Viaje al Centro de la Tierra 4. Cuarta entrega
de Julio Verne

Viaje al Centro de la Tierra 4. Cuarta entrega

 

Fuente bibliotecasvirtuales. De Julio Verne

 

Antes de terminar el día vi que teníamos que habérnoslas con un pescador, un herrero, un cazador, un carpintero... todo menos un ministro del Señor. Verdad es que era día de trabajo; tal vez se desquitase los domingos. No quiero hablar mal de estos pobres sacerdotes que, al fin y al cabo, son unos infelices; reciben del Gobierno danés una asignación ridícula y perciben la cuarta parte de los diezmos de sus parroquias, lo que en total ni llega a sumar sesenta marcos. Necesitan, por consiguiente, trabajar para vivir; pero pescando, cazando y herrando caballos, se acaba por adquirir las maneras, los hábitos y el tono de los pescadores, cazadores y otras gentes no menos rudas; y por eso aquella misma noche advertí que entre las virtudes del párroco no se hallaba la de la templanza.

 

Mi tío no tardó en darse cuenta de la clase de hombre con quien tenía que habérselas; en vez de un digno y honrado sabio, halló un grosero y descortés campesino, y resolvió emprender lo más pronto posible su gran expedición, y abandonar cuanto antes a aquel cura tan poco hospitalario. Sin fijarse siquiera en su propio cansancio, decidió ir a pasar algunos días en la montaña.

 

Desde el día siguiente al de nuestra llegada a Stapi, comenzaron los preparativos de marcha. Contrató Hans tres islandeses que debían reemplazar a los caballos en el transporte de nuestra impedimenta: pero, una vez llegados al fondo del cráter, estos indígenas debían desandar el camino y dejarnos a los tres solos. Este punto quedó perfectamente aclarado.

 

Entonces tuvo mi tío que decir al cazador que tenía la intención de reconocer el cráter del volcán hasta sus últimos límites.

 

Hans contentóse con inclinar la cabeza en señal de asentimiento. El ir a un sitio o a otro, el recorrer la superficie de su isla o descender a sus entrañas, érale indiferente del todo. En cuanto a mí, distraído hasta entonces por los incidentes del viaje, habíame olvidado algo del porvenir; pero ahora sentí que la zozobra se apoderaba de mí nuevamente. ¿Qué hacer? En Hamburgo hubiera sido ocasión de oponerme a los designios del profesor Lidenbrock; pero al pie del Sneffels, no había posibilidad.

 

Una idea, sobre todo, preocupábame más que todas las otras; una idea espantosa, capaz de crispar otros nervios mucho menos sensibles que los míos.

 

"Veamos" me decía a mí mismo: "nos vamos a encaramar en la cumbre del Sneffels. Está bien. Vamos a visitar su cráter. Soberbio: otros lo han hecho y aún viven. Mas no para aquí la cosa: si se presenta un camino para descender a las entrañas de la tierra, si ese malhadado Saknussemm ha dicho la verdad, nos vamos a perder en medio de las galerías subterráneas del volcán, Ahora bien. ¿quién es capaz de afirmar que el Sneffels está apagado del todo? ¿Hay algo que demuestre que no se está preparando otra erupción? Del hecho de que duerma el monstruo desde 1229, ¿hemos de deducir que no pueda despertarse? Y si se despertase, ¿qué sería de nosotros?"

 

Valía la pena de pensar en todo esto, y mi imaginación no cesaba de dar vueltas a estas ideas. No podía dormir sin soñar con erupciones, y me parecía tan brutal como triste el tener que representar el papel insignificante de cacería.

 

Incapaz de callar por más tiempo, decidí finalmente someter el caso a mi tío con la mayor prudencia posible, y en forma de hipótesis perfectamente irrealizable.

 

Aproximándome a él, le manifesté mis temores y retrocedí varios pasos para evitar los efectos de la primera explosión de su cólera.

 

-En esto estaba pensando -me respondió simplemente.

 

¿Qué interpretación debía dar a estas inesperadas palabras? ¿Iba, al fin, a escuchar la voz de la razón? ¿Pensaría suspender sus proyectos? ¡No sería verdad tanta belleza!

 

Tras algunos instantes de silencio. que no me atreví a interrumpir, añadió:

 

-Sí; en eso estaba pensando. Desde nuestra llegada a Stapi, me he preocupado de la grave cuestión que acabas de someter a mi juicio, porque no conviene cometer imprudencias.

 

-No -respondí con vehemencia.

 

-Hace seiscientos años que el Sneffels está mudo; pero puede hablar otra vez. Ahora bien, las erupciones volcánicas van siempre precedidas de fenómenos perfectamente conocidos; por eso, después de interrogar a los habitantes del país y de estudiar el terreno, puedo asegurarte, Axel, que no habrá por ahora erupción.

 

Al oír estas palabras, me dejaron estupefacto y no pude replicar.

 

-¿Dudas de mis palabras? -dijo mi tío-; pues sígueme.

 

Obedecí maquinalmente. Al salir de la rectoría, tomó el profesor un camino directo que, por una abertura de la muralla basáltica, se alejaba del mar. No tardamos en hallarnos en campo raso, si se puede dar este nombre a un inmenso montón de deyecciones volcánicas. Los accidentes del suelo parecían como borrados bajo una lluvia de piedras, de lava, de basalto, de granito y de toda clase de rocas piroxénicas.

 

Veíanse de trecho en trecho ciertas columnas de humo elevarse en el seno de la atmósfera. Estos vapores blancos, llamados reykir en islandés, procedían de manantiales termales, y su violencia indicaba la actividad volcánica del suelo, lo cual me parecía confirmar mis temores; júzguese, pues, cuál no sería mi sorpresa cuando mi tío me dijo:

 

-¿Ves esos humos, Axel? Pues bien, ellos nos demuestran que no debemos temer los furores del volcán.

 

-¡Cómo puede ser eso! -exclamé.

 

-No olvides lo que voy a decirte -prosiguió el profesor-: cuando una erupción se aproxima, todas estas humaredas redoblan su actividad para desaparecer por completo mientras subsiste el fenómeno; porque los fluídos elásticos, careciendo de la necesaria tensión, toman el camino de los cráteres en lugar de escaparse a través de las fisuras del globo. Si, pues, estos vapores se mantienen en su estado habitual, si no aumenta su energía, y si añades a esta observación que la lluvia y el viento no son reemplazados por un aire pesado y en calma, puedes desde luego afirmar que no habrá erupción próxima.

 

--Pero...

 

-Basta. Cuando la ciencia ha hablado, no se puede replicar.

 

Volví a la rectoría con las orejas gachas; mi tío me había anonadado con argumentos científicos. Sin embargo, todavía conservaba la esperanza de que, al bajar al fondo del cráter, nos fuese materialmente imposible el proseguir la endiablada excursión por no existir ninguna galería, a pesar de las afirmaciones de todos los Saknussemm del mundo.

 

Pasé la noche inmediata sumido en una horrible pesadilla, en medio de un volcán; y desde las profundidades de la tierra, sentíme lanzado a los espacios interplanetarios en forma de roca eruptiva.

 

Al día siguiente, esperábanos Hans con sus compañeros cargados con nuestros víveres, utensilios a instrumentos. Dos bastones herrados, dos fusiles y dos cartucheras nos estaban reservados a mi tío y a mí. Nuestro guía, que era hombre precavido, había añadido a nuestra impedimenta un odre lleno que, unido a nuestras calabazas, nos aseguraba agua para ocho días.

 

Eran las nueve de la mañana. El rector y su gigantesca furia, esperaban delante de la puerta, deseosos, sin duda, de darnos su último adiós: pero este adiós tomó la inesperada forma de una cuenta formidable, en la que se nos cobraba hasta el aire, bien infecto por cierto, que habíamos respirado en la casa rectoral. La dignísima pareja nos desolló como un hostelero suizo, cobrándonos a precio fabuloso su ingrata hospitalidad.

 

Mi tío pagó sin regatear. Un hombre que partía para el centro de la tierra no había de parar la atención en unos miserables rixdales. Arreglado este punto, dio Hans la señal de partida, y algunos instantes después habíamos salido de Stapi.

 

XV

 

Tiene el Sneffels 5,000 pies de elevación, siendo, con su doble cono, como la terminación de una faja raquítica que se destaca del sistema orográfico de la isla. Desde nuestro punto de partida no se podían ver sus dos picos proyectándose sobre el fondo grisáceo del cielo. Sólo distinguían mis ojos un enorme casquete de nieve que cubría la frente del gigante.

 

Marchábamos en fila, precedidos del cazador, quien nos guiaba por estrechos senderos, por los que no podían caminar dos personas de frente. La conversación se hacía, pues, poco menos que imposible.

 

Más allá de la muralla basáltica del fïordo de Stapi, encontramos un terreno de turba herbácea y fibrosa, restos de la antigua vegetación de los pantanos de la península. La masa de este combustible, todavía inexplotado, bastaría para calentar durante un siglo a toda la población de Islandia. Aquel vasto hornaguero, medido desde el fondo de ciertos barrancos, tenía con frecuencia setenta pies de altura, y presentaba capas sucesivas de detritus carbonizados, separados por vetas de piedra pómez y toba.

 

Como digno sobrino del profesor Lidenbrock, y a pesar de mis preocupaciones, observaba con verdadero interés las curiosidades mineralógicas expuestas en aquel vasto gabinete de historia natural, al par que rehacía en mi mente toda la historia geológica de Islandia.

 

Esta isla tan curiosa, ha surgido realmente del fondo de los mares en una época relativamente moderna, y hasta es posible que aún continúe elevándose por un movimiento insensible. Si es así, sólo puede atribuirse su origen a la acción de los fuegos subterráneos, y en este caso, la teoría de Hunfredo Davy, el documento de Saknussemm y las pretensiones de mi tío iban a convertirse en humo. Esta hipótesis indújome a examinar atentamente la naturaleza del suelo, y pronto me di cuenta de la sucesión de fenómenos que precedieron a la formación de la isla.

 

Islandia, absolutamente privada de terreno sedimentario, se compone únicamente de tobas volcánicas, es decir, de un aglomerado de piedras y rocas de contextura porosa. Antes de la existencia de los volcanes, hallábase formada por una masa sólida, lentamente levantada, a modo de escotillón, por encima de las olas por el empuje de las fuerzas centrales. Los fuegos interiores no habían hecho aún su irrupción a través de la corteza terrestre.

 

Pero más adelante, abrióse diagonalmente una gran fenda, del sudoeste al noroeste de la isla, por la cual se escapó lentamente toda la pasta traquítica. El fenómeno se verifïcó entonces sin violencia; la salida fue enorme, y las materias fundidas, arrojadas de las entrañas del globo, se extendieron tranquilamente, formando vastas sabanas o masas apezonadas. En esta época aparecieron los feldespatos, los sienitos y los pórfidos.

 

Pero, gracias a este derramamiento, el espesor de la isla aumentó considerablemente y, con él, su fuerza de resistencia. Se concibe la gran cantidad de fluidos elásticos que se almacenó en su seno, al ver que todas las salidas se obstruyeron después del enfriamiento de la costra traquítica. Llegó, pues, un momento en que la potencia mecánica de estos gases fue tal, que levantaron la pesada corteza y se abrieron elevadas chimeneas. De este modo quedó el volcán formado gracias al levantamiento de la corteza, y después abrióse el cráter en la cima de aquél de un modo repentino.

 

Entonces sucedieron los fenómenos volcánicos a los eruptivos; por las recién formadas aberturas escapáronse, ante todo, las deyecciones basálticas, de las cuáles ofrecía a nuestras miradas los más maravillosos ejemplares la planicie que a la sazón cruzábamos. Caminábamos sobre aquellas rocas pesadas, de color gris oscuro, que al enfriarse habían adoptado la forma de prismas de bases hexagonales. A lo lejos se veía un gran número de conos aplastados que fueron en otro tiempo otras tantas bocas ignívoras.

 

Una vez agotada la erupción basáltica, el volcán, cuya fuerza acrecentóse con la de los cráteres apagados, dio paso a las lavas y a aquellas tobas de cenizas y de escorias cuyos amplios derrames contemplaban mis ojos esparcidos, por sus flancos cual cabellera opulenta.

 

Tal fue la serie de fenómenos que formaron a Islandia. Todos ellos reconocían por origen los fuegos interiores, y suponer que la masa interna no permaneciese aún en un estado perenne de incandescencia líquida, era una verdadera locura. Por lo tanto, el pretender llegar al centro mismo del globo sería una insensatez sin ejemplo.

 

Así, pues, mientras marchábamos al asalto del Sneffels, me fui tranquilizando respecto del resultado de nuestra empresa.

 

El camino se hacía cada vez más difícil; el terreno subía, las rocas oscilaban y era preciso caminar con mucho tiento para evitar caídas peligrosas.

 

Hans avanzaba tranquilamente como si fuese por un terreno llano; a veces desaparecía detrás de los grandes peñascos, y le perdíamos de vista un instante; pero entonces oíamos un agudo silbido salido de sus labios, que nos indicaba el camino que debíamos seguir. Con frecuencia también recogía algunas piedras, colocábalas de modo que fuese fácil reconocerlas después, y fijaba de esta suerte jalones destinados a indicarnos el camino de regreso. Esta precaución era de por sí excelente; pero los acontecimientos futuros probaron su inutilidad.

 

Tres fatigosas horas de marcha invirtiéronse tan sólo en llegar a la falda de la montaña. Allí dio Hans la señal de detenerse, y almorzamos frugalmente. Mi tío se llenaba la boca para concluir más pronto; pero como aquel alto tenía también por objeto el reparar nuestras fuerzas, tuvo que someterse a la voluntad del guía que no dio la señal de partida hasta después de una hora.

 

Los tres islandeses, tan taciturnos como su camarada el cazador, no desplegaron sus labios y comieron sobriamente.

 

Entonces comenzamos a subir las vertientes del Sneffels; su nevada cumbre, por una ilusión de óptica frecuente en las montañas, parecíame muy próxima, a pesar de lo cual nos restaban aún muchas horas de camino y muchísimas fatigas, sobre todo, para llegar hasta ella. Las piedras que no se hallaban ligadas por hierbas ni por ningún cimiento de tierra, resbalaban bajo nuestro pies y rodaban hasta la llanura con la velocidad de un alud.

 

En algunos parajes, las vertientes del monte formaban con el horizonte un ángulo de 36° lo menos. Era materialmente imposible trepar por ellos, siendo preciso rodear estos pedregosos obstáculos, para lo cual encontrábamos no pocas dificultades. En estas ocasiones nos prestábamos mutuo auxilio con nuestros herrados bastones.

 

Debo advertir que mi tío permanecía siempre lo más cerca posible de mí; no me perdía de vista, y, en más de una ocasión, encontré un sólido apoyo en su brazo. Por lo que respecta a él, tenía sin duda alguna el sentimiento innato del equilibrio, pues no tropezaba jamás. Los islandeses, a pesar de ir cargados, trepaban con agilidad asombrosa.

 

Al contemplar la altura de la cumbre del Sneffels, creía  imposible poder llegar por aquel lado hasta ella, si el ángulo de inclinación de las pendientes no se cerraba algo. Afortunadamente, tras una hora de trabajos y de inauditos esfuerzos, en medio de la vasta alfombra de nieve que se extendía sobre la cumbre del volcán, descubrieron nuestros ojos de improviso una especie de escalera que simplificó nuestra ascensión. Estaba formada por uno de esos torrentes de piedras arrojadas por las erupciones, cuyo nombre islandés es stinâ. Si este torrente no hubiese sido detenido en su caída por la disposición especial de los flancos de la montaña, habría ido a precipitarse en el mar, formando nuevas islas.

 

Tal como era, fuimos en extremo útil. La rapidez de las pendientes iba cada vez en aumento, pero aquellos escalones de piedra permitían remontarlos fácilmente y hasta con rapidez tal que, como me retrasase un momento mientras que mis compañeros proseguían la ascensión, llegué a verlos reducidos a una pequeñez microscópica por efecto de la distancia.

 

A las siete de la tarde habíamos ya subido los dos mil peldaños que tiene esta escalera, y dominábamos un saliente de la montaña, especie de base sobre la cual se apoyaba el cono del cráter.

 

El mar se extendía a una profundidad de 3.200 pies. Habíamos traspasado el límite de las nieves perpetuas, bien poco elevado en Islandia a consecuencia de la humedad constante del clima. Hacía un frío espantoso y el viento soplaba con fuerza. Hallábame agotado. El profesor comprendió que mis piernas se negaban a seguir prestándome servicio, y, a pesar de su impaciencia. decidió hacer alto allí. Hizo señas a Hans en tal sentido; pero éste sacudió la cabeza, diciendo:

 

-Ofvanför.

 

-Parece que es preciso subir más -dijo mi tío.

 

Después preguntó a Hans el motivo de su respuesta.

 

-Mistour-repuso el guía.

 

-La, místour-repitió uno de los islandeses, con acento de terror.

 

-¿Qué significa esa palabra? -pregunté, inquieto.

 

Mira- dijo mi tío.

 

Dirigí hacia la llanura la vista y vi una inmensa columna de piedra pómez pulverizada, de arena y de polvo que se elevaba girando como una tromba; el viento la empujaba hacia el flanco del Sneffels sobre el cual nos encontrábamos; aquella cortina opaca, tendida delante del sol, producía una gran sombra que se proyectaba sobre la montaña. Si la tromba se inclinaba, nos envolvería sin remedio entre sus torbellinos. Este fenómeno, bastante frecuente cuando el viento sopla de los ventisqueros, se conozca con el nombre de mistour en islandés.

 

-Hostigt, has tíg -grító nuestro guía.

 

A pesar de no poseer el danés, comprendí que era preciso seguir a Hans sin demora. El guía comenzó a circundar el cono del cráter, pero descendiendo con objeto de facilitarnos la marcha.

 

No tardó mucho la tromba en chocar contra la montaña, que se estremeció a su contacto; las piedras, suspendidas por los remolinos del viento, volaron en forma de lluvia, como en las erupciones. Nos hallábamos, por fortuna, en la vertiente opuesta y al abrigo de todo peligro; pero, a no ser por la precaución del guía, nuestros cuerpos, desmenuzados, convertidos en polvo impalpable, hubieran ido a caer lejos como el producto de algún desconocido meteoro.

 

Esto no obstante, no consideró Hans prudente que pasásemos la noche en la vertiente del cono. Proseguimos nuestra ascensión en zigzag; empleamos aún cerca de cinco horas en recorrer los 1.500 pies que nos quedaban que subir todavía; en revueltas, contramarchas y sesgos perdimos lo menos tres leguas.

 

Yo no podía más; me moría de frío y de hambre. El aire un tanto rarificado de tan elevadas regiones no bastaba a mis pulmones.

 

Por fin, a las once de la noche, en plena oscuridad, llegamos a la cumbre del Sneftels; y, antes de buscar abrigo en el interior del cráter, tuve tiempo de ver el sol de la media noche en la parte inferior de su carrera, proyectando sus pálidos rayos sobre la isla dormida a mis pies.

 

XVI

 

Cenamos rápidamente y se acomodó cada cual todo lo mejor que pudo. La cama era bien dura, el abrigo poco sólido y la situación muy penosa a 5.000 pies sobre el nivel del mar. Sin embargo, mi sueño fue tan tranquilo aquella noche, una de las mejores que había pasado desde hacía mucho tiempo, que ni siquiera soñé.

 

A la mañana siguiente nos despertó, medio helados, un aire bastante vivo; el sol brillaba esplendente. Abandoné mi lecho de granito y fui a disfrutar del magnífico espectáculo que se desarrollaba ante mi vista.

 

Me ubiqué en la cima del pico sur del Sneffels, desde el cual se descubría la mayor parte de la isla. La óptica, común a todas las grandes alturas, hacía resaltar sus contornos, en tanto que las partes centrales parecían obscurecerse. Hubiérase dicho que tenía bajo mis pies uno de esos mapas en relieve de Helbesmer. Veía los valles profundos cruzarse en todos sentidos, descendían los precipicios a manera de pozos, los lagos se transformaban en estanques y los ríos, en arroyuelos.

 

A mi derecha se presentaban innumerables ventisqueros y multiplicados picos, algunos de los cuales aparecían coronados por un penacho de humo. Las ondulaciones de estas infinitas montañas, cuyas capas de nieve daban un aspecto espumoso, semejaban la superficie del mar cuando las tempestades la agitan. Si me volvía hacia el Oeste, contemplaba las aguas del Océano, en toda su majestuosa extensión, cual si fuese continuación de aquellas aborregadas cimas. Apenas distinguían mis ojos dónde terminaba la tierra y dónde comenzaban las olas.

 

Me abismé, de esta suerte, en el éxtasis alucinador que producen las altas cimas, y esta vez sin vértigo alguno, pues, al fin, me iba acostumbrando a estas contemplaciones sublimes. Mis deslumbradas miradas se explayaban en la transparente irradiación de los rayos solares; me olvidé de mi propia persona y del lugar en que me encontraba para vivir la vida de los trasgos o de los silfos, imaginarios habitantes de la mitología escandinava; me embriagaba con las voluptuosidades de las alturas, sin acordarme de los abismos en que dentro de poco me sumergiría mi destino. Pero la llegada del profesor y de Hans, que vinieron a reunirse conmigo en la extremidad del pico, me trajeron nuevamente a la realidad de la vida.

 

Mi tío se volvió hacia el Oeste y me señaló con la mano un ligero vapor, una bruma, una apariencia de tierra que dominaba la línea de las olas.

 

--Groenlandia -me dijo.

 

-¿Groenlandia? -exclamé yo.

 

-Sí; sólo dista de nosotros 35 leguas, y, durante los deshielos, llegan los osos blancos hasta Islandia sobre los témpanos que arrastran las corrientes hacia el Sur. Pero esto importa poco. Nos hallamos en la cumbre del Sneffels; aquí tienes sus dos picos, el del Norte y el del Sur. Hans va a decirnos ahora qué nombre dan los islandeses a éste en que nos encontramos.

 

Formulada la pregunta, el cazador respondió.

 

-Scartaris.

 

Mi tío me dirigió una mirada de triunfo.

 

-¡Al cráter! -exclamó entusiasmado.

 

El cráter del Sneffels tenía forma de cono invertido, cuyo orificio tendría aproximadamente media legua de diámetro. Calculé su profundidad en 2.000 pies, sobre poco más o menos. ¡Júzguese lo que sería semejante recipiente cuando se llenase de truenos y llamas!

 

El fondo de este embudo no debía medir arriba de 500 pies de circunferencia, de suerte que sus pendientes eran bastante suaves y permitían llegar fácilmente a su parte inferior.

 

Involuntariamente comparaba yo este cráter con un enorme trabuco ensanchado, y la comparación me colmaba de espanto.

 

"Introducirse en el interior de un trabuco" pensaba en mi fuero interno, "que puede estar cargado y dispararse al menor choque, sólo puede ocurrírsele a unos locos".

 

Pero para retroceder era tarde. Hans, con aire indiferente, se puso de nuevo al frente de la caravana; yo lo seguía sin despegar los labios.

 

A fin de facilitar el descenso, describía el cazador, dentro del cono, elipses muy prolongadas. Era preciso marchar por entre rocas eruptivas, algunas de las cuales, desprendidas de sus alvéolos, se precipitaban a saltos hasta el fondo del abismo. Su caída determinaba repercusiones de extraña sonoridad.

 

Algunas partes del cono formaban ventisqueros interiores. Hans avanzaba entonces con la mayor precaución, sondando el suelo con su bastón herrado para descubrir las grietas. En ciertos pasos dudosos  necesitamos atarnos unos a otros por medio de una larga cuerda a fin de que si alguno resbalaba de improviso, quedase sostenido por los otros. Esta solidaridad era una medida prudente; mas no excluía todo peligro.

 

Sin embargo, y a pesar de las dificultades del descenso por pendientes que Hans desconocía, se realizó aquél sin el menor incidente, si se exceptúa la caída de un lío de cuerdas que se le escapó al islandés de las manos y rodó sin detenerse hasta el fondo del abismo.

 

A mediodía ya habíamos llegado. Levanté la cabeza y vi el orificio superior del cono a través del cual se descubría un pedazo de cielo de una circunferencia en extremo reducida pero casi perfecta. Solamente en un punto sobresalía el pico del Scartans, que se hundía en la inmensidad.

 

En el fondo del cráter se abrían tres chimeneas a través de las cuáles arrojaba el foco central sus lavas y vapores en las épocas de las erupciones del Sneffels. Cada una de estas chimeneas tenía aproximadamente unos cien pies de diámetro y abrían ante nosotras sus tenebrosas fauces. Ya no tuve valor para hundir mis miradas en ellas; pero el profesor Lidenbrock había hecho un rápido examen de su disposición, y corría jadeante de una a otra, gesticulando y profiriendo palabras ininteligibles. Hans y sus compañeros, sentados sobre trozos de lava, lo observaba en silencio, tomándole sin duda, por un loco.

 

De repente, lanzó un grito mi tío; yo me estremecí, temiendo que se hubiera resbalado y hubiese desaparecido en alguna de las simas. Pero no; lo vi en seguida con los brazos extendidos y las piernas abiertas, de pie ante una roca de granito que se erguía en el centro del cráter como un pedestal enorme hecho para sustentar la estatua de Plutón. Se encontraba en la actitud de un hombre estupefacto su estupefacción cambió inmediatamente en una alegría insensata.

 

-¡Axel! ¡Axel! -exclamó-. ¡Ven! ¡Ven!

 

Acudí inmediatamente. Ni Hans ni los islandeses se movieron de sus puestos.

 

-¡Mira! -me dijo el profesor.

 

Y, participando de su asombro, aunque no de su alegría, leí sobre la superficie de la roca que miraba hacia el Oeste, grabado en caracteres rúnicos, medio gastados por la acción destructora del tiempo, este nombre mil veces maldito:

 

-¡Ame Saknusemm! -exclamó mi tío-; ¿dudarás todavía? Sin responderle, volví a mi banco de lava, consternado. La evidencia me anonadaba.

 

Ignoro cuánto tiempo permanecí sumido en mis reflexiones; lo que sé únicamente es que, al levantar la cabeza, sólo vi a mi tío y a Hans en el fondo del cráter. Los islandeses habían sido despedidos, y bajaban a la sazón las pendientes exteriores del Sneffèls, para volver a Stapi. Hans dormía tranquilamente al pie de una roca, sobre un lecho de lava; mi tío daba vueltas por el fondo del cráter como la fiera que cae en la trampa de un cazador. Yo no tenía ni ganas de levantarme ni fuerzas para hacerlo, y, siguiendo el ejemplo del guía, me entregué a un doloroso sopor, creyendo oír ruidos o sentir sacudidas en los flancos de la montaña.

 

De este modo transcurrió aquella primera noche en el fondo del cráter.

 

A la mañana siguiente, un cielo gris, nebuloso y pesado se extendía sobre el vértice del cono. Aunque no lo hubiera notado por la oscuridad del abismo, la cólera de mi tío me lo habría hecho ver.

 

Pronto comprendí el motivo, y un rayo de esperanza brilló en mi corazón. Ved por qué.

 

De las tres rutas que ante nosotras se abrían, sólo una había sido explorada por Saknussemm. Según el sabio islandés, debía reconocérsela por la particularidad, señalada en el criptograma, de que la sombra del Seartaris acariciaba sus bordes durantes los últimos días del mes de junio.

 

Se podía considerar, pues, aquel agudo pico como el gnomon de un inmenso cuadrante salar, cuya sombra de un día determinado señalaba el camino del centro de la tierra.

 

Ahora bien, oculto el sol, toda sombra era imposible, faltando, por consiguiente, la anhelada indicación. Estábamos a 25 de junio. Si el cielo permanecía cubierto por espacio de seis días, sería necesario aplazar la observación para otro año.

 

Renuncio a descubrir la cólera impotente del profesor Lidenbrock. Transcurrió el día sin que ninguna sombra viniese a proyectarse sobre el fondo del cráter. Hans no se movió de su puesto; sin embargo, debía llamarle la atención nuestra inactividad. Mi tío no me dirigió ni una sola vez la palabra. Sus miradas, dirigidas invariablemente hacia el cielo, se perdía en su matiz gris y brumoso.

 

El 26 transcurrió del misma modo. Una lluvia mezclada de nieve cayó durante el día entero. Hans construyó con trozos de lava una especie de gruta. Yo me entretuve en seguir con la vista los millares de cascadas naturales que descendían por las costados del cono, cada piedra del cual acrecentaba sus ensordecedores murmullos.

 

Mi tío ya no podía contenerse. Había en realidad motivo para hacer perder la paciencia al hombre más cachazudo; porque aquello era naufragar dentro del puerto.

 

Pero con los grandes dolores el cielo mezcla siempre las grandes alegrías y reservaba al profesor Lidenbrock una satisfacción tan intensa como sus desesperantes congojas.

 

Al día siguiente, el cielo permaneció también cubierto; pero el domingo 28 de junio, el antepenúltimo del mes, con el cambio de luna varió el tiempo. El sol derramó a manos llenas sus rayos en el interior del cráter. Cada montículo, cada roca, cada piedra, cada aspereza recibió sus bienhechores efluvios y proyectó instantáneamente su sombra sobre el suelo. Entre todas estas sombras, la del Scartaris se esbozó como una arista viva y comenzó a girar de una manera insensible, siguiendo el movimiento del astro esplendoroso.

 

Mi tío giraba con ella.

 

A mediodía, en su período más corto, vino a lamer dulcemente el borde de la chimenea central.

 

-¡Ésta es! ¡ésta es! --exclamó el profesor entusiasmado-. Al centro de la tierra -añadió en seguida en danés.

 

Yo miré a Hans.

 

-Forüt -dijo éste con su calma acostumbrada.

 

-Adelante -respondió mi tío.

 

Era la una y trece minutos de la tarde.

 

XVII

 

Comenzaba el verdadero viaje. Hasta entonces, las fatigas habían sido mayores que las dificultades; ahora éstas iban verdaderamente a nacer a cada paso.

 

Aún no había osado hundir mi investigadora mirada en aquel pozo insondable en que me iba a sepultar. Había llegado el momento. Todavía estaba a tiempo de decidirme a tomar parte en la empresa o renunciar a intentarla. Pero sentí vergüenza de retroceder delante del cazador. Hans aceptaba con tal tranquilidad la aventura, con tal indiferencia, con tan perfecto desprecio de todo lo que significase un peligro, que me abochornaba la idea de ser menos arrojado que él. Si me hubiese hallado solo, habría recurrido a la serie de los grandes argumentos; pero, en presencia del guía, no desplegué mis labios. Envié un cariñoso recuerdo a mi bella curlandesa, y se acercó a la chimenea central.

 

Ya he dicho que medía cien pies de diámetro, o trescientos pies de circunferencia. Me recliné sobre una roca avanzada hacia su interior y dirigí hacia abajo mi mirada. Mis cabellos se erizaron instantáneamente. El sentimiento del vacío se apoderó de mi ser. Sentí desplazarse en mí el centro de gravedad y subírseme el vértigo a la cabeza como una borrachera. No hay nada que embriague tanto como la atracción del abismo. Ya iba a caer, cuando me retuvo una mano: la de Hans. Decididamente las prácticas que yo había efectuado en la Frelsers-Kirk de Copenhague, no habían sido suficientes.

 

Aunque mis ojos permanecieron tan poco tiempo fijos en el interior del pozo, dime cuenta de su conformación. Sus paredes, cortadas casi a pico, presentaban, no obstante. numerosos salientes que debían facilitar el descenso; pero si no faltaban escaleras, las rampas no existían en absoluto. Una cuerda amarrada al orificio hubiera bastado para sostenernos; pero ¿cómo desatarla al llegar a su extremidad inferior?

 

-Mi tío puso en práctica un medio muy sencillo para obviar esta dificultad. Desenrolló una cuerda del grueso del pulgar y de cuatrocientos pies de longitud; dejó caer primero la mitad, la arrolló después alrededor de un saliente que la lava formaba, y echó al pozo la otra mitad. De este modo podíamos bajar todos conservando en la mano las dos mitades de la cuerda, que no podía desligarse; y después que hubiésemos descendido doscientos pies, nada nos sería tan fácil como recuperarla, soltando una extremidad y halando de la otra. Después se reanudaría este ejercicio usque ad infinitum.

 

Ahora -dijo mi tío después de haber terminado sus preparativos-, ocupémonos en la impedimenta. Vamos a dividirla en tres fardos, y cada uno de nosotros nos amarraremos uno a la espalda. Me refiero solamente a los objetos frágiles.

 

Evidentemente, el audaz profesor no nos consideraba comprendidos en esta ultima categoría.

 

-Hans -prosiguió-, va a encargarse de las herramientas y de la tercera parte de las provisiones; Axel, de otro tercio de éstas y de las arenas ; y yo, del resto de los víveres y de los instrumentos delicados.

 

-Pero, ¿y la ropa? ¿Y este montón de cuerdas?-dije yo-. ¿Quién se encargará de bajarlas?

 

-Todo eso bajará solo.

 

-¿De qué modo? -pregunté todo asombrado.

 

-Vas a verlo ahora mismo.

 

Mi tío no vacilaba en recurrir a los medios más radicales. A una orden suya, hizo Hans un solo lío con los objetos no frágiles, y después de bien amarrado el paquete, se le dejó caer en el abismo.

 

Oí el sonoro zumbido que produce el desplazamiento de las capas de aire. Mi tío, inclinado sobre el abismo, siguió con satisfecha mirada el descenso de su impedimento, y no se retiró hasta haberla perdido de vista.

 

-Bueno-dijo por fin-, ahora nos toca a nosotros.

 

¡Ruego a los hombres de buena fe que me digan si era posible escuchar sin estremecerse palabras semejantes!

 

El profesor se ató a las espaldas el paquete de los instrumentos; Hans tomó el de las herramientas y yo el de las arenas, y, en medio de un profundo silencio turbado sólo por la caída de los trozos de roca que se precipitaban en el abismo. dio principio el descenso en el siguiente orden: Hans, mi tío y yo.

 

-Me dejé, por decirlo así, resbalar. oprimiendo frenéticamente la doble cuerda con una mano, y asiéndome con la otra a la pared por medio de mi bastón herrado. La idea de que me faltase el punto de apoyo era la única que me dominaba. Aquella cuerda perecía demasiado frágil para soportar el peso de tres personas; por eso la utilizaba lo menos posible, realizando milagros de equilibro sobre los salientes de lava, a los cuales trataba de aferrarme con los pies cual si éstos fuesen manos.

 

Cuando alguno de estos resbaladizos peldaños oscilaba bajo los pies de Hans, decía éste con voz tranquila.

 

-Gf akt!

 

-¡Cuidado! -repetía mi tío.

 

Al cabo de media hora sentamos nuestros pies sobre la superficie de una roca fuertemente adherida a la pared de la chimenea.

 

Hans tiró de la cuerda por uno de sus extremos; se elevó el otro en el aire, y, después de haber rebasado la roca superior, volvió a caer, arrastrando consigo numerosos pedazos de piedras y de lavas, que cayeron a manera de lluvia, o mejor, de granizada, con grave peligro nuestro.

 

Al asomar la cabeza fuera de le estrecha plataforma donde nos encontrábamos, observé que no se veía aún el fondo del precipicio.

 

Volvió a comenzar otra vez la maniobra de la cuerda, y, al cabo de media hora, habíamos descendido otros doscientos pies.

 

No sé si el más entusiasta geólogo hubiera sido capaz de estudiar, durante este descenso, la naturaleza de los terrenos que nos rodeaban. Por lo que respecta a mí, no me preocupé de ello: me importaba muy poco que fuesen pliocenos, miocenos, eocenos, cretáceos, jurásicos, triásicos, pérmicos, carboníferos, devonianos, silúricos o primitivos. Pero el profesor hizo algunas observaciones o tomó ciertas notas, sin duda, porque, en uno de los altos, me dijo:

 

-Cuanto más veo, mayor es mi confianza; la disposición de estos terrenos volcánicos confirma en absoluto la teoría de Devy. Nos hallamos en pleno suelo primordial, suelo en el cual se ha producido el fenómeno químico de la inflamación de los metales al contacto del aire y del agua. Rechazo en absoluto la teoría de un calor central; por otra parte, pronto vamos a verlo.

 

¡Siempre la misma conclusión! Como es de suponer, no quise entretenerme en discutir. Mi tío interpretó mi silencio como muestra de asentimiento, y se reanudó el descenso.

 

Al cabo de tres horas no se entreveía aún el fondo de la chimenea. Cuando levanté la cabeza observé que su abertura decrecía sensiblemente; sus paredes; a consecuencia de su ligera inclinación, tendían a aproximarse. La oscuridad crecía por momentos.

 

Nuestro descenso no se interrumpía un solo instante. Parecía que las piedras desprendidas de las paredes se hundían produciendo un sonido más apagado, y que llegaban más pronto al fondo del abismo.

 

Como había tenido cuidado de anotar escrupulosamente las veces que cambiábamos la cuerda, pude calcular con toda exactitud la profundidad a que nos encontrábamos y el tiempo transcurrido.

 

Habíamos repetido catorce veces esta maniobra, que duraba media hora aproximadamente. Eran, pues, siete horas, más catorce cuartos de hora de descanso, o tres horas y media. En total, diez horas y media; y como habíamos emprendido el descenso a la una debían ser en aquel momento las once.

 

En cuanto a la profundidad a que nos encontrábamos, los catorce cambios de una cuerda de 200 pies representaban un descenso de 2.800.

 

Me detuve en el instante en que iba a golpear con mis pies la cabeza de mi tío. En este momento se escuchó la voz de Hans, que decía:

 

-Hemos llegado ya -dijo éste.

 

-¿Adónde? -pregunté yo, dejándome resbalar el lado suyo.

 

-Al fondo de la chimenea perpendicular.

 

-¿No hay, pues, otra salida?

 

-Sí, una especie de corredor que entreveo, y que se dirige oblicuamente hacia la derecha. Mañana veremos esto. Cenemos ante todo y dormiremos después.

 

La oscuridad no era completa todavía. Abrimos el saco de las provisiones, cenamos, y nos tendimos después a dormir sobre un lecho de piedras y de trozos de lava.

 

Cuando, tumbado boca arriba, abrí los ojos, vi un punto brillante en le extremidad de aquel tubo de 3,000 pies de longitud, que se transformaba en un gigantesco anteojo.

 

Era una estrella despojada de todo centelleo, y que, según mis cálculos, debía ser la beta de la Osa Menor.

 

Después me dormí profundamente.

 

XVIII

 

A las ocho de la mañana nos despertó un rayo de luz. Las mil facetas de lava de las paredes la recogían a su paso y la esparcían como una lluvia de chispas.

 

Esta luz era lo suficientemente intensa para permitirnos ver los objetos que nos rodeaban.

 

-Y bien, Axel -me dijo mi tío, frotándose las manos-, ¿qué dices a todo esto? ¿Has pasado jamás una noche más apacible en nuestra casa de la König-strasse? ¡Ni ruido de carruajes, ni gritos de los vendedores ni vociferaciones de los barqueros!

 

-Sin duda; en el fondo de estos pozos estamos muy tranquilos; pero esta misma calma tiene algo de espantoso.

 

-¡Vamos! -exclamó mi tío-, si te asustas tan pronto, ¿qué dejas para más tarde? Aún no hemos penetrado ni una pulgada siquiera en las entrañas de la tierra.

 

-¿Qué quiere usted decir?

 

-Quiero decir que sólo hemos llegado al suelo de la isla. Este largo tubo vertical, que finaliza en el cráter del Snefllels, se detiene a nivel del Océano.

 

-¿Está usted cierto?

 

-Certísimo. Examina el barómetro, y verás.

 

En efecto, el mercurio, después de haber subido poco a poco en su tubo a medida que se efectuaba nuestro descenso, se había detenido en la división correspondiente a 29 pulgadas.

 

-Ya lo ves -prosiguió el profesor-, sólo soportamos la presión de una atmósfera, y no veo el momento en que tengamos que reemplazar las indicaciones de este instrumento por las del manómetro.

 

El barómetro, en efecto, iba a sernos inútil en el momento en que el peso del aire se hiciese superior a su presión calculada al nivel del mar.

 

-Pero, ¿no es de temer -insinué yo-, que esta presión siempre creciente llegue a sernos insoportable?

 

-No. Descenderemos lentamente, y nuestros pulmones se habituarán a respirar una atmósfera más comprimida. A los aeronautas, acaba por faltarles el aire cuando se elevan a las capas superiores de la atmósfera: a nosotros, es posible que nos sobre. Pero esto es preferible. No perdamos un instante. ¿Dónde está el fardo que bajó por delante de nosotros?

 

Entonces recordé que la víspera lo habíamos buscado inútilmente. Mi tío interrogó a Hans, quien. después de escudriñarlo todo con sus ojos de cazador, contestó:

 

-Der huppe!

 

-Allá arriba.

 

En efecto, el mencionado bulto se encontraba detenido sobre un saliente de las rocas, a un centenar de pies encima de nuestras cabezas. Entonces el islandés, con la agilidad de un gato, trepó por la pared, y al cabo de algunos minutos caía entre nosotros el fardo.

 

-Ahora -dijo mi tío- Almorcemos: pero almorcemos como personas que tal vez tengan que hacer una larga jornada.

 

La galleta y la carne seca fueron regadas con algunos tragos de agua mezclada con ginebra.

 

Terminado el almuerzo, sacó mi tío del bolsillo un pequeño cuaderno destinado a las observaciones: examinó, sucesivamente los diversos instrumentos y anotó los datos siguientes

 

LUNES 1.° DE JULIO.

 

Cronómetro: 8 h. 17 m. de la mañana.

 

Barómetro: 29 p. 71.

 

Termómetro: 6°.

 

Dirección: ESE.

 

Este último dato se refería a la dirección de la galería obscura y fue suministrado por la brújula.

 

-Ahora, Axel --exclamó el profesor entusiasmado-, es cuando vamos a sepultarnos realmente en las entrañas del globo. Este es, pues, el momento preciso en que empieza nuestro viaje.

 

Dicho esto, tomó con una mano el aparato de Ruhmkorff, que llevaba suspendido del cuello: puso en comunicación, con la otra, la corriente eléctrica del serpentín de la linterna, y una luz bastante viva disipó las tinieblas de la galería.

 

Hans llevaba el segundo aparato, que fue puesto también en actividad. Esta ingeniosa aplicación de la electricidad nos permitiría ir creando, por espacio de mucho tiempo, un día artificial, aun en medio de los gases más inflamables.

 

-¡En marcha! -dijo mi tío.

 

Cada cual cogió su fardo. Hans se encargó de empujar por delante de sí el paquete de las ropas y las cuerdas, y, uno detrás de otro, yo en último lugar, entramos en la galería.

 

En el momento de abismarme en aquel tenebroso corredor, levanté la cabeza y vi por última vez, en el campo del inmenso tubo, aquel cielo de Islandia "que no debía volver a ver jamás".

 

La lava de la última erupción de 1229 se había abierto paso a lo largo de aquel túnel, tapizando su interior con una capa espesa y brillante, en la que se reflejaba la luz eléctrica centuplicándose su intensidad natural.

 

Toda la dificultad del camino consistía en no deslizarse con demasiada rapidez por aquella pendiente de 45° de inclinación sobre poco más o menos. Por fortuna, ciertas abolladuras y erosiones servían de peldaños, y no teníamos que hacer más que bajar dejando que descendiesen por su propio peso nuestros fardos y cuidando de retenerlos con una larga cuerda.

 

Pero los que bajo nuestros pies servían de peldaños, en las otras paredes se convertían en estalactitas: la lava, porosa en algunos lugares, presentaba en otros pequeñas ampollas redondas: cristales de cuarzo opaco, ornados de límpidas gotas de vidrio y suspendidos de la bóveda a manera de arañas, parecían encenderse a nuestro paso. Habríase dicho que los genios del abismo iluminaban su palacio para recibir dignamente a sus huéspedes de la tierra.

 

-¡Esto es magnífico! -exclamé involuntariamente-. ¡Qué espectáculo, tío! ¿No le causan a usted admiración esos ricos matices de la lave que varían del rojo oscuro al más deslumbrante amarillo, por degradaciones insensibles?¿Y estos cristales que vemos como globos luminosos?

 

-¡Ah, hijo mío! ¡Por fin te vas convenciendo! Conque te perece esto espléndido! ¡Ya verás otras cosas mejores! ¡Vamos! ¡Vamos! ¡Prosigamos sin vacilar nuestra marcha!

 

Mejor debiera haber dicho nuestro resbalamiento, pues nos dejábamos ir sin fatiga por pendientes inclinadas. Aquello era el facilis descensus Averni, de Virgilio. La brújula, que consultaba yo con frecuencia, marcaba invariablemente la dirección SE. Aquella senda de lava no se desviaba hacia un lado ni otro; poseía la inflexibilidad de la línea recta.

 

Sin embargo, el calor no aumentaba de una manera sensible, lo que venía a confirmar las teorías de Devy, y, en más de una ocasión, consulté con asombro el termómetro. A las dos horas de marcha, sólo marcaba 10°, es decir, que había experimentado una subida de 4, lo cual me inducía a pensar que nuestra marcha era más horizontal que vertical. Nada más fácil que conocer con toda exactitud la profundidad alcanzada; el profesor medía con la mayor escrupulosidad los ángulos de desviación a inclinación del camino; pero se reservaba el resultado de sus observaciones.

 

Por la noche, a eso de las ocho, dio la señal de alto. Se colocaron las lámparas en las puntas salientes de la lava, y Hans se sentó en seguida. Nos hallábamos en una especie de caverna donde no faltaba el aire. Por el contrario, llegaba hasta nosotros una intensa corriente. ¿Qué causas la producían? ¿A qué agitación atmosférica debíamos atribuir su origen? He aquí una cuestión que no traté siquiera de resolver en aquellos momentos; el cansancio y el hambre me incapacitaban para todo raciocinio. Un descenso de siete horas consecutivas no se efectúa sin un gran derroche de fuerzas, y me encontraba agotado: así que la palabra alto sonó en mi oído como una melodía.

 

Esparció Hans algunas provisiones sobre un bloque de lava, y todos devoramos con excelente apetito. Sin embargo, una idea me inquietaba: habíamos ya consumido la mitad de nuestras previsiones de agua. Mi tío contaba con rellenar nuestras vasijas en los manantiales subterráneos; pero, hasta aquel instante, no habíamos tropezado con ninguno, y el fin me decidí a llamarle la atención sobre el particular.

 

-¿Te sorprende esta ausencia de manantiales? -me dijo.

 

-Sin duda, y hasta me inquieta; no tenemos agua más que para cinco días.

 

-Tranquilízate, Axel; te respondo de que encontraremos agua, y más de la que quisiéramos.

 

-¿Cuándo?

 

-Cuando hayamos salido de esta envoltura de lava. ¿Cómo quieres que surjan manantiales a través de estas paredes?

 

-Pero, ¿no podría ocurrir que esta envoltura se prolongue a grandes profundidades? Me parece que no hemos avanzado mucho todavía en sentido vertical.

 

-¿Por qué supones eso?

 

-Porque, si hubiéramos penetrado mucho en el interior de la corteza terrestre, el calor sería más intenso.

 

-Eso según tu teoría ; ¿y qué señala el termómetro?

 

-Apenas 15°, lo que supone un aumento de 9 solamente desde nuestra partida.

 

-¿Y qué deduces de ahí?

 

-He aquí mi deducción: según las observaciones más exactas, el aumento que experimente la temperatura en el interior del globo es de 1 ° por cada cien pies de profundidad. Ciertas condiciones locales pueden, no obstante. modificar esta cifra ; así, en Yakoust, en Siberia, se ha observado que el aumento de 1 ° se verifica cada 36 pies, lo cual depende evidentemente de la conductibilidad de las rocas. Añadiré, además, que en las proximidades de un volcán apagado, y a través del gneis, se ha observado que la elevación de la temperatura era sólo de 1° por cada 125 pies. Aceptemos, pues, esta última hipótesis, que es la más favorable, y calculemos.

 

-Calcula cuanto quieras, hijo mío.

 

-Nada más fácil -dije, trazando en mi libreta algunas cifras-. Nueve veces 125 pies dan 1.125 pies de profundidad.

 

-Indudable.

 

-Pues bien...

 

-Pues bien, según mis observaciones, nos hallamos e 10.000 pies bajo el nivel del mar.

 

-¿Es posible?

 

-Sí; los guarismos no mienten.

 

Los cálculos del profesor eran exactos; habíamos ya rebasado en 6.000 pies las mayores profundidades alcanzadas por el hombre, tales como las minas de Kitz-Babl, en el Tirol, y las de Wuttemherg. en Bohemia.

 

La temperatura, que hubiera debido ser de 81° en aquel lugar, era apenas de 15, lo cual suministraba motivo para muchas reflexiones.

 

XIX

 

Al día siguiente, martes 30 de junio, a las seis de la mañana, reanudamos nuestro descenso.

 

Continuamos por la galería de lava. verdadera rampa natural, suave como esos planos inclinados que reemplazan aún a las escaleras en las casas antiguas. Así prosiguió la marcha hasta las doce y diez minutos de la noche, instante preciso en que nos reunimos con Hans, que acababa de detenerse.

 

-¡Ah! -exclamó mi tio -, hemos llegado al extremo de la chimenea.

 

Miré alrededor mío; nos hallábamos en el centro de una encrucijada, en la que desembocaban dos caminos, ambos sombríos y estrechos. ¿Cuál deberíamos seguir? Difícil era saberlo.

 

-Mi tío, sin embargo, no quería, al parecer, que ni el guía ni yo le viésemos vacilar, y designó con la mano el túnel del Este, en el que penetremos los tres en seguida.

 

La verdad es que toda vacilación ante aquellos dos caminos se habría prolongado indefinidamente, porque no existía indicio alguno que aconsejase el dar la preferencia a uno a otro. Era preciso confiarse por completo a la suerte.

 

La pendiente de esta nueva galería era poco sensible, y su sección bastante desigual. A veces se desarrollaba delante de nuestros pasos una sucesión de arcadas que recordaban las naves laterales de una catedral gótica; los artistas de la Edad Media hubieran podido estudiar allí todas las formas de esa arquitectura religiosa que tiene por generatriz a la ojiva.

 

Una milla más lejos, nuestra cabeza se inclinaba bajo los arcos rebajados del estilo romano, y gruesos pilares, embutidos en la pared, sostenían las caídas de las bóvedas.

 

En ciertos lugares, esta disposición cedía el puesto a subestructuras bajas que recordaban las obras de los castores, y teníamos, para avanzar, que arrastrarnos a lo largo de estrechos pasadizos.

 

El grado de calor se mantenía soportable. Involuntariamente pensaba en cuán grande debía ser su intensidad cuando las lavas vomitadas por el Sneffels se precipitaban por aquella vía tan tranquila en la actualidad. Me imaginaba los torrentes de fuego que se estrellarían contra los ángulos de la galería, y la acumulación de los vapores recalentados en aquel estrecho lugar.

 

"¡Con tal" pensé "que el viejo volcán no se vea asaltado por algún capricho senil!"

 

Me guardaba muy bien de comunicar a mi tío semejantes reflexiones, porque no las hubiera comprendido. Su único pensamiento era avanzar. Caminaba, se deslizaba y hasta rodaba a veces con una convicción admirable.

 

A las seis de le tarde, tras un paseo poco fatigoso, habíamos avanzado dos leguas hacia el Sur, pero apenas un cuarto de milla en profundidad.

 

Mi tío dio la señal de descanso. Comimos sin abusar de la charla y nos dormimos sin entregarnos a grandes reflexiones.

 

Nuestros preparativos para pasar la noche no podían ser más sencillos: una manta de viaje, en la que nos envolvíamos, era todo nuestro lecho. No había que temer ni frío ni visitas importunas. Los viajeros que se ven precisados a engolfarse en los desiertos del África, o en las selvas del Nuevo Mundo, tienen que velar los unos el sueño de los otros; pero allí, la soledad era absoluta y la seguridad completa. No había necesidad de precaverse contra salvajes ni fieras, que son las razas más dañinas de la tierra.

 

A la mañana siguiente, nos despertamos descansados y ágiles, y reanudamos en seguida la marcha, a lo largo de una galería cubierta de lava, lo mismo que la víspera.

 

Imposible se hacía reconocer los terrenos que atravesábamos. El túnel, en vez de hundirse en las entrañas del globo, tendía a hacerse horizontal por completo. Hasta me pareció observar que subía hacia la superficie de la tierra. Esta disposición se hízo tan patente a eso de las diez de la mañana, y tan fatigosa por tanto, que me vi precisado a moderar la marcha.

 

-¿Qué es eso, Axel? -dijo, impaciente, mi tío.

 

-Que no puedo más -respondí.

 

-¡Cómo es eso! Al cabo de sólo tres horas de paseo por un camino tan liso!

 

-Liso, sí; pero fatigoso en extremo.

 

-¡Cómo fatigoso, cuando siempre caminamos cuesta abajo!

 

-Cuesta arriba, si no lo toma usted a mal!

 

-Cuesta arriba -dijo mi tío, encogiéndose de hombros.

 

-Sin duda. Hace media hora que se han modificado las pendientes. Y, de seguir así, no tardaremos en salir nuevamente a la superficie de Islandia.

 

El profesor sacudió la cabeza como hombre que no quiere dejarse convencer. Traté de reanudar la conversación, pero no me contestó y dio la señal de marcha. Comprendí que su silencio era sólo la manifestación exterior de su mal humor concentrado.

 

Tomé otra vez mi fardo con denuedo y seguí con paso rápido a Hans, que precedía a mi tío, procurando no distanciarme, pues mi principal cuidado era no perder jamás de vista a mis compañeros. Me estremecía ante la idea de extraviarme en las profundidades de aquel laberinto.

 

Por otra parte, si bien el camino ascendente era más fatigoso, mi consuelo era el pensar que, en cambio, nos acercaba a la superficie de la tierra. Era ésta una esperanza que veía confirmada a cada paso.

 

A mediodía cambiaron de aspecto las paredes de la galería. Dime cuenta de ello al observar la debilitación que sufrió la luz eléctrica reflejada por ellas. Al revestimiento de lava sucedió la roca viva. El macizo se componía de capas inclinadas y a menudo verticalmente dispuestas. Nos hallábamos en pleno período de transición, en pleno período silúrico.

 

-¡Es evidente -exclamo- que los sedimentos de las aguas han formado, en la segunda época de la tierra, estos esquistos, estas calizas, y estos asperones! ¡Volvemos la espalda al macizo de granito! Hacemos como los vecinos de Hamburgo que, para trasladarse a Lubeck, tomasen el camino de Hannover.

 

Preferible habría sido que me hubiese reservado mis observaciones: pero mi temperamento de geólogo pudo más que la prudencia, y el profesor Lidenbrock oyó mis exclamaciones.

 

-¿Qué tienes? -me preguntó.

 

-Mire usted -le contesté, mostrándole la variada sucesión de los asperones, las calizas y los primeros indicios de terrenos pizarrosos.

 

-¿Y qué tenemos con eso?

 

-Que hemos llegado al período en que aparecieron las primeras plantas y los primeros animales.

 

-¿Lo crees así?

 

-Véalo usted mismo; ¡examínelo¡ ¡obsérvelo!