Literaturas mutantes
De interés general

Literaturas mutantes. De interés general

 

 

Fuente revistaenie. No hace mucho me llegó desde España una propuesta para trabajar en el proyecto de un concurso para una novela colectiva creada a través de Internet. La idea era que quince autores diferentes escriban otros tantos capítulos de una misma historia cuyo puntapié inicial estuvo a cargo del peruano Santiago Roncagliolo. El experimento ya va por la mitad: los interesados mandan el capítulo que sigue y un comité de lectores los evalúa. “Lo que tendrías que hacer es leer unos cuantos candidatos cada vez y darles un puntaje del 0 al 10”, me contaban los organizadores antes de que la idea se instaló en una página web y sus réplicas en un blog, Facebook, Youtube, Twitter y todo el andamiaje virtual disponible.

 

 La llegada de Internet le abrió las puertas a esta literatura mutante, con resultados hasta ahora perecederos. Primero fueron los chats y los blogs mudados al libro como crónicas, relatos o novelas, que emergieron con toda la fanfarria de las modas pasajeras. A principios de este año, el sitio digital de la revista Ñ propuso otro ensayo virtual: la escritura en comunidad de una novela en la plataforma de Twitter. Fueron tres días de posteos a 140 caracteres por cabeza hasta que la trama se fue de las manos. “La Web nos une, sí, pero también nos dispersa”, escribió el periodista Andrés Hax al analizar los resultados que fluyeron hacia un caos previsible. Otra escala en el tránsito de esta literatura mutante la veremos dentro de no mucho, cuando se invente algún programa que hornee frases y amase párrafos que se adapten a la prosa del narrador. Ya existe algo parecido: Topicmarks hace un resumen de cualquier documento (en inglés, por ahora) que se suba a ese sitio, con resultados tan prudentes como para causar alarma.

 

 Sin embargo, esta narrativa experimental que navega entre lo grupal y lo virtual está condenada a un futuro imperfecto. Un autor no sólo le pone su pasado y su presente a lo que escribe sino sobre todo su alma, única e indivisa. Y lo que no tiene alma está condenado a morir antes de haber nacido.

 

 

Hace unos días conocí a un personaje cuya biblioteca me desorientó. He sabido de gente que ordena los libros por el color de sus lomos y de otra que los clasifica por tamaño, en una herejía decorativa que difícilmente los califique como lectores. Algunos más excéntricos, como el escritor francés Jacques Bonnet, los separa mediante un subjetivo sistema de afinidades, según cuenta en su libro Bibliotecas llenas de fantasmas. Algo parecido a lo que ya había hecho el alemán Aby Warburg, cuya colección de 60 mil volúmenes fue enviada a Gran Bretaña durante el nazismo para salvarla de un probable saqueo o destrucción. La Biblioteca Warburg está organizada de acuerdo con criterios sutiles y completamente heterodoxos, que hasta hoy no han sido enteramente dilucidados, según nos cuenta Rafael Argullol en un artículo que publicó la semana pasada en el diario El País, de Madrid.

 

 

La excentricidad del amigo que mencioné al principio consiste en catalogar los libros por el nombre de pila de su autor. Así, Arlt está en la R, pero Pessoa puede alojarse en la F o en cualquier parte del abecedario donde hayan caído sus heterónimos. Me costó descifrar la maraña de ese desorden establecido. Cuando le pregunté la razón, dijo: “Lo hago para retener sus nombres de pila. Por ejemplo, ¿cuánta gente sabe el nombre de Fogwill, eh?”

 

 

Fue precisamente en Fogwill donde me pareció encontrar un motivo más perverso del sistema elegido por mi amigo. Se trataba sin duda de una estratagema para complicar el préstamo o robo premeditado de algún volumen que le deparara un destino infeliz. En Urbana, Fogwill escribe: “la gente los lleva excitada por un entusiasmo de momento y la mayoría de las veces olvida leerlos, de modo que el libro queda por ahí, perdido como la memoria de ese préstamo”.

 

 

Esa excitación es un rasgo común a todos los bibliomaníacos. El orden elegido, en cambio, revela algún rasgo particular de la personalidad de su dueño. Después de todo, una biblioteca funciona también como una autobiografía.

 

 

Borges dijo una vez que uno nunca sabe en qué idioma va a morir. Uno nunca sabe, tampoco, en qué idioma se esculpirán las huellas de esa muerte. En la lápida de su tumba en el cementerio ginebrino de Plainpalais, por ejemplo, sobresale una leyenda en antiguas letras nórdicas: de un lado, dos versos tomados del capítulo 27 de la Völsunga Saga (Saga noruega del siglo XIII), “Hann tekr sverthit Gram / ok leggr i methal theira bert” (“Tomó su espada, Gram, y colocó el metal desnudo entre los dos”) –cita que precede su relato Ulrica–; del otro lado, en un medallón, aparecen ocho guerreros con sus armas y un fragmento en anglosajón de la Balada de Modlon, “And ne forthedon na” (“Y las puertas se abrieron para él”). Para Borges, que alguna vez escribió “Sólo pido / las dos abstractas fechas y el olvido”, esto hubiese significado un exceso.

 

 

Hoy leo en el diario que muchos también califican de exceso la ocurrencia de un escritor chileno que puso en la tapa de su nuevo libro una foto de él simulando orinar la tumba de Borges. Una ocurrencia quizás grosera pero minúscula, que tomó estado mayúsculo.

 

 

Recordé entonces que cuando yo visité Plainpalais al cumplirse diez años de la muerte de Borges, también regué el cantero de flores de su tumba. Había alrededor unas regaderas enormes que, a falta de flores, invitaban al homenaje en forma de lluvia. Ahí está la foto.

 

 

Plainpalais tiene más de cinco siglos. Antes, cuando las urgencias de las pestes que invadieron a Europa lo hicieron impostergable, en 1482 se construyó en ese terreno un Hospital. La entrada actual da a la Rue de Rois (Calle de los Reyes), pero en sus comienzos, la entrada principal estaba ubicada en el Boulevard de Saint-Georges. Justo a la derecha de esa entrada, apenas se ingresaba, está la tumba de Calvino y a muy pocos metros, hacia la izquierda, la de Borges. Sector D6, sepultura número 735.

 

 

El cementerio tiene un césped perfecto, árboles testigos de otros siglos, colores que no parecen inventados por la naturaleza y un horizonte despojado atravesado por senderos de guijarros blancos. No hay mausoleos; apenas un centenar y medio de tumbas. Es un cementerio destinado solo a las grandes personalidades de la historia de la ciudad y, en algunos casos, a sus esposas. El ciudadano común tiene vedada esa tierra eterna.

 

 

“Solo pido / las dos fechas abstractas y el olvido”. Borges no tuvo ni lo uno ni lo otro. Tampoco se sabrá si consiguió lo que fue a buscar a Ginebra antes de morir: tal vez cruzar por última vez los siete puentes del Ródano, o escuchar el sonido de las campanas y el trinar incesante de los pájaros; quizá buscaba al otro, al joven poeta de su adolescencia. O acaso fuera algo más simple: una tumba casi anónima, una lápida modesta, un último descanso menos eterno que el agua y el aire.