De las crónicas a la mitología
De interés general

De las crónicas a la mitología

 

 

04/10/2014 Fuente revistaenie. Periodismo. Para Soriano escribir era un acto con algo de aventura, tramado entre el anecdotario de las redacciones y la picardía sabedora de la calle. Juan jose becerra

 

La figura de Osvaldo Soriano que acompañó los libros de Osvaldo Soriano, como tantas otras que tuvieron un mismo modo de operar pero no su éxito, se formó a fines de los años 70 y principios de los 80 bajo el amparo de un sistema de nombres y lugares.

 

Esos lugares (la redacción de La Opinión, París, Roma) y esos nombres (Jacobo Timerman, Italo Calvino, Julio Cortázar, Juan Gelman, etc) fueron el soporte de una mitología personal de perfiles melancólicos que fue la marca de cierto periodismo literario de la época. En el caso de Soriano, la emergencia de su obra se extendió sobre una ancha línea de sombra, cursando todos los registros del drama civil, desde el exilio al regreso del exilio, y estacionándose generalmente en las formas de la crónica y la novela de motivos nacionales.

 

Soriano trabajó como periodista del diario La Opinión entre mayo de 1971 y mediados de 1974.

 

Artistas, locos y criminales , la antología de crónicas publicada por Bruguera en 1983, es el resumen de aquella primera etapa. En esa selección, realizada por el propio Soriano, no deja de latir un cierto enrarecimiento. Todos los textos tienen un prólogo del autor (además de un prólogo inicial, también del autor, que vale para todo el libro), de los que se va descargando en cuentagotas una autobiografía de tonos melancólicos, inspirada en un pasado que se fue pero, sin embargo, está volviendo con los primeros brotes de la democracia. Los viajes por el mundo, las aventuras de redacción, las amistades literarias y el destierro se extienden a modo de anecdotario, una debilidad de Soriano que lo convierte en un personaje añorado por sus amigos.

 

En esa cultura del prologuismo se filtra una revelación importante sobre su estadía en La Opinión: “el paso por ese diario fue, para mí, una suerte de entrenamiento literario. Un laboratorio donde tracé los borradores de mi primera novela, Triste, solitario y final (en el artículo “El error de hacer reír y en otros”) y me acerqué al estilo despojado de la segunda, No habrá más penas ni olvido (con los artículos sobre el caso Robledo Puch, el asesinato de Rucci y la fiebre del oro)”.

 

En esa breve temporada, Soriano encuentra las herramientas básicas de su obra: el gusto por la comedia y el deber de la concisión. Deja de lado, como era de prever, un instrumento consagrado por La Opinión (y por la obra de Manuel Puig) en su sección Historia de vida, en la que los redactores debían reconstruir la voz de sus entrevistados.

 

Por lo común de sus recorridos laborales, podría confundirse la literatura de Soriano con la de Roberto Arlt. Nada hay más alejado de uno que el otro. Arlt se formó en la lectura de la literatura “grande” (los novelistas rusos), mientras que a Soriano debería emparentárselo con Gabriel García Márquez y la escuela del escritor formado en las prácticas del periodismo, es decir en lo que se conoce no siempre despectivamente como oficio.

 

Para Soriano, escribir es un acto que se produce mitad en el escritorio de la redacción y mitad en la calle, adonde por lo general se llega tarde, y tiene algo de experiencia aventurera, sed de desciframiento y riesgo físico, un protocolo que durante mucho tiempo estableció alguna similitud entre el periodista y el investigador policial.

 

Así y todo –quizás por eso mismo– las crónicas de Soriano son intencionadamente literarias en el sentido de lo que el lector común espera de la literatura: una sensibilidad más que un arte. Esa facultad, la de sentir como un escritor, es lo que le da a sus crónicas una carga de romanticismo que muchas veces desplaza, si es que no lo elimina, el valor del testimonio.

 

El abecé del romanticismo se aplica a todos los géneros, incluyendo las crónicas de fútbol, que siempre parecen alejarse de manera dramática de su objeto. Declarado amante del fútbol, Soriano evita comentar el juego y se inclina por la mirada retrospectiva, de la que rescata el pasado mitológico mediante la anécdota, partícula elemental de su estilo. Ocurre en sus memorias de Míster Peregrino Fernández, en El penal más largo del mundo (donde coquetea con uno de sus recursos preferidos: la hipérbole) y en la historia de vida de Obdulio Varela, pero también en su crónica del repechaje entre Argentina y Australia de 1993, publicado en Página 12, donde se desentiende de la información del partido para concentrarse en Maradona, quien ya entonces no era un futbolista sino un mito viviente (Soriano lo llama “monumento”).

 

En sus historias clásicas sobre el asesinato de José Ignacio Rucci, las masacres de Robledo Puch o la muerte de Gatica, todos los pormenores de la composición se delegan en la autoridad de quien va a contar. Esa autoridad es, por lo general, como ocurre con las evocaciones futbolísticas, la del recuerdo. Escribir una crónica, para Soriano, es un acto independiente de la historia “real” en que se inspira y, sobre todo, independiente de su actualidad.

 

Podría hablarse de una crónica del anacronismo. No hay diferencia entre estar o no estar donde ocurren los hechos. La posición del que escribe siempre es literaria. Consiste en inventar lo que se vive y en vivir lo que se inventa. No hay hecho, por remoto que sea, que no se pueda reconstruir en un escritorio.