Aurora Venturini entre Evita, el infierno y la pantalla grande
De interés general

Aurora Venturini entre Evita, el infierno y la pantalla grande

 

 

21/02/2014 Fuente revistaenie. La escritora de 91 años protagoniza “Beatriz Portinari, un documental sobre Aurora Venturini”, que se estrena hoy. Y su nuevo libro, "Eva Alfa y Omega", llegará en marzo.

 

Las demonias tienen sexo, ya verá, lector, y Eva Perón también: está implícito desde el título, Eva Alfa y Omega, del libro en que Aurora Venturini –que trabajó como psicóloga con Evita–, atraviesa de ficción sus memorias. Alfa como macho alfa. Eva como la primera mujer del monoteísmo dominante. Y Alfa y Omega como Cristo. La forma extraña de la contradicción: poderosa pobre Eva que Venturini construye como una nenita, una adolescente que se larga a Buenos Aires a construir fortuna, una joven que le roba el asiento al lado de Perón en el teatro a una amante que se había ido al baño y se queda al lado de él toda la vida, una mujer que no tiene tiempo de enfermarse, una enferma que le pide a Aurora que le cuente chistes verdes o que le hable de Heráclito.

 

Venturini nació en 1922. Y ganó, bajo el seudónimo de Beatriz Portinari, el premio de Novela de Página/12 en 2007 con Las Primas, un texto en que una exquisita deformidad permea hasta la sintaxis, una novela tan novedosa como anacrónica, una novela joven de una señora de, entonces, ochenta y cuatro. Deformes y exquisitos la narradora, las relaciones familiares, los familiares. Y la sintaxis: Venturini es la reina del hipérbaton. Una oración “normal” –no hay normalidad en el lenguaje– sería: “La casa es linda”. Hay hipérbaton cuando el autor dice: “Linda la casa es”; cuando altera el orden más frecuente de los elementos sintácticos. Aurora lo hace.

 

Con esa lente deformante o, mejor, sensible a los tamaños y a las formas relativas, cuenta Venturini las relaciones de poder oscilantes, la salud, la enfermedad, el amor, la soledad. Gigante Eva, férrea. Esqueletito moribundo. Princesa en el territorio de Franco, a quien le reprocha Aurora haber matado a García Lorca “por marica” nomás. Reina cuando “sacia el hambre de Europa”. Cuerpo de mujer enamorada y también “Esa mujer”: toma a Walsh para hablar del cuerpo de su amiga muerta Venturini y basta con el título de ese cuento enorme para proyectar la sombra que siguió a la muerte de la abanderada de los humildes, sombra de la que, tal vez, todavía no asomamos.

 

Arranca Venturini el libro sobre su amiga casi épica: “Fina llovizna trémula caía en las calles que bullían de pena. En alguna pared se leía un insulto; el último” .

 

Pero no es esa amistad lo único que Venturini tiene para contar. Va a insistir con una estadía tal vez más excepcional que la que tuvo en la Fundación Evita: estuvo en el infierno. Por eso sabe que las demonias tienen sexo. Antes, la veremos haciendo ejercicios para rehabilitarse del accidente que la puso en coma y la empujó al averno. Mientras haga sus ejercicios, “uno, dos, tres, cuatro, cinco” –concentrada, seriamente– veremos su casa: patio techado, parrilla con poco uso, el escritorio de paredes rosas, llenas de cuadros, que serán el escenario estático de un avance muy lento, el de Aurora Venturini que, a los 91, se levanta y anda. La película, – Beatriz Portinari. Un documental sobre Aurora Venturini – de Fernando Krapp y Agustina Massa, sigue. Entre los ejercicios y los dominios de Satán median los pasos lentísimos, una amiga con dos bastones y diez años menos y el dictado de un cuento: “Ayer nomás, fui valiente y brillante. Punto. Y tanto, coma, que obtuve la medalla de oro por saltar con Macondo un metro en valla fija. Punto.” –¿Es verdad?

 

–Sí, me dio la medalla Evita.

 

Ganar con un caballo llamado Macondo y ser premiada por Evita parece poco probable. Evita murió en 1952 y Cien años de soledad de García Márquez se editó en 1967. Pero quién sabe. Y qué importa.

 

Sigue dictando: “Pronto me liberaré de la molesta situación, coma, iré al Bosque, poné Bosque con mayúscula porque fui al bosque de La Plata, a ver el follaje espléndido y los gentiles árboles enhiestos. Cuando fui valiente y brillante concurrí a los hipódromos a elegir ganadores teniendo en cuenta para la suerte el color de las chaquetillas de los jockeys. Punto. Solía ganar. Punto. Aparte. Los duendes regresan y van a otros estadios. Punto. Vi en TV un partido de fútbol de Barcelona. Punto. Goleaba sin descanso el duende de mirada genial, coma, delicado y fugaz como la polilla de Virginia Woolf. Punto aparte. Descubrí al duende Lionel Messi. Punto. Qué adorable criatura. Punto. ¿Te gustó?”.

 

Corte. Demonios según la iconografía casi medieval con que el primer cine, el mudo, en blanco y negro aunque acá vire al azul, usaba para representar el averno. Otro corte: un cura y Aurora Venturini frente a la cámara, sentados los dos, rígidos, charlando sin mirarse sobre minucias: la tecnología contemporánea, las viejas cámaras que se tapaban con un género negro. El cura, la voz en off de Rosario Bléfari que puntea toda la película lo aclara, es el padre Carlos Roberto Mancuso: “Durante treinta años el párroco del templo San José. En la década de los ‘80, se sucedieron en La Plata algunos hechos extraños vinculados a lo demoníaco. Desde entonces, el padre dedica sus días a la práctica del exorcismo”.

 

Aurora le adjudica un “milagro”: “Usted me sacó el cigarrillo”. “Bueno, yo le di una bendición, el Señor le sacó”, relativiza el cura y cuenta su iniciación como exorcista. “El demonio, o el endemoniado, me miraba a mí. El demonio cuando me vio por primera vez, se enfureció y me dijo ‘¡fuera, basura!’”.

 

Aurora, ahora sentada frente al cura, precisa: “Tiene voz grave. Yo lo escuché. Yo estuve en el infierno. Usted me dice que sí, que puede ser. ¿O no?”. Mancuso, el hombre al que el demonio miró fijo, dice que también puede ser una “experiencia onírica”. Venturini contesta: “Los médicos dijeron que yo me había muerto. Yo me acuerdo que decía ‘no, yo no me he muerto’. Pero yo estaba en el infierno. Y cómo agredía. Y había unas demonias. Mujeres.” –Pero los demonios no tienen sexo– objeta el cura.

 

–No, él no. Ellas sí.