LA VIRTUD DEL AGRADECIMIENTO
De interés general

 LA VIRTUD DEL AGRADECIMIENTO. DE INTERÉS GENERAL

 

 

05/07/2013 Fuente lanacion. Este texto reproduce el discurso que el autor pronunció anteayer durante la incorporación de Adalberto Rodríguez Giavarini como miembro de número de la Academia Nacional de Ciencias Morales y Políticas

 

Presentar al doctor Adalberto Rodríguez Giavarini, en nombre de la institución a la que se incorpora, es una invitación a reflexionar sobre el carácter de los hombres con responsabilidades públicas y sobre el denuedo y las convicciones con las cuales el carácter impregna la acción. Puedo esta noche realizar esa tarea a la luz de una vida que se ha desplegado con voluntad de servicio cívico. La han regido, por un lado, los principios inmutables de su personalidad, y por otro, los imponderables que asaltan a los contemporáneos de cada contexto histórico.

 

Llama la atención el número de ámbitos en los cuales el nuevo académico ha respondido a las condiciones que debía satisfacer. No siempre ellas se encarnan con la debida disciplina y templanza moral en los protagonistas de una época.

 

Cuando un traspié ocurre en el ámbito privado, los efectos negativos suelen quedar circunscriptos a espacios más o menos reducidos. Otro será, en cambio, el resultado si el desatino cunde en la esfera pública. Tanto la suerte de las sociedades como el tono dominante en tal o cual período de la Historia han dependido muchas veces de liderazgos que parecieron haber sido más un parto del azar, el fruto de pasiones descontroladas o fenómenos de displicencia general sobre el destino común, que actos de perspicacia y previsión razonable sobre el porvenir.

 

Rodríguez Giavarini ha estado atento a tales peligros. Se ha preparado para responder a las responsabilidades que emanan de la idea de liderazgo y lo ha hecho con clara identificación de los valores asociados a la promoción del desarrollo individual y social y a la necesidad de contar con las instituciones indispensables para canalizarlos y fortalecerlos.

 

Nuestro nuevo académico ha sido militar. Al graduarse ocupó el segundo lugar más destacado de su promoción en el Colegio Militar de la Nación, que fundó Sarmiento. Tuvo arrojo suficiente para elegir paracaidismo como especialidad, pero vaciló, en debate íntimo, sobre lo que podía esperarse de él en la carrera de las armas. Con el grado de teniente pidió la baja, después de haber estado en West Point. Percibió que carecía de aptitud militar; o sea, del espíritu de pertenencia y entrega a la preparación continua, en lo esencial, para la defensa nacional y la guerra.

 

Imaginemos la exteriorización de ese conflicto introspectivo en un casual encuentro entre Ernesto Sabato y el atribulado joven militar. Imaginémoslos en el instante de decidirse la transición vital. Hay otros personajes inconfundibles en la escena: son los jefes que procuran retener en el Ejército al infante y paracaidista, seducidos por los méritos que ha acreditado. Sabato razona desde otra perspectiva. Lo estimula a confiar en la corazonada que lo perturba y a tomar, en resuelta mutación, el camino que en verdad lo reconforte para una vida útil. El autor de  Sobre héroes y tumbas  se había anticipado a ese juicio, en el texto en que se consternaba por una absurda contradicción, tan frecuente entre argentinos: "Ah, fulano es un gran coronel, no parece militar".

 

Cómo puede, en rigor, conceptuarse a alguien de buen profesional, se preguntaba Sabato, si no se lo observa revestido, antes al contrario, de la plenitud de atributos que lo iluminen como tal. Rodríguez Giavarini dio, pues, al abandonar la actividad militar, la manifestación de autenticidad que pedía el gran escritor. Se abriría entonces la etapa del alumno de Ciencias Económicas en aulas más agitadas que las del Colegio Militar: las de la Universidad de Buenos Aires.

 

La UBA y su vieja casa de la avenida Córdoba lo atraparon de lleno. Cuando se graduó en Economía Política, ya estaba experimentado en los escarceos políticos de la estudiantina, pero por fervores más atemperados que los de otros cofrades en los vínculos con Franja Morada, voz universitaria del radicalismo.

 

El sentido de equilibrio y de los contrapesos controlados con asombrosa regularidad ha sido el sello de quien, incluso en el atildamiento, expresa a toda hora la cortesía y prudencia del estilo personal. Casi en el límite de lo que las circunstancias autorizan, podría decirse aquí lo que se ha dicho de un primer ministro y dos veces secretario de Asuntos Exteriores británico del siglo XIX, lord Aberdeen: para él, ningún gobierno era lo suficientemente liberal, con tal de que no perdiera el carácter conservador que lo definía (  Tayllerand  , de Duff Cooper, Ed. Claridad, 1939, Buenos Aires).

 

Pero aun si afirmáramos, por más de un motivo, que presentamos a un intelectual de ideas liberales trabajadas por una notoria sensibilidad conservadora, habríamos trazado un perfil incompleto. Faltaría el rasgo de su honda religiosidad y compenetración con la doctrina social de la Iglesia. Omitiríamos la gravitación en su pensamiento del principio de subsidiaridad, presente en la gran evangelización católica desde fines del siglo XIX con la encíclica  Rerum Novarum  , de León XIII, y las que le siguieron, a partir de la  Quadrage  simo Anno, de Pío XI. He ahí la fuente de inspiración para estimular la actividad de los individuos, las familias y las organizaciones intermedias de la sociedad hasta donde puedan cumplir con objetivos de bien común, sin interferencias de un poder centralizado y distante. Ahí está el fundamento de un imperativo de actualidad: la defensa del federalismo y de los gobiernos locales.

 

El primer cargo público de Rodríguez Giavarini fue el de subsecretario de Presupuesto, durante la presidencia del doctor Raúl Alfonsín. La mayor afinidad personal la encontró entonces con el ministro Roque Carranza, acaso por la voluntad compartida de preservar, como objetivo, el equilibrio fiscal. Ese rigor se haría notar cuando dejó, ya como secretario de Hacienda y Finanzas del gobierno de la ciudad de Buenos Aires del doctor Fernando de la Rúa, una situación superavitaria.

 

Rodríguez Giavarini, miembro de número de la Academia Nacional de Educación, fue diputado nacional y presidió en Buenos Aires la Fundación Carolina, brazo de España, para la ciencia y las artes, hacia Iberoamérica. Ha sido consultor económico especializado en inversiones directas en el país y en el extranjero y profesor de Macroeconomía y de Economía Internacional, Desarrollo y Comercio. Ha ocupado cátedras en la Universidad de Buenos Aires y en la Universidad Católica Argentina, en las de Belgrano y del Salvador. Es doctor honoris causa por la Universidad Soka, de Japón, y ha enseñado sobre Políticas Públicas en la Kennedy School, de Harvard. También, en Columbia University y en la Sorbonne.

 

El campo que lo ha proyectado al plano más elevado en su carrera ha sido el de la política exterior. Acompañó, entre 1999 y 2001, como canciller, la gestión presidencial del doctor De la Rúa. Por esa condición de ex ministro de Relaciones Exteriores, podemos recibirlo como al académico que se reconoce en la huella que aquí dejaron Carlos Saavedra Lamas, Alfonso de Laferrère, Alejandro Ceballos y Carlos Muñiz, y se prolonga en Juan Ramón Aguirre Lanari.

 

No es sólo por razones cronológicas, sino para explayarme en una observación, que menciono al doctor Muñiz casi en último término. Éste es el momento para indagar, con respetuosa voluntad de interpelación a las autoridades públicas, cómo el Instituto del Servicio Exterior de la Nación no ha resuelto todavía honrarse con el nombre del estadista que lo fundó y, al fundarlo, profesionalizó -dignificándola- la diplomacia argentina en todas las jerarquías. O por qué, después de seis años de su desaparición, falta una calle, un espacio en Buenos Aires con el que se retribuya a quien, al concebir en 1978 la idea del Consejo Argentino para las Relaciones Internacionales (CARI) -el primero en su índole, en Iberoamérica-, prestó servicios notables a los intereses permanentes de la República. ¿Hemos olvidado, acaso, la virtud del agradecimiento?

 

Al suceder al doctor Muñiz en la conducción del CARI, Rodríguez Giavarini ha quedado como administrador de un patrimonio intangible que debe cuidarse, sobre todo en un país con instituciones destruidas y otras que desesperan por sobrevivir. El CARI ha sido un puente de valor estratégico que la Argentina ha tendido hacia el mundo. Como tal ha obrado tanto desde los días iniciales del aislamiento a causa del terror y horrores internos como hasta los días del infortunio que ha desprovisto gradualmente al país de peso y de norte.

 

En esa delicada mediación, Rodríguez Giavarini ha sido un intérprete fiel del ideario para el cual Muñiz reclutó gentes de todas las procedencias políticas, profesionales y religiosas. Ha tenido nuestro nuevo académico tacto para la diplomacia cívica, social y académica. Fruición entomológica para captar matices en la diversidad. Esfuerzo metódico para instrumentar una red mundial de acuerdos con instituciones homólogas, que ensanchen las posibilidades de entendimiento entre pueblos y gobiernos, en materias tan diversas -seguridad, comercio internacional, agricultura, política nuclear- como sobre las que se trabaja en el CARI en veinte grupos integrados por expertos y en áreas de estudio diferenciadas por regiones.

 

Aquellos atributos ya habían sido expuestos por Rodríguez Giavarini cuando estuvo al frente del Palacio San Martín. Los resumo, por una cuestión de oportunidad en la región, en su participación relevante, junto con la diplomacia peruana, en la firma de la Carta Democrática Interamericana de Lima.

 

Si ese documento fuera interpretado de buena fe en los alcances y espíritu, y más si se lo ahondara, la conciencia democrática continental no se hallaría satisfecha en adelante sólo por la existencia de gobiernos fundados en el voto popular. Demandaría gobiernos que, además de la legitimidad de origen, garanticen la independencia de los poderes, estimulen la tolerancia y condenen la discriminación en cualquiera de sus formas, aun las más veladas, fueren políticas, sociales o tributarias. Por servicios que ha prestado en distintos campos de las relaciones internacionales con igual calidad y sustancia, Rodríguez Giavarini ha recibido, entre otros reconocimientos, la Legión de Honor, de Francia; la Gran Cruz Cruceiro do Sul, de Brasil; la Gran Cruz de Isabel la Católica, de España, y la Gran Cruz, en grado de caballero, de Italia.

 

Ha sido estos años anfitrión de algunas de las personalidades destacadas de la escena mundial. Lo ha hecho con la noción del valor intransferible de las relaciones personales en la diplomacia con la cual descolló, desde 1922, John Rielly, el fundador del Chicago Council on Foreign Relations, rebautizado en 2006 como The Chicago Council on Foreign Affairs, en cuyos logros se inspiró Muñiz para la creación del CARI. El diálogo de unos con los otros, esa ausencia que comenzó a mitigarse desde la asunción de Francisco, es arte y compromiso y núcleo de una batalla cultural que los hombres esperanzados como Rodríguez Giavarini nunca han dado por perdida.

 

El colega a quien nos aprestamos a escuchar sabe, por el conocimiento de la fe, que la verdad, la justicia, la ejemplaridad, la decencia, y para llamarla de alguna manera, la virtud republicana, tendrán, tarde o temprano, mayor acento en el latido cívico de los argentinos.