados de una ballenera.

 

-¿Has visto a la Ballena Blanca? -preguntó Acab. -¡Mira! -respondió el otro capitán.

 

-¿La has matado?

 

-¡No, y no se ha forjado el arpón que la mate! En cambio he perdido cinco marineros. Aquí está el último íbamos a lanzarlo al mar ahora mismo. Estás navegando sobre la tumba de los otros cuatro, Acab.

 

-¿Que no se ha forjado? -preguntó Acab enloquecido. Y blandió su arpón-. ¡Aquí lo tienes, nantuckés! ¡Púas templadas en sangre, y templadas por el rayo! ¡Son para Moby Dick!

 

-Pues entonces, que Dios te guarde, viejo. Y vosotros, levantad el cadáver. ¡Así, la resurrección y la vida...!

 

-¡Avante! -aullaba Acab a su vez, sin escuchar siquiera el responso-. ¡Avante a todo trapo!

 

Pero aún pudimos oír el chapoteo del cadáver al caer en el agua, mientras los del Delight veían nuestra popa al alejarnos.

 

-¡Oh, muchachos, mirad allí! -dijo uno de ellos-. ¡Huis en vano, ya que lleváis vuestro propio ataúd en la popa!

 

Continuamos el viaje. Por cierto que Fedallah, según pasaban los días, seguía pareciéndose más y más a un espectro. Temblaba como acometido de fiebres, y entre el capitán y él parecía establecerse una corriente eléctrica. Parecían incapaces de separarse uno de otro. La tripulación, cada vez más sombría, cumplía sus tareas en silencio. Y sólo Starbuck, de cuando en cuando, se atrevía a hablar con el capitán.

 

Porque el segundo oficial, pese a todo, comenzaba a tener lástima de aquel hombre que más que humano parecía ya un alma en pena.

CAPÍTULO XIX

 

Aquella noche; entre la segunda y la tercera guardia, Acab venteó como un perro de caza. Afirmó que por allí cerca tenía que haber una ballena, porque lo sentía en el aire y en los huesos.

 

-¡Vigías arriba! ¡Todo el mundo a cubierta!

 

-¿Qué ves? -gritó Acab mirando hacia arriba.

 

-Nada aún.

 

Al instante, Acab ordenó que le izaran a su canasto, pero a los dos tercios del camino, lanzó de pronto un grito horrible.

 

-¡Por allí sopla, por allí! ¡Moby Dick!

 

Todo el mundo se lanzó a los aparejos para ver la enorme joroba blanca. Tashtego estaba junto al capitán.

 

-¡Yo la vi y grité! -dijo el indio.

 

-¡No! Yo fui quien la vi primero -dijo el capitán, lívido-. Yo era el que tenía que descubrirla. ¡Por allí! -agregó mirando el surtidor silencioso de la ballena-. ¡Arríeme, señor Starbuck, y prepare las balleneras!

 

-Va flechada a sotavento, señor. Se aleja. No nos ha visto.

 

-¡A las lanchas, he dicho!