La señora Dalloway 7 Séptima entrega
de Virginia Woolf

La señora Dalloway 7 Séptima entrega

 

 

Fuente valvanera. En muchos aspectos, opinaba su madre, ella era extremadamente inmadura, todavía como una niña, encariñada con muñecas, con viejas zapatillas; una perfecta cría; y esto era encantador. Pero desde luego en la familia Dalloway imperaba la tradición del servicio a la nación. Abadesas, rectoras, directoras de escuela, dignatarias, en la república de las mujeres—sin que ninguna de ellas fuera brillante—, esto eran. Avanzó un poco más en dirección a St. Paul. Le gustaba la afabilidad, la hermandad, la maternidad, de aquella barahúnda. Le parecía buena. El ruido era tremendo; y de repente sonaron trompetas (los sin trabajo) agudas, elevándose por encima de la barahúnda; música militar; como en un desfile; sin embargo, habían estado muriendo; si una mujer hubiera exhalado su último aliento, y quienquiera que fuera el que lo contemplara abriera la ventana del cuarto en el que la mujer acababa de realizar aquel acto de suprema dignidad y mirara hacia abajo, hacia Fleet Street, aquella barahúnda, aquella música militar, llegaría triunfante hasta él, consoladora, indiferente.

 

No era algo consciente. No había en ello una revelación del destino o del hado de uno, y precisamente en méritos de esta mismísima razón, incluso para aquellos deslumbrados por la contemplación de los últimos temblores de conciencia en el rostro de los moribundos, era consolador.

 

El olvido de la gente puede herir, su ingratitud puede corroer, pero esta voz, murmurando sin cesar, año tras año, lo absorbería todo; este voto; este camión; esta vida; esta procesión; todo lo envolvería y lo arrastraría, tal como en el duro caudal del glaciar el hielo apresa una esquirla de hueso, un pétalo azul, unos robles, y los arrastra consigo.

 

Pero era más tarde de lo que había creído. A su madre no le gustaría que ella se entregara a este vagabundeo sola. Volvió al Strand.

 

Un soplo de brisa (a pesar del calor hacía bastante viento) deslizó un negro velo sobre el sol y sobre el Strand. Las caras se difuminaron; los autobuses perdieron de repente su esplendor. Y, a pesar de que las nubes eran montañosamente blancas, de modo que daban ganas de cortar de ellas duras porciones con un hacha, con anchas laderas doradas, prados de celestiales jardines placenteros en los flancos, y tenían todas las apariencias de invariables habitáculos dispuestos para una conferencia de los dioses acerca del mundo, se daba un perpetuo movimiento entre ellas. Se intercambiaban señales cuando, como si se tratara de cumplir un plan trazado de antemano, ya vacilaba una cumbre, ya un bloque de piramidal volumen que inalterable había permanecido en su puesto avanzaba hacia el centro, o encabezaba gravemente la procesión hacia un nuevo punto de anclaje. A pesar de parecer fijas en sus lugares, descansando en perfecta unanimidad, nada podía ser más puro, más libre, más superficialmente sensible, que la superficie blanca como la nieve, o vívidamente dorada; cambiar, quitar, desmantelar el solemne ensamblaje era inmediatamente posible; y, a pesar de la grave fijeza de la acumulada robustez y solidez, ya proyectaban luz sobre la tierra, ya oscuridad.

 

Con calma y competencia, Elizabeth Dalloway subió al autobús de Westminster.

 

Yendo y viniendo, guiñando, haciendo señales, así veía Septimus Warren Smith, yacente en el sofá de la sala de estar, las luces y las sombras que ora ponían la pared gris, ora los plátanos de vivo amarillo, ora el Strand gris, ora los autobuses de vivo amarillo; veía el acuoso dorado resplandecer y apagarse, con la pasmosa sensibilidad de un ser vivo, sobre las rosas del papel de la pared. Fuera, los árboles arrastraban sus hojas cual redes por las profundidades del aire; había sonido de agua en la estancia, y a través de las olas llegaban las voces de pájaros cantores. Todas las potencias derramaban sus tesoros sobre la cabeza de Septimus, y su mano reposaba allí, en el respaldo del sofá, tal como la había visto reposar al bañarse, flotando, sobre las olas, mientras a lo lejos, en la playa, oía ladrar a los perros, ladrar a lo lejos. Deja de temer, dice el corazón en el cuerpo; deja de temer.

 

No tenía miedo. En todo instante, la naturaleza expresaba mediante una riente insinuación, cual aquel punto dorado que daba la vuelta a la pared —allí, allí, allí—, su decisión de revelar, agitando sus plumas, sacudiendo su cabellera, ondeando su manto hacia aquí y hacia allá, hermosamente, siempre hermosamente, y acercándose para musitar por entre las manos ahuecadas ante la boca palabras de Shakespeare, su significado.

 

Rezia, sentada ante la mesa y haciendo girar en las manos un sombrero, contemplaba a Septimus; le vio sonreír. Era, pues, feliz. Pero Rezia no podía tolerar verle sonreír. Aquello no era un matrimonio; no era ser el esposo de una el tener siempre aquel aspecto tan raro, siempre con sobresaltos, riendo, sentado hora tras hora en silencio, o agarrándola y diciéndole que escribiera. El cajón de la mesa estaba lleno de aquellos escritos; acerca de la guerra; acerca de Shakespeare; acerca de grandes descubrimientos; acerca de la inexistencia de la muerte. Últimamente Septimus se excitaba mucho de repente y sin razón (y tanto el doctor Holmes como Sir William Bradshaw decían que la excitación era lo peor que podía ocurrirle a Septimus), y agitaba las manos, y gritaba que sabía la verdad. ¡Lo sabía todo! Aquel hombre, aquel amigo suyo al que mataron, Evans, había venido, decía. Evans cantaba detrás del biombo. Rezia lo escribía, a medida que Septimus se lo decía. Algunas cosas eran muy hermosas; otras, pura tontería. Y Septimus siempre se paraba a mitad, cambiaba de opinión, quería añadir algo, oía algo nuevo, escuchaba con la mano levantada. Pero Rezia no oía nada.

 

Y una vez encontraron a la chica encargada de limpiar la habitación leyendo uno de estos papeles y riendo a carcajadas. Fue horroroso. Esto fue causa de que Septimus gritara algo acerca de la humana crueldad, acerca de hacerse trizas mutuamente la gente. A los caídos dijo, los hacen trizas. "Holmes nos anda a la caza", decía, y se inventaba historias respecto a Holmes; Holmes comiendo porridge; Holmes leyendo a Shakespeare, riéndose a carcajadas o rugiendo de rabia, ya que el doctor Holmes representaba algo horrible para Septimus. "Naturaleza humana", le llamaba. Luego, estaban las visiones. Se había ahogado, decía, y yacía en su acantilado, con las gaviotas lanzando chillidos sobre su cuerpo. Miraba por encima del borde del sofá y veía el mar abajo. O bien oía música. En realidad, se trataba de un organillo o de un hombre gritando en la calle. "¡Qué hermoso!" solía gritar, y las lágrimas le resbalaban por las mejillas, lo cual era para Rezia lo más horrible, sí, era horrible ver a un hombre como Septimus, que había luchado y que era valeroso, llorar así. Y yacía, escuchando, hasta que de repente gritaba que se caía, ¡que se caía en las llamas! Y realmente Rezia miraba en busca de llamas, tan cierto parecía. Pero nada había. Estaban solos en el cuarto. Era un sueño, le decía Rezia, con lo que le tranquilizaba al fin, pero a veces también ella quedaba aterrada. Rezia suspiró, mientras cosía.

 

Su suspiro fue tierno y encantador, como la brisa en un bosque al atardecer. Ahora dejó las tijeras; ahora se volvió para coger algo que estaba en la mesa. Un leve movimiento, un leve tintineo, un leve golpe, creó algo allí, en la mesa en que Rezia cosía. Por entre las pestañas Septimus podía ver la borrosa silueta de Rezia; su cuerpo menudo y negro; su cara y sus manos; sus movimientos hacia la mesa, al coger un carrete o al buscar (solía perder las cosas) la seda. Estaba confeccionando un sombrero para la hija casada de la señora Filmer, que se llamaba... Había olvidado su nombre.

 

—¿Cómo se llama la hija casada de la señora Filmer?—preguntó.

 

—Señora Peters—dijo Rezia.

 

Y añadió que temía que el sombrero fuera demasiado pequeño, mientras lo sostenía ante sí. La señora Peters era una mujer corpulenta; pero Rezia no le tenía simpatía. Solamente debido a que la señora Filmer había sido muy buena para con ellos—"Me ha dado un racimo de uvas esta mañana"—, Rezia quería hacer algo a fin de demostrar que eran agradecidos. Hacía poco, Rezia había entrado en su cuarto al atardecer y había encontrado a la señora Peters, que creía que Rezia y su marido estaban fuera, escuchando el gramófono.

 

"¿De veras?", preguntó Septimus. ¿Escuchaba la señora Peters el gramófono? Sí, ya se lo dijo Rezia cuando ocurrió; había encontrado a la señora Peters escuchando el gramófono.

 

Muy cautelosamente, Septimus empezó a abrir los ojos, para ver si el gramófono estaba realmente allí. Pero las cosas reales, sí, las cosas reales eran excesivamente excitantes. Debía tener cautela. No quería enloquecer. Primero miró las revistas de modas en la estantería inferior, luego, gradualmente, miró el gramófono con su verde trompeta. Nada podía ser más exacto. Y así, cobrando valor, miró el aparador, la bandeja con plátanos, el grabado de la Reina Victoria y el Príncipe Consorte, la repisa del hogar con el jarrón de rosas. Ni una de estas cosas se movía. Se estaban todas quietas; eran todas reales.

 

—La señora Peters tiene mala lengua—dijo Rezia. —¿Y qué hace el señor Peters?—preguntó Septimus.

 

—Ah—dijo Rezia, esforzándose en recordar. Pensó que la señora Filmer le había dicho que el señor Peters era viajante de una empresa y añadió—: Ahora está en Hull. Sí, precisamente ahora está en Hull.

 

"¡Precisamente ahora!" Lo había dicho con su acento italiano. La propia Rezia lo había dicho. Con la mano Septimus formó pantalla ante los ojos para ver solamente un trozo de la cara de Rezia, e irlo viendo poco a poco, primero la barbilla, luego la nariz, después la frente, no fuera que estuviera deformado o que tuviera una horrenda marca. Pero no, allí estaba Rezia, perfectamente natural, cosiendo, con la boca cerrada tal como la cierran las mujeres, con aquella expresión fija, melancólica, que tienen cuando cosen. Pero no había nada terrible en ella se dijo Septimus, mirando por segunda vez, por tercera vez, la cara de Rezia, sus manos, puesto que ¿había algo terrible o repugnante en ella, sentada allí, a la clara luz del día, cosiendo? La señora Peters tenía mala lengua. El señor Peters estaba en Hull. Entonces, ¿por qué rabiar y profetizar? ¿Por qué huir azotado y perseguido? ¿Por qué las nubes le hacían sollozar y temblar? ¿Por qué buscar verdades y difundir mensajes, cuando Rezia estaba sentada, clavando agujas en la parte frontal de su vestido, y el señor Peters estaba en Hull? Milagros, revelaciones, angustias, soledad, el caer a través del mar, abajo y abajo, en las llamas, todo había desaparecido, porque tenía la sensación, mientras miraba cómo Rezia adornaba el sombrero de paja de la señora Peters, de estar cubierto de flores.

 

—Es demasiado pequeño para la señora Peters—dijo Septimus.

 

¡Por primera vez en largos días, había hablado como solía! desde luego, lo era; absurdamente pequeño, dijo Rezia. Pero la señora Peters lo había elegido.

 

Septimus se lo quitó de las manos a Rezia. Dijo que parecía el sombrero de un mono amaestrado a tocar el organillo.

 

¡Qué risa le dieron estas palabras a Rezia! Hacía semanas que no habían reído tanto juntos, bromeando en la intimidad, cual corresponde a los casados. Para Rezia, esto significaba que, si en aquel momento hubiera entrado la señora Filmer o la señora Peters o cualquiera, no hubieran comprendido la razón por la que ella y Septimus se reían.

 

—¡Ahí va!—dijo Rezia, mientras ponía una rosa en uno de los lados del sombrero.

 

¡Jamás se había sentido tan feliz! ¡Nunca en la vida!

 

Pero ahora era todavía más ridículo, dijo Septimus. Ahora la pobre mujer parecería un cerdo en una feria. (Nadie hacía reír a Rezia tanto como Septimus.)

 

¿Qué guardaba en el cesto de labores? Guardaba cintas, cuentas, borlas, flores artificiales. Rezia volcó la cesta en la mesa. Septimus comenzó a juntar colores dispares, porque, aun cuando era de dedos torpes—ni siquiera sabía hacer un paquete , tenía una vista maravillosa, y a menudo acertaba, a veces era absurdo, desde luego, pero otras veces tenía maravillosos aciertos.

 

Mientras cogía esto y aquello, con Rezia arrodillada a su lado y mirando por encima de un hombro, Septimus murmuró:

 

—¡La señora Peters tendrá un hermoso sombrero!

 

Ahora estaba terminado, es decir, el proyecto estaba terminado, por cuanto Rezia tendría que coserlo. Pero debía andar con mucho, pero que mucho cuidado, dijo Septimus, a fin de que quedara tal como él lo había proyectado.

 

Y Rezia cosió. Cuando Rezia cosía, pensó Septimus, producía un sonido como el de una olla en el fuego; burbujeante, murmurante, siempre ajetreada, con sus fuertes, pequeños y agudos dedos pellizcando, oprimiendo; y la aguja destellando, muy recta. El sol podía ir y venir, en las borlas, en el papel de la pared, pero él esperaría, pensó, estirando los pies, contemplando el calcetín con círculos, al término del sofá; esperaría en aquel cálido lugar, en aquella bolsa de aire quieto, a que uno llega en el linde del bosque a veces al atardecer, en donde, debido a una depresión del terreno o a cierta disposición de los árboles (hay que ser científico, sobre todo científico), el calor se asienta, y el aire golpea la mejilla como el ala de un pájaro.

 

Dando vueltas al sombrero de la señora Peters en la punta de los dedos, Rezia dijo:

 

—Ya está. Por el momento, ya está. Luego. . .

 

Su frase se deshizo en burbujas, y goteó, goteó, goteó, como un satisfecho grifo que no se ha cerrado debidamente.

 

Era maravilloso. Jamás había hecho Septimus algo que le dejara tan orgulloso de sí mismo. Era tan real, tan tangible, el sombrero de la señora Peters.

 

—Míralo —dijo.

 

Y sí, Rezia sería siempre feliz contemplando el sombrero. Septimus había vuelto a ser él mismo, y se había reído. Habían estado juntos y a solas, los dos. A Rezia siempre le gustaría aquel sombrero.

 

Septimus le dijo que se lo probara.

 

Corriendo hacia el espejo, y mirándose primero por un lado y luego por el otro, Rezia dijo:

 

—Debo de tener un aspecto rarísimo.

 

Y se arrancó el sombrero de la cabeza porque sonó un golpe en la puerta. ¿Sería Sir William Bradshaw? ¿Venía ya a buscar a Septimus?

 

¡No! Sólo era la niña con el diario de la tarde.

 

Lo que siempre ocurría ocurrió entonces, lo que ocurría todos los atardeceres de sus vidas. La niña flaca se chupaba el pulgar en la puerta; Rezia se puso de rodillas; Rezia le hizo carantoñas y la besó; Rezia sacó una bolsa de caramelos del cajón de la mesa. Así ocurría siempre. Primero una cosa, luego otra. Y así fue comportándose Rezia, primero una cosa, luego otra. Danzando, deslizándose, alrededor y alrededor de la estancia. Septimus cogió el periódico. El Surrey iba lanzado, leyó. Había una ola de calor. Rezia repitió que el Surrey iba lanzado, había una ola de calor, y esto formaba parte del juego con la nieta de la señora Filmer, riendo las dos, parloteando al mismo tiempo. Septimus estaba muy cansado. Era muy feliz. Cerró los ojos. Iba a dormir. Pero tan pronto dejó de ver, los sonidos del juego se debilitaron y parecieron extraños, y sonaron como gritos de gente que buscara sin hallar, y se alejara más y más. ¡Le habían perdido!

 

Aterrado, tuvo un sobresalto. ¿Y qué vio? La bandeja con los plátanos en el aparador. En la estancia no había nadie (Rezia había llevado a la niña al lado de su madre; era la hora de acostarla). Era esto: estar solo para siempre. Esta fue la condena pronunciada en Milán, cuando entró en aquella habitación y las vio cortando formas en tela de bocací, con las tijeras; estar solo para siempre.

 

Estaba solo, con el aparador y los plátanos. Estaba solo, a la intemperie en aquella altura, tumbado, aunque no en la cumbre de una colina, no en un acantilado, sino en el sofá de la sala de la señora Filmer. ¿Y las visiones, las caras, las voces de los muertos, dónde estaban? Ante él se alzaba una pantalla con negros juncos y azules golondrinas. Allí donde otrora viera montañas, viera rostros, viera belleza, había una pantalla.

 

—¡Evans! —grito.

 

No obtuvo respuesta. Una rata había chillado o una cortina se había agitado. Aquellas eran las voces de los muertos. La pantalla, la pala del carbón, el aparador, quedaban con él. Más valía, entonces, enfrentarse con la pantalla, con la pala del carbón, con el aparador... Pero Rezia entró bruscamente en la estancia parloteando.

 

Había llegado una carta. Todos los planes quedaban alterados. A fin de cuentas, la señora Filmer no podría ir a Brighton. No había tiempo para advertir a la señora Williams, y realmente Rezia pensó que era muy, muy molesto, cuando posó la vista en el sombrero y pensó... quizá... podría hacer un pequeño... Su voz murió en satisfecha melodía.

 

 

 

—¡Ah, maldición!—gritó Rezia.

 

(Los dos se reían con las maldiciones que a veces soltaba Rezia.) La aguja se había quebrado. Sombrero, niña, Brighton, aguja. Así lo fue pensando Rezia; primero una cosa, luego, otra, lo fue pensando, mientras cosía.

 

Rezia quería que Septimus le dijera si al cambiar el lugar de la rosa había mejorado el sombrero. Estaba sentada en el extremo del sofá.

 

Ahora eran perfectamente felices, dijo de repente Rezia, dejando el sombrero. Porque ahora podía decir cualquier cosa. Podía decirle cuanto le viniera a la cabeza. Esto fue casi lo primero que Rezia sintió, con respecto a Septimus, aquella noche, en el café, cuando llegó con sus amigos ingleses. Septimus entró, un tanto tímido, mirando alrededor, y se le cayó el gorro cuando quiso colgarlo. Lo recordaba bien. Rezia sabía que era inglés, aunque no uno de aquellos ingleses corpulentos que su hermana admiraba, ya que siempre fue delgado; pero tenía el color lozano y hermoso; y con su gran nariz, su ojos brillantes, su manera de estar sentado, algo encorvado, le trajo a la mente la imagen, a menudo decía Rezia a Septimus, de un joven halcón, aquella primera tarde en que le vio, cuando estaban jugando al dominó y él entró, como un joven halcón; pero siempre fue amable para con ella. Nunca le vio enfurecido o borracho sólo sufriendo, a veces, a causa de aquella terrible guerra, pero incluso en este caso, cuando ella llegaba, Septimus se olvidaba de todo. Cualquier cosa, cualquier cosa del mundo, cualquier pequeño contratiempo en su trabajo, cualquier cosa que le daba la gana decir, la decía Rezia, y Septimus la comprendía inmediatamente. Ni siquiera con su familia le ocurría esto. Por ser mayor que ella y por ser tan inteligente—era muy serio, ¡y quería que Rezia leyera a Shakespeare, antes de que siquiera pudiese leer un cuento para niños en inglés!—, por ser mucho más experimentado, la podía ayudar. Y también ella podía ayudarle a él.

 

Pero, ahora, estaba el sombrero. Y después (se estaba haciendo tarde), Sir William Bradshaw.

 

Rezia se llevó las manos a la cabeza, en espera de que Septimus dijera si el sombrero le gustaba o no, y mientras Rezia estaba sentada allí, esperando, baja la vista, Septimus percibía su mente, como un pájaro dejándose caer de rama en rama, y posándose siempre perfectamente; podía seguir su mente, mientras Rezia estaba sentada allí, en una de aquellas lacias posturas que adoptaba naturalmente, y si Septimus decía algo, Rezia sonreía inmediatamente, como un pájaro posándose, firmes las garras, en una rama.

 

Pero Septimus recordó. Bradshaw había dicho: "Las personas a las que más amamos no son buenas para nosotros, cuando estamos enfermos." Bradshaw había dicho que debían enseñarle a descansar. Bradshaw había dicho que Rezia y él debían estar separados.

 

"Deber", "deber", "deber", ¿por qué "deber"? ¿Qué autoridad tenía Bradshaw sobre él?

 

—¿Qué derechos tiene Bradshaw a decirme lo que debo hacer?—preguntó.

 

—Es porque hablaste de matarte —repuso Rezia. (Afortunadamente, ahora, Rezia podía decirle cualquier cosa a Septimus.)

 

¡Estaba en poder de aquellos hombres! ¡Holmes y Bradshaw le iban a dar caza! ¡El bruto con los rojos orificios de la nariz husmeaba todos los lugares secretos! ¡Podía hablarle de "deber"! ¿Dónde estaban sus papeles? ¿Las cosas que había escrito?

 

Rezia le trajo los papeles, las cosas que Septimus había escrito, las cosas que Rezia había escrito, dictándoselas él. Rezia los arrojó sobre el sofá. Los miraron juntos. Diagramas, dibujos, mujeres y hombres pequeñitos blandiendo palos en vez de brazos, con alas—¿eran alas?—en la espalda; círculos trazados resiguiendo monedas de chelín y seis peniques, soles y estrellas; precipicios en zig-zag con montañeros atados con cuerdas, ascendiendo, exactamente igual que cuchillos y tenedores; porciones de mar con menudas caras riendo desde lo que bien pudieran ser olas: el mapa del mundo. ¡Quémalos!, gritó Septimus. Y ahora sus escritos; cómo cantan los muertos tras los rododendros; odas al Tiempo; conversaciones con Shakespeare; Evans, Evans, Evans, sus mensajes de los muertos; no cortéis los árboles; dilo al Primer Ministro, Amor universal; el significado del mundo. ¡Quémalos!, gritó Septimus.

 

Pero Rezia cogió los papeles. Pensaba que, en algunos, había cosas muy hermosas. Los ataría (no tenía ni un sobre) con una cinta de seda.

 

Incluso en el caso de que se lo llevaran, dijo Rezia, ella iría con él. No podían separarlos en contra de su voluntad, dijo Rezia.

 

Golpeando los bordes hasta que quedaron alineados, Rezia amontonó los papeles, y ató el montón casi sin mirarlo, sentada cerca de Septimus, a su lado, como si, pensó Septimus, los pétalos rodearan su cuerpo. Rezia era un árbol florido; y a través de sus ramas asomaba la cara de un legislador, y había llegado a un refugio en el que ella no temía a nadie; ni a Holmes; ni a Bradshaw; era un milagro, un triunfo, el último y el más grande. Vacilante, la vio ascender la aterradora escalera, cargada con Holmes y Bradshaw, hombres que pesaban más de ochenta kilos, que mandaban a sus esposas a la Corte, hombres que ganaban diez mil al año y que hablaban de proporción, que emitían veredictos discrepantes (Holmes decía una cosa, y Bradshaw decía otra), a pesar de lo cual eran jueces, y mezclaban las visiones con el aparador, y no veían nada con claridad, y, sin embargo, mandaban, infligían.

 

—¡Ya está!— dijo Rezia.