Las guerras médicas y el nacimiento de la Grecia clásica
Bienes arqueológicos, paleontológicos

Las guerras médicas y el nacimiento de la Grecia clásica

 

 

28/09/2013 fuente historiayarqueologia. Con verdad se puede decir que la época clásica tiene su fecha de nacimiento en las Guerras Médicas (490 y 480-79 a.C.), las dos fases principales en la lucha de los griegos contra los persas, y en las cuales se dirimió para la Hélade nada menos que su independencia política y, en gran medida, su plenitud como civilizaciones frente a expansionismo del Imperio aqueménida que fundara Ciro. Si Homero había sido el cantor de la primera gesta helénica, la guerra de Troya, así como de aquella dorada edad de los héroes, Herodoto, el padre de la Historia, supo inmortalizar en los nueve libros de sus Historias la larga génesis y el fatal desenlace de lo que él interpretaba en términos metafísicos y religiosos como el duelo entre Asia y Europa.

 

 

La magnitud y significación, incuestionables, del duelo greco-persa se ha prestado a valoraciones quizá en exceso dramáticas, nacidas por otra parte de la propia concepción trágica de la vida del pueblo heleno, y desde luego también a simplificaciones inadmisibles si nos atenemos a un examen frío y objetivo de los acontecimientos. A la carga emocional que pueda tener siempre la confrontación entre Europa y el Oriente --pensemos actualmente en el llamado resurgir del Islam--, se añade en este caso el problema de que nuestra visión sobre la contienda, al igual que sucede con las guerras púnicas, corresponde básicamente a la del bando vencedor y, en concreto, a la tradición democrática ateniense, así como a la peloponesia nucleada por Esparta.

 

La revuelta de Jonia (499-494 a.C.) contra el yugo persa sobre las ciudades de Asia Menor y las islas vecinas (Quíos, Lesbos, Samos) fue el preámbulo cantado de las Guerras Médicas y, puso ya de manifiesto las raíces profundas del enfrentamiento entre los dos pueblos: frente a la concepción despótica y feudal de la monarquía aqueménida se alzaba irreductible la polis con su autonomía y su idea del ciudadano, inasimilable al súbdito oriental. Desde que en el año 546 a.C., Ciro hubiera reemplazado el suave protectorado lidio sobre los eolios, jonios y dorios de la costa por la nueva dominación persa, las bases del conflicto estaban sentadas. Un indicador del abismo que separaba a los gobernantes de Susa del sentir griego general lo sería el empleo que haría Darío de la tiranía, ahora repuesta, una institución absolutamente desacreditada por aquellas fechas entre las avanzadas comunidades-Estado de la zona.

 

Inevitablemente, en el 499 a.C. la llama de la insurrección prendió con toda rapidez desde el Helesponto hasta Chipre, teniendo a Mileto, con su líder Aristágoras, como alma del levantamiento. Sardes, la sede del sátrapa persa de Lidia, fue prácticamente tomada y entregada a las llamas, pero este empuje inicial cedió pronto a la contraofensiva enemiga.Repuesto del sobresalto, el coloso persa puso en acción sus ingentes recursos y fue doblegando, una a una, a las polis eufóricas de la libertad recién proclamada. En la batalla naval de Lade, en el corazón geográfico de la sublevación, la escuadra persa batió a los desorganizados contingentes aliados, y poco después, en el 494 a.C., caía por asalto Mileto, la perla de Jonia, como la piropearía Herodoto. Siguiendo la vieja costumbre asiria, sus habitantes fueron deportados, en este caso al interior de Mesopotamia, y la ciudad ya no recobraría en toda la época clásica su antiguo esplendor. En adelante, el epicentro de la vida económica y cultural de los helenos se desplazaría a la Grecia balcánica y,en menor medida, al Occidente siciliano e italiano.

 

 

Pero ¿que había sido de los griegos de la madre patria en este decisivo trance para la causa de la civilización helénica al otro lado del Egeo? En realidad, la respuesta a la demanda de ayuda de sus congéneres resultó ser harto insuficiente: Aristágoras, tras su viaje por la Hélade, sólo cosechó la negativa de una Esparta asediada por sus problemas sociales y amenazada en su hegemonía peloponesia por Argos, mientras que Atenas y Eretria, en un gesto más que simbólico, enviaron 20 y 5 trirremes, respectivamente, pero que ya regresaron a casa en el 498 a.C. En todo caso, esta participación se estimó suficiente en Susa para convencer a Darío de que el Egeo constituía una unidad geopolítica y que sólo el sometimiento de toda Grecia podría estabilizar la zona. Al fin y al cabo, el Imperio persa se encontraba con el tercero de los Aqueménidas en su período expansivo, y el Gran Rey se titulaba no sólo rey de reyes, sino también amo y señor del mundo.

 

Antes de nada, la reconquista de las ciudades asiáticas se completó en el 492 a.C. con la expedición de Mardonio a Tracia y Macedonia, la primera de las cuales recobró su condición de satrapía persa y la segunda volvió a ser el reino vasallo de antaño. Dos años después, otra flota levaba anclas de Cilicia con unos 20.000 hombres a bordo y un considerable número de monturas al mando de Datis y Atafernes; el viejo Hipias, con intención de ser repuesto, les acompañaba e instruía. Eretria y Atenas eran el objetivo de la primera guerra médica, ahora desencadenada (490 a.C.); ambas ciudades tenían que ser castigadas por su apoyo a los jonios. Sin embargo, este propósito era sólo un pretexto para producir en suelo griego la situación que configurara los requisitos para el establecimiento de la supremacía persa en la Hélade: Esparta había de ser aislada, y las restantes poleis, algunos de cuyos gobiernos eran manifiestamente filopersas, caso de Argos, Tebas o Larisa, debían quedar fragmentadas en una serie de grupos débiles. El oráculo de Delfos, por cuyo santuario y sacerdocio la diplomacia persa había aparentado una premeditada veneración, bendeciría la empresa.

 

 

Durante su singladura por el Egeo la escuadra persa sometió a las Cícladas y tocó en Delos para ofrecer un solemne sacrificio de tono conciliatorio al dios Apolo. Tras arribar a la isla de Eubea, la hora del castigo tocó a Eretria, cuya ciudad fue devastada y sus habitantes transterrados a las remota Susiana: pasada más de una generación, allí los encontraría Herodoto, en Arderica, hablando todavía griego.El desembarco en el Atica se produjo en la región noroeste de Maratón, donde se suponía que las condiciones del lugar facilitarían las evoluciones de la caballería y los paisanos de Pisístrato acogerían a su hijo mejor que en el resto del país. Pero aquí les salió al paso, antes que dejarse sitiar en la ciudad, el ejército de hoplitas atenienses, bajo el mando efectivo del experimentado Milciades, de la acrisolada familia Filaidas.

 

Calímaco, se dejó convencer por los oportunos apremios de Milciades y aceptó el combate que le habían estado ofreciendo desde el primer momento Datis y Atafernes: 10.000 hombres, inferiores en la mitad aproximadamente al cuerpo expedicionario enemigo, cruzaron a la carrera el último tramo para escapar a la granizada de los arqueros persas y trabaron batalla en un momento en que, al parecer, se había ya reembarcado a la caballería enemiga, con la intención de intentar el ataque por otro punto no defendido del Atica. Mientras que el centro de los griegos hubo de ceder ante las tropas escogidas persas, sus alas reforzadas desbarataron al enemigo y consumaron la victoria con un movimiento de conversión hacia el interior --lo que nos recuerda, con ciertas variaciones, a la táctica de Aníbal empleada en Cannas--. Cuenta la leyenda que el hemeródromo Filípides corrió los 42 kilómetros que separan Maratón de Atenas para informar a sus conciudadanos de la victoria: nenikekamen (¡hemos vencido!), habrían sido sus únicas palabras antes de caer muerto a causa del esfuerzo realizado.

 

El nombre de Milciades y los combatientes de Maratón, los Marathonomachoi, pasarían efectivamente al reino de la leyenda, y su hazaña se convertiría en el emblema acreditativo del patriotismo y virtudes de la clase hoplítica, el campesino acomodado y de tendencias conservadoras prevalente en el Atica. El dramaturgo Esquilo, el primero de los tres grandes trágicos atenienses, sólo hizo grabar en su epitafio el orgullo de pertenecer a ese grupo de valientes.

 

 

Pero Maratón, sobre ser todo un símbolo en la futura vida política de Atenas, fue por supuesto el triunfo de la democracia, cuyo ejército de nueva planta había ejecutado impecable y disciplinadamente lar órdenes de su superior y sus 10 estrategos elegidos por el pueblo. Triunfo tanto más notable por cuanto que en Atenas se conocía la existencia de una quinta columna, los amigos de los tiranos, que operaba en combinación con los invasores y esperaba el momento para actuar. En fin, si la consideramos desde un punto de vista más general, la proeza ateniense no frenó ciertamente la acometida persa, como lo demostraría 10 años después la imponente campaña de Jerjes, pero sí dio un respiro de alivio a los demás griegos que estaban por la lucha y, sobre todo, demostró que la táctica hoplita, bien aplicada, era capaz de vencer a la superioridad numérica del persa, hasta ahora invicto en los campos de Asia y las islas.

 

El periodo de entre guerras fue agitado y lleno de acontecimientos. Esparta había seguido, aunque su típica lentitud y vacilaciones, el esfuerzo de los atenienses, y así el cuerpo de socorro enviado al Atica en al 490 a.C. llegaría a destiempo para recoger el laurel de la victoria. No obstante, la primera potencia militar de la Hélade se podía considerar presta para la contienda: cuatro años antes, una contundente derrota de infligida a Sepeia había conjurado su peligrosa amenaza y reforzado su prestigio y la hegemonía en el seno de la Liga del Peloponeso. E inmediatamente antes de Maratón el gobierno espartano había querido guardar las espaldas de los atenienses imponiendo un arbitraje a Egina, en guerra desde hacía tiempo con aquellos, por el que se obligaba a entregar rehenes en prenda de su lealtad durante el ataque persa. Por consiguiente, nadie dudaba en Grecia de que ante una nueva guerra Esparta se pondría por mar y tierra al frente de los aliados.

 

Pero era Atenas la que había sentido en su propia carne el primer zarpazo de los medos, y a su extraordinaria energía y capacidad de respuesta corresponderían el esfuerzo supremo. Tras la muerte de Milciades en el 488 a.C., emerge en la escena política la figura de Temístocles, sólo comparable por su trascendencia como estadista en la historia a Pericles. En la década de los ochenta ninguna estrella brilló como la suya sobre Atenas, y a su ascendiente han de referirse sin duda las principales innovaciones y medidas de aquellos años.

 

 

De todas ellas la más cargada de consecuencias sería la reforma naval, que echó los cimientos de la talasocracia ateniense posterior y colocó a esta polis por delante de aquellos Estados griegos con una fuerte tradición marinera, caso de Corinto, Egina o Corcira. Temístocles convenció a la eclesia para que aprobase un programa de construcción de 200 trirremes financiado con los nuevos ingresos devengados al tesoro tras e descubrimiento en el 483 a.C. de un rico filón argentífero en las minas de Laurión. Un reciente revés militar frente a Egina (488-7 a.C.) y, sobre todo, el conocimiento de los preparativos bélicos emprendidos por Jerjes, desbarataron cualquier oposición al proyecto. De un solo golpe Atenas veía desplazarse de la tierra al mar el eje de su estrategia militar y, con ella, previsiblemente también el protagonismo político de las capas sociales comprometidas en la defensa de la polis.

 

La vida política de Atenas no era precisamente en aquel entonces una balsa de aceite, y estos cambios no se aperaron sin duros enfrentamientos y la fuerte oposición de ciertas facciones y personalidades que se sentían amenazadas. Parece que Temístocles consiguió descabezar a la oposición haciendo uso repetido de la institución del ostracismo, un procedimiento legal ideado posiblemente ya por Clístenes para la salvaguarda del nuevo régimen contra los partidarios de la tiranía. Por este cargo había mandado el pueblo al exilio en el 487 a.C. a Hiparco, y quizá también a Megacles (486 a.C.), jefe de los Alcmeónidas, así como a Calias de Alopece (485 a.C.). Los destierros de Jantipo, cuñado de Megacles, y Arístides (483 a.C.), obedecieron en cambio al impulso de Temístocles y tuvieron como motivo el problema concreto de sus reformas. Exiliados por 10 años del Atica y suspendidos temporalmente en sus derechos ciudadanos, aunque no privados de sus propiedades y rentas, los ostracizados se veían neutralizados políticamente en una sociedad cara a cara, como lo era la de la polis griega --con lo que, sin más entorpecimientos, el líder preferido por el pueblo podía llevar adelante su programa de gobierno--. También el nombre de Temístocles ha aparecido en los ostraka de este período que han sacado a la luz las excavaciones, lo que prueba la existencia de campañas de opinión orquestadas también contra él, pero que en su caso obviamente no alcanzaron ningún año la mayoría simple de votos requerida en la eclesia.

 

En el 484 a.C. pudo ocuparse Jerjes, el sucesor de Darío, de lo que tanto él como su padre vieran antes imposibilitado por el estallido de las agitaciones en Babilonia y Egipto: iniciar los preparativos para una invasión a gran escala de la Hélade. Durante casi cuatro años la logística persa preparó concienzudamente la marcha del gran ejército: en el Helesponto, entre Abidos y Sestos, se tendieron dos puentes flotantes sobre 360 y 314 embarcaciones respectivamente, obra del griego Hárpalo; a través del monte Atos, en la Calcídica, se excavó un canal para evitar a la flota el peligroso rodeo de este promontorio; el río Estrimón fue ponteado; a fin de asegurar los abastecimientos, se establecieron numerosos almacenes de Macedonia y Tracia.

 

 

La investigación actual, contra las desorbitadas cifras que nos da Herodoto (1.700.000), he estimado en unos 150.000 hombres los movilizados para la campaña, y en unas 600 naves los efectivos de la armada que seguiría al ejército de tierra. Pueblos de todo el imperio habían sido llamados a filas: hindúes, bactrianos, babilonios, egipcios, etíopes, fenicios, lidios, jonios, tracios... y, por supuesto medos y persas. No se consideró esto suficiente, y la hábil diplomacia persa preparó el terreno de los invasores ganándose al oráculo de Delfos y trabajándose a los círculos gobernantes de tipo dinastía que pervivían aún en Tesalia y Beocia. Finalmente, a comienzos de junio del 480 a.C., las fuerzas del Gran Rey, con este al frente, cruzaban los Dardanelos.

 

Para entonces las poleis animadas por el ejemplo de Esparta y Atenas habían enviado ya sus representantes plenipotenciarios al Congreso del Istmo a fin de tratar los problemas de la defensa. De la reunión del 481 a.C. salió la coalición militar más amplia y representativa a la vez que conoció la historia de Grecia: la Liga Helénica, cuya hegemonía, esto es, el honor del mando en campaña, fue concedida por unanimidad a Esparta. Los aliados acordaron asimismo proclamar una paz general en toda la Hélade, castigar con la destrucción, y la entrega del diezmo de sus bienes al santuario de Delfos, a los Estados que no se unieran voluntariamente, y despachar embajadores a los griegos que aún no se habían adherido a la causa.

 

La liga del Peloponeso, con Esparta y la mayoría de los Estados de la península, más Corinto, Megara y Eginia, constituía el núcleo de coalición griega; a ésta se sumaron también Atenas, Platea y Tespias de Beocia, Calcis y Eretria en Eubea, Melos entre las Cícladas, las colonias corintias del noroeste, y otras polis menores presentes después en las batallas de Salamina y Platea.

 

Por más que reuniese a lo más granado de la Hélade, la lista distaba de ser completa. Tesalios, locrios y beocios, si bien abiertos en un principio a la Liga Helénica, abrazarían sin problemas el bando persa al entrar éste en sus territorios. Argos, por rencor a Esparta, aguardaba su hora desde una neutralidad claramente a favor de los persas, mientras que la confederación aquea y la valiosa isla de Corcira, con sus 60 trirremes, mantuvieron una abstención bélica de conveniencias y a la espera de los acontecimientos. Las ciudades cretenses, en su esplendido aislamiento, prestaron oídos sordos a las exhortaciones de sus hermanos. Y el todopoderoso tirano de Siracusa, Gelón, hegemónico en Sicilia, excusó su ayuda de manera especiosa --en realidad, a causa de la inminente ofensiva cartaginesa en la isla--, y hasta procuró guardarse las espaldas enviando una suma de dinero a Delfos para serle entregada a Jerjes en caso de victoria. El oráculo de Apolo no estaba evidentemente por el enfrentamiento con Persia y, con su calculada ambigüedad, había aconsejado a los distintos consultantes, como los atenienses, argivos o cretenses, emigrar y huir o mantenerse en calma; en definitiva, someterse.

 

 

Un segundo congreso en el Istmo decidió en la primavera de 480 a.C. el plan de guerra a seguir, teniendo a Temístocles y a los éforos de Esparta por sus principales cerebros. La avanzada línea inicial de defensa, el valle del Tempe en Tesalia, fue abandonada por razones tácticas y políticas, y quedó establecida en la más segura posición de las Termópilas. En este desfiladero, fácilmente defendible, se apostaron 7.000 hombres (de ellos 300 espartiatas) al mando del rey lacedemonio Leónidas. La escuadra aliada, con un total de 270 trirremes (127 atenienses), se situó en paralelo, entre el extremo noroeste de Eubea y el continente, aprovechando las angostas del golfo de Malia y el cana de Eupiro. Estaba claro el sentido de la estrategia conjunta resultante: en vista de la aplastante superioridad del enemigo en tierra, correspondían a la calidad y efectivos de la flota el intentar la ofensiva en aguas cerradas e inútiles para maniobrar la gran armada persa, mientras que Leónidas debía conservar su posición cerrojo a fin de evitar un avance de la infantería enemiga que desbordase por la retaguardia a las expuestas trirremes de los griegos.

 

Durante dos días los repetidos asaltos persas se estrellaron ante la firme posición de los defensores de las Termópilas, al tiempo que la batalla naval del cabo Artemision dejó indecisa la suerte del mar. Pero una traición reveló a los persas un paso de montaña que permitía envolver sin remedio a los 7.000 hoplitas. Leónidas, informado, aún tuvo tiempo de ordenar la retirada a la mayoría de sus hombres y de enviar un mensajero a la flota con la noticia, quedándose él en el desfiladero con 700 tespienses y sus 300 espartiatas. La heroica muerte del rey espartano y sus hombres no fue un gesto inútil, como alguna vez se nos ha hecho creer, sino un acto deliberado de inteligencia militar: su resistencia final en tierra permitió el repliegue en orden de la flota por el canal del Euripo y, sobe todo, el franqueo del estrecho a la altura de Calcis, de sólo 15 metros de ancho, y en donde una eventual galopada de la caballería enemiga hubiese fácilmente forzado su cierre, con la consiguiente destrucción del núcleo esencial de las fuerzas navales disponibles por la Liga Helénica. Sin el sacrificio de Leónidas la guerra, si no terminada, hubiese podido darse por perdida. Un epitafio inscrito posteriormente en la tumba de los 300 espartiatas resumiría el sentido de una lucha:

 

 

La Grecia central hasta Beocia cayó irremisiblemente del lado persa, y el medimos encubierto de muchos se hizo ahora patente. No sin tensiones, El Atica hubo de ser evacuada por sus habitantes que se embarcaron a Egina y Trezene, mientras que la ciudad que embellecieran en su día los Pisistrátidas era pasto de las llamas en castigo por el saqueo de Sardes en el 498 a.C. En compensación, Temístocles consiguió arrancar del Estado Mayor la decisión de presentar batalla naval frente a las costas del Atica, en el estrecho de Salamina, y no repetir la experiencia Termópilas-Artemision a la altura del Istmo, donde los Estados peloponesios habían ya establecido la segunda barrera defensiva por tierra.

 

Bajo el mando del espartano Euribiades se concentraron algo más de 300 embarcaciones (180 atenienses) en las cerradas aguas de Salamina, con la esperanza de neutralizar aquí otra vez el mayor número de efectivos de la escuadra persa. Mediante la argucia de un mensaje secreto, Temístocles engaño a Jerjes sobre la conveniencia de entablar combate urgentemente y forzó a los otros contingentes de la flota a luchar cuando el desánimo empezaba ya a cundir entre sus filas. Desde las primeras luces del amanecer hasta la caída de la tarde  se prolongó el duelo en el mar, contemplado por el propio Jerjes desde un trono que se hizo en las alturas del Egáleon, en el Atica. La cohesión étnica, la disciplina y la idoneidad de los mandos, aunadas al ardor de quienes batallaban por su tierra, no menos que a las ventajas tácticas del escenario marino, decidieron el encuentro en favor de los griegos. Por mar, y ello era cosa de no poca monta, la Hélade estaba salvada.

 

 

 

La batalla de Salamina (septiembre del 480 a.C.), en efecto,dio un vuelco a la contienda. La escuadra persa recibió orden de retornar a sus bases en Jonia y Fenicia, y Jerjes regresó también al Asia con la intención de reclutar nuevas fuerzas para la campaña siguiente --proyecto que no podría cumplir debido a una nueva insurrección en Babilonia--. En Grecia, de todas formas, el Gran Rey dejaba a Mardonio al frente de un formidable ejército de tierra que, además de los macedonios y tesalios, se había visto reforzado con las levas de beocios, locrios y focidios tras el paso de las Termópilas. Por ende, a los aliados se les planteaba una difícil disyuntiva: o bien pertrecharse tras el muro que a toda prisa se levantaba en el Istmo, esperando allí un cómodo desenlace del conflicto, o bien sacrificarse en bien del Atica y avanzar al encuentro de Mardonio, que hibernaba en Tesalia. La primera estrategia convenía, lógicamente, a las poleis peloponesias, que ya no temían un ataque naval por su retaguardia ni dependían de las trirremes atenienses para su defensa; en cambio, los eginetas y megarenses, pero sobre todo Atenas y Platea, que seguían a merced de los invasores, abogaban por un plan de guerra más resolutivo: iniciar la ofensiva y enfrentarse a Mardonio en Beocia.

 

El invierno de 480-79 a.C. vio aflorar por esta razón una seria crisis en el seno de la Liga Helénica, que bien pudo echar por la borda los éxitos pacientemente logrados. Latente desde un principio, debida al acusado particularismo de la polis griega, la desunión pareció ganar terreno cuando Temístocles volvió de las negociaciones en Esparta con las manos vacías en la cuestión principal: la defensa del Atica. Este fracaso, al parecer, le costó al líder democrático el cargo de estratego, y el encumbramiento de dos rivales suyos en la dirección de la guerra, Arístides y Jantipo.

 

La ocasión fue aprovechada por Mardonio, quien ofreció a los atenienses un seductor tratado de paz y alianza por separado, con la evidente intención de dividir a la coalición helénica y aislar así el Peloponeso, donde Argos podía servirle como precioso aliado a las espaldas del Istmo en caso de emprender un ataque contra sus defensores. Momento dramático, sin duda, que el persa se encargó de hacer realmente crítico lanzando una segunda invasión del Atica a comienzos de la primavera del 479 a.C.; las devastaciones del año anterior se completaron ahora, y sus moradores, privados de la cosecha, hubieron de evacuar una vez más el territorio. Una nueva embajada, a la que se unieron los plateenses, alcanzó Esparta y puso esta vez las cartas sobre la mesa: o bien los peloponesios cedían en su egoísmo y acudían al aliado invadido, o bien Atenas aceptaba las propuestas persas, recién reiteradas por Mardonio a pesar de la rotunda negativa que se le había dado inicialmente. Los éforos difirieron durante diez días su respuesta en espera de que las obras de fortificación en el Istmo estuviesen concluidas, y con este seguro de retaguardia, dieron la orden de partida a los 5.000 espartiatas y 5.000 periecos que componían el contingente lacedemonio. Su ejemplo fue seguido por los demás Estados peloponesios con excepción de Mantinea y Elide, que llegarían injustificablemente tarde al campo de batalla.

 

 

 

Cuando Mardonio supo de esta movilización, abandonó el Atica y se dirigió a Beocia. Aquí esperó la llegada del ejército heleno, escogiendo el terreno apto para el empleo de la caballería en la plana de Asopo, entre Tebas y Platea. Los aliados conducidos por el espartano Pausanidas, regente de Plistarco, acudieron al lugar, aunque evitando un choque en plena llanura y apoyando sus líneas en la cadena del Citerón. Nunca antes de la época helenística se produjo una concentración de tropas griegas tan elevada como ésta: 10.000 lacedemonios, 2.100 arcadios (tegeatas y orcomenios), 5.000 corintios y 1.800 colonos suyos (ampraciotas, leucadios, anactorienses, cefalonios de Pala y potidiatas), 3.000 sicionios, 3.000 megarenses, 1.000 fliasios, 1.000 trecenios, 800 epidaurios, 500 eginetas, 400 micenios y tirintios, 300 hermoinenses, 200 lepratas --todos ellos miembros de la Liga del Peloponeso o aliados de éstos--; y 8.000 atenienses al mando de Arístides, 1.000 eubeos (calcedios, eretrios, y estireos) y 600 plateenses. Cerca de 40.000 hoplitas de línea, así pues, a los que se añadían varios miles de tropas ligeras, escuderos y porteadores, aunque ninguna caballería.

 

Frente a Pausanias, Mardonio disponía, probablemente, de una superioridad numérica y, desde luego, a caballo, gracias a los consumados jinetes iranios, tesalios y beocios. En la infantería, por el contrario, la calidad estaba con diferencia del lado heleno, si bien no sin ciertas limitaciones tácticas. Resultaba difícil, en efecto, coordinar las evoluciones de los tres cuerpos del gran ejército, con los lacedemonios y tegeatas en el ala derecha, los atenienses en la izquierda, y el resto de los aliados en el centro, y no menos aun garantizar su aprovisionamiento de agua y víveres.

 

Tras varios días de escaramuzas sin llegar al encuentro definitivo, Pausanidas se vio obligado a ordenar un movimiento escalonado de repliegue por la noche, a fin de asegurarse nuevas fuentes de avituallamiento, puesto que la caballería enemiga había logrado finalmente desbaratar la infraestructura logística de los griegos. Fue en ese trance, y por la mañana, cuando la cometida persa sorprendió a los tres cuerpos aliados desarticulados entre sí, a la búsqueda de sus nuevas posiciones.El centro griego, muy avanzado, ni siquiera entró en combate, mientras que que el batallón ateniense, reforzado por los plateenses y tespienses, venció y puso en fuga a los tebanos. Pero sería en el choque de las élites de ambos bandos donde había de dirimirse la batalla de Platea: persas, medos y sacas, comandados por el propio Mardonio, contra los lacedemonios y tegeatas, sin que interviniese a fondo la caballería a causa de los desniveles del terreno próximo a Citerón. Aquí la destreza, la disciplina y la lanza espartanas triunfaron brillantemente, pese a la valentía, las flechas y las ventajas tácticas iniciales de los persas. Mardonio dejó la vida en la refriega a manos de Arimnesto.

 

La batalla de Platea, que concluyó con una gran matanza de los contingentes persas atrincherados en sus campamentos de retaguardia, expulsó a los invasores de la Hélade y decidió la segunda guerra médica. Artabazo, el lugarteniente de Mardonio, a duras penas consiguió llevar las fuerzas supervivientes hasta sus lugares de partida. Por las mismas fechas, otra victoria concedía a la Liga Helénica la supremacía naval en el Egeo: la flota aliada a las órdenes del rey espartano Leotíquidas efectuaba un exitoso desembarco en el promontorio de Micale, frente a Samos, y destruía el embarcadero de las naves persas con todas sus unidades. Para los jonios, que habían tenido que seguir a Jerjes en su campaña contra la madre patria, Micale sería la señal de la insurrección general contra el poder aqueménida en Asia Menor.

 

 

 

Los griegos, animados de los mejores sentimientos, por retomar la expresión de Herodoto, podían respirar tranquilos y celebrar fiestas y sacrificios en acción gracias a los dioses. En el campo de batalla de Platea el consejo de los aliados erigió un altar al Zeus Libertador y estableció una fiesta cuatrienal de la salvación, cuya dirección fue encomendada a los esforzados plateenses, los únicos presentes en Maratón al lado de Atenas y leales a la causa helénica hasta el fin. Por acuerdo de los aliados, Platea recibió el estatus internacional de neutralidad permanente, y su territorio fue declarado sagrado e inviolable. Por contra, los cabecillas tebanos reos de medismo fueron ajusticiados en el Istmo, y una expedición al mando de Leotíquidas sería pronto organizada para castigar a la nobleza tesalia filopersa. En el Egeo, la ofensiva griega produjo la adhesión inmediata de las tres grandes islas (Quíos, Lesbos y Samos) y la liberación de Sestos en el Helesponto; en la campaña siguiente (478 a.C.), la flota guiada por Pausanidas culminó la operación tomando Bizancio, la llave de los estrechos y escala obligada en la ruta del cereal procedente del Ponto Euxino.

 

Así pues, durante cuatro años, del 481 al 478 a.C., la causa panhelénica había prevalecido gracias, fundamentalmente, al decidido apoyo prestado por Esparta y Atenas. si las Termópilas y Platea fueron la gesta de la infantería espartana, la victoria en Salamina se debió a la flota ateniense y a la clarividencia de Temístocles. En unión, y frente al persa, las dos grandes poleis de la época clásica han señalado al resto de los griegos el camino de su identidad como pueblo y nación. La segunda guerra médica, más aún que la primera, por su trascendencia y carácter traumático, quedará grabada como un hito inolvidable en la conciencia histórica de los helenos, del mismo modo que la segunda guerra púnica entre los romanos. Esquilo estrenará ye en el 472 a.C. la tragedia Los Persas, en recuerdo enaltecedor de la batalla de Salamina; y los oradores del siglo IV, cómo Isócrates y Lisias, encontraran un filón inagotable para sus exempla virtutis en los hombres y ciudades que se batieron sin doblegarse frente a Jerjes.

 

 

En realidad, la verdadera herencia de las Guerras Médicas no fueron ni la unidad ni el panhelenismo, sino el reforzamiento de la polis en su autonomía y particularismo y, más importante todavía, el surgimiento del dualismo espartano-ateniense. Este último marcaría la historia política y militar del siglo V: una tensa coexistencia entre Esparta, primera potencia terrestre y cabeza de la Liga del Peloponeso, y Atenas, creadora a su favor de una talasocracia sin rival en el Egeo. Habida cuenta de que la preponderancia naval ateniense degeneró en imperialismo, y de que la tirantez entre los dos poderes hegemónicos acabó finalmente en la larga y funesta Guerra del Peloponeso (431-404 a.C.), la victoria sobre el persa resultó ser, a la postre, una pobre levadura para amasar la paz y la concordia entre las comunidades-Estados griegas. No obstante, todo hay que decirlo, el mantenimiento de la independencia frente al expansionismo aqueménida fue la condición sine qua non del esplendor político, económico y cultural de Atenas y, dependiendo esencialmente de él, de la aparición de la época clásica, el momento cenital de la polis griega.