Un caso de identidad 1. Primera Entrega
de Arthur Conan Doyle

Un caso de identidad 1. Primera Entrega

 

 

Fuente Wikipedia. Un caso de identidad es uno de los 56 relatos cortos sobre Sherlock Holmes escrito por Arthur Conan Doyle. Fue publicado originalmente en The Strand Magazine y posteriormente recogido en la colección Las aventuras de Sherlock Holmes.

 

Definición

 

 

Un Caso De Identidad: Holmes recibiendo a Mary Sutherland.

Ambientada en 1888, la historia gira en torno al caso de la señora Mary Sutherland, una mujer con grandes ingresos gracias a los intereses de un fondo creado para ella. Ella está prometida con un silencioso londinense que ha desaparecido recientemente. Las dotes detectivescas de Holmes apenas son puestas a prueba ya que este caso se convierte en algo muy elemental para El prometido, Hosmer Angel, es un personaje peculiar, bastante callado, y bastante reservado respecto a su vida. La señora Sutherland solo sabe que él trabaja en una oficina en Leadenhall Street, pero nada más específico que eso. Todas las cartas a ella están escritas a máquina, incluso la firma, y él insiste que le responda a través de la oficina de Correos local.

 

El clímax de esta triste relación llega cuando el señor Angel abandona a la señora Sutherland en el altar el día de su boda.

 

Holmes, anotando todas estas cosas, la descripción de Hosmer Angel, y el hecho de que él parece que sólo visita a la señora Sutherland cuándo su descontento y, más bien joven padrastro, Will Aramendiz, está fuera del país por negocios, llega a una conclusión bastante rápido. Una letra escrita a máquina confirma su teoría sin ninguna duda. Sólo una persona podría ganar algo de esto: Will Aramendiz. Holmes deduce que "Angel" había "desaparecido" simplemente saliendo del coche de caballos por la puerta después de entrar por la otra.

 

Después de resolver el misterio, Holmes escoge no contarle a su cliente la solución, ya que "Ella no me creería… Hay mucho peligro en quitarle a una mujer su ilusión". Sin embargo, Holmes puede ser acusado por no cumplir con su deber profesional por el que fue pagado – concretamente, investigar el asunto por el cual ella le contrató, darle los resultados y dejarla decidir que hacer con ellos. Holmes aconseja a su cliente que olvide al "señor Angel"; la señora Sutherland rechaza el consejo de Holmes y jura ser fiel a "Angel" hasta que reaparezca.

 

Holmes predice que Windibank continuará con una carrera criminal y que acabará en la horca.

 

 

Fuente ciudadseva. -Mi querido compañero -dijo Sherlock Holmes estando él y yo sentados a uno y otro lado de la chimenea, en sus habitaciones de Baker Street-, la vida es infinitamente más extraña que todo cuanto la mente del hombre podría inventar. No osaríamos concebir ciertas cosas que resultan verdaderos lugares comunes de la existencia. Si nos fuera posible salir volando por esa ventana agarrados de la mano, revolotear por encima de esta gran ciudad, levantar suavemente los techos, y asomarnos a ver las cosas raras que ocurren, las coincidencias extrañas, los proyectos, los contraproyectos, los asombrosos encadenamientos de circunstancias que laboran a través de las generaciones y desembocando en los resultados más outré, nos resultarían por demás trasnochadas e infructíferas todas las obras de ficción, con sus convencionalismos y con sus conclusiones previstas de antemano.

 

-Pues yo no estoy convencido de ello -le contesté-. Los casos que salen a la luz en los periódicos son, por regla general, bastante sosos y bastante vulgares. En nuestros informes policíacos nos encontramos con el realismo llevado a sus últimos límites, pero, a pesar de ello, el resultado, preciso es confesarlo, no es ni fascinador ni artístico.

 

-Se requiere cierta dosis de selección y de discreción al exhibir un efecto realista -comentó Holmes-. Esto se echa de menos en los informes de la Policía, en los que es más probable ver subrayadas las vulgaridades del magistrado que los detalles que encierran para un observador la esencia vital de todo el asunto. Créame, no hay nada tan antinatural como lo vulgar.

 

Me sonreí, moviendo negativamente la cabeza, y dije:

 

-Comprendo perfectamente que usted piense de esa manera. Sin duda que, dada su posición de consejero extraoficial, que presta ayuda a todo aquél que se encuentra totalmente desconcertado, en toda la superficie de tres continentes, entra usted en contacto con todos los hechos extraordinarios y sorprendentes que ocurren. Pero aquí -y al decirlo recogí del suelo el periódico de la mañana-... Hagamos una experiencia práctica. Aquí tenemos el primer encabezamiento con que yo tropiezo: «Crueldad de un marido con su mujer.» En total, media columna de letra impresa, que yo sé, sin necesidad de leerla, que no encierra sino hechos completamente familiares para mí. Tenemos, claro está, el caso de la otra mujer, de la bebida, del empujón, del golpe, de las magulladuras, de la hermana simpática o de la patrona. Los escritores más toscos no podrían inventar nada más vulgar.

 

-Pues bien: el ejemplo que usted pone resulta desafortunado para su argumentación -dijo Holmes, echando mano al periódico y recorriéndolo con la mirada-. Aquí se trata del caso de separación del matrimonio Dundas; precisamente yo me ocupé de poner en claro algunos detalles pequeños que tenían relación con el mismo. El marido era abstemio, no había de por medio otra mujer y la queja que se alegaba era que el marido había contraído la costumbre de terminar todas las comidas despojándose de su dentadura postiza y tirándosela a su mujer, acto que, usted convendrá conmigo, no es probable que surja en la imaginación del escritor corriente de novelas. Tome usted un pellizco de rapé, doctor, y confiese que en el ejemplo que usted puso me he anotado yo un tanto a mi favor.

 

Me alargó su caja de oro viejo para el rapé, con una gran amatista en el centro de la tapa. Su magnificencia contrastaba de tal manera con las costumbres sencillas y la vida llana de Holmes, que no pude menos de comentar aquel detalle.

 

-Me había olvidado de que llevo varias semanas sin verlo a usted -me dijo-. Esto es un pequeño recuerdo del rey de Bohemia en pago de mi colaboración en el caso de los documentos de Irene Adler.

 

-¿Y el anillo? -le pregunté, mirando al precioso brillante que centelleaba en uno de sus dedos.

 

-Procede de la familia real de Holanda, pero el asunto en que yo le serví es tan extraordinariamente delicado que no puedo confiárselo ni siquiera a usted, que ha tenido la amabilidad de hacer la crónica de uno o dos de mis pequeños problemas.

 

-¿Y no tiene en este momento a mano ninguno? -le pregunté con interés.

 

-Tengo diez o doce, pero ninguno de ellos presenta rasgos que lo hagan destacar. Compréndame, son de importancia, sin ser interesantes. Precisamente he descubierto que, de ordinario, suele ser en los asuntos sin importancia donde se presenta un campo mayor de observación, propicio al rápido análisis de causa y efecto, que es lo que da su encanto a las investigaciones. Los grandes crímenes suelen ser los más sencillos, porque, cuanto más grande es el crimen, más evidente resulta, por regla general, el móvil. En estos casos de que le hablo no hay nada que ofrezca rasgo alguno de interés, con excepción de uno bastante intrincado que me ha sido enviado desde Marsella. Sin embargo, bien pudiera ser que tuviera alguna cosa mejor antes que transcurran unos pocos minutos, porque, o mucho me equivoco, o ahí llega uno de mis clientes.

 

Holmes se había levantado de su sillón, y estaba en pie entre las cortinas separadas, contemplando la calle londinense, tristona y de color indefinido. Mirando por encima de su hombro, pude ver yo en la acera de enfrente a una mujer voluminosa que llevaba alrededor del cuello una boa de piel tupida, y una gran pluma rizada sobre el sombrero de anchas alas, ladeado sobre la oreja según la moda coquetona "Duquesa de Devonshire". Esa mujer miraba por debajo de esta gran panoplia hacia nuestras ventanas con gesto nervioso y vacilante, mientras su cuerpo oscilaba hacia adelante y hacia atrás, y sus dedos manipulaban inquietos con los botones de su guante. Súbitamente, en un arranque parecido al del nadador que se tira desde la orilla al agua, cruzó apresuradamente la calzada, y llegó a nuestros oídos un violento resonar de la campanilla de llamada.

 

-Antes de ahora he presenciado yo esos síntomas -dijo Holmes, tirando al fuego su cigarrillo-. El oscilar en la acera significa siempre que se trata de un affaire du coeur. Querría que la aconsejase, pero no está segura de que su asunto no sea excesivamente delicado para confiárselo a otra persona. Pues bien: hasta en esto podemos hacer distinciones. La mujer que ha sido gravemente perjudicada por un hombre, ya no vacila, y el síntoma corriente suele ser la ruptura del alambre de la campanilla de llamada. En este caso, podemos dar por supuesto que se trata de un asunto amoroso, pero que la joven no se siente tan irritada como perpleja o dolida. Pero aquí se acerca ella en persona para sacarnos de dudas.

 

Mientras Holmes hablaba, dieron unos golpes en la puerta, y entró el botones para anunciar a la señorita Mary Sutherland, mientras la interesada dejaba ver su pequeña silueta negra detrás de aquél, a la manera de un barco mercante con todas sus velas desplegadas detrás del minúsculo bote piloto. Sherlock Holmes la acogió con la espontánea amabilidad que lo distinguía. Una vez cerrada la puerta y después de indicarle con una inclinación que se sentase en un sillón, la contempló de la manera minuciosa, y sin embargo discreta, que era peculiar en él.

 

-¿No le parece -le dijo Holmes- que es un poco molesto para una persona corta de vista como usted el escribir tanto a máquina?

 

-Lo fue al principio -contestó ella-, pero ahora sé dónde están las letras sin necesidad de mirar.

 

De pronto, dándose cuenta de todo el alcance de sus palabras, experimentó un violento sobresalto, y alzó su vista para mirar con temor y asombro a la cara ancha y de expresión simpática.

 

-Usted ha oído hablar de mí, señor Holmes -exclamó-. De otro modo, ¿cómo podía saber eso?

 

-No le dé importancia -le dijo Holmes, riéndose-, porque la profesión mía consiste en saber cosas. Es posible que yo me haya entrenado en fijarme en lo que otros pasan por alto. Si no fuera así, ¿qué razón tendría usted para venir a consultarme?

 

-Vine a consultarle, señor, porque me habló de usted la señora Etherege, el paradero de cuyo esposo descubrió usted con tanta facilidad cuando la Policía y todo el mundo lo había dado por muerto. ¡Ay señor Holmes, si usted pudiera hacer eso mismo para mí! No soy rica, pero dispongo de un centenar de libras al año de renta propia, además de lo poco que gano con la máquina de escribir, y daría todo ello por saber qué ha sido del señor Hosmer Angel.

 

-¿Por qué salió a la calle con tal precipitación para consultarme? -preguntó Sherlock Holmes, juntando unas con otras las yemas de los dedos de sus manos, y con la vista fija en el techo.

 

También ahora pasó una mirada de sobresalto por el rostro algo inexpresivo de la señorita Mary Sutherland, y dijo ésta:

 

-En efecto, me lancé fuera de casa, como disparada, porque me irritó el ver la tranquilidad con que lo tomaba todo el señor Windibank, es decir, mi padre. No quiso ir a la Policía, ni venir a usted y, por último, en vista de que él no hacía nada y de que insistía en que nada se había perdido, me salí de mis casillas, me vestí de cualquier manera y vine derecha a visitar a usted.

 

-¿El padre de usted? -dijo Holmes-. Se referirá, seguramente, a su padrastro, puesto que los apellidos son distintos.

 

-Sí, es mi padrastro. Le llamo padre, aunque suena a cosa rara; porque sólo me lleva cinco años y dos meses de edad.

 

-¿Vive la madre de usted?

 

-Sí; mi madre vive y está bien. No me gustó mucho, señor Holmes, cuando ella contrajo matrimonio, muy poco después de morir papá, y lo contrajo con un hombre casi quince años más joven que ella. Mi padre era fontanero en la Tottenhan Court Road, y dejó al morir un establecimiento próspero, que mi madre llevó adelante con el capataz, señor Hardy; pero, al presentarse el señor Windibank, lo vendió, porque éste se consideraba muy por encima de aquello, pues era viajante en vinos. Les pagaron por el traspaso e intereses cuatro mil setecientas libras, mucho menos de lo que papá habría conseguido, de haber vivido.

 

Yo creía que Sherlock Holmes daría muestras de impaciencia ante aquel relato inconexo e inconsecuente; pero, por el contrario, lo escuchaba con atención reconcentrada.

 

-¿Proviene del negocio la pequeña renta que usted disfruta? -preguntó Holmes.

 

-De ninguna manera, señor; se trata de algo en absoluto independiente, y que me fue legado por mi tío Ned, de Auckland. El dinero está colocado en valores de Nueva Zelanda, al cuatro y medio por ciento. El capital asciende a dos mil quinientas libras; pero sólo puedo cobrar los intereses.

 

-Lo que usted me dice me resulta en extremo interesante -le dijo Holmes-. Disponiendo de una suma tan importante como son cien libras al año, además de lo que usted misma gana, viajará usted, sin duda, un poco y se concederá toda clase de caprichos. En mi opinión, una mujer soltera puede vivir muy decentemente con un ingreso de sesenta libras.

 

-Yo podría hacerlo con una cantidad muy inferior a ésa, señor Holmes; pero ya comprenderá que, mientras viva en casa, no deseo ser una carga para ellos, y son ellos quienes invierten el dinero mío. Naturalmente, eso ocurre sólo por ahora. El señor Windibank es quien cobra todos los trimestres mis intereses, él se los entrega a mi madre y yo me las arreglo muy bien con lo que gano escribiendo a máquina. Me pagan dos peniques por hoja, y hay muchos días en que escribo de quince a veinte hojas.

 

-Me ha expuesto usted su situación con toda claridad -le dijo Holmes-. Este señor es mi amigo el doctor Watson, y usted puede hablar en su presencia con la misma franqueza que delante de mí. Tenga, pues, la bondad de contarnos todo lo que haya referente a sus relaciones con el señor Hosmer Angel.

 

La cara de la señorita Sutherland se cubrió de rubor, y sus dedos empezaron a pellizcar nerviosamente la orla de su chaqueta.

 

-Lo conocí en el baile de los gasistas -nos dijo-. Acostumbraban enviar entradas a mi padre en vida de éste y siguieron acordándose de nosotros, enviándoselas a mi madre. El señor Windibank no quiso ir, nunca quería ir con nosotras a ninguna parte. Bastaba para sacarlo de sus casillas el que yo manifestase deseos de ir, aunque sólo fuese a una fiesta de escuela dominical. Sin embargo, en aquella ocasión me empeñé en ir, y dije que iría porque, ¿qué derecho tenía él a impedírmelo? Afirmó que la gente que acudiría no era como para que nosotros alternásemos con ella, siendo así que se hallarían presentes todos los amigos de mi padre. Aseguró también que yo no tenía vestido decente, aunque disponía del de terciopelo color púrpura, que ni siquiera había sacado hasta entonces del cajón. Finalmente, viendo que no se salía con la suya, marchó a Francia para negocios de su firma, y nosotras, mi madre y yo, fuimos al baile, acompañadas del señor Hardy, el que había sido nuestro encargado, y allí me presentaron al señor Hosmer Angel.

 

-Me imagino -dijo Holmes- que, cuando el señor Windibank regresó de Francia, se molestó muchísimo por que ustedes hubiesen ido al baile.

 

-Pues, verá usted; lo tomó muy a bien. Recuerdo que se echó a reír, se encogió de hombros, y afirmó que era inútil negarle nada a una mujer, porque ésta se salía siempre con la suya.

 

-Comprendo. De modo que en el baile de los gasistas conoció usted a un caballero llamado Hosmer Angel.

 

-Sí, señor. Lo conocí esa noche, y al día siguiente nos visitó para preguntar si habíamos regresado bien a casa. Después de eso nos entrevistamos con él; es decir, señor Holmes, me entrevisté yo con él dos veces, en que salimos de paseo; pero mi padre regresó a casa, y el señor Hosmer Angel ya no pudo venir de visita a ella.

 

-¿No?

 

-Verá usted, mi padre no quiso ni oír hablar de semejante cosa. No le gustaba recibir visitas, si podía evitarlas, y acostumbraba decir que la mujer debería ser feliz dentro de su propio círculo familiar. Pero, como yo le decía a mi madre, la mujer necesita empezar por crearse su propio círculo, cosa que yo no había conseguido todavía.

 

-¿Y qué fue del señor Hosmer Angel? ¿No hizo intento alguno para verse con usted?

 

-Pues verá, mi padre iba a marchar a Francia otra vez una semana más tarde, y Hosmer me escribió diciendo que sería mejor y más seguro el que no nos viésemos hasta que hubiese emprendido viaje. Mientras tanto, podíamos escribirnos, y él lo hacía diariamente. Yo recibía las cartas por la mañana, de modo que no había necesidad de que mi padre se enterase.

 

-¿Estaba usted ya entonces comprometida a casarse con ese caballero?

 

-Claro que sí, señor Holmes. Nos prometimos después del primer paseo que dimos juntos. Hosmer, el señor Angel, era cajero en unas oficinas de Leadenhall Street, y...

 

-¿En qué oficinas?

 

-Eso es lo peor del caso, señor Holmes, que lo ignoro.

 

-¿Dónde residía en aquel entonces?

 

-Dormía en el mismo local de las oficinas.

 

-¿Y no tiene usted su dirección?

 

-No, fuera de que estaban en Leadenhall Street.

 

-¿Y adónde, pues, le dirigía usted sus cartas?

 

-A la oficina de Correos de Leadenhall, para ser retiradas personalmente. Me dijo que si se las enviaba a las oficinas, los demás escribientes le embromarían por recibir cartas de una dama; me brindé, pues, a escribírselas a máquina, igual que hacía él con las suyas, pero no quiso aceptarlo, afirmando que cuando eran de mi puño y letra le producían, en efecto, la impresión de que procedían de mí, pero que si se las escribía a máquina le daban la sensación de que ésta se interponía entre él y yo. Por ese detalle podrá usted ver señor Holmes, cuánto me quería, y en qué insignificancias se fijaba.

 

-Sí, eso fue muy sugestivo -dijo Holmes-. Desde hace mucho tiempo tengo yo por axioma el de que las cosas pequeñas son infinitamente las más importantes. ¿No recuerda usted algunas otras pequeñeces referentes al señor Hosmer Angel?

 

-Era un hombre muy vergonzoso, señor Holmes. Prefería pasearse conmigo ya oscurecido, y no durante el día, afirmando que le repugnaba que se fijasen en él. Sí; era muy retraído y muy caballeroso. Hasta su voz tenía un timbre muy meloso. Siendo joven sufrió, según me dijo, de anginas e hinchazón de las glándulas, y desde entonces le quedó la garganta débil y una manera de hablar vacilante y como si se expresara cuchicheando. Vestía siempre muy bien, con mucha pulcritud y sencillez, pero padecía, lo mismo que yo, debilidad de la vista, y usaba cristales de color para defenderse de la luz.

 

-¿Y qué ocurrió cuando regresó a Francia su padrastro el señor Windibank?

 

-El señor Hosmer Angel volvió de visita a nuestra casa, y propuso que nos casásemos antes del regreso de mi padre. Tenía una prisa terrible, y me hizo jurar, con las manos sobre los Evangelios que, ocurriese lo que ocurriese, le sería siempre fiel. Mi madre dijo que tenía razón en pedirme ese juramento, y que con ello demostraba la pasión que sentía por mí. Mi madre se puso desde el primer momento de su parte, y mostraba por él mayor simpatía aún que yo. Pero cuando empezaron a hablar de celebrar la boda aquella misma semana, empecé yo a preguntar qué le parecería a mi padre; pero los dos me dijeron que no me preocupase de él, que ya se lo diríamos después, y mi madre afirmó que ella lo conformaría. Señor Holmes, eso no me gustó del todo. Me producía un efecto raro el tener que solicitar su autorización, siendo como era muy poco más viejo que yo; pero no quise hacer nada a escondidas, y escribí a mi padre a Burdeos, donde la compañía en que trabaja tiene sus oficinas de Francia, pero la carta me llegó devuelta la misma mañana de la boda.

 

-¿No coincidió con él, verdad?

 

-No, porque se había puesto en camino para Inglaterra poco antes que llegase.

 

-¡Mala suerte! De modo que su boda quedó fijada para el viernes. ¿Iba a celebrarse en la iglesia?

 

-Sí, señor, pero muy calladamente. Iba a celebrarse en St. Saviour, cerca de King’s Cross, y después de la ceremonia nos íbamos a desayunar en el St. Pancras Hotel. Hosmer vino a buscarnos en un hansom, pero como nosotras éramos sólo dos, nos metió en el mismo coche, y él tomó otro de cuatro ruedas, porque era el único que había en la calle. Nosotros fuimos las primeras en llegar a la iglesia, y cuando lo hizo el coche de cuatro ruedas esperábamos que Hosmer se apearía del mismo; pero no se apeó, y cuando el cochero bajó del pescante y miró al interior, ¡allí no había nadie! El cochero manifestó que no acertaba a imaginarse qué había podido hacerse del viajero, porque lo había visto con sus propios ojos subir al coche. Eso ocurrió el viernes pasado, señor Holmes, y desde entonces no he tenido ninguna noticia que pueda arrojar luz sobre su paradero.

 

-Me parece que se han portado con usted de una manera vergonzosa -dijo Holmes.

 

-¡Oh, no señor! Era un hombre demasiado bueno y cariñoso para abandonarme de ese modo. Durante toda la mañana no hizo otra cosa que insistir en que, ocurriese lo que ocurriese, tenía yo que seguir siéndole fiel; que aunque algo imprevisto nos separase al uno del otro, tenía yo que acordarme siempre de que me había comprometido a él, y que más pronto o más tarde se presentaría a exigirme el cumplimiento de mi promesa. Eran palabras que resultaban extrañas para dichas la mañana de una boda, pero adquieren sentido por lo que ha ocurrido después.